Los médicos de Londres le habían diagnosticado unos meses antes a aquel hombre, un pobre granjero, una enfermedad incurable. Habiendo oído hablar de las habilidades especiales de Dickens se plantó en la puerta del novelista suplicando un tratamiento moral y espiritual a través del mesmerismo. Dickens llevaba algunos años menos activo en este terreno, pero accedió y empezó a tratar al hombre con terapia magnética.
—¿Dio resultado, señor Scott? —preguntó Rebecca.
—Bueno, tal vez le diera resultado a él, señorita Sand… Pero en el sentido contrario —dijo Henry.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Osgood.
—Uno de los cocineros me dijo que la enfermedad del granjero había mejorado, pero que sus condiciones mentales habían ido debilitándose a lo largo de las sesiones de mesmerismo. Ahora ese pobre vagabundo sigue merodeando por aquí, lo mismo que esos perros inútiles de los establos, como si el Jefe estuviera escondido en el bosque con los ladrones de Falstaff y los peregrinos de Chaucer, y estuviera a punto de volver —Henry, inconscientemente, dijo esto con un tono más comprensivo con el vagabundo de lo que él mismo se dio cuenta.
Con los ojos rojos de leer y copiar, Osgood y Rebecca decidieron regresar al hostal al acabar el día. Forster les esperaba en el porche de Gadshill.
—¿Van a hacer más expediciones mañana por la mañana? —preguntó el albacea como si realmente le interesara y no estuviera sólo curioseando.
—Al cabo de tres días, no hemos podido encontrar mucho más que una lista de títulos, algunas notas sobre el libro escritas deprisa y algunas páginas desechadas, señor Forster —admitió Osgood—. Me temo que hemos acabado con el material que tienen aquí.
Forster asintió con una satisfacción apenas disimulada; luego, fingió apresuradamente una expresión de decepción.
—Supongo que regresarán a Boston.
—Todavía no —respondió Osgood.
—¿Oh? —dijo Forster.
—Si no podemos encontrar nada en las habitaciones de Dickens, tal vez haya algo fuera de ellas…, en algún sitio.
Las pupilas de Forster se dilataron con interés y cogió una hoja de papel y una pluma.
—Usted es un americano emprendedor y sé que los americanos emprendedores detestan perder el tiempo. Su búsqueda, me temo, señor Osgood, puede ser precisamente eso: una pérdida de tiempo. Ésta es la dirección en la que me puede encontrar cuando vuelva a Londres, donde desempeño la labor de delegado de salud mental
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, por si me necesita. El señor Dickens era un hombre demasiado bueno para engañar a los lectores que confiaban en él. El final de
El misterio de Edwin Drood
habría sido exactamente como parece: un hombre perverso y celoso se proponía liquidar a un joven y lo hizo, no hay nada más. ¡Cualquier otra idea al respecto es pura monserga!
Ordeno tajantemente que se me entierre de manera modesta, no ostentosa y estrictamente privada, que no se haga anuncio público de la hora y lugar de mi sepelio, que se alquilen como mucho tres coches fúnebres sencillos y que aquellos que asistan a mi funeral no lleven velo, capa, chalina negra, larga cinta en el sombrero ni ningún otro de esos repugnantes despropósitos. Ordeno que mi nombre se escriba con sencillas letras inglesas en mi lápida sin añadirle ni «señor» ni «caballero». Conmino a mis amigos a que en ningún caso me hagan motivo de monumento, mausoleo o recuerdo de ninguna clase. Dejo en manos de la memoria de mi país el destino de la obra que he publicado, y en las de la memoria de mis amigos el de su experiencia de mi; asimismo, confío mi alma a la misericordia de Dios a través de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Osgood revisó la redacción del testamento con Georgina Hogarth en el café del Falstaff Inn y le expuso sus opiniones sobre las obligaciones contraídas con respecto a Forster. El documento establecía una distribución de responsabilidades y obligaciones admirablemente complicada. Forster controlaba todos los manuscritos de las obras publicadas por Dickens. Pero el documento cedía a Georgy todos los papeles privados de la casa, además de las decisiones relacionadas con las joyas y los objetos familiares del escritorio de Dickens, tales como la pluma de ganso que Forster se había quedado temporalmente.
—El señor Forster —le contó Georgy a Osgood— entiende que su deber consiste en recordar al mundo que Charles debe ser adorado. Por eso está enterrado en el Rincón de los Poetas en vez de en nuestra humilde aldea, como habría sido su deseo. Si el señor Forster hubiera podido manejar la pluma de Dickens por él sobre las líneas de su testamento, lo habría hecho.
Aquella tarde, tras un trayecto en tren de una hora entre Higham y Londres, Osgood y Rebecca entraron en el lugar hecho por la mano del hombre más sobrecogedor de toda Inglaterra: la abadía de Westminster. Tanto Osgood como su asistente levantaron automáticamente las cabezas hacia el extraordinario techo de gran altura, donde las prolongaciones de las columnas se juntaban como las copas de los árboles de un bosque se entrelazan sobre el cielo de la mañana. La luz que entraba a chorros en la abadía estaba teñida por los cristales de colores de los rosetones que les rodeaban.
En la nave lateral sur, los visitantes americanos encontraron la lápida de mármol que cubría el ataúd de Charles Dickens. El aparatoso monumento del Rincón de los Poetas en la famosa catedral estaba rodeado por las tumbas de los escritores más grandes. La del propio Dickens estaba flanqueada por las estatuas de Addison y Shakespeare, y el busto de Thackeray. A pesar de que se habían seguido pocas más de sus instrucciones, las palabras incrustadas en la losa rezaban como lo había pedido Dickens:
Charles Dickens
Nacido el 7 de febrero de 1812
Muerto el 9 de junio de 1870
Un tropel de gente entraba en fila para dejar versos o flores sobre la tumba del novelista y los restos de las ofrendas del día anterior empezaban a marchitarse con el aire cálido de la abadía.
Mientras se encontraban allí, una flor pasó volando ante ellos en dirección a la tumba. El capullo tenía pétalos grandes y carnosos de un violeta encendido. El editor miró por encima de su hombro y vio alejarse a un hombre con sombrero de ala ancha que le cubría la mayor parte de su rostro anguloso y rojizo.
—¿Ha visto a ese hombre? —le preguntó Osgood a Rebecca.
—¿Quién? —respondió ella.
Osgood había visto antes aquella cara.
—Creo que era el hombre del chalet… El paciente de ese extraño experimento de hipnosis.
En ese momento apareció en la abadía otra caravana de dolientes que lloraban a Dickens. Habían llegado de la lejana Dublín para ver el lugar de descanso definitivo del escritor, le explicaron entusiasmados a Osgood, como si él fuera el encargado. Abarrotaron el Rincón de los Poetas, arrinconando a Osgood, y mientras el paciente de la terapia de mesmerismo desapareció.
Sin saber muy bien adónde dirigirse, Osgood y Rebecca pasearon por las calles de Londres.
Habían dado con toda una sucesión de callejones sin salida en la investigación que llevaban a cabo en Gadshill. Habían oído decir que existía una residente en Londres llamada Emma James que aseguraba tener el manuscrito completo de
El misterio de Edwin Drood
. Resultó ser una médium espiritista que estaba dictando las últimas seis entregas de la novela en contacto con la «pluma espiritual» de Charles Dickens y pensaba comenzar en breve la siguiente novela fantasmal del autor, titulada
La vida y aventuras de Bockley Wickleheap
. Otros rumores (por ejemplo, que Wilkie Collins, el popular novelista colega de Dickens y su colaborador ocasional, había sido contratado para terminar la novela) resultaron ser igualmente improductivos. También habían oído que, unos meses antes de su muerte, Dickens se había ofrecido en una audiencia en la Corte a contarle el final a la reina Victoria.
—¿Señor Osgood? —dijo Rebecca—. Parece usted inquieto.
—Quizá hoy me encuentre demasiado acalorado. Vamos a hacerle una visita al señor Forster en su oficina, puede que él sepa algo de Dickens y la Reina.
Osgood no quería desanimar a Rebecca diciendo nada más. Temía la posibilidad de regresar a Boston y tener que decirle a J. T. Fields que
El misterio de Edwin Drood
nunca se desvelaría, que Drood seguiría perdido en todos los sentidos. Y que el declive económico de Fields, Osgood & Co. podría no estar muy lejos.
Proteger a nuestros autores era el lema de Fields sobre todo lo demás. En eso iba pensando Osgood mientras caminaban. Sus esfuerzos en Inglaterra no iban sólo dirigidos a la supervivencia financiera de su empresa y sus empleados, sino también de los autores: Longfellow, Lowell, Holmes, Stowe, Emerson y otros. Si la editorial se desplomaba en el precipicio financiero que les amenazaba, ¿cómo se las arreglarían los autores desamparados? Sí, eran escritores queridos, pero ¿le importaría eso a un editor de la calaña que representaba el Mayor Harper? Sin Fields y Osgood para protegerles, ¿quedarían sepultados en la oscuridad, como Edgar Allan Poe o el una vez prometedor Herman Melville? El verdadero futuro de la edición no estaba en que los editores se convirtieran en industriales, como preveía Harper, sino en que fueran socios de los autores, la unión de las dos mitades de la portada.
Osgood pensaba en toda la responsabilidad que descansaba sobre sus hombros. En otro tiempo había llegado a plantearse ser poeta: ¡ahora aquello le hacía reír por dentro! Un joven Osgood, estudiante ejemplar, que recitaba un poema a la clase de la Standish Academy. Aquel octubre vio cómo una docena de sus compañeros de clase dejaban los estudios para ir a buscar oro en California, pero él prefería las silenciosas salas de la escuela a las agrestes colinas de California. Phi Beta Kappa en Bowdoin, delegado de clase, miembro del Club Pecunian, pero amigo de los rivales Atenienses. Todo el mundo que le rodeaba esperó siempre que triunfara en la vida. Abrazar la causa de otros artistas y genios que sin su ayuda podrían no haber salido adelante había supuesto un tremendo sacrificio de sus propias ambiciones artísticas.
Con el peso de estos pensamientos sobre su cabeza, llegaron al edificio oficial que albergaba la Delegación de Salud Mental, donde Forster ejercía su cargo. Les recibió un funcionario del Gobierno. Osgood le explicó que querían hablar con el señor Forster.
—¿Son ustedes americanos? —preguntó el funcionario levantando las cejas con interés.
—Sí, así es —respondió Osgood.
—¡Americanos! —sonrió el funcionario—. Bueno —dijo con renovada seriedad—, me temo que no tenemos escupideras en la sala de espera.
—No hay problema —dijo Osgood cortésmente—, ya que nosotros no mascamos tabaco.
—¿No? —preguntó sorprendido el funcionario y luego miró a Rebecca a la boca como si quisiera confirmar que efectivamente no estaba mascando tabaco—. ¿Pueden esperar un momento?
El funcionario regresó con una dirección escrita en un papel.
—El señor Forster salió de la oficina hace unas horas. Creo que pueden encontrarle aquí. Les he escrito unas indicaciones detalladas, porque los americanos siempre se pierden en Londres.
—Gracias, le buscaremos allí —dijo Osgood.
El día era cada vez más caluroso y húmedo. Londres, con sus pavimentos y sus aglomeraciones de transeúntes en vacaciones y atareados hombres de negocios, era menos agradable que Gadshill, con sus campos ondulantes y sus generosos ramilletes de vegetación.
Después de trazar lo que le parecieron varios círculos, Osgood miró la placa de la esquina de la calle y la comparó con el papel que les había escrito el funcionario.
—Blackfriars Road, a la izquierda de St. George's Circus… Aquí es donde dijo que hallaríamos al señor Forster —se encontraban delante de un macizo edificio con forma de pentágono que ensombrecía toda la calle. Osgood se apoyó en una columna de piedra del pórtico para enjugarse la frente y el cuello con el pañuelo. Mientras lo hacía pudo escuchar un sonoro diálogo que les llegaba como a través de una trompeta:
—Es un auténtico fenómeno en la historia de la amistad, lo de este tío y su sobrino.
A la voz masculina la siguió una femenina que dijo:
—¿Tío y sobrino?
—Sí, ése es el parentesco que tienen —respondió el hombre—. Pero ellos nunca lo mencionan. El señor Jasper no quiere ni oír «tío» o «sobrino». Siempre se llaman Jack y Ned, creo.
La mujer replicó:
—Sí, y tengo entendido que, mientras que nadie más en el mundo se atrevería a llamar «Jack» al señor Jasper, sólo él llama «Ned» a Edwin Drood.
Osgood y Rebecca se quedaron escuchando incrédulos.
—Ahí —señaló Rebecca nerviosamente.
Osgood se volvió sobresaltado. Un cartel a lo largo de la fachada del inmenso edificio anunciaba las futuras producciones de la temporada en el teatro Surrey: En
la cima del mundo
,
Certificado de libertad condicional
y…
El misterio de Edwin Drood
. La obra de Dickens adaptada por el señor Walter Stephens y alardeando en el cartel: «¡Con nuevo y mejorado argumento!» y «¡un reparto de personajes irresistible y sin precedentes que llevará al público a un estado de vibrante emoción!» con «¡el nuevo libro de Charles Dickens! ¡Ahora
completo
!».
—Ahora completo —leyeron en voz alta Osgood y Rebecca.
Tras entrar en el vestíbulo y subir la enorme escalera, se encontraron una sala más grande que las que habían visto en Boston o Nueva York. Tenía forma de herradura. De quince metros de altura y con una asombrosa cúpula dorada, decorada con delicados dibujos, que cubría la superficie completa. En la base de la cúpula había paneles de rojo veneciano con los nombres de los más grandes dramaturgos de la nación: Shakespeare, Jonson, Goldsmith, Byron, Jerrold…
Una barahúnda de gente sobre el escenario atrajo la atención de Osgood. Los actores y actrices de aquella versión de
Drood
estaban pasando de ensayar la conversación de Septimus Crisparkle con la recién llegada al pueblo Helena Landless a una escena en el fumadero de opio. Pero al parecer no podían encontrar al actor que interpretaba al proveedor chino de opio.
Osgood halló detrás del escenario a un hombre que permanecía de pie teatralmente quieto mientras una joven le anudaba al cuello una estridente chalina. Al tiempo que ella trabajaba, él se estudiaba el interior de la boca y se ahuecaba el largo cabello oscuro en un espejo de cuerpo entero. Tenía una cabeza enorme, una especie de obra maestra de la fisiognomía, y un cuerpo delicado que parecía esforzarse para sostener la parte superior. Cuando el hombre dejó de pronunciar
aes
y
oes
, Osgood se presentó y le preguntó por la persona responsable.