Descendió cabalgando a niveles cada vez más bajos.
Tras un largo descenso, aspiró el olor del humo de una hoguera de leña y, al salir de los árboles, se encontró en una aldea en el centro de un pequeño valle. Vio una docena de casitas de piedra con inclinados tejados de pizarra y la cruz de una iglesia recortándose en el horizonte. Las vacas y los caballos pastaban en una dehesa y había varios campos de cultivo de fértil tierra negra.
Pasó cabalgando por delante de dos casas sin encontrar a nadie, pero, al llegar a la tercera, vio a una mujer que había ido al río por agua y ahora regresaba con el cubo lleno. Al descubrirlo, la mujer echó a correr hacia la casa derramando parte del agua, pero él le dio alcance a medio camino.
—Buenos días os dé Dios. ¿Qué pueblo es éste, si sois tan amable?
La mujer se detuvo en seco como si se hubiera quedado congelada.
—Es Pradogrande, señor —contestó con una clara y recelosa voz.
Cuando el caballo se acercó un poco más, Yonah experimentó un sobresalto tan grande al ver el rostro de la mujer que hasta pudo oír el susurro de su afanosa respiración.
—Inés. ¿Sois vos?
Desmontó torpemente y ella retrocedió unos pasos, atemorizada.
—No, señor.
—¿Vos no sois Inés Denia, la hija de Isaac Saadi? —preguntó estúpidamente.
La muchacha se lo quedó mirando.
—No, señor. Yo soy Adriana. Adriana Chacón.
Claro, qué necio, pensó Yonah. Aquella muchacha era demasiado joven. La última vez que él había visto a Inés, ésta era algo más joven que aquella muchacha, pero habían transcurrido muchos años desde entonces.
—Inés era mi tía, que en paz descanse.
Ah, Inés había muerto. Experimentó una punzada de dolor al enterarse de que había desaparecido: otra puerta se cerraba.
—Dios la tenga en su gloria —musitó—. Yo os recuerdo —dijo de repente.
Comprendió que aquella mujer era la niña de la que Inés cuidaba, la hija de su hermana mayor, Felipa. Recordó haber paseado con Inés por Granada, cada uno de ellos tomando una mano de aquella niña.
La mujer lo estaba mirando, perpleja.
Yonah se volvió al oír un grito, señal de que otros habían reparado en su presencia. Unos hombres corrían hacia ellos, tres desde una dirección y dos más desde otra, todos ellos provistos con herramientas que pensaban utilizar como armas para matar al invasor.
Pradogrande
Antes de que los braceros del campo pudieran darles alcance, un sujeto enjuto y fornido salió de una casa de las inmediaciones. Había envejecido, pero no hasta el extremo de que Yonah no reconociera en él de inmediato a Micah Benzaquen, el amigo y vecino de los Saadi en Granada. Benzaquen era un hombre de mediana edad cuando Yonah lo había conocido; en ese momento seguía conservando las fuerzas, pero era un anciano. Miró momentáneamente a Yonah y sonrió, por lo que Yonah comprendió que Benzaquen también lo había reconocido a él.
—Los años os han tratado bien, señor —le dijo Benzaquen—. La última vez que os vi, erais un pastor robusto y andrajoso, todo cabello y barba, como si tuvierais la cabeza enmarcada por un arbusto. Pero ¿cuál es vuestro apellido? Es como el nombre de una hermosa ciudad…
Yonah comprendió que, durante su estancia en aquel remoto lugar, le sería imposible empeñarse en decir que se llamaba Ramón Callicó.
—Toledano.
—¡Sí, Toledano, a fe mía!
—Yonah Toledano. Me alegro mucho de volver a veros, señor Benzaquen.
—¿Dónde vivís ahora, señor Toledano?
—En Guadalajara —contestó Yonah, sin atreverse a asociar el apellido Toledano con Zaragoza.
Lamentó que, mientras él y Benzaquen se intercambiaban un saludo, la mujer hubiera tomado el cubo de agua y se hubiera alejado a toda prisa. Los hombres que lo perseguían corriendo habían aminorado la marcha al percatarse de que el forastero no había desenvainado la espada ni la daga. Cuando le dieron alcance, sosteniendo todavía los aperos de labranza con los cuales lo hubieran podido ensartar y despedazar, él y Benzaquen ya estaban conversando afablemente.
Benzaquen le presentó a Pedro Abulafin, David Vidal y Durante Chazán Halevi y después a un segundo grupo formado por Joaquín Chacón, Asher de Segarra, José Díaz y Fineas ben Sagan.
Varios hombres se hicieron cargo de su caballo mientras lo acompañaban a la hospitalidad de la finca de Benzaquen. Leah Chazán, la esposa de Benzaquen, era una afectuosa mujer de cabello canoso, con todas las virtudes propias de una madre española. Le ofreció un cuenco de agua caliente y un lienzo y lo acompañó a la intimidad del establo. Para cuando se hubo lavado y refrescado, la casita estaba empezando a llenarse con los efluvios de un cordero lechal asado. Su anfitrión lo esperaba con una jarra de bebida y dos copas.
—Nuestro pequeño valle apenas recibe visitas, por consiguiente, tenemos que celebrarlo —dijo Benzaquen, escanciando aguardiente.
Ambos brindaron el uno por la salud del otro.
Benzaquen había reparado en el caballo árabe de Yonah y en la excelente calidad de su ropa y de sus armas.
—Ya no sois un andrajoso pastor —dijo sonriendo.
—Soy médico.
—¿Médico? ¡Cuánto me alegro!
Mientras saboreaban la excelente comida que su esposa se apresuró a servirles, Benzaquen explicó a Yonah qué había sido de los conversos cuando éstos y Yonah se habían separado para seguir cada cual su camino.
—Abandonamos Granada en una caravana, treinta y ocho carros todos con destino a Pamplona, la principal ciudad de Navarra, adonde llegamos tras un viaje dolorosamente lento y difícil.
En Pamplona se habían quedado dos años.
—Algunos de los nuestros se casaron allí. Entre ellos, Inés Denia. Se casó con un carpintero llamado Isidoro Sabino —dijo cautelosamente Benzaquen, pues ambos guardaban un desagradable recuerdo de su discusión acerca de la muchacha la última vez que se habían visto.
—Por desgracia para nosotros los de Granada —añadió Benzaquen—, nuestra feliz estancia en Pamplona se vio ensombrecida por la tragedia.
Uno de cada cinco cristianos nuevos de Granada murió en Pamplona a causa de las fiebres y la disentería. Cuatro miembros de la familia Saadi se contaron entre los que murieron cruelmente en aquel desgraciado mes de
nisan
. Más adelante, su hija Felipa enfermó y murió, y lo mismo les ocurrió a Inés Denia y a su esposo Isidoro Sabino, con quien llevaba menos de tres meses casada.
—Los habitantes de Pamplona culparon a los recién llegados de haber llevado la muerte a su ciudad y, cuando terminó las peste, los que habíamos sobrevivido, comprendimos que tendríamos que echarnos de nuevo al camino.
—Tras muchas discusiones, decidimos cruzar la frontera de Francia y tratar de establecernos en Toulouse, a pesar de que sabíamos muy bien que era una decisión arriesgada. Yo, por ejemplo, no estaba de acuerdo ni con el itinerario ni con el destino —dijo Benzaquen—. Señalé que, durante muchos siglos, en Toulouse se habían tolerado tradicionalmente los actos de violencia contra los judíos y que, para pasar a Francia, teníamos que cruzar las elevadas cumbres de los Pirineos con los carros, lo cual me parecía una hazaña imposible.
Pero algunos de sus compañeros conversos se burlaron de sus temores, señalando que llegarían a Francia como católicos y no como judíos. En cuanto a las montañas, sabían que en el pueblo de Jaca, situado más adelante, podrían contratar los servicios de unos guías, también conversos, que los conducirían a través de los pasos. En caso de que los carros no pudieran atravesar las montañas, dijeron, transportarían sus posesiones más preciadas a Francia a lomos de acémilas. Así pues la caravana emprendió la marcha por el camino de Jaca.
—¿Cómo localizasteis el valle? —preguntó Yonah.
Benzaquen esbozó una sonrisa.
—Por pura casualidad.
En las largas y boscosas laderas de las montañas, no había muchos lugares apropiados de acampada para un grupo de personas tan numeroso. A menudo los viajeros dormían en los carros, colocados en fila al borde del camino. Una noche, cuando estaban dormidos, uno de los caballos de tiro de Benzaquen, un valioso animal que le era muy necesario, rompió la cuerda con la que estaba atado y se alejó.
—En cuanto descubrí su ausencia al romper el alba, yo y otros cuatro hombres nos pusimos a buscar a la dichosa bestia.
Siguiendo unos arbustos aplastados y unas ramas quebradas, alguna que otra huella de cascos y excrementos, llegaron a una especie de sendero natural de piedra que bajaba por la pendiente siguiendo el curso de un arroyo. Al final, salieron del bosque y descubrieron al caballo rozando en el verde prado de un pequeño y recóndito valle.
—Nos llamaron inmediatamente la atención la calidad del agua y de la hierba. Regresamos a la caravana y guiamos a los demás al valle, pues éste constituía un lugar de descanso seguro y protegido. Sólo tuvimos que ensanchar un poco el camino natural en dos lugares y apartar varias rocas de gran tamaño para poder bajar con los carros.
—Al principio, pensábamos quedarnos sólo cuatro o cinco días para que hombres y animales descansaran y recuperaran las fuerzas.
Pero la belleza del valle y la evidente fertilidad de la tierra les causaron a todos una grata impresión, dijo. Sabían que el lugar se encontraba extremadamente apartado. Jaca, el pueblo más próximo al este, quedaba a dos días de difícil camino y era una comunidad muy aislada que atraía a muy pocos viajeros. Y al sudeste, Huesca, la ciudad más próxima, se encontraba también a tres días de viaje. Algunos cristianos nuevos pensaron que allí podrían vivir en paz sin ver jamás a un inquisidor o un soldado. Pensaron que les convenía no seguir adelante, quedarse en aquel valle y convertirlo en su hogar.
—Sin embargo, no todos estaban de acuerdo —añadió Benzaquen. Tras muchas disputas, diecisiete de las veintiséis familias que habían abandonado Pamplona decidieron quedarse en el valle—. Pero todos echaron una mano a las nueve familias que habían optado por trasladarse a Toulouse. Tardaron toda una mañana y casi toda la tarde en conseguir que sus carros volvieran a subir por el camino. Tras los abrazos y las lágrimas de rigor, los viajeros desaparecieron en la montaña y los que no quisimos acompañarlos bajamos de nuevo al valle.
Entre los pobladores había cuatro familias cuyos miembros se habían ganado previamente la vida trabajando el campo. Durante la preparación de los viajes de Granada a Pamplona y desde esta última ciudad a Toulouse, los campesinos se habían avergonzado de su condición de hombres del campo y habían dejado todos los preparativos y las decisiones en manos de los mercaderes cuya experiencia y conocimientos habían resultado extremadamente útiles.
Ahora, en cambio, los campesinos se convirtieron en los líderes del asentamiento, estudiaron y examinaron los distintos parajes del valle y establecieron qué habían de sembrar y dónde. Por todo el valle creció un abundante y saludable forraje y, desde un principio, decidieron llamar al lugar Pradogrande.
Los hombres trabajaron juntos para dividir el valle en diecisiete fincas de aproximadamente la misma extensión, luego numeraron cada parcela y fueron sacando los números de un sombrero para repartirse las propiedades. Los hombres acordaron trabajar en régimen de cooperativa tanto en la siembra como en la recolección, y establecieron turnos rotativos para que ningún propietario tuviera una ventaja permanente sobre los demás. Los cuatro campesinos indicaron dónde debían levantar las casas para aprovechar mejor el sol y la sombra y resistir las inclemencias del tiempo. Y trabajaron codo con codo, construyendo las fincas una a una. En las laderas de la montaña abundaba la piedra y las estructuras eran unos edificios sólidos, con los establos y los graneros en el nivel inferior o bien adosados a las viviendas.
Durante su primer verano en el valle construyeron tres caseríos, en los que durante el invierno se apretujaron las mujeres y los niños mientras los hombres vivían en los carros. Durante los cinco veranos siguientes fueron construyendo las demás casas y la iglesia.
Los cuatro expertos campesinos se convirtieron en el comité de compras de la comunidad.
—Primero viajaron a Jaca —explicó Benzaquen—, donde adquirieron unas cuantas ovejas y algunas semillas, pero Jaca era demasiado pequeña para satisfacer sus necesidades, por lo que, en su siguiente viaje, se trasladaron a la más distante Huesca, donde encontraron una mayor variedad de cabezas de ganado a la venta. Trajeron consigo varios sacos de buenas semillas, gran número de aperos de labranza, plantones de árboles frutales, más ovejas y cabras, cerdos, gallinas y gansos.
Uno de los hombres sabía trabajar el cuero y otro era carpintero, por lo que sus conocimientos resultaron muy útiles para la nueva comunidad.
—Pero casi todos nosotros éramos mercaderes. Cuando decidimos quedarnos en Pradogrande, comprendimos que tendríamos que cambiar de vida y de actividad. Al principio fue muy difícil y desalentador acostumbrar los cuerpos de unos comerciantes a las duras exigencias de las tareas agrícolas, pero estábamos emocionados con las posibilidades que nos ofrecía el futuro y ansiosos de aprender. Poco a poco, nos fortalecimos.
—Llevamos once años aquí y hemos removido la tierra para crear campos de labranza, hemos obtenido cosechas y hemos plantado vergeles —dijo Benzaquen.
—Lo habéis hecho muy bien —les alabó Yonah, sinceramente admirado.
—Ya está a punto de oscurecer, pero mañana os acompañaré en un recorrido por el valle para que lo veáis con vuestros propios ojos.
Yonah asintió con la cabeza con aire ausente.
—Esta mujer, Adriana… ¿está casada con un campesino?
—Bueno, en Pradogrande todos son campesinos. Pero el marido de Adriana Chacón ha muerto. Ella es viuda —contestó Benzaquen, cortando otro trozo de cordero e invitando a su huésped a aprovechar la oportunidad de saborear carne de excelente calidad.
—Dice que me recuerda de cuando era pequeña —le dijo Adriana Chacón a su padre aquella noche—. Es curioso porque yo no le recuerdo. ¿Tú lo recuerdas?
Joaquín Chacón sacudió la cabeza.
—No. Pero es posible que lo conociera. Tu abuelo Isaac conocía a mucha gente.
A Adriana le resultaba extraño que aquel recién llegado al valle evocara recuerdos que ella no compartía. Cuando pensaba en su infancia era como tratar de contemplar un vasto paisaje desde la cumbre de una montaña: los objetos más próximos se veían con toda nitidez y claridad, mientras que los más lejanos se perdían en la remota distancia hasta convenirse en invisibles. No recordaba nada de Granada y sólo conservaba unas vagas remembranzas de Pamplona. Recordaba haber viajado durante mucho tiempo en la parte posterior de un carro. Los carros estaban cubiertos para protegerse de las inclemencias del tiempo, pero el sol calentaba tanto que la caravana solía viajar a primera hora de la mañana y a última hora de la tarde mientras que, al mediodía, cuando llegaban a una zona de sombra, los carreteros detenían sus caballos. La muchacha no podía olvidar el constante traqueteo de los carros por los pedregosos caminos, el chirrido de los arneses de cuero, el sonido de los cascos de los caballos, el grisáceo polvo que a veces rechinaba entre sus dientes. El olor a hierba de las redondas bostas que caían detrás de los caballos y los asnos y que posteriormente eran aplastadas por los carros que las seguían.