Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl
Semejante cometido resultó ser más peliagudo de lo que había pensado en un principio, pues un par de los de diez años no dejaban de llorar, y de los otros, había varios que daban la impresión de ser incapaces de apartar la vista de los piratas que, fusil en mano, patrullaban la cubierta. También es cierto que Ranjit se lo puso aún más difícil al descartar el método de multiplicar usado por los campesinos rusos, un truco sencillo que nunca fallaba, y optar por enseñar a los pequeños a contar con los dedos según el cómputo binario.
No fue ningún éxito. Saltaba a la vista que ninguno de ellos había oído hablar de los números binarios, y cuando Ranjit les informó de que, si para decir que se poseía una unidad de algo en binario, sólo había que escribir el número uno de siempre, conocido por todos; para representar el dos era necesario recurrir a un uno y un cero, y para el tres, a un uno y un uno, el rostro de todos hizo palpable que nadie lo estaba entendiendo.
—Ahora —anunció a continuación sin arredrarse— llegamos a la parte de contar con los dedos. —Y alzando las dos manos, prosiguió—: Lo que tenéis que hacer es pensar que cada uno de vuestros dedos representa una cifra. Sólo pueden ser unos o ceros, porque es lo único que podemos usar en la aritmética binaria. Cuando están encogidos —y al decir esto cerró las manos—, cada dedo es un cero. Mirad esto. —Colocó los dos puños sobre el tablero de la mesa que tenía ante sí—. En el sistema binario, estos diez dedos encogidos representan el número cero cero cero cero cero cero cero cero cero cero; o dicho de otro modo, el número que representan estos diez ceros es el cero, porque, por más ceros que escribamos, siempre serán cero.
Entonces desplegó los dedos de las dos manos.
—Ahora los tenemos aquí todos, y representan el número binario uno uno uno uno uno uno uno uno uno uno. Para buscar el equivalente decimal, tenemos que escribir un uno por el último de la serie y sumarle un dos del anterior, un cuatro del anterior a éste… y así, doblando la cantidad, hasta llegar al quinientos doce correspondiente al número uno del final de la mano izquierda. Por lo tanto, nos queda…
Comenzó a hacer la suma con un lápiz de color en un papel:
1
2
4
8
16
32
64
128
256
+512
—Que sumado nos da:
1.023
»¡Lo que quiere decir que habéis contado con los dedos hasta mil veintitrés!
Ranjit se paró a recorrer con la mirada a su auditorio, y comprobó que no había logrado el efecto deseado. El número de los que lloraban se había elevado a cuatro o cinco, y la expresión que se traslucía en el rostro de los demás iba de la simple confusión al desconcierto resentido. A continuación, poco a poco, comenzaron a formularse preguntas.
—¿Quieres decir que…?
—Un momento, Ranjit. ¿Estás diciendo…?
Y por fin, se oyó un gratificante:
—Vamos a ver si lo he entendido. Supongamos que estamos contando peces. En ese caso, lo que significa el número uno de un extremo de la mano derecha es que tenemos un pez; el de al lado, que tenemos un montón con dos, y más allá, otro con cuatro, otro con ocho… y así hasta el montón que representa el número uno del otro extremo, el que tiene quinientos doce peces. Así, si juntamos todos los montones, tenemos mil veintitrés peces. ¿Es eso?
—Sí —confirmó el joven, satisfecho a su pesar; satisfecho a pesar de que los únicos niños que habían sido capaces de responder siquiera hubiesen sido los hijos de Dot y Kirthis Kanakaratnam, y de que la única que lo había entendido de veras hubiera sido, por descontado, Tiffany.
Al propio cabeza de familia no pareció importarle demasiado la indiferencia con la que había sido recibida su exposición, tal como hizo patente cuando, al unirse a él para comer (el menú ofrecía dos clases de sopa, tres ensaladas distintas y al menos media docena de entrantes), comentó en tono de aprobación:
—Lo has hecho muy bien hoy.
Aunque no dijo a qué se refería, Ranjit, que también había visto fugazmente el cadáver acribillado del capitán tendido sobre cubierta, pudo hacerse una idea.
Al regresar a su lado, una hora más tarde, Kanakaratnam fue más explícito:
—Tienes que seguir demostrando a mis amigos que estás colaborando con nosotros —comunicó al muchacho—. Hay quien ha estado preguntando… Te cuento de qué va el asunto: necesitamos obtener información de cada uno de los pasajeros… para saber en cuánto podemos fijar el rescate… Y casi ninguno de nosotros habla ningún idioma que puedan entender ellos. Ahí es donde tú puedes echar una mano. ¿Podrás?
Si el tono de la última frase podía hacer pensar en una pregunta, lo cierto es que la realidad de la situación a que se enfrentaba el joven hacía evidente que no lo era. Persuadido de que sólo podía soñar con sobrevivir si resultaba útil a los piratas, pasó parte de los dos días siguientes interrogando a parejas de ancianos (aterrorizados algunas veces, y beligerantes las más) acerca de sus cuentas bancarias, sus pensiones, sus posesiones inmobiliarias y la existencia de algún familiar acaudalado. Sin embargo, aquello sólo duró un par de días, hasta que sobrevinieron las complicaciones.
* * *
Aún no había amanecido cuando lo despertó un cambio en la intensidad del ruido de la nave, cuando los motores dejaron de emitir el lánguido kérplum, kérplum, que tan confortador se había vuelto, para trocarse en un frenético ¡begabega!, ¡begabega! Y aún más sonoro resultaba el griterío procedente del pasillo que desembocaba en su compartimento. Al asomarse, vio a los integrantes de la tripulación original buscando al trote las salidas. Cada uno de ellos acarreaba dos o tres maletas, birladas, a ojos vista, de los camarotes de los pasajeros y repletas (a Ranjit no le cabía la menor duda de ello) de las pertenencias robadas a éstos. Las más de las voces provenían de uno de los piratas, que urgía a la dotación a darse prisa con el extremo de un cabo. Él y sus compañeros parecían furiosos y preocupados, en tanto que los que habían tripulado la embarcación en un principio se mostraban muertos de miedo.
Una vez más, Ranjit pensó que lo mejor sería hacer ver que podía ser de utilidad. En consecuencia, anduvo en sentido contrario a los marineros hasta llegar al hueco de una de las escaleras, por la que caían bolsas robadas que lanzaban otros tripulantes. A punto estaba de coger dos de ellas para llevárselas cuando oyó una voz infantil que lo llamaba, y al alzar la vista, vio a Dot Kanakaratnam y sus hijos bajando en dirección a él. Todos, incluida Betsy, la más pequeña, llevaban consigo parte del botín, y Tiffany iba cargada de información. Hacía una hora o dos que uno de los piratas había divisado por la popa, a una distancia considerable, lo que parecían luces de otro barco.
—Pero el radar no ha detectado nada —aseveró la niña con excitación—. Sabes lo que significa, ¿no?
Aunque lo ignoraba, Ranjit supo aventurar una suposición decente:
—¿Un barco con sistema antirradar?
—¡Eso mismo! Nos persigue un destructor o algo así, y eso quiere decir que se acabaron las esperanzas de llegar a Somalia. O sea, que vamos a tener que varar el buque en algún lugar (la India o el Pakistán, sospecho) y después desaparecer en un bosque. En el puente de mando están intentando conseguir por radio la ayuda de alguna de las bandas locales.
—¿Y por qué iba a querer ayudarnos ninguna cuadrilla de ladrones cuando tiene la posibilidad de arrebatarnos, sin más, el botín? —quiso saber él.
Pero los niños ni siquiera trataron de responder, y Dot se limitó a decir:
—Venga; vamos a bajar lo que podamos a la salida.
* * *
Una vez transportado a la cubierta B cuanto valía la pena robar, no quedó nada de utilidad que pudiesen hacer los piratas. La mayor parte de ellos subió a una de las cubiertas exteriores y se ocupó en otear el horizonte con desasosiego en busca de algún rastro de aquellos persecutores invisibles a los aparatos de detección, o con mayor intranquilidad aún, de algún lugar en que embarrancar la nave.
En realidad, en los alrededores había poca cosa que ver aparte de agua. Desde luego, si desde el buque se avistaba punta de tierra o embarcación algunas, Ranjit era incapaz de percibirlas. En torno al mediodía, cansado de aquel pasatiempo, bajó a buscar algo que comer y regresó a su catre, en donde se quedó dormido tras unos minutos.
Volvió a despertarlo un violento chirrido metálico acompañado de una sacudida que a punto estuvo de lanzarlo al suelo y que le hizo ver que habían arribado a su destino.
El barco quedó quieto al fin, si bien con una inclinación de media docena de grados respecto de la vertical. Ranjit miró a su alrededor a fin de asegurarse de que no había nada que hubiese de tomar consigo y a continuación, aferrándose a la barandilla de seguridad, se abrió camino en dirección al portalón de salida. Casi todo el botín se hallaba ya desembarcado y a merced de las lengüetadas de las modestas olas del mar que tenían a sus espaldas. La mayoría de los ocupantes de la nave (piratas, pasajeros y tripulantes por igual) se encontraba también en tierra. Algunos de los piratas instaban con no mucha cortesía a la dotación y al pasaje a trasladar las maletas mojadas más allá de la marca de pleamar.
Ranjit recorrió con la vista los alrededores, y no dando con ser humano alguno en la orilla, saltó a aquellas aguas cálidas que apenas cubrían hasta la pantorrilla.
Aquella costa estuvo poblada, en otro tiempo, por habitantes que habían dejado en ella signos inconfundibles de su presencia. Se trataba de una de las playas desiertas del océano Índico que se habían empleado otrora para desguazar barcos de un modo poco costoso y menos seguro aún. El lugar hedía a petróleo y herrumbre, y a lo largo de la orilla podían verse fragmentos de cascos antiguos o de muebles desechados de embarcaciones: sillas, catres y mesas demasiado destrozadas para que valiese la pena retirarlas. De lo que no había rastro alguno (si bien Ranjit sabía que los había habido en algún momento del pasado) era de los hombres a los que la pobreza extrema había llevado a asumir el oficio de despedazar los vientres de aquellos buques y separar las piezas de los motores susceptibles de ser vendidas; hombres que la mitad de las veces habían muerto en aquellas arenas por causa de las sustancias tóxicas que habrían convertido semejante ocupación en algo demasiado caro en cualquier costa algo más vigilada. Lo que no podía siquiera suponer era qué cantidad de sustancias venenosas y agentes carcinógenos podían seguir impregnando la tierra y el agua que lo rodeaban.
Sea como fuere, no ignoraba que el mejor modo de arrostrar aquel problema consistía en salir de aquel lugar tan pronto le fuera posible. Aun así, no parecía haber modo alguno recomendable de hacer tal cosa. Si las bandas locales tenían intención de brindar alguna ayuda, lo cierto era que no habían dado signos de ello. O quizá sí: creyó ver barruntos de una sombra medio oculta entre la maleza, aunque al mirar de nuevo, comprobó que había desaparecido.
Caminando a duras penas a sus espaldas, Dot Kanakaratnam hacía cuanto estaba en sus manos por asir a la vez las manitas de sus cuatro hijos sin soltar las bolsas del botín. Al final, desistió y optó por tender una de éstas a Ranjit.
—Toma —dijo—: son las mudas de George. No las sueltes hasta que aparezca. Yo voy a sacar a las criaturas del agua.
Sin esperar a su asentimiento, se aferró a los niños y avanzó arrastrando los pies por aquellas arenas cálidas hasta llegar a la marca de la pleamar, en donde se alzó para mirar a su alrededor en busca de su esposo. Ranjit se encontró convertido de súbito en blanco de uno de los piratas, que agitaba su arma en dirección a un grupo de los tripulantes apresados al tiempo que le gritaba, sin lugar a dudas, a él. Y aunque no estaba seguro de lo que le ordenaba, pensó que era difícil que fuese algo que él pudiese desear hacer. En consecuencia, inclinó la cabeza en señal de aprobación y, dando media vuelta, echó a correr con todas sus fuerzas para ocultarse tras la popa de la embarcación varada. No se detuvo hasta quedar fuera de la vista del pirata.
Y fue en ese preciso instante cuando oyó un ululato distante y lúgubre, un sonido espeluznante que, sin ser precisamente musical, hacía pensar en la banda sonora que, en una película de terror, acompaña el momento en que los muertos vivientes salen de sus ataúdes. Tampoco fue él el único que lo percibió: uno de los piratas que se habían dejado caer en la arena, resollando por el esfuerzo realizado, se incorporó para escrutar el lugar con mirada perpleja. Siguieron su ejemplo un compañero y un par de tripulantes, que, sentados o de pie, trataban de localizar la procedencia de aquel sonido.
Fue entonces cuando Ranjit los descubrió. Una hilera de aeronaves lejanas que se aproximaba a ellos desde el mar: helicópteros, una docena al menos, equipados con curiosos discos con forma de plato hondo que giraban cada vez que los aparatos mudaban el rumbo, de tal modo que jamás dejaban de apuntar a los de la playa. El ruido se hizo más potente; cada vez más.
* * *
Pese a la notable longevidad que estaba destinado a alcanzar, Ranjit Subramanian no iba a poder olvidar jamás lo que ocurrió ese día en aquella playa. Cierto es que los días que lo siguieron fueron aún peores; pero los momentos aterradores y degradantes que vivió bajo la colosal descarga acústica de los helicópteros superaba cuanto podía estar dispuesto a soportar cualquiera de los presentes. Él no se había visto nunca expuesto a las consecuencias, punto menos que mortíferas, de las fuerzas de asalto modernas, ni tenía la más remota idea de lo que podía ocurrir cuando el sonido era lo bastante atronador para bloquear el cerebro. En ese caso, el que más sufría era el estómago, pues se soltaban los intestinos y el afectado comenzaba a vomitar con profusión entre dolores implacables.
Lo cierto, además, es que el ataque sí tuvo algo de mortífero, por cuanto hubo al menos dos piratas que lograron sobreponerse al sufrimiento lo suficiente para disparar varias ráfagas con los fusiles de asalto. Y Ranjit tuvo la mala suerte de que uno de ellos fuese Kirthis Kanakaratnam. Craso error: los helicópteros tenían dos portezuelas abiertas, ocupadas respectivamente por un artillero con ametralladora y por otro, no menos letal, armado con un lanzagranadas; de modo que ninguno de los piratas alcanzó a disparar su arma más de un minuto.
En cuanto a los demás seres que observaban desde el firmamento, cabe decir que quedaron desconcertados por el incidente. Incluso los eneápodos, que ya habían visto antes tiroteos humanos. Constituían, como hemos visto, la única raza satélite a la que los grandes de la galaxia habían alentado a desarrollar sus habilidades lingüísticas, y tenían por misión principal la de hacer saber a sus señores cuanto se decían aquellos humanos. Sin embargo, éstos conformaban una especie imposible de espiar durante mucho tiempo sin topar con violencia. Los eneápodos habían podido figurarse lo que iba a ocurrir: al identificar una embarcación de superficie cargada de armamento químico explosivo siguiendo sin prisa las aguas de otra en apariencia desarmada, habían dado por supuesto que estaban a punto de asistir a otra carnicería humana. Hasta habían llegado a preguntarse si valdría la pena quedarse para contemplar una muestra más de semejantes homicidios.