Casi lo encontraba divertido.
El Staberínde no era una fortaleza inconquistable (aunque, desde luego, ya no podía ser hundido), pero la invasión exigiría un precio terrible.
Y, naturalmente, ahora que disponían de tiempo para reequiparse y descansar un poco cabía la posibilidad de que las fuerzas que había alrededor del navío y de la ciudad y dentro de esos dos recintos lograran romper el cerco. También habían analizado esa posibilidad, y sabían que Elethiomel era perfectamente capaz de conseguirlo.
Pero fuera cual fuese el enfoque con que analizaba el problema o el tiempo que consagraba a darle vueltas los datos básicos estaban muy claros y nunca variaban. Los hombres harían lo que él les ordenara; los comandantes obedecerían sus órdenes (y si no lo hacían los sustituiría por otros); los políticos y la Iglesia le habían otorgado plena capacidad de maniobra y le apoyarían hiciera lo que hiciese… Estaba seguro de eso o, por lo menos, tan seguro como podía estarlo cualquier hombre en su posición. Pero… ¿qué debía hacer?
Había esperado heredar un ejército perfectamente entrenado, una máquina espléndida e impresionante que nunca sería preciso utilizar y que acabaría transmitiendo a otro joven cachorro de la Corte en el mismo estado impecable en que la había recibido para que las tradiciones del honor, la obediencia y el deber pudieran seguir subsistiendo. Y, en vez de eso, se había encontrado a la cabeza de un ejército enzarzado en una guerra salvaje con un ejército enemigo compuesto por una inmensa mayoría de compatriotas suyos y mandado por un hombre a quien en tiempos consideró un amigo y, casi, un hermano.
Tuvo que dar órdenes sabiendo que las órdenes significarían la muerte de muchos hombres, y a veces no le quedó más remedio que sacrificar a centenares o millares de soldados enviándolos a una muerte casi segura porque necesitaba consolidar una posición o un objetivo importantes o proteger alguna posición vital. Y, naturalmente, no había que olvidar el continuo sufrimiento y el precio pagado por los civiles tanto si les gustaba como si no. Las personas por las que ambos bandos afirmaban estar luchando eran las que proporcionaban el mayor número de bajas producidas en su sangrienta contienda.
Había intentado poner fin a la masacre. Intentó llegar a alguna clase de acuerdo casi desde el principio, pero ninguno de los dos bandos quería la paz salvo si podía dictar sus propias condiciones y él no poseía ningún poder político real, y no le quedó más remedio que luchar. Su éxito le asombró y había asombrado a los demás –a veces pensaba que Elethiomel debía de ser uno de los que más se habían asombrado–, pero ahora le faltaba muy poco para conseguir la victoria (quizá), y no sabía qué hacer.
Lo que más deseaba era salvar a Darckense. Había visto demasiados ojos muertos, demasiado aire ennegrecido por la sangre y demasiada carne hecha pedacitos, y todas esas imágenes le impedían sentir ningún tipo de apego hacia verdades tan horrendas como las nebulosas ideas del honor y la tradición por las que la gente afirmaba estar luchando. Sólo quedaba una cosa por la que le pareciera que valía la pena seguir luchando, y era el bienestar de una persona amada. Era lo único que le parecía real, lo único que podía salvar su precaria cordura. Admitir que había millones de personas cuyos destinos e intereses dependían de lo que ocurriese aquí significaba echar un peso demasiado grande sobre sus hombros. Sería como admitir por implicación que era parcialmente responsable de las muertes de cientos de miles de personas, y el que nadie hubiera podido luchar más humanamente de lo que lo había hecho no alteraba en nada esa realidad insoportable.
Hizo lo único que podía hacer. Esperó. Contuvo a los comandantes y los líderes de escuadrón, y esperó a que Elethiomel contestara a las señales que le enviaba.
Los otros dos comandantes no dijeron nada. Apagó las luces interiores del vehículo, bajó los protectores metálicos de las ventanillas y contempló la masa oscura del bosque que desfilaba velozmente bajo el cielo color gris acero del amanecer.
Dejaron atrás bunquers, trincheras sumidas en las tinieblas, siluetas inmóviles, camiones detenidos, tanques hundidos en el barro, ventanas protegidas con cinta adhesiva, cañones disimulados por sus fundas de camuflaje, postes, claros grisáceos, edificios en ruinas y lámparas que sólo emitían luz por una rendija diminuta…, toda la parafernalia que adorna los alrededores de un cuartel general. Observó todo aquello y sintió el removerse de un vago deseo en su interior. Siguieron avanzando hacia el centro, hacia el viejo castillo que le había servido de hogar en todo salvo de nombre durante los últimos dos meses, y deseó no tener que detenerse. Ah, si pudiera seguir moviéndose durante el amanecer y durante el día, y la noche y el nuevo amanecer, seguir moviéndose eternamente hasta atravesar los árboles con rumbo a la nada, si pudiera dejar atrás aquellos centinelas inflexibles y llegar hasta un punto perdido en el vacío donde no hubiera nadie salvo él –aunque eso significara soportar el silencio gélido de la nada–, sentirse seguro en el nadir de sus sufrimientos sintiendo la perversa satisfacción de saber que ahora ya no podían empeorar; seguir adelante, adelante, adelante sin tener que detenerse nunca, sin tomar decisiones que no podían esperar y que significaban que cometería errores que jamás podría olvidar y por los que nunca podría ser perdonado…
El vehículo entró en el patio del castillo. Bajó de él, quedó rodeado por un enjambre de ayudantes y enlaces y fue hacia la gran mansión que había albergado el cuartel general de Elethiomel.
Los oficiales cayeron sobre él para exponerle cien problemas distintos, detalles de asuntos logísticos, informes de los servicios de inteligencia, escaramuzas, pequeñas cantidades de terreno ganado o perdido, grupos de civiles que pedían esto o aquello, corresponsales extranjeros que solicitaban eso o lo de más allá… Se libró de todos los pequeños problemas ordenando a los comandantes que se ocuparan de ellos. Subió de dos en dos los peldaños del tramo de escalera que llevaba hasta sus despachos, entregó su guerrera y su gorra a su ayudante de campo y se refugió en la oscuridad de su estudio. Cerró los ojos y apoyó la espalda en un panel de la doble puerta sintiendo el contacto de los picaportes de bronce que seguía sujetando con sus manos. El silencio y la oscuridad de la habitación eran como un bálsamo.
–Has estado fuera echando un vistazo a la bestia, ¿eh?
Se sobresaltó, pero enseguida reconoció la voz de Livueta. Alzó la cabeza y vio el oscuro contorno de su silueta delante de las ventanas.
–Sí –dijo–. Corre las cortinas.
Encendió las luces del estudio.
–¿Qué piensas hacer? –preguntó Livueta.
Fue lentamente hacia él con los brazos cruzados delante de los senos. Su oscura cabellera estaba recogida en un moño, y parecía preocupada.
–No lo sé –admitió. Fue hasta su escritorio, se sentó, apoyó la cara en las manos y se la frotó lentamente–. ¿Qué quieres que haga?
–Habla con él –dijo Livueta.
Tomó asiento sobre una esquina del escritorio sin descruzar los brazos. Llevaba puesta una chaqueta oscura y una falda negra bastante larga. Últimamente siempre vestía colores oscuros.
–Él no querrá hablar conmigo –replicó apoyando la espalda en el sillón repleto de tallas. Sabía que los oficiales más jóvenes se referían a él llamándolo «su trono»–. No consigo que conteste a mis mensajes.
–No debes de estar diciendo las cosas adecuadas –murmuró ella.
–Bueno, entonces… Quizá no sé qué decir –dijo él, y volvió a cerrar los ojos–. ¿Por qué no te encargas de redactar el próximo mensaje?
–No me dejarías decir lo que quiero decir, y aunque me dejaras luego encontrarías alguna forma de volverte atrás.
–Livvy, no podemos deponer las armas, y creo que aparte de ésa no hay ninguna otra solución. Al menos, ninguna otra a la que esté dispuesto a hacer caso…
–Podríais veros y hablar cara a cara. Creo que sería la mejor forma de arreglar las cosas.
–Livvy, el primer mensajero que enviamos volvió… ¡Sin su
PIEL!
La última palabra fue un grito salvaje. Había perdido la paciencia y el control con tanta brusquedad que hasta él mismo se sorprendió. Livueta se encogió y se apartó del escritorio. Se dejó caer sobre un sofá y sus largos dedos acariciaron los hilos de oro que adornaban el brazo.
–Lo siento –dijo él en voz baja–. No quería gritar.
–Es nuestra hermana, Cheradenine. Debe de haber algo más que podamos hacer.
La miró y recorrió el estudio con los ojos como si buscara alguna fuente de inspiración que pudiera darle nuevas ideas.
–Livvy… Hemos hablado de esto una vez y otra y otra más. ¿Es que.., es que no hay ninguna forma de hacértelo comprender? ¿No está claro? –Golpeó la superficie del escritorio con las palmas de las manos–. Hago todo lo que puedo. Quiero sacarla de allí tanto como tú, te lo aseguro, pero mientras esté en sus manos no puedo hacer nada…, salvo atacar, y si ataco lo más probable es que ella muera.
Livueta meneó la cabeza.
–¿Qué ocurrió entre vosotros dos? –preguntó–. ¿Por qué dejasteis de hablar? ¿Cómo puedes olvidar todo lo que ocurrió cuando éramos niños?
La contempló en silencio y meneó la cabeza. Después se puso en pie y se volvió hacia la pared recubierta de libros que había detrás de él. Sus ojos se deslizaron sobre los centenares de títulos sin ver ninguno.
–Oh… –dijo con voz cansada–. No lo he olvidado, Livueta. –Sintió una tristeza tan terrible como inesperada, como si toda la magnitud de cuanto habían perdido sólo pudiera volverse real cuando tenía cerca a otra persona cuya presencia le permitía admitir la existencia de esa pérdida–. No he olvidado nada, te lo aseguro…
–Debe de haber algo más que puedas hacer –insistió ella.
–Livueta, créeme, por favor. No puedo hacer nada.
–Te creí cuando me aseguraste que estaba a salvo –dijo Livueta.
Bajó la mirada hacia el brazo del sofá. Sus largas uñas habían empezado a arrancar el hilo de oro cosido en la tela. Su boca se había convertido en una línea muy tensa.
–Estabas enferma –dijo él, y suspiró.
–¿Y qué?
–¡Podrías haber muerto! –exclamó él. Fue hacia las cortinas y empezó a tirar de los pliegues como si intentara alisarlos–. Livueta, no podía decirte que Darckle estaba en su poder. El shock…
–Oh, sí, esta pobre y débil mujer no habría podido soportar el shock… –dijo Livueta. Meneó la cabeza mientras seguía tirando del hilo de oro–. Habría preferido que me ahorraras oír todas esas tonterías insultantes en vez de ocultarme la verdad sobre mi propia hermana.
–Hice lo que creí era mejor para ti.
Dio un paso hacia ella, se detuvo y retrocedió hasta la esquina del escritorio sobre la que había estado sentada hacía unos momentos.
–Estoy segura de ello –replicó Livueta con sarcasmo–. Supongo que la costumbre de asumir responsabilidades es algo que va implícito en tu importante posición actual… Y se supone que debo estarte agradecida, ¿verdad?
–Livvy, por favor…, ¿tienes que…?
–¿Tengo que qué? –Le miró. Sus ojos echaban chispas–. ¿Tengo que crearte aún más dificultades de las que ya soportas? ¿Se trata de eso?
–Lo único que quiero es… –dijo él hablando muy despacio e intentando controlarse–. Sólo quiero que intentes…, que intentes comprenderlo. Tenemos que… seguir juntos, tenemos que ayudarnos el uno al otro.
–Lo que quieres decir es que tengo que ayudarte aunque tú no estés dispuesto a hacer nada por Darckle –replicó ella.
–¡Maldita sea, Livvy! –gritó él–. ¡Hago cuanto puedo! No es sólo ella. Tengo que pensar en muchas personas más. Todos mis hombres, los civiles de la ciudad…, ¡todo el maldito país! –Fue hacia ella, se arrodilló delante del sofá y puso su mano sobre el brazo del que su mano de largas uñas había ido arrancando el hilo de oro–. Livueta, por favor… Estoy haciendo todo lo posible. Ayúdame. Necesito que me apoyes. Los otros comandantes quieren atacar. Soy lo único que se interpone entre Darckense y…
–Quizá deberías atacar –dijo ella de repente–. Quizá sea lo único que no se espera.
La miró y meneó la cabeza.
–La tiene prisionera dentro del navío. Si queremos tomar la ciudad tenemos que destruir el navío antes. –La miró a los ojos–. ¿Confías en que no la matará, aun suponiendo que no muera durante el ataque?
–Sí –dijo Livueta–. Sí, confío en él.
Le sostuvo la mirada durante unos momentos con la seguridad de que ella acabaría inclinando la cabeza o, por lo menos, de que la desviaría, pero Livueta siguió mirándole fijamente.
–Bien… –dijo por fin–. No puedo correr ese riesgo. –Suspiró, cerró los ojos y apoyó la cabeza en el brazo del sofá–. Hay…, hay tantas presiones. –Intentó cogerle la mano, pero ella se la apartó–. Livueta, ¿crees que no tengo sentimientos? ¿Crees que no me importa lo que pueda ocurrirle a Darckle? ¿Crees que no sigo siendo el hermano al que conociste aparte del soldado en que me han convertido? ¿Crees que tener un ejército a mis órdenes, ayudantes de campo y oficiales que obedecen hasta el más pequeño de mis caprichos…, crees que todo eso impide que me sienta solo?
Livueta se puso en pie sin tocarle.
–Sí –dijo mirándole desde arriba mientras él contemplaba el hilo de oro cosido en el brazo del sofá–. Te sientes solo, yo me siento sola y Darckense se siente sola, y él se siente solo… ¡Y todo el mundo se siente solo!
Giró rápidamente sobre sí misma. La brusquedad del movimiento hizo que su larga falda se hinchara durante una fracción de segundo. Fue hacia la puerta y salió por ella. Oyó el golpe seco de la doble puerta al cerrarse y siguió inmóvil donde estaba, arrodillado delante del sofá vacío como si fuera un pretendiente rechazado. Deslizó su dedo meñique por el aro de hilo dorado que Livueta había logrado arrancar del brazo del sofá y tiró de él hasta romperlo.
Se puso en pie, fue hacia la ventana, se abrió paso por entre los cortinajes y contempló la luz grisácea del amanecer. Hombres y máquinas avanzaban entre las nubéculas de niebla, hilachas grises que parecían las redes de camuflaje de la naturaleza.
Envidiaba a los hombres que podía ver y estaba seguro de que la mayoría de ellos le envidiaban. Él daba las órdenes, dormía en una cama mullida y no tenía que chapotear por el fango de las trincheras o dar patadas a las rocas para que el dolor en los dedos del pie le mantuviera despierto mientras montaba guardia… Pero eso no impedía que él les envidiara porque sólo tenían que cumplir las órdenes que les daban. Siguió pensando en ello, y acabó admitiendo ante sí mismo que también envidiaba a Elethiomel.