El último teorema (15 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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* * *

Por curioso que pueda resultar, en aquel mismo instante, algunos de los grandes de la galaxia (cuando no todos ellos, pues raras veces resultaba posible determinar tal cosa) hacían por inculcar una lección similar, en cierto sentido, a un filo de seres vivos totalmente distinto. Claro está que estas últimas criaturas no eran tortugas, si bien tenían en común con ellas la dureza de sus caparazones y lo limitado de su cociente intelectual. En lo que estaban tratando de instruirlas los grandes de la galaxia era en el manejo de ciertas herramientas.

Ésa era una de las muchas, muchísimas ocupaciones que se habían impuesto los grandes. Los humanos la habrían calificado de afán por aumentar la calidad de cuantos seres vivos habitaban la galaxia. A los primeros, sea como fuere, los movía el convencimiento de que, aprendiendo a usar una palanca, un anzuelo o una piedra con la que golpear, aquellos seres duros de caparazón podían estar haciendo sus primeros pinitos en dirección al despertar de la inteligencia. Una vez alcanzado tal estadio, no iba a ser difícil hacerlos avanzar más aún bajo la estrechísima tutela de los grandes de la galaxia. De hecho, podían llegar a cotas altísimas en el ámbito de la tecnología sin descubrir jamás distracciones tan indeseadas como la subyugación, la explotación o la guerra.

Verdad es que semejante proyecto podía tardar mucho en completarse; pero también lo es que los grandes tenían tiempo de sobra, y que, a su entender, valía la pena intentarlo: ningún empeño habría sido vano si, en un futuro remoto de la historia del universo, se lograba que una sola especie fuera capaz de evolucionar lo bastante para dominar elementos tales como la transmisión de la materia y la creación de colonias espaciales sin haber aprendido en el proceso el arte de matar. Y es que, si los grandes de la galaxia eran, sin lugar a duda, seres inteligentes y poderosos, en ocasiones también podían ser muy ingenuos.

CAPÍTULO IX

Días de holganza

S
opesándolo bien, Ranjit tenía que reconocer que podía estar satisfecho de aquel verano. El trabajo no era difícil, y a nadie parecía importarle que lo llevase a cabo acompañado de sus cuatro polluelos. Aunque Dot había insistido en que sólo debía molestarse en cuidar de ellos los días que ella no tuviese más opción que ausentarse de la vivienda, lo cierto era que los días así no escaseaban, ya porque ella necesitara buscar trabajo (sin demasiado éxito, a decir verdad), ya porque tuviese que vender una porción más de sus posesiones a fin de alimentar y vestir a sus hijos.

Ranjit no pasó por alto que las ausencias se hacían cada vez más frecuentes, y pensó que Dot debía de estar tomando confianza con él. Con todo, no le importó: por interés o sólo por cortesía, los pequeños parecían embelesados con sus historias y sus trucos matemáticos. Los años que había pasado desgranando los misterios de la teoría de los números no habían sido estériles por completo, pues con sus compañeros había aprendido modos de jugar con las cifras desconocidos por entero para los más de los profanos.

Entre ellos se hallaba, por ejemplo, la llamada
cuenta del campesino ruso.
Como quiera que, de entrada, dio por sentado que la única que había avanzado en la escuela lo bastante para aprender a operar con factores era Tiffany, empezó por decir a los demás:

—No tenéis que preocuparos por no saber multiplicar: antiguamente, había un montón de adultos, sobre todo en sitios como Rusia, que tampoco sabían hacerlo. Por eso inventaron este truco de la multiplicación rusa. Primero hay que escribir los dos números, uno al lado del otro. Vamos a suponer que queremos multiplicar veintiuno por treinta y siete.

Y sacando del bolsillo el cuaderno que había tenido la previsión de llevar consigo, escribió lo siguiente para mostrárselo a los niños:

21

37

—Entonces…, ¿Sabéis duplicar un número? Muy bien, pues multiplicamos por dos el de la izquierda, que es el veintiuno; dividimos por la mitad el de la derecha, y escribimos los resultados debajo; de modo que tenemos…

21

37

42

18

»Al dividir el de la derecha, nos sobra una unidad; pero no pasa nada: la olvidamos, y ya está. Entonces, repetimos la operación con los números que han quedado abajo, y con los que resultan de éstos, y así hasta que el de la derecha se haya reducido a la unidad.

  21

37

  42

18

  84

  9

168

  4

336

  2

672

  1

»Y ahora, eliminamos todas las líneas que tengan un número par en la columna de la derecha:

  21

37

  84

  9

672

  1

Y sumamos los que han quedado en la de la izquierda:

  21

37

  84

  9

672

  1

777

Culminada la operación, escribió triunfante bajo ella:

21 x 37 = 777

—¡Y aquí tenéis la respuesta! —exclamó.

Guardó silencio en espera de la reacción de los niños, y no obtuvo una, sino cuatro distintas: Betsy, la más pequeña, rompió a dar palmadas, emocionada por la proeza de Ranjit; Rosie lo miró con gesto de satisfacción desconcertada; Harold frunció el entrecejo, y Tiffany, educada, quiso saber si podía tomar prestados sus útiles de escritura. Entonces se puso a hacer números bajo la atenta mirada del joven, quien se asomó por encima del hombro de ella para verla apuntar:

37 x 2 = 74

21 : 2 = 10,5

10,5 x 74 = 777

—Sí —anunció la niña—; es correcto. ¿Me das otros dos números, por favor?

Ranjit optó por plantearle una operación sencilla (ocho por nueve), y buscó otra aún más fácil para Harold, quien no sólo supo sacar partido a la oportunidad que se le brindaba sino que, de hecho, parecía dispuesto a pasar un buen rato haciendo una multiplicación tras otra por aquel método de los campesinos rusos. Sin embargo, sus dos hermanas pequeñas habían empezado a alborotarse. Ranjit, en consecuencia, decidió que sería mejor demostrarles otro día que lo que les había enseñado no era sino un ejemplo de aritmética binaria. Satisfecho por el éxito de aquella primera imposición en la teoría de los números, dijo a los niños:

—Ha sido divertido, ¿verdad? ¡Venga, vamos a coger más tortugas!

* * *

Gamini Bandara llegó a Sri Lanka el mismo día que había previsto. En cambio, al llamar a Ranjit, tuvo que admitir, en tono de disculpa, que tenía la agenda mucho más llena de lo que había podido imaginar de antemano, y que, por lo tanto, le iba a resultar imposible visitar Trincomali en esta ocasión. En consecuencia, quiso saber si no le importaba a él acudir a Colombo.

—No lo sé —respondió su amigo, sin hacer gran cosa por ocultar su enojo—. No creo que me vayan a dejar ausentarme del trabajo.

Sin embargo, Gamini supo ser lo bastante persuasivo, y a la postre, el capataz de la obra no tuvo inconveniente alguno en que se tomara los días que estimase conveniente, pues tenía un cuñado al que no le importaría ocupar su puesto (y recibir su sueldo) mientras él estuviese fuera. Por su parte, Ganesh Subramanian se mostró muy dispuesto a ayudar. Los temores de Ranjit habían sido infundados: a su padre no le había disgustado la idea de ver aparecer de nuevo a Gamini en escena, pues, al parecer, una visita tan breve no constituía motivo alguno de preocupación, y más aún si tenía lugar a una distancia considerable. El sacerdote, por ende, trató de ponérselo lo más fácil posible.

—¿En autobús? —dijo con gesto de desdén—. ¡Ni se te ocurra! Yo nunca uso la furgoneta que me han asignado; así que puedes llevártela y quedártela mientras la necesites. A lo mejor tienes suerte, y la insignia del templo que lleva pintada en las puertas evita que algún malintencionado te desinfle las ruedas.

Así fue como llegó el joven a Colombo, equipado con una bolsa en la que había metido mudas para varios días antes de colocarla en la parte trasera del vehículo. Gamini le había hecho saber que pensaba alojarse en un hotel en lugar de en casa de los suyos, y aunque Ranjit entendía a la perfección su elección de aquel establecimiento en particular (cuya cafetería habían visitado con bastante frecuencia los dos mientras exploraban la ciudad), no pudo por menos de sorprenderse ante el hecho de que su padre lo hubiera dejado dormir fuera siquiera una noche.

Cuando el recién llegado pidió que anunciasen su presencia, el recepcionista se limitó a menear la cabeza al tiempo que señalaba la cafetería. Y allí estaba Gamini; aunque no lo aguardaba solo, sino acompañado de dos muchachas, sentadas a uno y otro lado de él, y una botella de vino casi vacía sobre la mesa.

Los tres se levantaron para saludarlo. La joven rubia se llamaba Pru, y la otra, por nombre Maggie, tenía el cabello de un color de lápiz de labios jamás producido por gen humano alguno.

—Las he conocido en el avión —le hizo saber Gamini después de presentárselas—. Son estadounidenses, y dicen que están estudiando en Londres, aunque en realidad asisten a la Universidad de las Artes, y allí los alumnos no aprenden otra cosa que a ponerse guapos. ¡Ay!

La interjección última la había provocado el tirón de orejas que le había propinado Maggie, la del tono pelirrojo imposible.

—No te creas nada de lo que dice este calumniador —advirtió a Ranjit—. Pru y yo estamos en la Facultad de Camberwell, y allí sí te hacen trabajar. Gamini no duraría ni una semana en ella.

Suponiendo que había llegado su turno, Ranjit les tendió la mano, y las dos se la estrecharon con entusiasmo, una detrás de otra.

—Yo me llamo Ranjit Subramanian —declaró.

—¡Eso ya lo sabemos! —exclamó la tal Maggie—. Gamini nos ha contado tu vida y milagros: que eres una persona bajita de nombre largo, que dedicas tu tiempo a resolver un único problema matemático… Él dice que, si alguna vez lo logra alguien, vas a ser tú.

Ranjit, que seguía sufriendo accesos ocasionales de culpa por haber abandonado el teorema de Fermat, no supo bien qué responder. Miró a Gamini en busca de ayuda, pero el semblante de éste lo convenció de que él estaba aún más mortificado.

—Mira, Ranj… —Su voz comunicaba con más elocuencia aún que su rostro el arrepentimiento que lo afligía—. Más vale que te dé la mala noticia lo antes posible: cuando te escribí, tenía la esperanza de que pudiésemos pasar por lo menos un par de días juntos. —Y meneando la cabeza, añadió—: Pero no va a ser posible: a partir de mañana, mi padre va a tenerme todo el día de compromiso en compromiso. Ya sabes cómo es mi familia.

Ranjit no había olvidado los días que precedieron al momento en que su amigo salió en dirección a Londres. Decepcionado a ojos vista, repuso:

—Yo estoy libre una semana entera, con furgoneta y todo.

—No tengo escapatoria —sentenció Gamini encogiendo los hombros con gesto rebelde—. Hasta quería que cenase con él esta noche; pero ahí me he cerrado en banda. —Tras observar unos instantes a su amigo, exclamó con una sonrisa—. Pero ¡que me cuelguen si no me alegro de verte! ¡Dame un abrazo!

Ranjit se prestó a hacerlo, en primer lugar, por no desairarlo delante de las dos muchachas, aunque enseguida se dejó llevar por la calidez del cuerpo de Gamini y correspondió con afecto verdadero.

—Pero ¡bueno! —dijo este último al fin—. Todavía no has bebido nada. Pru, ¿te importa encargarte de eso?

El que las dos estudiasen algo relacionado con el arte le dio pie para trabar conversación con Maggie.

—Así que quieres ser artista, ¿no?

—¿Y morirme de hambre? —contestó ella con gesto incrédulo—. ¡Ni pensarlo! Acabaré dando clases en algún centro universitario medio cercano a Trenton, en Nueva Jersey, que es donde vive mi familia, o donde esté destinado mi marido, cuando lo tenga.

Entonces intervino Pru, la rubia.

—A mí sí me encantaría ser artista, Ranjit; pero no voy a lograrlo nunca, porque no tengo ningún talento. De todos modos, tampoco quiero volver a Shaker Heights con los míos: lo que espero es conseguir trabajo de subastadora en Sotheby’s o cualquier otra sala parecida. Con eso ganas dinero, trabajas con gente interesante y te rodeas de arte aunque no seas capaz de crearlo.

Riendo, Maggie tendió a Ranjit el aguardiente de cocotero con Coca-Cola que había pedido mientras decía:

—Mucha suerte vas a necesitar.

Pru puso una pierna sobre la de Gamini para asestar un puntapié a su amiga.

—¡Serás cochina…! —exclamó—. No digo enseguida: tendré que empezar de alumna en prácticas, y a lo mejor la primera misión que me confían es la de tomar los números de los cartones que levantan los postores del fondo. A ésos, el subastador ni los mira. Ranjit, ¿no te gusta el coco con cola?

El joven no encontró respuesta convincente alguna para semejante pregunta. De hecho, era una de sus bebidas preferidas en los tiempos en que había estado explorando Colombo con Gamini; pero desde su partida, no la había vuelto a probar. Con todo, le fue resultando más agradable a medida que apuraba la copa, y lo mismo le ocurrió con la siguiente.

* * *

Aunque la noche no estaba transcurriendo como había esperado, lo cierto es que no podía decir que estuviese desarrollándose tan mal. En determinado momento, la tal Pru se había despegado de Gamini para instalarse al lado de él, lo que le permitió conocer tres cosas de ella: tenía un tacto cálido; la piel, suave, y olía muy bien. No tanto como Myra de Soyza, claro, y ni siquiera quizá como (en un plano completamente distinto, por supuesto)
mevrouw
Beatrix Vorhulst; pero aun así, tenía un olor muy agradable.

No era ningún tonto, y sabía bien que la fragancia de una mujer estaba constituida principalmente por un elemento que podía adquirirse en cualquier droguería. Así y todo, tanto se le daba, pues, además de oler bien, Pru tenía otros dones, entre los que se incluían el delicioso roce que producía el contacto con su brazo y lo divertida que resultaba su conversación. Todo ello lo llevó a la conclusión de que no lo estaba pasando mal.

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