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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (29 page)

BOOK: El uso de las armas
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Bajó la mirada y vio trenes que se movían en silencio, delgadas líneas de luz que entraban y salían lentamente de los túneles. El agua aparecía bajo la forma de trazos negros en los acueductos y los canales. Había caminos y carreteras por todas partes, y los vehículos reptaban sobre ellos iluminando la noche con faros tan diminutos como chispas mientras correteaban de un lado a otro igual que si fueran las minúsculas presas naturales de aquellas aves que giraban en las alturas.

El anochecer de otoño era bastante fresco, y podía sentir la mordedura del aire que le acariciaba. Se había quitado el traje de combate y lo había dejado dentro de la cápsula antes de que ésta se enterrara en una hondonada arenosa. Ahora llevaba las ropas holgadas que volvían a ser populares en la ciudad. Aquel estilo de indumentaria había estado de moda durante su último trabajo allí, y el haber estado lejos de la ciudad el tiempo suficiente para que el ciclo de la moda diese una vuelta completa hizo que se sintiera extrañamente complacido. No era supersticioso, pero la coincidencia le divertía.

Se acuclilló y deslizó una mano sobre el borde del desfiladero. Cogió un puñado de guijarros y hierbajos y dejó que fueran cayendo por entre sus dedos. Suspiró, se fue incorporando lentamente y se puso los guantes y el sombrero.

El nombre de la ciudad era Solotol, y Tsoldrin Beychae vivía en ella.

Se quitó unos granos de arena del viejo impermeable –una prenda fabricada en un planeta muy lejano y cuyo valor se limitaba a lo puramente sentimental–, colocó unas gafas de cristales casi negros sobre el puente de su nariz, cogió la algo maltrecha maleta que había dejado en el suelo y empezó el descenso hacia la ciudad.

–Buenas noches, señor. ¿En qué puedo ayudarle?

–Me gustaría ocupar sus dos últimos pisos, si es tan amable.

El recepcionista puso cara de perplejidad y acabó inclinándose hacia adelante.

–Disculpe, señor. ¿Qué…?

–Me gustaría ocupar los dos últimos pisos del hotel. –Sonrió–. Me temo que no he hecho ninguna reserva. Lo siento.

–Aaaah… –exclamó el recepcionista mientras contemplaba su reflejo en los cristales oscuros de las gafas que tenía delante con cierta preocupación–. ¿Los dos…?

–No quiero una habitación, una suite o un piso, sino dos, y no quiero dos pisos cualquiera. Quiero los dos últimos pisos. Si tiene clientes que estén ocupando alguna habitación de los dos últimos pisos, le sugiero que hable con ellos, sea lo más cortés posible y les pida que acepten una habitación en otro piso. Yo pagaré sus facturas hasta el momento actual.

–Comprendo… –dijo el recepcionista del hotel. No parecía estar muy seguro de si debía tomarse todo aquello en serio o no–. Y… ¿Cuánto tiempo tiene pensado quedarse el señor?

–Indefinidamente. Puedo pagarle un mes por adelantado. Mis abogados le enviarán el dinero mañana a la hora de almorzar como muy tarde. –Abrió la maleta y sacó de ella un fajo de billetes que puso sobre el mostrador de la recepción–. Si lo prefiere pagaré en efectivo el alojamiento de esta noche.

–Comprendo –dijo el recepcionista sin apartar los ojos del dinero–. Bien, si el señor tiene la amabilidad de rellenar este impreso…

–Gracias. Ah, también deseo un ascensor reservado para mi uso personal y acceso al tejado. Supongo que una llave sería la mejor solución a ese problema, ¿no le parece?

–Aaah… Desde luego. Comprendo. Discúlpeme un momento, señor.

El recepcionista fue a hablar con el gerente del hotel.

Consiguió que le hicieran un descuento por utilizar dos pisos enteros y accedió a pagar lo que le pedían por el uso del ascensor y el tejado, con lo que la suma de dinero que le costaría alojarse allí volvió a ser la misma que al comienzo de las negociaciones, pero siempre le había gustado regatear.

–Y… ¿El nombre del señor?

–Me llamo Staberinde.

Escogió una suite en una esquina del último piso desde la que se dominaba toda la profundidad del cañón que albergaba a la ciudad. Abrió todos los armarios, gabinetes y puertas, los postigos de las ventanas, los balcones y armaritos de drogas y medicinas y lo dejó todo abierto. Entró en el cuarto de baño de la suite y se aseguró de que hubiera agua caliente. Sacó un par de sillas del dormitorio y cuatro más del vestíbulo y las llevó a la suite contigua. Encendió todas las luces y recorrió la suite inspeccionándolo todo.

Contempló los dibujos de los tapices, cortinas, alfombras y ropas de cama, los murales y las pinturas que había en las paredes y las tallas y adornos de los muebles. Llamó al servicio de habitaciones para que le trajeran algo de comer y cuando lo que había pedido llegó en un carrito con ruedas fue de una habitación a otra empujando el carrito delante de él, y comió vagabundeando por los silenciosos recintos del hotel contemplando cuanto le rodeaba y, de vez en cuando, echando un vistazo a un sensor minúsculo que se suponía debía avisarle de si había algún sistema de vigilancia cerca. No había ninguno.

Se detuvo delante de una ventana para contemplar el exterior y se pasó la mano distraídamente por el pecho para frotarse una pequeña cicatriz que ya no estaba allí.

–¿Zakalwe? –preguntó una vocecita desde su pecho.

Bajó la mirada y sacó un objeto parecido a una cuenta de collar de un bolsillo de su camisa. Se lo puso en una oreja, se quitó las gafas oscuras y las guardó en el bolsillo del que había sacado el objeto.

–Hola.

–Soy yo, Diziet. ¿Estás bien?

–Sí. He encontrado alojamiento.

–Estupendo. Escucha, hemos descubierto una cosa… ¡Algo que nos irá de maravilla!

–¿De qué se trata? –preguntó.

El nerviosismo que impregnaba la voz de Sma le hizo sonreír. Apretó un botón para correr las cortinas.

–Hace tres mil años hubo un tipo que se convirtió en un poeta muy famoso. Escribía sus versos sobre tablillas de cera incrustadas en marcos de madera, y escribió un grupo de cien poemas cortos que siempre afirmó eran lo mejor que había escrito en toda su existencia. Pero no consiguió publicarlos, y decidió convertirse en escultor. Derritió la cera de noventa y ocho de las tablillas conservando la número uno y la cien para hacer un modelo de cera con el que fabricó un molde de arena, y acabó obteniendo una figura de bronce que aún existe.

–Sma, toda esa historia que me estás contando… ¿lleva a alguna parte? –preguntó él.

Pulsó otro botón para descorrer las cortinas porque le gustaba ver la ondulación de los pliegues.

–¡Espera! Cuando descubrimos Voerenhutz e hicimos el examen total rutinario de cada planeta también obtuvimos un holograma de la estatua de bronce, naturalmente, y encontramos restos del molde original y de la cera en un escondite.

»¡ Y la composición de la cera no encajaba!

»¡Era distinta a la de las dos tablillas que aún se conservaban! La UGC esperó hasta haber terminado el examen total e hizo un poco de trabajo detectivesco. El tipo que escribió los poemas y modeló la estatua de bronce acabó convirtiéndose en monje y llegó a ser abad de un monasterio. Mientras estaba al mando de la comunidad añadieron un edificio al recinto, y la leyenda afirma que el abad solía ir allí para contemplar los noventa y ocho poemas teóricamente perdidos. Uno de los muros del edificio es doble. –Sma fue subiendo la voz hasta alcanzar un tono casi triunfal–. ¡Y adivina lo que hay en el hueco!

–¿Los restos de los monjes desobedientes que fueron emparedados?

–¡Los poemas! ¡Las tablillas de cera! –chilló Sma. Cuando volvió a hablar usó un tono de voz algo más bajo–. Bueno, la mayoría… El monasterio fue abandonado hace unos doscientos años, y parece que un pastor encendió una hoguera cerca de la pared en algún momento del tiempo transcurrido desde entonces. Tres o cuatro tablillas fueron derretidas por el calor, ¡pero el resto sigue allí!

–¿Y eso es bueno?

–¡Zakalwe, esas tablillas son uno de los mayores tesoros literarios perdidos de toda la historia del planeta! Tu amigo Beychae reside en la universidad de Jarnsaromol, y esa universidad posee la mayor parte de los pergaminos manuscritos del poeta, las dos tablillas restantes y la famosa estatua de bronce. ¡Darían cualquier cosa por echar mano a las otras tablillas! ¿No lo entiendes? ¡Es la solución perfecta!

–Sí, supongo que no suena nada mal.

–¡Maldito seas, Zakalwe! ¿Es lo único que se te ocurre?

–Dizita, una racha de suerte tan buena como ésta nunca dura mucho tiempo. La ley de los promedios pronto nos traerá desgracias.

–No seas tan pesimista, Zakalwe.

–De acuerdo, no lo seré.

Suspiró y volvió a correr las cortinas.

Diziet Sma lanzó un bufido de exasperación.

–Bueno, pensé que te gustaría saberlo… Falta poco para la partida. Que duermas bien.

El canal emitió un zumbido indicando el final de la comunicación. Curvó los labios en una sonrisa melancólica, y dejó la diminuta terminal colgando de su oreja como si fuera un pendiente.

Dio órdenes de que no le molestaran, puso la calefacción al máximo y abrió todas las ventanas. Pasó algún tiempo examinando los balcones y las cañerías de las paredes; bajó por una de ellas hasta casi llegar al suelo y recorrió toda la fachada fijándose en las cornisas, los tubos metálicos, los alféizares y hendiduras y comprobando su solidez. Vio luces en una docena escasa de habitaciones. Volvió a su piso cuando consideró que ya conocía lo suficientemente bien el exterior del hotel.

Se apoyó en la barandilla del balcón sosteniendo un cuenco humeante en una mano. De vez en cuando se llevaba el cuenco a la cara e inhalaba los vapores que brotaban de él; el resto del tiempo se dedicaba a contemplar el panorama de luces de la ciudad silbando suavemente entre dientes.

La contemplación de aquel tapiz luminoso le hizo pensar que la mayoría de ciudades parecían lienzos, pero Solotol era como un libro a medio abrir, una V ondulante cubierta de tallas y desniveles que se hundía en las profundidades del pasado geológico del planeta. Las nubes que flotaban sobre el desfiladero y el desierto reflejaban la acumulación de luces de la ciudad y brillaban con un resplandor rojoanaranjado.

Supuso que visto desde el otro extremo de la ciudad el último piso totalmente iluminado y los demás prácticamente a oscuras debían de hacer que el hotel tuviera un aspecto bastante extraño.

Había olvidado que la estructura del desfiladero hacía que Solotol resultara muy distinta a las demás ciudades. «Aun así, también tiene muchas cosas en común con ellas –pensó–. Todo se parece un poco…»

Había estado en tantos lugares distintos y había visto tal variedad de lo similar y lo totalmente distinto que ambos fenómenos le asombraban…, pero el hecho seguía siendo cierto. Esta ciudad no era tan distinta a las muchas que había conocido a lo largo de su existencia.

Se encontraran donde se encontrasen la galaxia hervía de vida y sus alimentos básicos seguían replicándole y atormentándola con su sabor, tal y como le había dicho a Shias Engin (y pensar en ella hizo que volviera a sentir el roce de su piel y oyera el sonido de su voz), pero sospechaba que si la Cultura realmente lo desease habría podido encontrar sitios mucho más exóticos y espectacularmente distintos a los que enviarle. La excusa que le daban era que estaba adaptado a ciertos tipos de planeta, sociedad y guerra. Era una criatura limitada a lo que en una ocasión Sma había definido como «un nicho marcial».

Sonrió y aspiró otra bocanada de vapores del cuenco de drogas.

El hombre dejó atrás arcadas vacías y tramos de peldaños desiertos. Se cubría con un viejo impermeable de un estilo desconocido que, aun así, conseguía resultar vagamente anticuado, y llevaba unas gafas de cristales muy oscuros. Su caminar era rápido y fluido, y quien le hubiera observado un rato habría acabado pensando que no tenía ningún tic o gesto peculiar que le hiciera fácil de identificar.

Entró en el patio de un gran hotel que lograba producir una impresión simultánea de opulencia y ligero abandono. Los jardineros vestidos de colores oscuros que estaban rastrillando las hojas caídas en una piscina que parecía bastante antigua le miraron como si no tuviese ningún derecho a estar allí.

Unos hombres estaban pintando el interior del porche y el comienzo del vestíbulo, y el recién llegado tuvo que dar un rodeo para entrar en el hotel. Los pintores usaban una pintura especial de poca calidad mezclada según fórmulas muy antiguas, cuyo fabricante garantizaba que se agrietaría, perdería el color y empezaría a descascarillarse de la forma más irreprochable un año o dos después de haber sido aplicada.

El vestíbulo estaba muy adornado. El hombre tiró de un grueso cordoncillo color púrpura que colgaba sobre una esquina del mostrador de recepción. El recepcionista no tardó en materializarse ante él.

–Buenos días, señor Staberinde –le saludó sonriendo–. ¿Ha tenido un paseo agradable?

–Sí, gracias. Haga el favor de ordenar que me suban el desayuno.

–Inmediatamente, señor.

«Solotol es una ciudad de arcos y puentes donde las escaleras y los pavimentos se deslizan al lado de edificios altísimos y saltan sobre cañadas y torrentes de caudal impetuoso mediante esbeltos puentes colgantes y frágiles arcadas de piedra. Los caminos fluyen junto a las orillas de los cursos de agua serpenteando y pasando por encima y por debajo de ellos; las líneas ferroviarias se despliegan en una confusión de raíles y niveles girando por una red de túneles y cavernas donde convergen las carreteras y los depósitos subterráneos, y los pasajeros que viajen en uno de los trenes podrán contemplar las galaxias de luces que se reflejan sobre las oscuras aguas cruzadas por la trayectoria inclinada de los funiculares subterráneos, los muelles y los caminos que permiten acceder a esas profundidades.»

Estaba sentado en la cama con las gafas oscuras sobre una almohada, desayunando y viendo la cinta de presentación del hotel en la pantalla de la suite. Oyó el zumbido del teléfono de estilo antiguo y alargó una mano para quitar el sonido de la pantalla.

–¿Diga?

–¿Zakalwe?

Era la voz de Sma.

–Cielo santo. ¿Sigues ahí?

–Estamos a punto de abandonar la órbita.

–Bueno, no os entretengáis por mí. –Hurgó en un bolsillo de su camisa y cogió la terminal en forma de cuenta–. ¿Por qué estás usando el teléfono? ¿Hay problemas de saturación en el transceptor o qué?

–No, pero quería asegurarme de que en un caso de necesidad podríamos interferir su sistema telefónico.

BOOK: El uso de las armas
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