—¿No sabe si está
casao
o no, compadre? —inquirió el policía. Luego se rió para sí—. Claro que, según tengo entendido, el señor Dickens tampoco sabe si lo está. Ese hombre debería avergonzarse, si quiere saber mi opinión. He leído que se enredó con la propia hermana de su mujer. ¡Qué vergüenza!
—¿Ha visto a esa señora que acaba de pasar? —preguntó Tom.
—¿Señora? —respondió el policía—. ¡Acaban de pasar por delante de nosotros mil personas!
El hombre tenía razón; Tom la había perdido entre la turba excitada. Pero había una cosa segura: que la mujer estaba en el teatro y él tenía una hora para encontrarla antes de que las puertas se abrieran en el intermedio.
Tom se puso a recorrer los pasillos en pendiente mientras los asistentes se atropellaban unos a otros para llegar a sus asientos. Una mano se aferró a su brazo, paralizándole: Dolby. El representante iba acompañado de un hombre menudo y bien vestido que inspeccionaba el teatro de arriba abajo.
Tom tuvo que pensar con rapidez. No quería mentir, pero sabía que Dolby no iba a aceptar la verdad. Probablemente le pondría de patitas en la calle sin pensárselo mucho.
—La policía vigila las puertas, señor Dolby. He pensado que podría buscar a algunos de los piratas conocidos que hemos visto en otras ocasiones.
Dolby asintió con entusiasmo.
—Bien hecho, Branagan. El señor Osgood dice que, después de Año Nuevo, las ediciones resumidas dejarán a los filibusteros fuera de combate.
Tom estaba deseando librarse del representante, pero Dolby no se movía. En lugar de eso, agarró el brazo de Tom con una mano y el del otro hombre con la otra.
—Bueno, caballeros, el señor Aldrich nos decía el otro día al señor Osgood y a mí que el gran Dickens, así lo decía, el gran Dickens tiene en el escenario unos ojos que no se parecen a ninguno de los que haya visto en su vida, rápidos y amables, que ven lo que ha hecho el Señor y cuáles son sus intenciones. Ojos como signos de admiración. Por eso, señor Leypoldt —dijo dirigiéndose al otro hombre—, por eso trabajamos tanto. Puede contarles esto a sus lectores que hayan asistido admirados a las lecturas. Gracias a los avances que han experimentado los transportes en los últimos años, ahora el público lector puede conocer a Dickens no sólo como autor sino como hombre, con su voz, sus rasgos y sus expresiones faciales. Han tenido la oportunidad de venir a conocerle como persona como nunca había pasado en toda la historia de la literatura. ¡Para eso trabajamos!
Dolby, resplandeciente de orgullo, continuó con el soliloquio al reportero, pero Tom, que ya no escuchaba, se puso a buscar entre las filas de butacas cualquier pista que le ayudara a localizar la situación e intenciones del íncubo. Para cuando Dolby aflojó la presión en el brazo de Tom, las luces parpadearon y se apagaron, salvo por un dramático borrón plateado en el escenario, en el que apareció Dickens ante la superficie limpia de la mampara en medio de una ensordecedora bienvenida de vítores y varias salvas de aplausos.
—Señoras y señores —dijo Dickens—, esta noche voy a tener el placer de leer para ustedes, en primer lugar,
Cuento de Navidad
en cuatro partes. Primera parte: el fantasma de Marley. Empecemos por decir que Marley estaba muerto. De eso no cabía la menor duda. Firmaron su certificado de defunción el clérigo, el sacristán, el comisario de entierros y el presidente del duelo. También la firmó Scrooge. ¡Y el nombre de Scrooge era válido para cualquier cosa en la que se comprometiera! El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
Tom tenía la impresión de que su investigación era infructuosa en aquellas galerías oscuras. No le quedaba más alternativa que esperar a que se encendieran las luces en el intermedio. Si la mujer estaba allí con intención de causar algún problema, como había hecho con la viuda en el hotel, Tom estaría alerta. Estaría preparado. Y si intentaba escapar, él advertiría a gritos a los policías que custodiaban la puerta para que la detuvieran. Era imposible que saliera de allí.
Los ojos ágiles de Tom descubrieron un rápido movimiento en uno de los asientos de pasillo. Era otro de aquellos malditos taquígrafos, un lápiz veloz como una centella que brillaba en las manos del innoble Esquire, el bucanero. Sin pararse en tonterías, Tom se plantó a su lado, le quitó el lápiz y lo partió en dos. Esquire protestó ante la injusta agresión a su propiedad. Tom respondió a la protesta dejando caer los dos trozos del lápiz en el sombrero del sujeto, que descansaba en el suelo. Otro de los modélicos piratas sentados a lo largo del pasillo, el ex soldado suplente Melaza, dejó de escribir su taquigrafía y se sujetó el lápiz entre los dientes irregulares para aplaudir el infortunio de su rival. Al pasar a su lado, Tom le dio un golpe a Melaza en la espalda. El lápiz se rompió entre los dientes del bucanero y aterrizó en su regazo.
Mientras tanto, Dickens seguía leyendo.
La escena: Nochebuena. Dickens, en el papel de Scrooge, se volvía en pantomima hacia su pobre empleado y le rugía:
Supongo que mañana querrá tener todo el día por ser Navidad, ¿no?
Y de repente era el humilde empleado con una radiante sonrisa tímida, que decía:
Si le parece conveniente, señor. Sólo es una vez al año, señor
.
—¡Branagan!
—
¡Una pobre excusa para robarle el dinero a un hombre cada 25 de diciembre!
—¡Branagan!
Tom escuchó el conocido susurro apremiante y localizó a Dolby en la delantera del anfiteatro. Estaba pálido, tan pálido como uno de los fantasmas que poblaban el cuento del Jefe. El representante mimó con la boca unas palabras que Tom no pudo entender y gesticuló. Tom se acercó todavía más al pie del escenario y se quedó con la boca abierta.
Dickens estaba iluminado por un armazón de lámparas de gas suspendido de un resistente cable galvanizado a doce pies de altura. El armazón arrojaba una dramática sombra sobre la mampara roja oscura que tenía detrás el autor. El sustituto del iluminador había colocado sin darse cuenta los cables de cobre directamente sobre las llamas de gas, haciendo que aquéllos se pusieran al rojo vivo. Si el gas fundía los cables, el armazón de hierro caería y podía no sólo herir a Dickens, sino aterrizar sobre el público.
Si se avisaba del peligro, podía cundir el pánico entre la multitud y hacer que saliera corriendo atropelladamente, aumentando así el riesgo de tropezar y tirar piezas del equipamiento, que podría hacer que los cables se rompieran, además de arrollar a mujeres y niños a su paso. Incluso si el armazón de hierro caía sin alcanzar a ningún miembro del público de las primeras filas de la sala, existía la posibilidad de que se declarara un incendio y devorara todo el local en cuestión de minutos. No se podía hacer otra cosa: Dickens tenía que seguir leyendo.
Tom volvió su mirada a Dolby y asintió con un gesto de complicidad. Estando el nuevo iluminador en su lamentable condición, no cabía esperar ninguna ayuda por su parte. Tom se dirigió al fondo del escenario y buscó el cable sobrante. Mientras lo preparaba se escuchó un alboroto en las escaleras que llevaban a uno de los anfiteatros. Tom miró al armazón de hierro y luego otra vez a las escaleras y salió corriendo hacia el lugar del bullicio. ¿Sería
ella
a punto de cargar sobre Dickens con un cuchillo? Pero fue un hombre el que bajó por las escaleras agitando ambos puños.
El hombre se aferró a la manga de la chaqueta de Tom como si necesitara ayuda desesperadamente.
—¿Quién diantres es ese hombre que está leyendo en el estrado?
—Charles Dickens —replicó Tom.
—¿Pero no es el auténtico Charles Dickens, el hombre cuyos libros llevo años leyendo?
—¡Sí!
—Pues entonces, lo único que puedo decir al respecto es que no sabe del señor Scrooge más de lo que sabe una vaca de plisar una camisa, al menos de mi idea de Scrooge.
—
¡Le conozco! ¡Es el espectro de Marley!
—Dickens se mordió las uñas como lo hacía Scrooge en el cuento. Se frotó los ojos y miró fijamente a la aparición. Los músculos de su cara se tensaron, su rostro adoptó los rasgos del rostro de un anciano.
Tom corrió hasta el fondo del escenario y subió las escaleras de atrás hasta alcanzar la cúpula que remataba el techo de la sala. Le rodeaban paneles de cristal que ofrecían una visión completa de la ciudad y hasta de las islas del puerto. Filas de respiraderos cuadrados se alineaban alrededor de la cúpula para dejar salir de forma constante el calor y el aire del interior. Tom se echó en el suelo y deslizó la cabeza y la mano entre el entramado de tuberías de gas que separaba la cúpula de la sala. Podía ver a Dolby abajo del todo, instándole a cumplir con su misión.
—
¡Piedad! Pavorosa aparición, ¿por qué me atormentas?
—preguntaba Scrooge.
Una mujer joven con el pelo rojo brillante y un vestido del mismo color, sentada en la primera fila, levantó la mirada hacia el artefacto de gas y resolló sonoramente. Dickens hizo una pausa, dirigió la mirada a la mujer y, con un imperceptible gesto de la mano, le pidió que conservara la calma. ¡O sea, que el jefe lo había visto! También él sabía que era necesario evitar el pánico; y aquella preciosa chica, que seguramente había hecho grandes esfuerzos durante meses para conseguir un asiento a los pies de su autor favorito de todo el mundo, de repente tenía que confiarle su vida.
Desde un asiento del centro, una mujer chilló. Tom se estremeció al comprender la impotencia de su posición y tener que admitir que estaban a punto de presenciar una escena de pánico colectivo… Pero entonces se dio cuenta de que se trataba de una joven de luto que sufría al escuchar la desdicha del pequeño Tim. Un acomodador acompañó atentamente a la joven madre atormentada hasta la puerta.
Mientras tanto, Tom estiró el brazo hasta el armazón de hierro para bajar la llama de gas. Luego, tras hacer una señal a Dolby para que estuviera preparado en caso de que se cayera algo, Tom sujetó el armazón con una mano mientras enrollaba meticulosamente el cable en otra parte de la estructura de hierro y empezó a asegurar el extremo contrario a un gancho del techo que había quedado allí de alguna actuación anterior. Oleadas de risas le llegaban desde el público. Dickens bebió un trago de agua del vaso que tenía a su lado en la mesa de lectura. Mientras anudaba el cable, con la cabeza y los brazos apenas asomando del techo a la vista del público (le habrían visto de no estar fascinados por Dickens), Tom miró para abajo y la vio de inmediato.
En el fondo del segundo anfiteatro. ¡El íncubo que perseguía! Estaba rebuscando en el interior de su bolso. ¿Y miraba a Tom? ¿Había descubierto que la estaba viendo desde allí arriba?
El corazón se le aceleró.
—¡Venga! ¡Termina ya! —apremió Dolby desde abajo con un susurro ronco de desesperación—. ¡Deprisa, Branagan! ¡Deprisa!
Tom deseaba acabar con aquello más de lo que Dolby podía suponer. Casi había concluido su trabajo cuando cayó en la cuenta: Dickens estaba dando fin a su lectura del
Cuento de Navidad
. Eso significaba que llegaba el intermedio. Las puertas se abrirían y el íncubo, que posiblemente ya había visto que la había descubierto, tendría libertad para huir.
—
Y para el pequeño Tim, que no murió…
(atronadora salva de vítores)
. Y, como el pequeño Tim había señalado, ¡que Dios os bendiga a todos!
Un objeto grande cayó volando al estrado y rodó hacia el orador. Tom dio un respingo. Un ramo de rosas de todos los colores.
Una vez rematada la reparación, Tom hizo un intento de retroceder y notó que se le había quedado el brazo atrapado entre dos tuberías. No podía moverlo. Abajo, Dickens cerraba el libro y el público estallaba en una ovación arrebatada. Dickens saludó y dejó el escenario.
Con una mueca de dolor, Tom tiró con fuerza del brazo cortándoselo en ambos lados con las tuberías al sacarlo. Se levantó, corrió hasta las estrechas escaleras y las bajó a toda velocidad. Hombres y mujeres se levantaron de los asientos como si fueran uno, unos para aplaudir, otros para dirigirse a las puertas a tomar el aire, fumar o estirar las piernas antes de la segunda hora de lectura. Hubo un remolino de color cuando una mujer…, no, no una, sino cuatro o cinco mujeres, saltaron al escenario para hacerse con los pétalos de geranio que habían caído de la solapa de Dickens durante la lectura.
Dolby se acercó a un lado del estrado con una sonrisa de felicitación para Tom y una mano afectuosamente extendida, pero Tom no tenía tiempo que perder. En cuanto llegó a la sala se lanzó en una carrera enloquecida por el pasillo inclinado del teatro, subió al primer piso, llegó al segundo y, casi saltando por encima de dos filas, agarró a la mujer por los hombros como si la abrazara.
—¿Fue usted quien entró en la habitación de Dickens en el Parker House? —interrogó Tom.
Ella rechazó la expresión acusadora en los ojos de Tom con su poderosa mirada. Luego sonrió y, con una voz audible e irreverente, dijo:
—¡Sí que me considera rara!
Tom pudo observar que la bolsa de la mujer estaba repleta de papeles. Sacó unas cuantas hojas. Eran idénticas en forma y tamaño a la nota que había encontrado en la cama de Dickens.
—Fue usted.
Ella le concedió una exigua sonrisa.
—Usted es capaz de ver cosas que otros no ven. Mi marido no. Usted lo entiende. Él me necesita. El
Jefe
. El Jefe me necesita. Todas esas no están a la altura de la gente de su categoría —lo que más sorprendió a Tom fue aquella palabra informal: el Jefe. El Líder, el Gran Hechicero, el Inimitable, eran los sobrenombres que le daba su público fervoroso. Pero nadie de fuera de su círculo le llamaba el Jefe. ¿Hasta qué punto se había acercado a él?
De repente, los ojos de la mujer se nublaron y le miró con desprecio como si él le acabara de escupir a la cara.
—Es usted el hombre más malvado y desagradable del mundo —ahora fue ella la que, efectivamente, le escupió a la cara con una mueca de asco—. Tengo montones de amigos, todos ellos son más que amables conmigo y nadie que me conoce me olvida nunca. ¡El príncipe de Gales es un gran amigo y protector mío! El Jefe volverá a ser
amado
—esta última frase la pronunció para ella haciendo una imitación escalofriantemente perfecta del ligero acento irlandés de Tom.
Tom se percató entonces de que en el respaldo de madera de la butaca que quedaba delante de ella había algo grabado. Eran marcas profundas y estaban hechas con una navaja. Palabras y frases, citas de las novelas de Dickens se montaban unas sobre otras formando un galimatías ininteligible. La única palabra que Tom pudo distinguir pasando los dedos por encima de la butaca fue «amado».