El último Dickens (21 page)

Read El último Dickens Online

Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
3.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Osgood consideró que era el momento oportuno para interponer una pregunta, pero Forster le puso una mano imperial en el hombro y le obligó a desplazarse.

—Fíjese en la acuarela que en este momento saca del comedor ese obrero. Eso, señor Osgood y señorita Sand (se llama así, ¿verdad, querida?), es una pintura del vapor
Britannia
en el que el señor Dickens realizó su primer viaje a América, el 4 de enero de 1842. Ese episodio se relatará en el capítulo decimonoveno de mi libro
La vida de Dickens
. ¡Levanten mas eso, hombres, tengan cuidado de que la esquina del marco no estropee la pared!

Osgood percibió cierta dureza, cierta recriminación en la palabra América.

—Espero que esté de acuerdo en que la segunda gira por América del señor Dickens —señaló Osgood— fue un auténtico éxito.

Forster rió sombríamente y se retorció las manos como si estuviera escurriendo ropa mojada.

—¡Monstruosa idea! ¡Su gira dejó a Dickens enfermo, cojo de un pie y privado de toda la vitalidad con la que partió de nuestras costas! Me opuse rotundamente a su partida, como le dije a ese gorila ávido de oro que es Dolby. Si los lectores americanos no hubieran adquirido los libros del señor Dickens sin pagar los derechos de autor durante tantos años, si nos hubieran hecho participes de sus leyes de propiedad intelectual, no habría necesitado ese ingreso extra. ¡Pensar que todos los que daban brincos a su alrededor le llamaban «Jefe», como si fuera un indio salvaje…!

—Recuerdo que a Charles le gustaba que le llamaran jefe —interrumpió una voz femenina—. Con todos los motivos que tenemos para ponernos tristes, podemos al menos alegrarnos de que tuviera vigor suficiente para viajar.

La voz de las alturas correspondía a una mujer elegante y esbelta, recién rebasados los cuarenta años, que bajaba las escaleras.

—Les presento a la señorita Georgina Hogarth —farfulló indiferente Forster a sus visitantes—. Mi colega albacea de la casa y todas sus posesiones.

—Por favor, llámenme Georgy. Todos me llaman así en Gadshill —dijo en un tono relajante que se impuso a la estridencia de Forster.

Osgood supo por su nombre que era la cuñada de Dickens. Aun después de que Catherine, la mujer de Dickens, se fuera de Gadshill, la tía Georgy siguió siendo la confidente y ama de llaves del escritor, y una madre para sus dos sobrinas y sus seis sobrinos. La separación entre Dickens y Catherine nunca fue un divorcio oficial; el cronista de la armonía doméstica no podía permitirse una mancha permanente como ésa en su imagen pública. Las novelas de Dickens ensalzaban la familia y los ideales de lealtad y perdón. Su público esperaba que él fuera un ejemplo de ese comportamiento.

Dickens y Georgy se hicieron tan inseparables que otros miembros de la familia Hogarth, furiosos por que hubiera tomado partido por Charles, supuestamente difundieron perversas calumnias sobre que él la había seducido. El hecho de que la encantadora Georgy nunca se casara no contribuyó a aplacar las murmuraciones.

Osgood recordaba que la revista
Harper's
había disfrutado de una venta extraordinaria al importar los rumores sobre Dickens y Georgy a América.
Para hacer que el asunto sea aún más escandaloso, una joven dama, la hermana de la señora Dickens, ha asumido las «labores del hogar» de Dickens
, había comentado la revista, cuando Catherine se había marchado hacía ya más de diez años.
Todo este asunto repugna enormemente a nuestras ideas sobre la permanencia del matrimonio
.

—Gracias a los dos. Me doy perfecta cuenta de que están ya bastante ocupados sin nuestra visita —dijo Osgood.

—A decir verdad, señor Osgood, desearíamos tener más invitados que no fueran horrendos subastadores o agentes inmobiliarios subiendo y bajando por toda la casa —la tía Georgy lucía una sonrisa radiante que evocaba en la mente la imagen del bullicioso hogar que debió de ser—. ¿Pasamos?

En el salón se encontraba sentada una joven y atractiva mujer con aspecto de matrona, aproximadamente de la edad de Osgood, acariciando las teclas del piano de palo de rosa. Llevaba un vestido de luto a la moda bajo el peso de unas aparatosas joyas de luto y tocaba con un aire abstraído. Osgood, momentáneamente distraído por la música y su ejecutante, explicó a sus anfitriones la misión que les llevaba allí.

—Nuestra empresa tiene intención de publicar
El misterio de Edwin Drood
en América. Pero en nuestro país estamos rodeados de piratas literarios que utilizan la impunidad que les ofrece el fallecimiento del señor Dickens para saquear el texto en su beneficio.

—¡Típico de América! —salmodió Forster—. La avaricia abunda en la tierra del
yankee-doodle
.

—Tampoco escasea aquí, señor Forster —regañó Georgy al amigo de Dickens.

—Debido a la peculiaridad de nuestras leyes —continuó Osgood—, nos encontraremos en una situación comprometida si los piratas ponen en circulación sus copias baratas. Habíamos depositado todas las esperanzas de éxito para nuestra empresa, y naturalmente para los derechos del señor Dickens, basándonos en nuestros ideales morales, no en las leyes. Ahora todo eso pasaría a usted y a su familia —dijo dirigiéndose a Georgy—. Pero eso nunca llegará a suceder si los deseos de Dickens de que seamos sus editores exclusivos se desvanecen con su muerte.

En este punto de la entrevista, una difusa mancha blanquecina, que al fijarse mejor resultó ser una perra Pomerania, cruzó la habitación y aterrizó a los pies de Osgood. Le dedicó un ladrido agudo al editor, pero cuando éste le acercó una mano, el perro sacudió el hocico y le ladró en tono recriminatorio. La mujer que tocaba el piano dejó de hacerlo con una nota discordante y, levantándose las amplias faldas, se acercó a su lado apresurada. La virtuosa se retiró el velo negro mostrando la cara para presentarse como Mamie Dickens, la primera hija del novelista, la que Forster había calificado de hermosa y soltera.

—Pido disculpas por su comportamiento, señor Osgood —dijo Mamie tímidamente—. Ésta es la señora Bouncer, es una criatura encantadora, pero cuando se enfada se pone como el perro de Mefistófeles. Como toda joven inglesa realmente bien educada, nunca tolera que un hombre le acerque una mano. En cambio, le gusta que los hombres la acaricien con el pie.

La señora Bouncer daba vueltas y vueltas alrededor de Osgood acompañándose de un ladrido asmático. Osgood intercambió una mirada fugaz con Rebecca, quien parecía estar a punto de romper a reír pero se reprimía. Osgood se desató un zapato y, cuando la señora Bouncer saltó de inmediato sobre él, le rascó la barriga con el pie.

—¡Oh, qué encanto! —exclamó Mamie mordiéndose el labio inferior emocionada—. Eso era lo que más echaba de menos. Oh, ¿también tienen que llevarse eso? —dijo volviéndose desazonada. Un trabajador estaba envolviendo una fuente de pie de color rosa que había retirado de la repisa de la chimenea—. Cuando era pequeña me fascinaba. ¿Puedo detener a ese horrible operario, tía? —susurró.

—Lo siento mucho, Mamie. Ya sabes que sólo podemos quedarnos con lo estrictamente necesario.

Osgood le dirigió a Mamie una mirada de conmiseración. Rebecca observó cómo miraba Osgood a la patética señorita Dickens. Durante unos instantes los tres quedaron tan abstraídos e imprecisos como las figuras de un esbozo.

—Teníamos la esperanza —dijo Osgood regresando a su asunto— de que tal vez aquí se hubieran encontrado más páginas de
El misterio de Edwin Drood
aparte de las seis entregas que el señor Forster nos ha enviado a Boston.

Georgy sacudió la cabeza tristemente.

—Me temo que no las hay. La tinta de las últimas hojas de papel de la sexta entrega todavía se estaba secando en su escritorio cuando sufrió el colapso. Lo vi con mis propios ojos.

—¿Quizá haya memorandos o fragmentos? O correspondencia personal sobre cómo pensaba continuar la novela que pudiera satisfacer la curiosidad natural de los lectores.

—Podía haber sido así —respondió Georgy—. Pero el señor Dickens quemaba toda su correspondencia privada periódicamente y les pedía a sus amigos que hicieran lo mismo. Le daba espanto la utilización inadecuada que con frecuencia se da a las cartas de las personas célebres. Todavía recuerdo una vez, hace años, que hizo una hoguera y los niños asaron cebollas en las cenizas de cartas de grandes nombres como Tennyson, Thackeray o Carlyle.

—Dígame, señor Osgood —interrumpió Forster con una extraña expresión de desprecio—, ¿de qué le servirían las notas sobre el libro, suponiendo que existieran, sin Charles Dickens que escribiera los capítulos en sí?

—¡Me servirían de mucho, señor Forster! —respondió Osgood atajando expertamente el tono negativo de Forster—. Si pudiéramos publicar una edición especial que revelara en exclusiva a los lectores americanos cómo iba a acabar de verdad el misterio podríamos tomar la delantera en esta competición fraudulenta. Pero no podemos permanecer en Inglaterra en busca de respuestas más que un tiempo limitado, o todo habrá sido inútil. Los piratas pondrán sus zarpas en el resto de los capítulos que se conocen, imprimirán el libro y lo venderán por todas partes.

—¿Qué quiere decir, Osgood? —Forster se inclinó hacia adelante con una mueca de desconfianza. Agarró los brazos del sillón con sus manos desmesuradas como si, a falta de esa contención, se fueran a lanzar al cuello de Osgood—. ¡Increíble! ¿Qué quiere decir con «cómo iba a acabar
de verdad
»?

Osgood y Rebecca intercambiaron miradas sorprendidas ante la reacción del albacea.

—Me refiero, señor mío, a cómo se iba a resolver finalmente el misterio de la novela.

—Vaya, ¡a mí no hace falta que me lo diga! ¡Eso ha quedado bastante claro, creo yo! John Jasper, el desvergonzado villano del libro que lleva una vida secreta de depravación, ha matado cruelmente a su sobrino Edwin Drood. ¿Es que no resulta eso de lo más evidente para cualquier persona que tenga dos ojos?

—Ciertamente, así lo parece al final de la sexta entrega, sí —admitió Osgood—. Sin embargo, nuestro socio principal, el señor Fields, ha señalado que tal vez el señor Dickens guardara en la manga alguna otra sorpresa para sus lectores en las seis partes siguientes. El señor Dickens decía en una carta dirigida a nuestras oficinas que el libro iba a ser «peculiar y novedoso».

Forster negó con la cabeza.

—Jasper iba a confesar su crimen, eso era lo «peculiar y novedoso». Hombre, el propio Dickens me lo dijo.

—¿Se lo dijo el señor Dickens? —preguntó Osgood.

Forster cruzó los brazos sobre el pecho y frunció los gruesos labios en un gesto de desagrado.

—Es posible que no haya dejado mi relación con el señor Dickens lo bastante clara para usted, señor Osgood. Las crónicas de nuestra amistad tal vez no fueran tan comentadas al otro lado del océano como lo son aquí. No peco de presuntuoso si digo que el señor Dickens y yo éramos íntimos amigos y, aunque me temo que no era igualmente receptivo a los consejos que afectaban a asuntos de la conducta personal, me confiaba prácticamente todos los detalles de sus libros.

—Bueno, a

no me dijo nada de cómo pensaba terminar el libro, a pesar de habérselo preguntado unos días antes de su muerte —intervino Georgy mirando a Forster con suspicacia.

—¿Usted también se lo preguntó, tía Georgy? —quiso saber Rebecca.

—Sí, querida. Después de escuchar la lectura en voz alta que nos hizo de las seis entregas, le dije: «Charles, ¡espero que no hayas matado realmente al pobre Edwin Drood!». Él me respondió: «Georgy, he titulado mi libro el
misterio
, no la
historia
de Edwin Drood», pero no quiso decirme más.

—¡Monstruoso! —exclamó Forster, su ancha frente ahora arrugada y retorcida—. ¡Me tiro de los pelos! ¡Es ridículo! ¡Podría significar cualquier cosa, señorita Hogarth! ¿No es cierto?

Georgy ignoró sus objeciones.

—Señor Osgood, señorita Sand. Si desean ver con sus propios ojos los papeles de su escritorio, gozan de absoluta libertad para hacerlo. En los meses de verano le gustaba escribir en el chalet suizo. Allí era donde estaba trabajando el último día antes de entrar en la casa y desplomarse. Hay un segundo escritorio en su biblioteca. No he tenido fuerza para hacer nada más que mantener sus escritorios y cajones en orden.

—Gracias, tía Georgy —dijo Osgood.

—Si encuentran algo que pueda servir de ayuda, nos alegraremos con ustedes —dijo Georgy.

Forster volvió a cruzar sus rollizos brazos al escuchar esas palabras.

Osgood y Rebecca, conducidos por un jardinero, cruzaron al otro lado de la carretera por el túnel de ladrillo en el que descansaban los cuatro perros. Un chalet apartado hecho de madera al estilo suizo se alzaba oculto entre los arbustos y los árboles. En aquel pequeño santuario de madera subieron una escalera de caracol hasta el piso superior.

La apartada calma del chalet de Dickens permanecía al margen de los preparativos para la subasta. En las paredes de aquel estudio de verano había cinco espejos altos que reflejaban los árboles y los campos de maíz hasta el lejano río y sus velas distantes. Las sombras de las nubes parecían flotar por la habitación.

—Ya veo por qué al señor Dickens le gustaba este sitio para escribir, lejos de todo lo demás —comentó Rebecca al entrar.

Junto a una ventana abierta había un caro telescopio. Osgood arrimó un ojo a su lente. En medio de los prados, junto a los campos de lúpulo, se veía a un hombre alto con el pelo revuelto que parecía estar mirando hacia aquella ventana. Osgood desplazó el telescopio hacia la colina y localizó el Falstaff Inn y pudo ver a su propietario en los establos. Mientras peinaba las crines de uno de los caballos, el hospedero se frotaba los ojos como poseído de una melancolía soñadora. Al parecer, la desolación por la muerte de Dickens había alcanzado todos los rincones de Gadshill.

La fecha en el escritorio seguía siendo la del 8 de junio, el último día que Dickens se había sentado a escribir. Amontonados en el escritorio también se veían varias plumas y tinteros, una pizarra de memorandos, unas cuantas baratijas, entre las que se incluían dos ranas de bronce, y un manojo de papeles de color azul cubiertos de caligrafía en tinta del mismo color.

—Aquí están —dijo Osgood sobrecogido al ver este último elemento y sentándose en la silla polvorienta—. Las primeras seis entregas de
El misterio de Edwin Drood
de su propia mano con correcciones del impresor en los márgenes.

Other books

Gooney the Fabulous by Lois Lowry
The Halfling’s Gem by R. A. Salvatore
Soul-Mates Forever by Vicki Green
Write to Me by Nona Raines
Poisonous: A Novel by Allison Brennan
Freedom Forever by Lexy Timms
The Garden of Burning Sand by Corban Addison