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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (22 page)

BOOK: El último teorema
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Alzó la vista al ver que las dos mujeres se dirigían a ellos.

—Y ahora —anunció a continuación—, más nos vale abrocharnos el cinturón, porque creo que estamos llegando al aeropuerto de Bandaranaike. Escúchame: no ibas a creer los arreglos a los que hemos tenido que llegar ni las promesas que hemos tenido que hacer para sacarte de aquella cárcel. Así que te pido que me ayudes a cumplir mi palabra. No reveles a nadie nada, nada en absoluto, que pueda servir para identificar a los que te retenían. Si lo haces, nos pondrás en un aprieto a mí y a mi padre.

—Te lo juro —declaró Ranjit con la mano en el pecho, aunque no pudo evitar añadir en tono malicioso—: Dices que habéis hecho indagaciones sobre las chicas. ¿Cómo le va a la buena de Maggie?

Gamini lo miró con gesto afligido.

—La buena de Maggie está bien —contestó—. Hace un par de meses se casó con un senador estadounidense. De hecho, me envió una invitación para la recepción; así que fui a Harrods y compré una pala para el pescado muy bonita para enviársela. Pero no asistí, claro.

CAPÍTULO XVII

El cielo

E
l BAB-2200 se hallaba ya rodando por la pista de aterrizaje en dirección a la puerta de desembarque cuando emitió su diagnóstico la capitana doctora Jeannie: lo que necesitaba Ranjit era descanso, afabilidad y la cantidad de comida necesaria para recuperar los ocho o diez kilogramos de masa corporal que le había robado la dieta de su entrega extraordinaria; aunque añadió que tampoco le iba a hacer ningún daño pasar un par de días en el hospital. La comisión que lo esperaba en tierra para darle la bienvenida se negó, sin embargo, a esto último. En realidad, tal comisión estaba constituida por una sola persona:
mevrouw
Beatrix Vorhulst, quien no tenía intención de permitir que le llevasen la contraria. A su entender, el sitio idóneo para que recuperase su fortaleza no era una fría fábrica de cuidados médicos, en la que poco cariño iban a poder proporcionarle, sino un hogar confortable y humanitario como, por ejemplo, el suyo.

Y a su casa lo enviaron. No puede dudarse que Beatrix Vorhulst estaba en lo cierto al prometer que pensaba desvivirse por él, porque no bien llegó Ranjit, le consagró cuantos recursos tenía aquel edificio tan lleno de recursos. Se le asignó un dormitorio tan espacioso y fresco como podía haber imaginado durante la noche más tórrida y sudorosa de las que pasó en prisión. Disfrutaba de tres comidas maravillosas al día, o por mejor decir, de al menos una docena, porque cada vez que cerraba los ojos un instante, encontraba a su lado, al despertar, una deliciosa manzana, un plátano o una tajada de piña fría como el hielo. Y lo que era aún mejor: todo aquello lo ayudó a vencer la resistencia de los médicos que había enviado Gamini para que volviesen a examinarlo. Cierto es que primero hubo de convencerlos de que, en lo que duró su confinamiento, le fue posible tenerse en pie y caminar a diario sin dolor, excepto, claro está, los días en que las magulladuras y los golpes convertían la tarea de caminar en una empresa lo bastante dolorosa para que no valiese la pena embarcarse en ella. Pero ahora gozaba de la libertad que le ofrecía aquella majestuosa casa y sus jardines, aún más imponentes, si cabe, que el interior. ¡Qué delicia suponía nadar a espalda como en un sueño en el agua fresca de la piscina mientras el sol le impartía su cálida bendición desde los cielos y las palmeras se mecían sobre su cabeza! Por si todo aquello fuera poco, tenía, además, acceso a las noticias.

Esto último, en realidad, no resultó del todo agradable, pues el tiempo que había permanecido ajeno a cuanto figuraba en los diarios y la televisión le había impedido prepararse para hacer frente a los detalles de cuanto había ocurrido en el planeta: asesinatos, disturbios, explosiones de coches bomba, guerras… Con todo, aún había noticias peores, de las que tuvo conocimiento el día que Gamini fue a hacerle una visita relámpago antes de partir de Sri Lanka a fin de ocuparse de cierto menester urgente (cuya naturaleza, claro está, no reveló). Estando ya con un pie en el umbral, se detuvo para anunciar al fin:

—Hay algo que todavía no te he dicho, Ranj. Tu padre…

—¡Sí, es verdad! —repuso él en tono de arrepentimiento—. Va a ser mejor que lo llame de inmediato.

—Ojalá fuera posible —replicó su amigo meneando la cabeza—. Verás, sufrió un derrame cerebral… y murió.

* * *

En aquel momento sólo había una persona en todo el mundo con la que quisiera hablar, tanto que la tuvo al otro lado del teléfono antes de que Gamini tuviese tiempo de salir de casa de los Vorhulst. Era Surash, el anciano monje, que se mostró exultante al oír su voz. Su alegría se apagó, claro está, al tratar de la muerte de Ganesh Subramanian, aunque, por curioso que pueda resultar, no parecía hallarse demasiado triste al respecto.

—Sí, Ranjit —le confió—, tu padre estuvo removiendo cielo y tierra para dar contigo, y creo que eso lo fue extenuando. Fuera lo que fuese, lo cierto es que una de las muchas veces que fue a ver a la policía, volvió quejándose de encontrarse cansado, y a la mañana siguiente lo encontramos muerto en su cama. En realidad, llevaba tiempo arrastrando ciertos problemas de salud, ¿sabes?

—No; no lo sabía —reconoció con tristeza—. Nunca me dijo nada.

—No quería preocuparte. No sufras, Ranjit, pues
sujiva
va a ser recibida con honor, y se le otorgó un buen funeral. Dado que nos habían arrebatado tu presencia, fui yo quien hizo las plegarias, y me aseguré de que no faltasen flores ni bolas de arroz en el féretro. Además, una vez incinerado, me encargué de llevar sus restos al mar. Con la muerte no se acaba todo, ¿sabes?

—Sí, lo sé —confirmó Ranjit, pensando más en el religioso que en su propia opinión.

—Quizá no necesite siquiera volver a nacer. Y si lo hace, estoy convencido de que será encarnado en alguna persona o criatura cercana a ti. Por cierto: cuando estés en condiciones de viajar, ven a vernos, por favor. ¿Tienes abogado? Tu padre ha dejado una modesta herencia, y aunque te pertenece íntegramente, por supuesto, hay que presentar ciertos documentos.

Aquello lo dejó un tanto inquieto, dado que no gozaba de semejante servicio. Sin embargo, cuando se lo hizo saber a
mevrouw
Vorhulst, ella respondió que no había problema alguno, y desde entonces, Ranjit tuvo abogado. Y no uno cualquiera, sino uno de los socios del despacho del padre de Gamini, por nombre Nigel de Saram. Lo que le resultaba mucho más preocupante era el hondo sentimiento de culpa que lo atormentaba, pues si no había tenido antes noticia de la muerte de su padre había sido, sin más, porque no se había molestado en preguntar por él.

Trató de consolarse pensando que había tenido un millar de cosas que atender; pero no pudo dejar de preguntarse si el sacerdote se hubiera olvidado de él de haber estado en su pellejo.

* * *

Sin contar con los sirvientes,
mevrouw
Vorhulst fue la única persona que lo vio en el transcurso de los primeros días; pero más tarde no pudo por menos de insistir en que ninguna visita iba a poder provocarle un agotamiento psíquico comparable al de los carceleros jóvenes y fuertes que lo aporreaban estando en prisión, y los médicos hubieron de coincidir con él. En consecuencia, se redujeron los obstáculos para ir a verlo, y a la mañana siguiente, mientras Ranjit experimentaba con los aparatos del gimnasio de sus anfitriones, entró en la sala el mayordomo para anunciar, tras aclararse la garganta:

—Señor, tiene usted visita.

—¿Hay mensajes para mí? —quiso saber él, que había estado con la cabeza en otra parte. El criado dejó escapar un suspiro.

—No, señor. De recibirse alguno, se le hará llegar de inmediato tal como ha pedido. Pero el señor De Saram solicita verlo. ¿Desea que lo haga pasar?

Ranjit se puso enseguida uno de los inagotables albornoces de los Vorhulst, y el abogado no tardó mucho más en hacerse cargo de la situación. No daba la impresión de ser muy joven (debía de tener cincuenta o sesenta años, si no más), ni dejaba lugar a dudas sobre su aptitud. No necesitó información alguna acerca del legado del padre de su cliente, pues a pesar de que apenas habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde el momento en que se le había encomendado la gestión de los asuntos legales del joven, ya había tenido tiempo de verificar sus detalles biográficos en el tribunal pertinente de Trincomali y se había formado una idea bastante acertada de la monta de la herencia.

—No llega a veinte millones de rupias, señor Subramanian —manifestó—, aunque tampoco queda muy por debajo de dicha cantidad. Ronda, conforme a los tipos de cambio vigentes, los diez mil dólares estadounidenses. La mayor parte está conformada por dos propiedades inmobiliarias: el hogar de su padre y una casa de menores dimensiones que se halla desocupada en el presente.

—La conozco —le confió Ranjit—. ¿Qué tengo que hacer yo?

—Por el momento, nada; aunque existe cierta posibilidad sobre la que tal vez desee meditar. Al señor Bandara le hubiese encantado brindarle sus servicios en persona, pero, como sabe, se encuentra participando en cierto asunto por demás secreto de las Naciones Unidas.

—Lo sé, aunque no conozco demasiados detalles.

—Por supuesto. El caso es que, en condiciones normales, tendría usted la potestad de presentar una demanda por daños y perjuicios contra los sujetos que… mmm… que han obstaculizado durante tanto tiempo su regreso a casa; pero…

—Sí, lo sé —repuso Ranjit—: no debemos hablar de ellos.

—Exacto —declaró De Saram aliviado—. Sea como fuere, aún queda una vía que quizá desee explorar. Está usted en situación de entablar una demanda judicial contra la compañía del crucero fundándose en que no debía haber permitido que su embarcación cayese en manos de los piratas. La suma no sería tan cuantiosa como en el primer caso, por supuesto, tanto porque es algo más difícil de demostrar su responsabilidad como porque su solvencia no es…

—Espere un momento —lo interrumpió Ranjit—. Le roban un barco a bordo del cual me encontraba yo debido sólo a mi propia estupidez, ¿y ahora voy a denunciarlos por dejar que ocurra algo así? No parece que sea muy justo.

El abogado sonrió por vez primera con gesto amistoso.

—El señor Bandara me advirtió de que diría usted eso —anunció—. En fin, me parece que mi coche debe de estar casi listo…

Y de hecho, en ese preciso instante llamaron a la puerta, y Vass, el mayordomo, les comunicó que el vehículo estaba, en efecto, esperando al señor De Saram. Entonces, antes de que pudiese decir nada, el criado le hizo saber sin ambages:

—No hay mensajes para el señor. —A lo que añadió—: Y si me permite… No he querido importunarlo antes, señor, pero nos ha apenado a todos saber de la muerte de su padre.

* * *

No es que las palabras del mayordomo le hubiesen recordado semejante pérdida, pérdida que no necesitaba recordatorio alguno por formar parte de él, de día y de noche, como una herida incurable.

Lo peor de la muerte era que ponía fin a la comunicación entre dos personas de manera irrevocable. A Ranjit le había quedado una nutrida relación de cosas que debía haber dicho a su padre y nunca le dijo, y una vez perdida por completo la oportunidad de hacerlo, todas aquellas manifestaciones de amor y respeto que había callado se le agolpaban en el corazón.

Las noticias internacionales, claro está, no le ofrecían consuelo alguno. Entre Ecuador y Colombia había estallado el conflicto; la división de las aguas del Nilo había vuelto a provocar riñas, y Corea del Norte había presentado ante el Consejo de Seguridad una queja contra China por apartar las nubes de lluvia de sus arrozales a fin de regar con ellas los suyos propios.

Nada había cambiado: simplemente, la población mundial tenía una alma menos.

* * *

Aun así, había algo que sí podía hacer, o que debía haber hecho mucho tiempo atrás, y llegado el sexto día de su estancia en la casa de los Vorhulst, pidió al fin, y recibió, una copia de aquel escrito frenético que había redactado a la carrera en el avión. La estudió con el mismo ojo crítico, exigente y calculador, de que se habría servido un profesor de redacción novato para calificar el trabajo de final de curso de uno de sus alumnos. Si contenía algún error de los que podían desautorizarlo, estaba seguro de que lo iba a encontrar. Y así fue, pues con no poca frustración, dio con varios: dos a primera vista, luego cuatro y, más tarde, uno o dos pasajes que, no siendo erróneos por completo, tampoco estaban del todo claros.

Era perdonable, pues todo era fruto de aquellas últimas siete u ocho semanas durante las cuales había completado, al fin, la demostración en su cabeza (cuanto le había sido posible, claro está, sin papel, tinta ni ordenador) y se había consagrado a repetirla, paso por paso, atenazado por el terror que le producía la posibilidad de olvidar algún punto fundamental. Aun así, una vez liberado había de resolver lo que debía hacer con aquellos errores. Estuvo cavilando al respecto todo el día y buena parte de la noche. ¿Debía enviar a la revista un catálogo de enmiendas? Parecía lo más sensato…, y sin embargo, en aquel momento se interpuso su orgullo: tales errores (si así podían llamarse) eran, al fin y al cabo, insignificantes; cualquier matemático decente los localizaría de inmediato y sabría enseguida subsanarlos. Y le causaba horror la idea de mostrarse implorante.

Al final, no remitió comunicación alguna a
Nature
, aunque las más de las noches, mientras trataba de dormir, volvía a asaltarlo la duda de si habría sido mejor hacerlo. Confiaba en estar en lo cierto respecto de lo que hacía una publicación como
Nature
con artículos como el que él había enviado, pues estaba seguro de que, de tener la menor intención de publicarlo, lo primero que harían los redactores sería enviar a tres o cuatro expertos en aquel ámbito particular sendos ejemplares del escrito a fin de que comprobasen que no hubiera en él equivocaciones manifiestas.

Pero ¿cuánto iba a tener que esperar? No lo sabía, aunque sí podía decir que la respuesta estaba tardando ya mucho más de lo que él hubiese deseado. En consecuencia, cada vez que llamaba el mayordomo al objeto de anunciar una visita, echaban a volar sus esperanzas, y cada vez que aquél exponía el propósito trivial del visitante, volvían a estrellarse contra el suelo.

CAPÍTULO XVIII

Compañía

L
legado el séptimo día de su estancia en la residencia de los Vorhulst, el mayordomo anunció la llegada de una nueva visita, que no era otra que Myra de Soyza.

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