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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (19 page)

BOOK: El último teorema
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De hecho, fue para ellos una sorpresa que muriese un número tan escaso de los seres humanos de la playa por haber traspasado sus tegumentos los proyectiles procedentes de las aeronaves. Reconocieron la naturaleza tosca del armamento que montaban los helicópteros (el mecanismo de aire comprimido, el cañón de vórtice toroidal y el resto) porque lo habían visto con anterioridad. Después de todo, eran pocas las armas de los humanos que no hubiesen empleado, una y otra vez, otras razas en distintos lugares de la galaxia y en otras épocas, y no ignoraban, pues conocían la historia de otras especies que se habían servido de instrumentos similares en el dilatado pasado galáctico, el efecto desagradable y debilitador que podían tener sobre un indefenso cuerpo animal.

Lo que desconcertaba a los eneápodos era que aquellos seres primitivos prefiriesen usar aquellas armas en lugar de su arsenal habitual de objetos penetrantes propulsados por agentes explosivos, que acarreaban consecuencias aún más destructivas a los cuerpos orgánicos. Cuando finalizó el encuentro de la playa, los eneápodos encargados de tomar las decisiones hubieron de pasar no pocos minutos debatiendo acerca de si debían informar de cuanto habían visto. Al final, optaron por comunicarlo por extenso y con gran exactitud, y dejar que los grandes de la galaxia decidiesen si tenía o no relevancia. Eso sí: trataron de permitirse cierto margen de acción por medio del título que asignaron al informe: «Ejemplo de choque anómalo».

CAPÍTULO XII

El Juicio

R
anjit, en realidad, no vio gran cosa del derramamiento de sangre, pues se hallaba enfrascado por entero en las dificultades, tan desagradables como humillantes, que le habían sobrevenido. Amén de hacer que se sintiera como si hubiese recorrido su aparato digestivo una piara de cerdos furiosos, los dispositivos subsónicos lo habían llevado (tal como pretendían) a hacerse encima con profusión, proceso que no había vuelto a repetirse desde su primera infancia y cuyo carácter repugnante había olvidado ya.

Se las compuso para despojarse de la ropa manchada y anduvo tambaleante hasta introducirse en la calidez de las olas, en donde se restregó el cuerpo con las prendas que habían quedado menos sucias hasta dejarlo casi limpio. Entonces, siguió el plan que había trazado: saqueó la bolsa de ropa de George Kanakaratnam que le había dado Dot, y aunque no había zapatos y había resuelto no ponerse los calzoncillos de otro hombre, encontró en ella cuanto necesitaba por lo demás: pantalones, jerséis… y hasta calcetines gruesos de lana con los que esperaba poder protegerse los pies de las aristas de las piedras que poblaban la playa. Acto seguido, salió de su escondite para evaluar la situación.

El conjunto tenía un aspecto terrible y olía peor aún. Los helicópteros habían aterrizado, posicionándose de manera conveniente, y de ellos habían surgido cuando menos un centenar de soldados armados, indios o paquistaníes, en su opinión, aunque no conocía lo bastante ninguno de los dos estados para determinar a cuál de ellos debían de pertenecer. Fueran de donde fueren, lo cierto es que habían reunido con eficiencia a los antiguos ocupantes del crucero en cuatro grupos diferentes. Dos de ellos estaban conformados por el pasaje masculino y el femenino, delimitados por ringleras de sábanas extendidas a la carrera a lo largo de la orilla. Media docena de militares ofrecían toallas y mantas a los turistas, que se habían aseado a voluntad. Ranjit advirtió que los que ayudaban al sector femenino eran mujeres, por más que los uniformes y las armas hiciesen difícil su adscripción a uno u otro sexo.

Unos veinte metros más allá, siguiendo la costa, podían verse dos o tres decenas de hombres y mujeres, sin custodia alguna, haciendo también cuanto estaba en sus manos por lavarse. Aunque no tenían a nadie que les tendiese toallas, los soldados habían colocado un montón de ellas sobre la arena para que se sirvieran. Ranjit los identificó como tripulantes a partir de los pocos a los que pudo reconocer, aunque no le habría costado hacerlo de todos modos por la expresión de alivio y entusiasmo que asomaba al rostro de aquellas almas que habían visto la salvación en el último instante.

Había aún otro grupo a cuyos integrantes no habían permitido lavarse ni cambiarse de ropa. Se hallaban tendidos boca abajo, con los dedos de las manos entrelazados sobre la cabeza, y los vigilaban tres o cuatro militares listos para disparar de ser necesario. No cabía dudar de quiénes eran los que lo conformaban. Ranjit examinó las formas postradas; pero si entre ellas se contaba alguno de los Kanakaratnam, le fue imposible reconocerlo por la espalda. Asimismo, ninguno de ellos parecía lo bastante bajito para ser ninguno de los más pequeños de la familia.

Uno de los soldados que los supervisaba reparó en él y le gritó algo que él no logró entender mientras agitaba el rifle de un modo muy elocuente. El joven consideró evidente que el hecho de hallarse solo debía de haber provocado no poco recelo en el militar.

—De acuerdo —respondió alzando la voz, con la esperanza de creer saber a qué estaba asintiendo, y recorrió el lugar con la mirada a fin de hacerse una idea de las opciones que se le ofrecían.

Aun cuando no resultaba fácil determinar a qué grupo pertenecía en realidad, saltaba a la vista que quienes mejor trato estaban recibiendo eran los antiguos pasajeros, y en consecuencia, no dudó en hacer un breve saludo al soldado y caminar en dirección a los que hacían cola para conseguir prendas limpias en el lado de los hombres y sumarse a ellos, haciendo una discreta cortesía al vejete que aguardaba delante de él.

Éste, sin embargo, en lugar de corresponder al gesto, abrió la boca y atrajo con un grito la atención de los soldados. Entonces, cuando llegaron a su lado dos de ellos, les comunicó a voz en cuello:

—¡Éste no es del pasaje! ¡Es uno de ellos! Él fue el que intentó que le dijese cuánto iban a estar dispuestos a pagar mis hijos por mi rescate.

Por ese motivo, instantes después, Ranjit se encontraba tumbado boca abajo con las manos en la cabeza entre dos de los piratas más corpulentos y hediondos, pues no habían tenido la ocasión de limpiarse. Y allí, en semejante postura, habría de pasar horas enteras. No puede decirse que en su transcurso no ocurriera nada, pues durante la primera aprendió dos cosas importantes. En primer lugar, que no debía alzar la cabeza lo suficiente para tratar de localizar a los Kanakaratnam, pues al hacerlo, había recibido un porrazo poco más arriba de la oreja izquierda, al tiempo que el autor del golpe le espetaba:

—¡No te muevas!

El dolor fue como el estampido del rayo.

Lo segundo que aprendió fue que no era conveniente intentar recabar información de quienes se hallaban a su lado. Aquella acción lo hizo merecedor de una patada en la última costilla derecha. El dolor fue indescriptible, y el autor del puntapié, un soldado, claro está, que sin lugar a dudas debía de llevar calzado militar con refuerzo de acero.

* * *

Dos horas más tarde, cuando el sol tropical se había elevado en el firmamento y Ranjit comenzaba a tener la sensación de que los estaban asando vivos, sucedió algo. Llegó al lugar una segunda flota de helicópteros, de mayor porte y aspecto mucho más confortable que los primeros, para embarcar de inmediato a todos los pasajeros, junto con las posesiones que se habían recuperado, y transportarlos a un lugar más agradable, sin lugar a dudas, que aquél. Una hora después, aproximadamente, llegó a ellos el sonido de potentes motores por entre la maleza, e irrumpieron en la arena un par de camiones de remolque descubierto a fin de trasladar a la dotación rescatada. Más tarde aún (mucho más, pues el sol había dejado ya a medio cocer a los indefensos piratas, entre quienes se hallaba incluido plenamente Ranjit), fue el turno de los detenidos. De nuevo se eligieron helicópteros para recogerlos, aunque los de esta ocasión, grandes también, no daban la impresión de ser tan cómodos. No costaba adivinar que quien se hallaba al mando era el militar del uniforme cargado de adornos metálicos en éste y la gorra que llegó en su propia aeronave y para el que dispusieron los otros soldados una silla y una mesa antes de que él tuviese tiempo de salir del vehículo. Cumple precisar, para ser fieles a la verdad, que la tribuna desde la que debía administrar justicia consistía, más bien, en una caja volcada.

Uno a uno, los acusados recibieron órdenes de ponerse en pie y responder a las preguntas del oficial. Ranjit no pudo oír éstas ni las contestaciones que daban los piratas, aunque el dictamen que recibía cada uno se pronunciaba en voz lo bastante clara para que llegase a oídos de todos:

—A la prisión central de Rawalpindi —dijo al primero, y lo volvió a repetir ante el segundo y el tercero—: A la prisión central de Rawalpindi.

Fue entonces cuando Ranjit hubo de comparecer ante aquel ministro de justicia. Aprovechó los instantes que mediaron entre el momento de levantarse y el de presentarse ante el militar para buscar con apresuramiento algún indicio de los niños entre los piratas; pero fue incapaz de identificarlos entre los presentes. Una vez ante el oficial, no se atrevió a seguir mirando. El interrogatorio fue breve. El juez escuchó lo que tenía que decirle al oído otro de los soldados.

—Dígame su nombre —pidió a continuación al joven, quien comprobó agradecido que el inquisidor hablaba inglés.

—Me llamo Ranjit Subramanian y soy hijo de Ganesh Subramanian, superior del templo de Tirukonesvaram, situado en la ciudad ceilanesa de Trincomali. Y no me cuento entre los piratas…

—¡Espere! —lo detuvo el oficial, y tras decir algo inaudible a su ayudante, recibió de él una respuesta no mucho más perceptible. Entonces, meditó en silencio unos instantes e, inclinándose hacia delante para acercar la cabeza al reo, inspiró profundamente antes de asentir con la cabeza.

Ranjit había pasado con éxito la prueba del olor, y podía, por lo tanto, tolerarlo en calidad de compañero de viaje.

—Para interrogatorio —sentenció—. Llévenlo a mi helicóptero. ¡Siguiente!

CAPÍTULO XIII

Un lugar adecuado para declarar

E
n total, Ranjit estuvo en manos de sus interrogadores poco más de dos años, aunque la mayor parte de las preguntas se formularon sólo en los seis primeros meses. Su estancia, sin embargo, no fue cómoda en ningún momento.

La primera sospecha que tuvo de que le ocurriría tal cosa llegó en el momento en que le vendaron los ojos, lo amordazaron y lo esposaron a uno de los asientos del helicóptero del oficial que lo estaba juzgando antes de despegar. No pudo precisar adonde lo llevaron a continuación, aunque sí que tardaron menos de una hora en llegar. Luego, aún con la vista tapada, lo ayudaron a bajar los escalones de algún género de superficie pavimentada y recorrió veinte o treinta metros antes de empezar a subir otras escaleras para introducirse en un nuevo aparato, en donde volvieron a maniatarlo antes de alzar el vuelo.

En esta ocasión no se trataba de un helicóptero, pues pudo sentir las sacudidas que se producían a medida que el aparato ganaba velocidad en la pista, y acto seguido, la transición repentina al vuelo libre. El trayecto no fue ni breve ni sociable. Pudo oír a los de la dotación hablar entre sí, aunque le fue imposible adivinar en qué idioma se expresaban. Cuando trató de gritar para anunciar que necesitaba ir al baño, no fueron palabras lo que emplearon para responder, sino una bofetada repentina y violenta en la cara para la que no había tenido ocasión de prepararse.

Al final, no obstante, le permitieron servirse del modesto lavabo del aeroplano, aunque con la venda en los ojos y la puerta abierta. También le dieron de comer, o por mejor decir, abrieron la bandeja de su asiento y, tras colocar algo en ella, le ordenaron:

—Come.

Por el tacto logró determinar que le habían servido alguna clase de bocadillo, tal vez de una variedad de queso que desconocía. De cualquier modo, a esas alturas llevaba ya casi veinte horas sin alimento, y no dudó en devorarlo sin bebida alguna. Verdad es que quiso correr el riesgo de pedir agua, y también que volvió a recibir una bofetada.

No supo cuánto tiempo duró el viaje, toda vez que acabó por sumirse en un sueño agitado del que sólo salió cuando los inquietos rebotes del avión le hicieron saber que estaban aterrizando, y en una pista mucho peor que la anterior. En esta ocasión, tampoco le quitaron la venda de los ojos, y lo ayudaron a descender para introducirlo después en un vehículo en el que estuvo más de una hora.

Al final lo condujeron, aún a oscuras, a un edificio, y tras atravesar un pasillo, lo introdujeron en una habitación en la que lo obligaron a sentarse. Uno de sus captores le ordenó entonces en un inglés brusco y de acento tosco:

—Extiende las manos. ¡Así no: con las palmas hacia arriba!

Y cuando obedeció, lo golpearon con algo extremadamente pesado que le produjo un dolor agudo y lo hizo gritar. Entonces, volvió a oír aquella voz, que le decía:

—¡Ahora, di verdad! ¡Tu nombre!

* * *

Aquélla fue la primera pregunta que se le hizo bajo presión, y la que más veces formularon. Los interrogadores no parecían dispuestos a creer aquella sencilla realidad: que se llamaba Ranjit Subramanian y que daba la casualidad de que llevaba puestas las ropas de otra persona, cuyo nombre, tal como declaraban las etiquetas que llevaban cosidas, era Kirthis Kanakaratnam. Cada vez que decía la verdad, recibía un castigo por mentir.

Éste dependía del interrogador. Así, el individuo achaparrado y sudoroso que respondía por Bruno gustaba de buscar la verdad con un trozo de cable eléctrico de cuatro o cinco centímetros de grosor capaz de infligir dolores insoportables en cualquier parte del cuerpo en que se empleara. También era aficionado a asestarle violentas palmadas con la mano abierta en el vientre desnudo, lo que, amén de atormentar a Ranjit, lo llevaba a preguntarse, a cada golpe, si no le habría perforado el apéndice o el bazo. Aun así, las técnicas de Bruno tenían algo que lo consolaba, pues, cuando menos, no le arrancaba las uñas, le quebraba los huesos ni le sacaba los ojos, ni le hacía nada, según opinaba esperanzado el joven, que fuese a ocasionar lesiones permanentes, lo que le permitía aferrarse al convencimiento de que, a la postre, albergaban la intención de liberarlo.

Tal ilusión, sin embargo, no duró mucho, y fue a desvanecerse el día que Bruno, exasperado, lanzó el cable al otro extremo de la habitación y, agarrando una porra corta de madera de la mesa en la que se hallaban dispuestos los útiles de tortura, le cruzó la cara con ella de forma reiterada. Aquello le costó un ojo morado y un incisivo roto, y echó por tierra su tenue esperanza de excarcelación.

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