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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (63 page)

BOOK: El uso de las armas
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Fue tambaleándose hacia ellos como si quisiera aumentar su número con la adición de su cuerpo y examinó el cielo buscando el módulo.

Pasó algún tiempo antes de que vieran la «Z» que había dibujado con los cadáveres de los soldados que yacían sobre la muralla, pero en ese lenguaje la Z era una letra muy complicada y cometió muchos errores antes de conseguir que le saliera bien.

I

T
odas las luces y reflectores del Staberinde estaban apagados. Su masa achaparrada se recortaba contra la débil filtración de luz grisácea que precede al amanecer, y su borrosa silueta era un cono que apenas aludía a los aros y líneas concéntricas de sus cubiertas y armas. Algún efecto óptico de las neblinas del pantano que se interponían entre él y el inmenso zikkurath que era el navío creaban la impresión de que su negra forma no tenía el más mínimo contacto con la tierra, sino que flotaba sobre ella cerniéndose por encima del mundo como una amenazadora nube negra.

Los ojos con que lo contemplaba estaban tan cansados como los pies que le sostenían. Hallarse tan cerca de la ciudad y del navío hacía que pudiera oler el mar, y tener la nariz tan cercana al cemento del bunquer le permitía captar el olor acre y amargo de la cal. Intentó acordarse del jardín y de los perfumes de las flores tal y como solía hacer cuando la lucha empezaba a parecerle tan fútil y cruel que sentía deseos de abandonarla, pero no logró que su memoria conjurase aquellos perfumes de una sutileza conmovedora tan levemente recordados o cualquiera de las cosas buenas que habían ocurrido en aquel jardín (y volvió a ver aquellas manos bronceadas por el sol sobre las blancas caderas de su hermana, la ridícula sillita que habían escogido para consumar su fornicación…, y recordó su última visita al jardín, la última vez que había estado en la propiedad cuando iba con el cuerpo de tanques; y vio el caos y la ruina que Elethiomel había desatado sobre el lugar donde habían crecido los dos; la gran casa convertida en un cascarón vacío, el barco de piedra definitivamente naufragado, los bosques devorados por las llamas…, y su último atisbo de aquella odiada casita de verano donde les había encontrado cuando se disponía a emprender su represalia particular contra la tiranía del recuerdo; el tanque meciéndose debajo de él, el claro ya iluminado por los destellos de los obuses-estrella retorciéndose con el resplandor de las llamas, el sonido que no era un sonido zumbando en sus tímpanos, y la casita…, la casita seguía allí; el obús la había atravesado limpiamente y había explotado entre los árboles que se alzaban detrás de ella y sintió el deseo de gritar y llorar y destruir la casita con sus propias manos…, pero entonces se acordó del hombre que había estado sentado dentro de ella y pensó en cómo podría enfrentarse a una situación semejante, y consiguió acumular el valor suficiente para reírse de lo ocurrido y ordenó al artillero que apuntara al último peldaño de la casita, y por fin vio como toda la estructura se convertía en pedazos que salían disparados hacia lo alto. Los escombros cayeron alrededor del tanque rociándole con pellas de tierra, trocitos de madera y los manojos de cañizo que habían formado el techo).

La noche que se extendía más allá del bunquer era cálida y asfixiante. El calor del día había quedado atrapado en la tierra y parecía haber sido incrustado en el suelo por el peso de las nubes que se pegaban a la piel del mundo como si fueran una camisa empapada en sudor. Creyó captar el olor de la hierba y el heno flotando en el aire y pensó que el viento había cambiado de dirección. Aquellos olores nacían en las grandes praderas del interior y debían de haber sido arrastrados hasta allí por algún viento que ya había agotado sus fuerzas. Las viejas fragancias se habían vuelto rancias y débiles. Cerró los ojos y apoyó la frente sobre el áspero cemento del bunquer debajo de la ranura por la que había estado mirando. Sus dedos se abrieron sobre la dura superficie granulosa y sintió el cálido contacto del cemento en su carne.

Había momentos en los que su único deseo era que todo terminara de una vez, y la forma en que se produjera ese final no tenía ninguna importancia. La simple idea de que todo terminara cobraba una seductora y exigente sencillez, y se imponía con una fuerza tan abrumadora que habría pagado cualquier precio por verla convertirse en realidad. Cuando le ocurría eso tenía que pensar en Darckense atrapada dentro del navío y cautiva de Elethiomel. Sabía que ya no amaba a su prima; que el amor que había sentido hacia ella fue un breve enamoramiento juvenil, algo que ella había utilizado durante su adolescencia para vengarse de alguna afrenta imaginaria que le había infligido la familia (quizá creía que preferían a Livueta, quizá fuese otra cosa…). Puede que en aquel entonces le pareciese auténtico amor, pero sospechaba que ahora incluso ella era consciente de que el sentimiento se había desvanecido. Creía que Darckense realmente había sido convertida en rehén contra su voluntad. Cuando Elethiomel atacó la ciudad cogió por sorpresa a muchas personas, y la rapidez del avance bastó para dejar atrapada dentro de ella a la mitad de la población. Darckense tuvo la mala suerte de ser descubierta en el caos del aeropuerto cuando intentaba huir. Elethiomel había desplegado un gran número de agentes para que dieran con ella, y Darckense acabó cayendo en sus manos.

Y eso hacía que no le quedara más remedio que seguir luchando por Darckense, aunque ya casi hubiera consumido todas las reservas de odio que su corazón albergaba hacia Elethiomel, ese odio que le había permitido continuar luchando durante los últimos años y que ahora se estaba agotando y que parecía haber sido evaporado por el curso abrasivo de aquella larga guerra.

¿Cómo se las arreglaba Elethiomel? Aunque ya no la amara (y el monstruo afirmaba que Livueta era la única cosa que amaba en el mundo), ¿cómo podía utilizarla igual que si fuera otro obús guardado en los cavernosos almacenes del navío?

¿Y qué se suponía que debía hacer él? ¿Utilizar a Livueta contra Elethiomel? ¿Esforzarse por alcanzar el mismo nivel de astuta crueldad?

Livueta ya le echaba la culpa de todo lo ocurrido a él, no a Elethiomel. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Rendirse? ¿Cambiar una hermana por otra? ¿Montar un loco intento de rescate condenado de antemano al fracaso? ¿Limitarse a atacar?

Había intentado explicar que sólo un asedio prolongado garantizaría el éxito, pero las discusiones habían sido tan frecuentes y encarnizadas que estaba empezando a preguntarse si no estaría equivocado.

–¿Señor?

Giró sobre sí mismo y contempló las borrosas siluetas de los comandantes que habían aparecido a su espalda.

–¿Qué ocurre? –preguntó secamente.

–Señor… –Era Swaels–. Señor, quizá deberíamos volver a los cuarteles generales. Las nubes se están disipando por el este, y no tardará en amanecer… No debemos permitir que nos sorprendan dentro del radio de alcance de su armamento.

–Ya lo sé –replicó.

Volvió la cabeza hacia los oscuros contornos del Staberinde y sintió el leve encogimiento involuntario que tensaba su cuerpo, como si esperara ver que sus inmensos cañones empezaban a escupir llamas que irían en línea recta hacia él. Corrió la plancha metálica que protegía la ranura abierta en el cemento. El interior del bunquer quedó sumido en las tinieblas durante unos momentos hasta que alguien fue hacia el interruptor. La áspera claridad de las luces amarillas cayó sobre ellos y todos parpadearon sorprendidos por aquel súbito resplandor.

Salieron del bunquer. La larga masa del vehículo blindado aguardaba en la oscuridad. Los ayudantes y oficiales de menor rango se pusieron en posición de firmes, colocaron bien sus gorras, saludaron y empezaron a abrir las puertas. Entró en el vehículo y se deslizó sobre la piel que cubría el asiento trasero. Tres comandantes le siguieron y se fueron sentando el uno al lado del otro delante de él. La puerta blindada se cerró con un golpe seco; el vehículo gruñó, se puso en movimiento y avanzó dando saltos sobre los baches y desigualdades del suelo para volver al bosque, alejándose de la silueta oscura que reposaba envuelta en la noche.

–Señor… –dijo Swaels después de intercambiar una rápida mirada con los otros dos comandantes–. Los demás y yo hemos estado hablando y…

–Vas a decirme que deberíamos atacar, que deberíamos bombardear el Staberinde hasta convertirlo en un cascarón llameante y asaltarlo con tropas aerotransportadas –dijo él alzando una mano–. Ya sé que habéis estado hablando del asunto y sé qué clase de…, de decisiones creéis haber alcanzado. No me interesan en lo más mínimo.

–Señor, todos comprendemos la tensión que supone para usted el hecho de que su hermana se encuentre a bordo del navío, pero…

–Eso no tiene nada que ver con el atacar o el seguir esperando, Swaels –dijo él–. La mera suposición de que pueda considerar que eso es una razón para no atacar… Me insultas, Swaels. Mis razones son razones militares muy sólidas y fundadas, y la más importante de ellas es que el enemigo ha conseguido crear una fortaleza que, de momento, es casi imposible de tomar. Debemos esperar a las inundaciones de invierno. Cuando lleguen la flota podrá utilizar el estuario y el canal enfrentándose al Staberinde en igualdad de términos. Atacarlo con aeronaves o cualquier intento de enzarzarse en un duelo de artillería sería el colmo de la estupidez.

–Señor… –dijo Swaels–. Lamentamos no poder estar de acuerdo con usted, pero aun así…

–Guarde silencio, comandante Swaels –dijo él usando su tono de voz más gélido. Swaels tragó saliva–. Ya tengo suficientes motivos de preocupación sin necesidad de perder el tiempo con las estupideces que pasan por planificación militar seria entre mis oficiales superiores…, y quizá debería añadir que tampoco deseo perder el tiempo pensando en si he de sustituir a algunos de esos oficiales superiores.

Nadie dijo nada. El único sonido audible era el distante gruñido del motor del vehículo blindado. Swaels parecía perplejo y herido; los otros dos comandantes no apartaban la mirada de la alfombrilla que cubría el suelo. La piel del rostro de Swaels brillaba. Volvió a tragar saliva. La voz mecánica del vehículo que les transportaba parecía enfatizar el silencio que reinaba en el compartimento trasero mientras los cuerpos de los cuatro hombres temblaban y oscilaban de un lado a otro sobre sus asientos. El vehículo llegó a una carretera bien pavimentada y aceleró con un rugido. La inercia intentó incrustarle en el asiento y los tres comandantes se inclinaron unos centímetros hacia él antes de recuperar el equilibrio y volver a apoyar la espalda en sus asientos.

–Señor, si lo desea estoy dispuesto a…

–Oh, vamos… ¿Es realmente necesario que sigamos hablando de esto? –preguntó con voz quejumbrosa, esperando que su tono conseguiría hacer callar a Swaels–. ¿No podéis librarme ni tan siquiera de esa pequeña carga? Lo único que pido es que cumpláis con vuestras obligaciones. No quiero desacuerdos ni disputas. Luchemos contra el enemigo, no entre nosotros.

–… a presentar mi dimisión –siguió diciendo Swaels.

Era como si el ruido del motor no pudiera abrirse paso hasta el compartimento de pasajeros. El silencio se volvió absoluto –no estaba en el aire, sino atrapado en la expresión de Swaels y en los cuerpos tensos e inmóviles de los otros dos comandantes–, y pareció volverse sólido y depositarse lentamente sobre los cuatro hombres como si fuese el aliento presciente de un invierno que aún se hallaba a medio año de distancia. Sintió el deseo casi irresistible de cerrar los ojos, pero no podía dar una muestra tan clara de debilidad. Mantuvo la mirada clavada en el rostro del hombre que tenía delante.

–Señor, debo decirle que no estoy de acuerdo con el curso de acción que ha decidido tomar, y no soy el único. Señor, yo y los otros comandantes le queremos tanto como queremos a nuestro país…, le queremos con todo nuestro corazón, y le ruego que me crea. Pero…, precisamente porque le queremos no podemos permanecer impasibles mientras vemos como arroja por la borda todo aquello que representa y todo aquello en lo que creemos por defender una decisión equivocada.

Las rodillas de Swaels temblaron y acabaron juntándose como en un gesto de súplica que no le pasó desapercibido.

«Ningún caballero de buena cuna debería empezar una frase usando una palabra tan desafortunada como “pero”», pensó distraídamente.

–Señor, le aseguro que preferiría estar equivocado. Yo y los otros comandantes hemos intentado comprender sus motivos y sus planes, pero no podemos estar de acuerdo con ellos. Señor, si siente la más mínima estima hacia alguno de sus comandantes…, le imploramos que piense en lo que está haciendo. Si cree que haberle hablado así es una falta de respeto o una insubordinación puede despojarme del mando cuando lo desee. Degrádeme, sométame a un juicio de guerra, ejecúteme, borre mi nombre de los registros y las actas, pero… Señor, le ruego que reconsidere su decisión ahora que aún hay tiempo para ello.

El vehículo siguió avanzando sobre la carretera desviándose de vez en cuando para tomar alguna curva, moviéndose en dirección izquierda-derecha o derecha-izquierda para evitar los cráteres con que se encontraba y los cuatro permanecieron tiesos e inmóviles en sus asientos. «Debernos de parecer trozos de hielo atrapados bajo esta luz amarilla –pensó–, debemos de parecer cuatro cadáveres que empiezan a ponerse rígidos…»

–Detenga el vehículo –se oyó decir.

Su dedo ya estaba pulsando el botón del intercomunicador. Oyó el leve chimar del cambio de marchas y el vehículo acabó deteniéndose. Abrió la puerta. Swaels había cerrado los ojos.

–Fuera –le dijo.

Swaels le miró. Parecía un anciano alcanzado por el primero de un diluvio de golpes inesperados. Era como si se hubiera encogido, como sí se hubiera derrumbado por dentro. Una ráfaga de viento cálido amenazó con cerrar la puerta y tuvo que extender una mano para mantenerla abierta.

Swaels se inclinó hacia adelante y fue saliendo lentamente del vehículo. Su silueta se hizo visible durante unos segundos recortada contra la oscuridad de la cuneta. El cono de luz proyectado por las luces interiores del vehículo se deslizó sobre su rostro y desapareció.

Zakalwe cerró la puerta.

–Siga –dijo por el intercomunicador.

El vehículo volvió a ponerse en marcha y se alejaron a toda velocidad del amanecer y del Staberínde antes de que sus cañones pudieran encontrarles y destruirles.

Creían haber vencido. Cuando llegó la primavera tenían más hombres y más material y, sobre todo, disponían de artillería más pesada que la del enemigo. El Staberínde acechaba en el mar y seguía siendo una amenaza, pero había dejado de ser una presencia activa. No disponía del combustible que necesitaba para hacer incursiones efectivas contra sus fuerzas y convoyes, y más que un recurso había pasado a ser una molestia. Pero Elethiomel mandó remolcar el inmenso navío de combate a través de los canales y sobre las orillas en eterno proceso de cambio hasta llevarlo al dique seco. Volaron las estructuras que se oponían a su avance y lograron meterlo dentro, cerraron las puertas, bombearon el agua hasta vaciar el dique y lo llenaron de cemento. Sus consejeros opinaban que habían creado una especie de cojín capaz de absorber las vibraciones inyectando alguna sustancia especial entre el metal y el cemento, pues de lo contrario los cañones de medio metro de calibre ya habrían hecho añicos el navío. Sospechaban que Elethiomel había utilizado toda la chatarra y los escombros que tenía a mano para proteger el perímetro de su fortaleza improvisada.

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