—Tiene razón, no debería haber hecho eso con Chapman, al menos sin antes explicarle mis planes a usted. Sin embargo, debo señalar que está usted exageradamente molesta por este asunto.
—Puede que yo no tenga tanto talento como la señora Collins para hablar sin rodeos y hacer insinuaciones de matrimonio la primera vez que veo a alguien —dijo Rebecca plantándose con las manos en jarras.
—Señorita Sand… —dijo Osgood aturullándose nervioso de un modo que alteró aún más a Rebecca—. Toda esta conversación me resulta inexplicable.
Rebecca supo que aquello marcaba el final del intercambio de opiniones y que no debía haber hablado a su patrón de aquella manera. Pero su mirada no dejaba de irse hacia la fuente de pie de cristal, cuyo reflejo distorsionado le atormentaba como un demonio interior.
—Me doy cuenta de por qué Mamie puede ser mucho más persuasiva que yo —añadió—. Sería un buen partido para cualquier hombre. Es una Dickens.
—¡Señorita Sand! —profirió impaciente Osgood—. La he traído aquí para que me ayude y para ayudarla a superar la muerte de Daniel. Tal vez la idea de traerla conmigo haya sido un error. Pensar que tengo intenciones con Mamie Dickens porque es una… ¡No busco una Dickens! —parecía tener otra frase en la punta de la lengua, pero se la tragó.
Osgood consultó su reloj de pulsera, salió de la estancia y sus pasos se pudieron escuchar bajando a toda prisa las escaleras del hostal. Rebecca se quedó de pie, asustada. Asustada por lo que acababa de pasar entre ellos, asustada por lo que su disputa pudiera significar para su futuro en Boston, asustada por lo que pudiera acontecer a Osgood en las oscuras esquinas de Londres.
Bengala, India, julio de 1870
El
dacoit
del opio había sido capturado. Ahora había que interrogarle para sacarle más información sobre el crimen, incluido el paradero del opio robado. Fuera de la habitación donde este interrogatorio iba a tener lugar, Mason y Turner, de la Policía Montada bengalí, intentaban tener paciencia.
—Me sorprende que le encontráramos oculto cerca de su aldea familiar —dijo Mason—. ¡Un lugar muy evidente para que se esconda un ladrón fugado!
Turner hizo una mueca desdeñosa.
—No lo bastante evidente, ¿no te parece, Mason? Perdimos toda la tarde apostados en las montañas esperándole mientras Dickens tenía la puñetera suerte de tropezarse con él.
—¿Cree que el inspector de la Policía Especial tendrá suerte en este caso, Turner?
—Puñetera suerte. Eso es lo que tiene Frank Dickens.
—¿Eres inocente del robo de ese opio?
El ladrón hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Tengo entendido que eso es lo que les has estado contando a nuestros policías montados —dijo el inspector delegado—. Sin embargo, eres un
dacoit
reconocido. Échate ahí, hijo mío.
El ladrón se echó en el
chabutra
con la atenta ayuda del inspector, que le ofreció una mano para situarse de manera que los pies le quedaran en la parte alta de la plataforma y la cabeza en la más baja. Tembló de miedo ante lo que sabía que le esperaba.
—La
budna
, por favor —dijo el inspector a su ayudante. Luego miró al prisionero frunciendo el ceño, como si le pidiera disculpas por una pequeña descortesía personal.
—He oído que se ha quedado mudo como una esfinge egipcia.
—No murmures —gruñó Turner en respuesta y luego añadió—: No se ha quedado mudo.
—Apenas ha dicho una sola palabra desde que le arrestaron —señaló Mason—. Eso es lo que quería decir. Incluso cuando le azotaron brutalmente. ¿Podía usted imaginar algo así después de ver cómo capturamos a su amigo con su carabina y mi espada? Claro, que tuvo que saltar por la ventana del tren; aquél perdió la cabeza.
Turner gruñó.
—Dickens dice…
—¿Qué?
—El comisario Dickens dice que el ladrón está asustado. Que está ocultando algo más que el robo.
—Dickens, ¡ese granuja tartamudo! —respondió Turner—. Fue el quien hizo llamar al inspector. Yo podría haberme encargado de esa labor perfectamente; dame un látigo o una vara y uno de esos paganos de piel oscura cuando quieras, no hace falta llamar a ninguna fuerza especial —Turner separó su silla y se alejó por el pasillo.
—¿Turner? ¿Adónde va? Todavía tenemos que recoger al prisionero cuando acabe el inspector.
El inspector situó la
budna
, una vasija de cobre con una embocadura alargada, encima del prisionero. Derramó agua lentamente sobre el labio superior del sujeto. El agua corrió por las pequeñas grietas de sus labios y formó charcos alrededor de las fosas nasales que provocaron en el hombre espasmos de ahogo.
Mason se levantó de su silla tembloroso.
—¿Le está oyendo gritar, Turner? Hiela la sangre. Turner se giró hacia atrás y miró por la pequeña ventana cuadrada de la puerta por la que salían los gritos; de repente, pareció asustado.
—¿Qué crees que dirá, Mason?
Los ojos del ladrón se llenaron de lágrimas y parecía que fueran a reventar.
—Ahora siéntate —dijo el inspector sin perder la sonrisa y pasándole la vasija de cobre a su ayudante.
El ladrón tardó unos minutos en recuperar el aliento.
—¡Lléveme ante el
babu
, por favor! —dijo tan pronto como pudo articular palabra—. Lo confesaré todo, señoría, y le contaré mis otros robos, pero basta ya, ¡por el amor de Dios! ¡Lléveme ante él!
—De inmediato, hijo mío —el inspector ayudó al prisionero a ponerse de pie—. ¿Y nos dirás dónde has escondido el opio? —añadió.
—¡Sí! ¡Sí! —dijo el ladrón.
Mientras le interrogaban, Frank Dickens se dedicaba a buscar otras respuestas, respuestas que no creía que pudiera suministrar el forajido. Para eso, necesitaba viajar a la aldea en la que había vivido su socio en el crimen, el famoso Narain.
No estaba siendo un viaje agradable. Los nativos corrían llevando sobre los hombros los dos pares de pértigas, delantera y trasera, de un palanquín o
palki
. En el interior del palki, tirado sobre una delgada manta, estaba el magullado viajero. Frank intentaba dormir y los nativos cantaban a la diosa Kali para que les diera fuerza.
¿Cuándo se librarán de sus dioses y diosas
, se preguntaba Frank mientras se balanceaba dentro de la desvencijada estructura. No era el calor de la noche, ni el primitivo cántico de los nativos lo que le impedía dormir a lo largo de su trayecto nocturno, sino el desagradable olor de la antorcha hecha con trapos sucios y aceite rancio que iluminaba el camino del
palki
, situada en el frente del vehículo.
Al cabo de un rato se detuvieron. Frank se revolvió, dándose cuenta de que se había quedado dormido, y se preguntó qué habría soñado. Al parecer, en India nunca recordaba los sueños. Era por la mañana y el comisario Dickens había llegado a la lejana aldea bengalí que era su destino. No salió a recibirle ningún magistrado ni funcionario nativo, porque premeditadamente no había avisado con antelación de su llegada.
En el camino que llevaba a un templo ruinoso que se veía a lo lejos los fértiles campos estaban salpicados del rojo violáceo de las amapolas de opio. Las amapolas sustituían la mayoría de los cultivos alimentarios y dejaban el resto de la tierra seca y quebradiza.
Mientras cruzaba los campos de opio con el latón de su uniforme de policía destellando al sol de la mañana, vio a los
ryots
o granjeros campesinos, hombres, mujeres y niños. Rascaban el residuo de las amapolas con un
sittooha
de hierro y lo metían en recipientes de barro. Después la droga sería empaquetada para su envío en bolas por largas hileras de nativos en almacenes controlados por británicos. Frank sintió que le recorría una oleada de náuseas al pasar junto a las amapolas de acre olor. Un
ryot
levantó la mirada del azadón con el que estaba trabajando, lo soltó y salió corriendo. Dickens localizó el trozo de tierra que estaba trabajando y vio que lo que cultivaba en él era arroz. Frunció el ceño. El opio estaba autorizado, el arroz era ilegal.
El gobierno británico pagaba a los ryots por cultivar opio en lugar de otros productos, pero también lo exigía a punta de bayoneta cuando era necesario hacerlo.
Dickens sabía que aquélla era una de las aldeas más pobres, en permanente lucha contra la amenaza de hambruna por la pérdida de su agricultura natural. Tres años antes, durante la hambruna de Orissa, la inanición se había extendido rápidamente por aldeas como aquélla. Entre los policías y funcionarios ingleses se decía que los padres se comían a sus hijos vivos. El Gobierno no quería que el cultivo de opio ganara una mala reputación entre los moralistas de Inglaterra, de manera que el Ejército llevó toda la comida que le fue posible a las aldeas más pobres. Aun así, más de quinientos mil acres de Bengala se dedicaban al cultivo de opio en cualquier época y ningún envío de alimento podía subsanar esa deficiencia en la agricultura.
El río adyacente, que una vez bulló con el comercio de ida y vuelta con Calcuta, discurría pacíficamente ahora que los británicos habían acabado la construcción del ferrocarril para transportar más rápido el opio y las especias. En vez de la actividad del pasado, ahora hombres, mujeres y niños se bañaban y jugaban en sus aguas. Los mayores rezaban y charlaban mientras los niños chapoteaban por allí. Todos los habitantes de la aldea iban a aquella hora temprana, porque más tarde haría todavía más calor.
Tras preguntarle la dirección a un grupo de nativos semidesnudos, Frank, secándose la frente y bebiendo agua, llegó a una cabaña de barro en un callejón estrecho. A un lado de la casa había una pila de plantas secas, animales muertos y basura. Un olor todavía más fuerte le atacó desde arriba. Pegados a las paredes de la casa, pegotes de excremento de vaca se calentaban y secaban al sol para ser utilizados como combustible. Una llamativa mujer joven, descalza y con la cabeza descubierta, preparaba comida en el porche. No había encendido el fuego, señal de que estaba de luto. Un bebé desnudo buscaba el equilibrio apoyándose en las dos piernas de la mujer. Las moscas volaban alrededor de la mujer, el niño, el grano, la mantequilla.
—¿Es usted la viuda de Narain? —preguntó Frank Dickens dando un paso al frente.
Ella asintió.
—Fueron mis agentes los que, hace unas semanas, le detuvieron en la provincia de Bagirhaut después de que robara opio con otros cómplices.
—Ésta es una aldea muy pobre, señor —señaló la viuda sin la menor sombra de disculpa en su fuerte voz—. Trabajó en el campo hasta que hubo demasiados trabajadores y poca tierra que trabajar.
La cabaña estaba sorprendentemente limpia. Frank vio los aperos de labranza, un arado tosco, una hoz rota, colgados del techo, sin usar hacía mucho tiempo. En el dormitorio había una cama hecha de cuerda y madera, y un solo libro sobre los dioses hindúes en un hueco de la pared con espacio para algunos volúmenes más. Dando a la cama el uso de sofá, Frank se sentó y hojeó las páginas del libro hindú.
Volviendo a la viuda, que ahora estaba amamantando al niño, le preguntó si el libro pertenecía a su marido. Ella asintió con la cabeza.
—¿Leía a menudo?
—Nunca le faltaba un libro.
Después de preguntarle por la dirección del librero al que había vendido los demás libros, Frank cruzó la aldea y encontró el puesto en un extremo tranquilo del bullicioso bazar.
—La viuda de Narain le ha vendido algunos de los libros de su marido, según tengo entendido. Tratados de mitología y religión hindú. ¿Lo recuerda?
El librero se bajó las gafas y miró al inglés.
—¡Perfectamente!
—¿Y todavía los tiene en su puesto?
—Creo que sí, buen señor. Pero todos los libros están mezclados.
—Le compraré todos los libros que tenga de esos temas.
Aquella noche, después de su viaje de regreso en el desvencijado
palki
, Frank se reunió con el inspector que había interrogado al fugitivo capturado.
—Ah, sí, superintendente, le ha confesado todo al magistrado de su pueblo. Estos
dacoits
no son tan resistentes al malestar físico como los
thugs
que tuve que entrevistar en otros tiempos.
—¿Cree usted que le ha dicho la verdad? —preguntó Dickens.
—Sí, pero…
—¿De qué se trata, inspector?
—Sólo que, aunque me ha dicho la verdad, me da la impresión de que hay más que no dice, como si tuviera miedo, una clase de miedo diferente al que le puedo infundir yo en el
chabutra
. Es posible que el ladrón guarde un secreto que sigue sin contarnos. Su subalterno Turner ha pasado todo el día intentando descubrir qué pasó. Está bastante obsesionado con este asunto.
Dickens ignoró este comentario.
—¿Le ha dicho el ladrón dónde encontraremos el opio robado?
—Le advertí que no jugara conmigo. Me ha dibujado un mapa.
—Recuperar el opio debe ser nuestra máxima prioridad. Luego me ocuparé de su secreto y del agente Turner.
Londres, noche profunda, 1870
«Datchery» le estaba esperando en la abadía aquella noche. Loco o cuerdo, se podía confiar en que estaría donde había dicho que estaría, pensó Osgood. Puntualmente loco. Datchery (porque Osgood no conocía más que aquel ridículo nombre para referirse a él) agarró al editor del brazo y se pusieron a caminar por las húmedas calles. Una molesta lluvia vespertina había confinado a la gente en sus casas. Pero a medida que los dos hombres se iban adentrando más y más en los barrios del este de Londres se notaba más animación; si el resto de Londres se calmaba al caer la noche, aquel lugar empezaba a despertar. En contraste con las débiles y crepitantes farolas de la calle, las tabernas y bares arrojaban una iluminación deslumbrante por sus ventanas. Letreros luminosos anunciaban servicios telegráficos a India para comunicarse con familiares y marineros; en carteles se anunciaban relojes y sombreros nuevos. Los marineros llegaban dispuestos a gastarse hasta el último penique en su poder antes de volver a zarpar por la mañana. Lloviznaba a un ritmo irritantemente lento sobre los dos hombres que seguían su camino. Un líquido turbio corría por los desagües y para cuando era engullido por los sumideros se había convertido en algo que no se parecía en nada al agua. Los hombres dejaron las calles anchas para entrar en un laberinto de callejones, patios, callejuelas y pasadizos. Estaba el Puente Sangriento, así llamado por la cantidad de gente que había elegido aquel lugar para acabar con su vida y bajo el cual el agua se parecía más al barro.