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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (62 page)

BOOK: El uso de las armas
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Giró sobre sí mismo y fue a ponerse los zapatos. La caricia del aire moviéndose sobre la piel desnuda de su cráneo le producía una sensación muy curiosa. Echaba de menos el continuo movimiento de sus cabellos rozando la nuca. Tomó asiento sobre la cama, se puso los zapatos, abrochó las hebillas y volvió la cabeza hacia el teléfono que había encima de la mesilla de noche. Alargó la mano hacia el auricular y lo cogió.

Recordaba (creía recordar) que anoche se había puesto en contacto con el espaciopuerto. Sma y Skaffen-Amtiskaw se habían marchado hacía un rato, y se sentía muy mal, como si todo lo que le rodeaba estuviese muy lejos y no tuviera ninguna relación con él, y no estaba muy seguro de si realmente había hablado con los técnicos del espaciopuerto, pero creía que lo más probable era que sí lo hubiese hecho. Les había ordenado que prepararan la vieja nave espacial para la Decapitación y les había dicho que la operación se llevaría a cabo en algún momento de aquella mañana. O no lo había hecho. Una de las dos cosas. Quizá lo había soñado.

Oyó la voz de la operadora de la ciudadela preguntándole con quién deseaba hablar. Pidió que le pusiera con el espaciopuerto.

Habló con los técnicos. El ingeniero jefe de vuelos parecía algo tenso y excitado. La nave espacial estaba lista y había sido aprovisionada de combustible. Las coordenadas ya habían sido introducidas, y podría ser lanzada pocos minutos después de que diera la orden final.

Asintió para sí mismo mientras le escuchaba. El ingeniero jefe de vuelos hizo una pausa. No llegó a formular la pregunta en voz alta, pero estaba allí y pudo sentir su presencia invisible.

Volvió la cabeza hacia la ventana y contempló el cielo. Visto desde aquí dentro seguía pareciendo bastante oscuro.

–¿Señor? –preguntó el ingeniero jefe–. Señor… ¿Cuáles son sus órdenes, señor?

Vio el cubito azul y el botón, oyó el murmullo del aire que escapaba del interior del casco. Sintió una especie de estremecimiento. Pensó que era una reacción involuntaria de su cuerpo, pero no se trataba de eso. El estremecimiento recorrió toda la ciudadela y se fue expandiendo por los muros de la habitación y por debajo de la cama sobre la que estaba acostado. Los cristales y las porcelanas de la habitación tintinearon levemente. El ruido de la explosión gruñó como un trueno lejano y atravesó los gruesos vidrios de las ventanas. El sonido resultaba vagamente amenazador.

–¿Señor? –preguntó el ingeniero jefe–. ¿Sigue ahí?

Había muchas probabilidades de que decidieran interceptar la nave espacial. La Cultura –el
Xenófobo
, seguramente– utilizaría sus efectores sobre ella… La decapitación estaba condenada a fracasar…

–Señor, ¿qué debemos hacer?

Pero siempre había una posibilidad de que…

–¿Señor? Señor, ¿me oye?

Otra explosión hizo temblar la ciudadela. Clavó los ojos en el auricular que tenía entre los dedos.

–Señor, ¿seguimos adelante con el plan? –oyó que decía una voz masculina, o recordó haberle oído decir a una voz masculina hacía mucho tiempo y muy lejos de allí… Y él había dicho «Sí», y había aceptado cargar con el peso terrible de los recuerdos, y con todos los nombres que quizá acabarían enterrándole…

–No –dijo en voz baja–. Ya no necesitamos utilizar la nave –murmuró.

Dejó el auricular sobre su soporte y salió a toda prisa de la habitación. Fue por la escalera de atrás para estar lo más lejos posible de la entrada principal a sus apartamentos, donde ya podía oír el nacimiento de una cierta conmoción.

Más explosiones hicieron temblar la ciudadela. La muralla fue atravesada una y otra vez, y las ondas expansivas le dejaron envuelto en nubéculas de polvo que se desprendían lentamente del techo y las paredes. Se preguntó qué estaría ocurriendo en los cuarteles regionales y cómo caerían, y si la incursión para capturar a los sacerdotes sería tan poco sangrienta como esperaba Sma; pero apenas hubo empezado a pensar en ello comprendió que todas esas cosas ya habían dejado de importarle.

Salió de la ciudadela por una poterna y entró en la gran plaza que se usaba para los desfiles. Las hogueras seguían ardiendo delante de las tiendas de los refugiados. Grandes nubes de polvo y humo ascendían lentamente por el cielo gris del amanecer para flotar sobre los muros de la ciudadela. Desde donde estaba podía ver un par de las brechas que habían abierto en ellos. Los refugiados estaban empezando a despertar y salían de las tiendas. A su espalda y por encima de él podía oír el chisporroteo de los disparos procedentes de los muros de la ciudadela.

Oyó disparos de un arma de mucho mayor calibre que venían de los muros, y una explosión tremenda hizo temblar el suelo abriendo un gran agujero en el acantilado que era la ciudadela. Una avalancha de piedra se desplomó sobre la explanada de los desfiles enterrando bajo ella a una docena de tiendas. Se preguntó qué clase de munición estaría utilizando ese tanque. Sospechaba que era de un tipo que no habían tenido disponible hasta aquella mañana.

Atravesó la ciudad de tiendas. Los refugiados salían de ellas con cara de sueño y le miraban parpadeando. Seguía oyendo disparos dispersos procedentes de la ciudadela. La inmensa nube de polvo se alejó de la enorme brecha abierta en los muros y fue hacia la explanada. Otro disparo hecho desde muy cerca de los muros; otra detonación que hizo vibrar el suelo y acabó con toda una esquina de la ciudadela. Las piedras salieron disparadas de los muros como si las aliviara separarse de ellos y cayeron rodando sobre su propio polvo. Habían sido liberadas y podían volver a la tierra.

El fuego disperso desde los baluartes de la ciudadela era cada vez más escaso. El polvo se iba posando sobre todas las cosas, el cielo se iluminaba lentamente y los refugiados se aferraban los unos a los otros delante de sus tiendas contemplándolo todo con cara de pavor. Oyó más disparos procedentes de los muros exteriores y de la explanada para los desfiles alrededor de la que había nacido la ciudad de tiendas.

Siguió caminando. Nadie intentó detenerle, y eran muy pocas las personas que parecían fijarse en su presencia. Vio a un soldado cayendo desde lo alto del muro que se alzaba a su derecha y vio como su cuerpo rodaba sobre el polvo. Vio a los refugiados corriendo en todas direcciones. Vio a los soldados del Ejército Imperial montados sobre un tanque que aún se encontraba bastante lejos.

Se abrió paso por entre el amasijo de tiendas evitando a los que corrían y saltando sobre un par de hogueras ya casi sin llamas que aún seguían echando humo. Las enormes brechas abiertas en los muros exteriores y en la ciudadela propiamente dicha humeaban bajo la cada vez más intensa claridad grisácea del amanecer. El cielo se iba encendiendo con destellos rosa y azul, y la luz no tardaría en cobrar otro color.

Los refugiados corrían y se apelotonaban a su alrededor –algunos llevaban bebés en los brazos, otros tiraban de un niño–, y hubo momentos en que creyó reconocer un rostro, y varias ocasiones en las que estuvo a punto de detenerse y hablar con ellos, de alargar la mano para hacer cesar la nevada de rostros que le envolvía o de correr detrás de ellos gritando no sabía qué…

Una aeronave aulló sobre su cabeza y hendió la atmósfera por encima del muro exterior dejando caer unos cilindros alargados sobre las tiendas. Los cilindros liberaron surtidores de llamas y un humo espantosamente negro. Vio personas que ardían, oyó los gritos, olió la pestilencia de la carne quemada y meneó la cabeza.

Cuerpos aterrorizados pasaban corriendo a su lado o chocaban contra él, y el impacto con uno de ellos le hizo caer al suelo y tuvo que levantarse, quitarse el polvo de las ropas y soportar los empujones, los gritos, las maldiciones y los alaridos. La aeronave volvió a pasar sobre su cabeza y fue el único que se mantuvo erguido y siguió caminando mientras los que le rodeaban se dejaban caer al suelo. Observó los chorlitos de polvo que salían disparados hacia el cielo a su alrededor y vio como las ropas de algunas personas que se habían arrojado al suelo aleteaban con una breve sacudida espasmódica cuando un proyectil daba en el blanco.

Se encontró con los primeros soldados cuando ya casi había amanecido del todo. Un soldado disparó contra él. Buscó refugio detrás de una tienda y rodó rápidamente sobre sí mismo. Estuvo a punto de chocar con otro soldado que hizo girar su carabina una fracción de segundo demasiado tarde. Desvió el arma de una patada. El soldado desenvainó un cuchillo. Dejó que se lanzara sobre él, le quitó el cuchillo y le hizo caer al suelo con una llave de lucha. Clavó los ojos en el cuchillo que tenía entre los dedos y meneó la cabeza. Lo arrojó a lo lejos, miró al soldado –estaba encogido sobre sí mismo con la cabeza alzada hacia él y le observaba con temor –, se encogió de hombros y siguió caminando.

Los refugiados pasaban corriendo junto a él, los soldados gritaban. Vio como uno alzaba su arma y le apuntaba. Miró a su alrededor y no encontró ningún sitio donde refugiarse. Alzó la mano para explicarle que ya no era necesario que disparase, pero el soldado hizo fuego antes de que pudiera hablar.

«Un disparo bastante malo teniendo en cuenta lo cerca que estaba de mí», pensó mientras el impacto del proyectil le hacía salir despedido hacia atrás dando una voltereta sobre sí mismo.

Parte superior del pecho, cerca del hombro. «No hay daño pulmonar, y lo más probable es que ni tan siquiera me haya rozado una costilla», pensó. El dolor y la conmoción se extendieron por todo su cuerpo y le hicieron caer al suelo.

Se quedó inmóvil sobre el polvo. Había caído muy cerca del rostro de un guardia muerto. Los ojos del defensor de la ciudad ya no podían ver nada, pero parecían contemplarle. Había visto el módulo de la Cultura mientras el impacto del proyectil le arrojaba hacia atrás; una silueta de límpidos contornos que flotaba inútilmente sobre las ruinas de los apartamentos que había ocupado durante su estancia en la ciudadela.

Alguien le dio una patada. El impacto hizo que su cuerpo girara y, al mismo tiempo, le fracturó una costilla. Intentó no reaccionar a la nueva cuchillada de dolor que le atravesó el pecho, pero entreabrió los párpados para ver quién le había pateado. Esperó el coup-de-grâce, pero éste no llegó.

La sombra que se había quedado inmóvil sobre él –oscuridad recortada contra la luz– se puso en movimiento y se alejó.

Esperó un rato y se levantó. Al principio el caminar no le resultó demasiado difícil, pero las aeronaves no tardaron en volver, y aunque no fue alcanzado por ninguno de los proyectiles algo se hizo pedazos cerca de él mientras pasaba junto a unas tiendas que ondularon y bailaron al sentir la embestida de las balas, y se preguntó si el agudo dolor que acababa de experimentar en el muslo había sido producido por un trozo de madera o de piedra, o si sería una astilla de hueso procedente de alguien que estaba en el interior de una tienda.

–No –murmuró mientras se alejaba cojeando en dirección a la brecha más grande que había en el muro–. No, no tendría gracia… No es un trocito de hueso… No tendría ninguna gracia…

La onda expansiva de explosión le derribó, le lanzó hacia una tienda y le hizo atravesar la lona. Se puso en pie sintiendo un terrible zumbido en la cabeza. Miró a su alrededor y acabó alzando los ojos hacia la ciudadela. Sus pináculos empezaban a reflejar el impacto directo de los primeros rayos de sol de lo que prometía ser un día muy hermoso. Ya no podía ver el módulo. Cogió un trozo del poste que había sostenido una tienda para usarlo como muleta. La pierna le dolía mucho.

El polvo se arremolinó a su alrededor, los alaridos de los motores y las aeronaves y las voces humanas le atravesaron; los olores de las cosas que ardían, el polvo de piedra y los humos de las máquinas le hicieron toser y jadear. Sus heridas le hablaban en los lenguajes del dolor y las lesiones y no le quedaba más remedio que escucharlas, pero se negaba a prestarles más atención que la estrictamente imprescindible. Tropezó, se tambaleó, sintió los impactos de las ondas expansivas y los trocitos de piedra y metal que volaban por los aires, creyó que se había quedado sin fuerzas y cayó de rodillas y se levantó pensando que quizá hubiera recibido más heridas de bala, pero en su estado actual no podía estar seguro de nada.

Cayó al suelo cuando ya estaba bastante cerca de la brecha y pensó que quizá debiera quedarse quieto para descansar un rato. Había más luz, y se sentía muy cansado. Las nubéculas de polvo flotaban a su alrededor como una blanca guirnalda de sudarios. Alzó los ojos hacia el azul claro del cielo y pensó en lo hermoso que era incluso visto a través de todas aquellas cantidades de polvo. Escuchó el estrépito de los tanques que subían por la cuesta triturando los guijarros bajo sus orugas y pensó que, como ocurre siempre con los tanques, el ruido que hacían se parecía mucho más a un chirrido que a un rugido.

–Caballeros –murmuró alzando la mirada hacia el azul cada vez más intenso del cielo–, esto me recuerda algo digno de ser respetado y grabado en la memoria que Sma me dijo en una ocasión, algo sobre el heroísmo, algo como…, sí, era… «Zakalwe, sea cual sea su edad y su desarrollo en todas las sociedades humanas que hemos examinado a lo largo de nuestra historia no hemos encontrado prácticamente ninguna en la que hubiese escasez de machos jóvenes y entusiastas dispuestos a matar y morir preservando la seguridad, la comodidad y los prejuicios de sus mayores, y lo que tú llamas heroísmo no es más que la expresión de una verdad tan sencilla como la de que nunca hay escasez de idiotas…» –Suspiró–. Bueno, estoy seguro de que ella nunca usó palabras como «sea cual sea su edad y su desarrollo», porque a la Cultura le encanta que haya excepciones para todo, pero…, creo que…, creo que eso era más o menos lo que me dijo…

Rodó sobre sí mismo apartando la mirada del casi doloroso azul del cielo y clavó los ojos en el polvo.

Se fue incorporando lentamente y de mala gana un rato después primero hasta erguir el torso, después hasta quedar arrodillado en el suelo y luego alargó la mano hacia el trozo de poste que le servía de muleta y descargó todo su peso sobre él y logró ponerse en pie, y empezó a tambalearse hacia las ruinas en que se habían convertido los muros y consiguió llegar hasta la cima de aquella montaña de piedras y cascotes, allí donde el camino que recorría la parte superior de la muralla seguía intacto y se alejaba en ambas direcciones –«Como rutas del cielo», pensó–, y fue hacia los cadáveres de una docena de soldados que yacían en el centro de un charco de sangre que iba haciéndose más grande y contempló los baluartes salpicados de agujeros de balas y cubiertos por una capa de polvo gris que les rodeaban.

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