«Si fuera como él…», pensó. Era una idea que acudía a su mente con una frecuencia cada vez mayor. Poseer esa astucia implacable, esa inteligencia despiadada que no reconocía barreras ni frenos… Ah, cómo lo deseaba.
Apartó los cortinajes. El deseo le había hecho sentirse tan culpable que caminaba encorvado.
Fue al escritorio, encendió las luces del estudio y se sentó. «Su trono…», pensó, y dejó escapar la primera risita que salía de sus labios en varios días porque el trono era una imagen del poder más imponente y él se sentía totalmente incapaz de hacer nada.
Oyó el rugido de un camión que se detenía junto a la ventana, justo allí donde se suponía que estaba prohibido aparcar. Se quedó muy quieto y empezó a pensar. Una bomba de gran potencia al otro lado de la pared…, el terror se adueñó de él. Oyó la voz ronca de un sargento, una conversación en susurros y el camión se alejó un poco, aunque aún podía oír el ruido del motor.
Pasado un rato oyó voces en el pozo de la escalera que llevaba al vestíbulo. Las voces casi eran gritos, y había algo en su tono que le hizo sentir un escalofrío. Intentó decirse que se estaba comportando como un niño miedoso y volvió a encender todas las luces del estudio, pero aún podía oír las voces. Entonces oyó algo que parecía un alarido y que se interrumpió de repente. Se estremeció. Abrió la funda de su pistolera deseando llevar encima algo más letal que la pistolita del uniforme de gala. Fue hacia la puerta. Las voces… Había algo muy extraño en ellas. Algunas casi gritaban, mientras que otras parecían esforzarse por murmurar. Abrió la puerta y cruzó el umbral. Su ayudante de campo estaba en la puerta que daba acceso a sus despachos y miraba hacia la escalera.
Guardó la pistola en su funda. Fue hacia el ayudante de campo, siguió la dirección de sus ojos y miró hacia abajo. Vio a Livueta devolviéndole la mirada con los ojos casi fuera de las órbitas, a un grupito de soldados y a un comandante. Estaban inmóviles alrededor de una sillita blanca. Frunció el ceño. Livueta parecía muy nerviosa. Bajó rápidamente el tramo de peldaños. Estaba a medio camino cuando vio que Livueta subía corriendo hacia él con la falda revoloteando a su alrededor. Su hermana se lanzó sobre él y puso las dos manos encima de su pecho. El empujón le hizo tambalearse. Estaba perplejo.
–No –dijo ella. Sus ojos brillaban, y nunca la había visto tan pálida–. Vuelve a tu estudio –dijo.
Su voz sonaba extrañamente pastosa, como si no le perteneciera.
–Livueta… –dijo él con cierta irritación.
Se apartó de la pared en la que se había apoyado para no perder el equilibrio e intentó mirar por encima de ella para averiguar qué estaba ocurriendo en el vestíbulo y qué hacían todas aquellas personas apelotonadas alrededor de la sillita blanca.
Livueta volvió a empujarle.
–Vuelve al estudio –dijo con aquella extraña voz pastosa.
La miró a los ojos y le rodeó las muñecas con las manos.
–Livueta… –dijo en voz baja.
Movió los ojos indicando las personas que había en el vestíbulo.
–Vuelve al estudio –dijo aquella voz extraña y aterradora.
Ya estaba más que harto. La apartó de un empujón e intentó pasar junto a ella, pero Livueta trató de sujetarle por los hombros.
–¡No bajes! –jadeó.
–¡Livueta, basta ya!
Se la quitó de encima sin más miramientos. Bajó rápidamente el resto de peldaños antes de que su hermana pudiera hacer un nuevo intento de impedírselo.
Y Livueta se lanzó detrás de él y le agarró por la cintura.
–¡Vuelve al estudio! –gimió.
Giró sobre sí mismo y se encaró con ella.
–¡Suéltame! ¡Quiero averiguar qué está pasando!
Era más fuerte que ella. Apartó sus brazos de un manotazo y la hizo caer sobre los peldaños. Bajó hasta el vestíbulo y caminó sobre las losas hasta llegar al grupo de hombres que se mantenían inmóviles y en silencio alrededor de la sillita blanca.
Era una silla muy pequeña y tan delicada que daba la impresión de que un adulto la rompería si intentaba sentarse en ella. Era una silla pequeña y blanca, y cuando dio dos pasos más hacia adelante, cuando los otros y el vestíbulo y el castillo y el mundo y el universo desaparecieron en la oscuridad y el silencio y se fue acercando a la silla cada vez más y más despacio vio que había sido construida con los huesos de Darckense Zakalwe.
Las patas de atrás estaban hechas con los dos fémures, y las de delante con las tibias. Los huesos de los brazos formaban el marco del asiento; las costillas el respaldo. Debajo de ellas estaba la pelvis; la pelvis que había sido astillada años atrás en el barco de piedra y cuyos fragmentos de hueso destrozado se habían vuelto a soldar… El material más oscuro que habían usado los cirujanos resultaba claramente visible. Por encima de las costillas estaban las clavículas, también fracturadas y curadas. Las señales en los huesos eran el recuerdo de un accidente de equitación.
Habían curtido su piel y la habían utilizado para fabricar un pequeño almohadón. Habían colocado un botoncito minúsculo en el agujero de su ombligo y en una esquina del almohadón había un atisbo casi imperceptible de vello oscuro ligeramente rojizo.
Volvía a hallarse de pie junto a su escritorio y descubrió que estaba pensando en el tramo de peldaños y en las presencias de Livueta, del ayudante de campo y de su auxiliar que se habían interpuesto entre aquel momento y éste.
Sintió el sabor de la sangre en su boca y se miró la mano derecha. Creyó recordar que había golpeado a Livueta cuando subía por la escalera. Golpear a tu propia hermana… Qué acto tan horrible.
Contempló cuanto le rodeaba durante unos momentos sin enterarse muy bien de lo que estaba viendo. Todo parecía estar borroso.
Alzó una mano con la intención de frotarse las sienes y descubrió que tenía la pistola entre los dedos.
Se la llevó a la sien derecha.
Comprendía que eso era exactamente lo que Elethiomel quería que hiciese, pero enfrentarse a un monstruo semejante… ¿Qué posibilidades de triunfo tenía? Después de todo, la capacidad de aguante de un hombre tiene sus límites, ¿no?
Se volvió hacia las puertas del estudio y sonrió (alguien estaba golpeándolas con el puño, gritando una palabra que quizá fuera su nombre; pero no conseguía acordarse de cómo se llamaba). Qué estupidez… Hacer Lo Que Se Espera de Ti; la Única Escapatoria. La Salida Honorable. Qué montón de estupideces… No había nada, sólo la desesperación y la última ocasión de soltar una carcajada y de abrir la boca para enfrentarse con el mundo a través del hueso. Aquí, justamente aquí…
Pero una habilidad tan consumada… Tantas capacidades, tanta adaptabilidad, una falta de escrúpulos tan implacable y completa que resultaba increíble, un uso de las armas tan terrible y eficiente que cualquier cosa o persona podía convertirse en un arma…
Le temblaba la mano. Se dio cuenta de que las puertas estaban empezando a ceder. Alguien debía de estar golpeándolas con todas sus fuerzas. Supuso que debía de haberlas cerrado con llave. Estaba solo en el estudio. Comprendió que debería haber escogido una pistola más grande, y pensó que el calibre de la que tenía en la mano quizá no bastara para hacer el trabajo.
Tenía la boca muy seca.
Sintió como el cañón de la pistola se hundía un par de milímetros en la piel de su sien y apretó el gatillo.
Las fuerzas asediadas que había dentro del Staberinde y a su alrededor iniciaron el ataque una hora después, cuando los cirujanos aún estaban intentando salvarle la vida.
Fue una batalla magnífica, y faltó muy poco para que la ganaran.
–Z
akalwe…
–No.
La misma negativa de siempre. Estaban en un parque inmóviles junto a una pradera muy grande en la que acababan de cortar el césped, debajo de unos árboles de troncos muy altos que habían sufrido la poda hacía poco tiempo. La brisa cálida traía consigo el olor del océano y una sombra casi imperceptible del perfume de las flores. El aire susurraba por entre los troncos del bosquecillo. La niebla matinal aún no se había despejado del todo, y sus hilachas seguían velando los dos soles. Sma meneó la cabeza, puso cara de exasperación y se alejó unos pasos.
Estaba apoyado en un árbol. Respiraba con dificultad y tenía una mano encima del pecho. Skaffen-Amtiskaw flotaba cerca de él sin dejar de vigilarle mientras jugueteaba con un insecto posado en el tronco de otro árbol.
Skaffen-Amtiskaw opinaba que el hombre estaba loco. Una cosa era indudable, y es que su comportamiento cada vez resultaba más extraño. Nunca había explicado la auténtica razón de que hubiese vagabundeado de un lado para otro a través de toda la masacre que se produjo durante el asalto a la ciudadela. Cuando Sma y la unidad lograron encontrarle y recogerle –tenía el cuerpo agujereado por las balas, estaba medio muerto y deliraba–, insistió en que se limitaran a estabilizar el estado físico en que se encontraba cuando le sacaron de lo alto de la muralla. No hizo caso de sus argumentos, pero cuando estuvieron a bordo del
Xenófobo
la nave se negó a declararle loco e incapaz de tomar sus propias decisiones, y le sumió en un sueño de metabolismo reducido durante los quince días que duró el viaje hasta el planeta en el que vivía la mujer llamada Livueta Zakalwe.
Salió del sueño en tan mal estado como cuando había entrado en él. Parecía una catástrofe ambulante y aún llevaba dos balas dentro, pero se negó a aceptar cualquier tipo de tratamiento hasta que hubiera visto a esa mujer. «Qué extraño…», pensó Skaffen-Amtiskaw mientras extendía un campo para obstruir el camino del insecto que iba trepando lentamente por el tronco del árbol. Había otro insecto de una especie distinta un poco más arriba, y Skaffen-Amtiskaw estaba intentando que se encontraran para averiguar cuál sería su reacción.
Extraño y…, sí, incluso perverso.
–De acuerdo. –El hombre tosió (la unidad sabía que uno de sus pulmones se iba llenando de sangre a cada momento que pasaba–. Sigamos.
Apartó la espalda del árbol y Skaffen-Amtiskaw abandonó de mala gana su juego con los dos insectos. Estar aquí hacía que la unidad se sintiera vagamente fuera de lugar. El planeta era conocido, pero Contacto aún no había tenido el tiempo suficiente para hacer una investigación a fondo. Había sido descubierto mediante la investigación y no mediante la exploración física, y aunque no tenía nada de obviamente raro y ya se había llevado a cabo una primera inspección muy rudimentaria, técnicamente seguía estando considerado como terra incógnita y Skaffen-Amtiskaw se hallaba en un estado relativamente avanzado de alerta por si se daba el caso de que el lugar les tuviera reservada alguna sorpresa desagradable.
Sma fue hacia el hombre del cráneo rasurado y le pasó el brazo alrededor de la cintura para ayudarle a caminar. Subieron la suave pendiente cubierta de césped que llevaba hasta un pequeño promontorio. Skaffen-Amtiskaw les observó alejarse desde el refugio que le proporcionaban las copas de los árboles y fue bajando lentamente hacia ellos cuando les faltaba poco para llegar al final de la pendiente.
Cuando vio lo que había al otro lado el hombre se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio. La unidad tuvo la impresión de que si Sma no hubiese estado allí para sostenerle se habría desplomado de narices sobre la hierba.
–Mieeeeerda –jadeó.
Intentó erguirse. La neblina seguía evaporándose, y el rayo de sol surgido de la nada que cayó sobre sus ojos le obligó a parpadear.
Dio otro par de pasos vacilantes, apartó el brazo de Sma y giró lentamente sobre sí mismo recorriendo el parque con la mirada. Vio árboles convertidos en estatuas por la poda, praderas de césped casi manicurado, muros ornamentales y pérgolas delicadas, estanques delimitados mediante hileras de piedras y caminos umbríos que cruzaban bosquecillos sumidos en el silencio más absoluto. Y a lo lejos, alzándose entre los troncos de los árboles de mayor edad, la maltrecha silueta negra del Staberinde…
–Lo han convertido en un jodido parque… –murmuró.
Se quedó inmóvil oscilando ligeramente sobre la planta de sus pies con la cintura a punto de doblarse y clavó los ojos en la silueta del viejo navío de combate. Sma fue hacia él. Parecía estar a punto de doblarse sobre sí mismo y Sma volvió a rodearle la cintura con el brazo. El dolor tensó sus rasgos y empezaron a bajar por la cuesta yendo hacia un sendero que llevaba al navío.
–Cheradenine, ¿por qué quieres ver esto? –preguntó Sma en voz baja.
Sus pies hacían crujir la gravilla del sendero. La unidad flotaba por encima de ellos y a unos metros más atrás.
–¿Hmmm? –murmuró él apartando los ojos del navío durante una fracción de segundo.
–Cheradenine, ¿por qué has querido venir aquí? –preguntó Sma–. Ella no está aquí. Está en otro sitio.
–Ya lo sé –jadeó él–. Ya lo sé…
–Entonces, ¿por qué quieres ver esos restos?
Tardó un poco en responder. Era como si no la hubiese oído, pero Sma vio como tragaba una honda bocanada de aire –acompañando la inspiración con una mueca de dolor–, y meneó su cabeza cubierta de sudor.
–Oh –dijo–, sólo por…, por los viejos tiempos…
Atravesaron otro bosquecillo. En cuanto salieron de él y estuvieron un poco más cerca del navío vio que volvía a menear su cráneo rasurado.
–No me había imaginado que…, que pudieran hacerle esto –dijo.
–¿Hacerle el qué? –preguntó Sma.
–Esto.
Movió la cabeza señalando la masa ennegrecida del navío.
–¿Y qué han hecho, Cheradenine? –preguntó Sma con voz paciente.
–Convertirlo en… –empezó a decir, se calló y tosió. El dolor le hizo tensar todos los músculos del cuerpo–. Convertir esa maldita cosa en…, en un adorno. Preservarla para la posteridad.
–¿Te refieres a ese navío?
Él la miró como si se hubiera vuelto loca.
–Sí –dijo–. Sí, me refiero a ese navío.
Skaffen-Amtiskaw no veía que tuviera nada de especial. No era más que un viejo navío de combate metido en un dique lleno de cemento. Se puso en contacto con el
Xenófobo
, que estaba matando el tiempo con un examen detallado del planeta para hacer un mapa.
–Hola, nave. Esos restos del parque… Zakalwe parece muy interesado en ellos. Me preguntaba por qué. ¿Te importaría hacer algunas investigaciones al respecto?
–Dentro de un rato. Aún tengo que repasar todo un continente, los lechos marinos y la subsuperficie.