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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (17 page)

BOOK: El último teorema
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—En cuanto lleguemos, casi. Quisiera pedirte algo, Ranjit. ¿Tienes todavía la furgoneta de tu padre? Los taxis no son baratos; ¿te importaría llevarnos al puerto?

CAPÍTULO X

La nueva vida de los Kanakaratnam

S
í que tenía aún la furgoneta, porque el sacerdote le había dicho que se la quedara para ir a trabajar. En consecuencia, podía llevarlos a todos; no sin antes, claro está, ir a informar al capataz de que podía mantener a su pariente en su puesto unas horas más. Cuando regresó a la casa de Dot, todo estaba listo, y veinte minutos después tenía a los cuatro niños chillando de emoción en la parte trasera, y a la madre, sentada a su lado, escrutando el puerto a medida que se acercaban.

Aquél no era un lugar que Ranjit hubiese frecuentado después de que se hiciera la paz en Sri Lanka. Cierto es que había en él elementos que recordaban el carácter turbulento del mundo exterior, y así, en la zona más alejada pudo distinguir las formas de tiburón de un par de submarinos nucleares, indios probablemente, y otras muchas embarcaciones semejantes. También había, por supuesto, pesqueros, y no de los de cuatro o cinco tripulantes que podían verse en cualquiera de las playas de la isla, sino buques preparados para adentrarse a cientos de kilómetros en busca de los bancos de peces que más valor poseían para el comercio, y cargueros de todo género y porte que desembarcaban mercancía, incluida o no en contenedores, o la fletaban. Ranjit tuvo ocasión de asombrarse al ver varias naves distintas por completo, pintadas de un blanco brillante, engalanadas con botes salvavidas colgados de sus pescantes y filas de portillas. ¡Vaya! ¡Volvía a haber cruceros! No pudo evitar hacerse a un lado para que los pequeños pudiesen contemplarlos. Sin embargo, en lugar de los gritos infantiles de emoción que esperaba, sólo percibió, un tanto desconcertado, los susurros que se estaban prodigando al oído los pasajeros de su vehículo.

Dot no tenía intención alguna de retrasarse.

—Tranquilizaos —ordenó a sus hijos, y dirigiéndose a Ranjit, se justificó con estas palabras—: Me gustaría llegar lo antes posible. ¿Ves la tienda de recuerdos que hay al lado de donde están amarrados aquellos barcos blancos? Pues creo que es allí.

Se refería a un quiosquillo desvencijado y no muy concurrido. Algunos turistas de edad avanzada, vestidos con pantalón corto de colores vivos y camisas de estilo Hawaiano, estudiaban sin demasiado entusiasmo las tarjetas postales y las estatuillas de plástico con forma de elefante que se exhibían en el establecimiento. Sin embargo, Dot insistió en que la llevase allí con niños y todo, y lo tranquilizó diciendo:

—Sí, sí: es aquí. Nuestros amigos vendrán a recogernos. Ranjit, deberías irte —añadió, arrojándose de súbito a sus brazos—. Los niños te van a echar mucho de menos, y yo también.

Uno a uno, los pequeños se despidieron de él con un abrazo, y al alejarse con la furgoneta, el joven los vio llorar. Él no derramó una sola lágrima, claro: era un hombre hecho y derecho, y había gente delante.

* * *

No se dio prisa alguna en regresar a su puesto de trabajo de la playa, en el que jamás iba a poder volver a disfrutar de la diversión que le proporcionaban aquellas criaturas. Cerca de allí había cuatro o cinco restaurantes no muy grandes y cafeterías destinados al pasaje de los cruceros. Aparcó cerca del más pasable de todos a fin de tomar una taza de té y se sentó un rato a meditar con qué rapidez son capaces de ganarse el corazón de uno los niños chicos.

También reparó en lo extraño que resultaba que Dot, conociendo detalles como, por ejemplo, que gozaría de sueldo y alojamiento en caso de aceptar el trabajo, no supiese en qué consistía éste; y semejante idea lo hizo dudar de que la señora Kanakaratnam le hubiese dicho toda la verdad. Aun así, no tardó en descartar toda sospecha, pues ¿qué motivo podía tener para andarse con secretos con él?

Al salir del establecimiento, no pudo evitar lanzar una breve mirada al lugar en el que los había dejado: ya no estaban allí. En consecuencia, despidiéndose de ellos mentalmente y deseándoles mucha suerte, recorrió sin prisa la bahía montado en su vehículo. Pasó cerca de un buque de carga de escaso porte y olor agradable que transportaba canela destinada a la exportación y se hallaba amarrado a escasa distancia de uno mayor procedente de Singapur, que en aquel instante desembarcaba contenedores en los que viajaban (adivinarlo no era difícil) coches, ordenadores y electrodomésticos llegados de las fábricas chinas. A su lado descansaban los diversos cruceros, mucho más desarreglados, vistos de cerca, de lo que le habían parecido en un primer momento. En torno a los pasamanos de las cubiertas superiores paseaba ocioso un grupo de pasajeros que no debían de tener el menor interés en bajar a visitar el peñón de Svāmi ni el templo de su padre. Uno de ellos era una niña pequeña que agitaba el brazo con júbilo en dirección a él…

¡No: no era una niña cualquiera! ¡Era la menuda Betsy Kanakaratnam! Corriendo a su encuentro, al parecer con intención de reprenderla, vio a su hermana mayor, Tiffany, y a pocos metros de ella, al único varón de los hijos de Dot asiendo la mano de un hombre morenote y achaparrado. ¿Sería tal vez Kirthis Kanakaratnam? No podía ser otro. Tiffany lo estaba llamando y arrastraba a la más pequeña en dirección a él.

El hombre inclinó la cabeza en actitud pensativa antes de darse la vuelta en dirección a Ranjit, que se había asomado a la ventanilla de la furgoneta, y exhibiendo una amplia sonrisa, le indicó con un gesto algo que no era difícil de entender: lo estaba invitando a subir a bordo después de dejar el vehículo en el aparcamiento situado a no mucha distancia de allí, que señaló con el dedo antes de dirigirlo hacia sí mismo y hacia la pasarela tendida entre el barco y el muelle. El joven no lo dudó, y tras llegar al estacionamiento, apagó el motor, cerró con un portazo la furgoneta y echó a correr en dirección a cubierta.

Mientras accedía a bordo, pudo comprobar que la embarcación no era, sin lugar a dudas, uno de los gigantes de cincuenta mil toneladas que recorrían el Caribe y las islas griegas, sino un buque mucho más pequeño y sucio que, a juzgar por los desconchones, estaba pidiendo a gritos una mano de pintura. En el extremo de la pasarela había un hombre voluminoso de barba morena y uniforme naval de color blanco ante un lector de tarjetas y una portezuela. A su lado se encontraba el presunto George Kanakaratnam, quien, tras decir algo al oído del primero, se dirigió a Ranjit en tono cordial diciendo:

—¡Suba a bordo, suba a bordo! Es un placer conocerle, señor Subramanian. Los niños cuentan tantas cosas de usted… Por aquí, por favor. Vamos a bajar a hablar con Dot, para que pueda ver qué camarote más hermoso tienen los pequeños para ellos solos. Me están pagando muy bien, y parece que al final también han dado con algo para Dot. ¡Nunca habíamos tenido un golpe de suerte como éste!

—Bueno —respondió Ranjit—, yo diría que le ha sonreído la fortuna…

Kanakaratnam no tenía intención de dejar que lo interrumpiese, sobre todo con ambigüedades que bien podían hacer alusión a su fuga.

—¡Diga usted que sí! ¡Y ella también va a tener un buen sueldo! Ahora hay que bajar por aquí…

Después de atravesar otro pasillo y bajar más escaleras sin que Kirthis (o George) Kanakaratnam dejase de ponderar la suerte que estaba teniendo su familia ni de hacer hincapié en el cariño que profesaban sus retoños a Ranjit Subramanian, atravesaron siete u ocho puertas, diseñadas para cerrarse de manera inexorable en caso de emergencia y marcadas en su mayoría con carteles de PROHIBIDO EL PASO, hasta que, por fin, llegaron ante una de aspecto bien diferente, ante la que se detuvo el guía para llamar con los nudillos. La abrió un hombre alto con barbas.

—Es de Somalia —informó a Ranjit—. Todos tienen este aspecto.

Hizo un gesto con la cabeza a aquel hombre, que contestó con otro movimiento, y entonces, adoptando un tono muy diferente, Kanakaratnam añadió:

—Siéntese. Va a tener que pasar aquí un día o dos. Ni se le ocurra hacer ruido o tratar de huir, porque, de hacerlo, lo matará nuestro amigo.

Dicho esto, hizo una indicación al somalí, quien evidentemente sabía bien lo que estaba ocurriendo, pues dio unos golpecitos al cuchillo de hoja ancha que llevaba al cinto.

—¿Lo ha entendido? —preguntó Kanakaratnam—. Ni un ruido, y no intente escapar. Espere aquí hasta que le digan que puede marcharse. Si se porta bien, podrá disfrutar de una travesía interesante… en cuanto nos hagamos con el barco.

CAPÍTULO XI

La vida pirata

H
ubo de pasar más tiempo del que había dado a entender Kanakaratnam antes de la liberación de Ranjit. Tanto que tuvo ocasión de recibir comida (de no poca calidad, todo sea dicho, pues no en vano se encontraban a bordo de un crucero) varias veces, y al menos en dos ocasiones se quedó dormido, pese al desasosiego, en el duro catre que había pegado al mamparo. El somalí lo dejó solo más de una vez, aunque siempre tuvo cuidado de echar la llave tras salir. El joven se lo pensó mucho antes de arriesgarse a tentar la puerta, para comprobar, al cabo, que se hallaba cerrada a cal y canto. Kanakaratnam se asomó en un par de ocasiones, a hacer visitas de cortesía, al parecer. No opuso reparo alguno a la hora de ponerlo al corriente de cuanto estaba ocurriendo en cada instante. El segundo día, los piratas (pues no otro término empleó el propio prófugo) asaltaron el puente de mando y, tras desarmar a los integrantes de la tripulación que aún no se habían aliado a ellos, anunciaron que el buque iba a mudar el rumbo para poner la proa al puerto de Bosaso, sito, en efecto, en Somalia. Antes de que él pudiese salir de su confinamiento, saquearon cuanto había de valor en la caja fuerte de la embarcación y los objetos que podían transportarse con facilidad de los camarotes de los pasajeros, a quienes se hizo saber que regresarían a sus hogares en breve e ilesos, siempre que sus familiares o amigos abonasen el rescate pertinente.

—Te sorprendería —apostilló Kanakaratnam— lo que están dispuestos a pagar algunos por su abuela.

En cuanto a la nave, si lograban atracar sanos y salvos en Somalia, una mano de pintura y algún que otro documento falso bien amañado la trocarían en un artículo con no poca salida en el mercado.

Todo parecía seguir un plan metódico. De hecho, tal como le explicó Kanakaratnam, no difería mucho de cualquier otra empresa comercial. Desde los albores del siglo XXI, la piratería se había convertido en un negocio muy fructífero que contaba con sus propias casas de corretaje dispuestas a cobrar rescates y hacerlos llegar a quienes los imponían, a cambio de lo cual garantizaban el regreso seguro de los secuestrados.

—No exagero —confió satisfecho a Ranjit su captor—: lo de que me cazara este junco robado ha sido lo mejor que me ha pasado nunca. Parece que el tipo que compartía celda conmigo en Batticaloa estaba en el ajo, aunque lo cogieron preso por otra cosa. El caso es que me habló de esto; así que cuando vi la oportunidad de poner pies en polvorosa, tuve claro adonde tenía que ir.

Hasta la piratería metódica tenía, claro, sus elementos desagradables. Ranjit no dudaba de que uno de ellos debía de ser la eliminación de todo tripulante que se resistiera con demasiado empeño (el silencio que guardó Kanakaratnam cuando le preguntó al respecto constituyó para el joven una respuesta harto elocuente).

Cuando Kanakaratnam le comunicó que había culminado la toma y podía salir a cubierta, Ranjit supo que había habido, cuando menos, un capítulo desagradable, provocado por el sentido del deber excesivo de que había dado muestras el capitán al negarse a entregar las llaves de la caja fuerte. El problema, claro está, había quedado resuelto de inmediato: los piratas lo habían fusilado en la pista destinada a jugar al tejo para luego ascender al primer oficial, quien había demostrado estar mucho más dispuesto a colaborar. Este fue quien tomó lo que tanto codiciaban del bolsillo del difunto para ofrecerlo a los captores.

* * *

Ranjit nunca había tenido la oportunidad de navegar en un crucero, y pese a lo infausto de las circunstancias, aquél ofrecía comodidades absurdas de todo género. Disponía de piscina en la cubierta superior (si bien apenas podía usarse cuando había cierto oleaje, cosa que ocurría casi siempre). En la cocina se elaboraban platos de no poca calidad, aun cuando parte del comedor estuviese ocupada por los pasajeros legítimos, agrupados con gesto abatido ante los fusiles de asalto de los piratas que los vigilaban. El casino estaba cerrado, pero eso poco importaba, ya que los turistas ya se habían visto despojados del dinero contante y las tarjetas de crédito que podían haber empleado para jugar. Las cafeterías también estaban clausuradas, y en el salón tampoco había espectáculos nocturnos; pero en los televisores de los camarotes podían verse películas a la carta, y el tiempo era agradable.

Demasiado moderado, al parecer de Kanakaratnam.

—Preferiría que hubiese más nubes —señaló—. Uno no sabe cuántos ojos puede haber mirándonos. Me refiero a los satélites —aclaró al ver el gesto de desconcierto del muchacho—. Ya sé que no van a prestar demasiada atención a una bañera vieja y oxidada como ésta; pero nunca puede uno fiarse… ¡Ah! —añadió al recordar que tenía un recado para él—: Tiffany te está buscando. Quiere saber si puedes echarle una mano con los niños en la cubierta superior.

—¿Por qué no? —respondió en tono conforme, aunque en realidad estaba deseando volver a ver a sus cuatro compañeros de juegos.

Se sentía desdichado, ¿a qué negarlo? Sin embargo, hacía cuanto podía por ocultarlo. Cuando subió la escalera para encontrarse con la luz tropical que regaba la cubierta, no pudo evitar lanzar un vistazo rápido al firmamento. Huelga decir que no alcanzó a ver ninguno de los ojos que lo poblaban, y de hecho, no había esperado ser capaz de vislumbrarlos; pero tampoco podía por menos de preguntarse a quién podían pertenecer los que debían de estar mirando la embarcación en aquel momento…

Por supuesto, no tenía la menor idea de que algunos de ellos ni siquiera guardaban el menor parecido con los humanos.

Entre los pasajeros del crucero resultó haber una veintena de criaturas, de edades comprendidas entre los seis o los siete años y los catorce, más o menos. La mayoría era capaz de hablar una lengua razonablemente aproximada al inglés, y lo que Tiffany quería de él, claro está, era que les contase historias que los ayudaran a olvidar la visión del cadáver del capitán, que había quedado expuesto durante todo el día en la pista del juego del tejo.

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