Recorrió delicadamente con los dedos los bordes de las páginas. La caligrafía de Dickens, no siempre clara, era fuerte y dinámica. No parecía escrita para ser leída por nadie más que el escritor, y que se fastidiaran impresores y cajistas. Por lo general, cuando Osgood visitaba el lugar de trabajo de uno de sus autores no solía ser un gran descubrimiento, era como visitar las sucias naves de una fábrica. De hecho, había llegado a ser algo demasiado común que al conocer a un autor que hasta entonces había tenido en gran estima, el resultado era la decepción ante la mediocridad de la persona que había detrás de las palabras. Pero con Dickens siempre había una sensación de magia, como si Osgood no fuera un editor experimentado de Boston y volviera a ser el colegial de Maine o aquel aprendiz en su primer día de trabajo en Old Corner con su delantal de hule manchado de tinta. Hasta el día de hoy, incluso con Dickens ya desaparecido, seguía pareciéndole excitante ser el editor de Dickens.
—¿Está usted lista? —preguntó Osgood aspirando el olor de todo aquello—. Empecemos, señorita Sand.
A lo largo de los días siguientes, la dedicación de los investigadores se vio rota por breves treguas e interrupciones ocasionales del mundo exterior. La más importante de ellas ocurrió cuando retomaban el trabajo la mañana siguiente. Para entonces ya habían encontrado unas cuantas joyas entre el inmenso despliegue de material. Osgood descubrió una página de las primeras notas de Dickens en la que había escrito una lista de títulos antes de decidirse por
El misterio de Edwin Drood
:
Desaparición y búsqueda
,
Un objeto en la vida
,
¿Muerto o vivo?
Se los estaba dictando a Rebecca cuando se detuvo en medio de una frase.
—¿Señor Osgood?
—Disculpe, señorita Sand. Se me han ido los ojos hacia eso. Una cosa bastante grotesca, ¿no le parece?
Sobre la chimenea descansaba una figurita de escayola de color amarillo claro. Representaba a un hombre oriental con un fez inclinado que fumaba una pipa sentado en un sofá con las piernas cruzadas. Osgood la levantó y la separó a la distancia del brazo para examinarla. Pesaba más de lo que parecía.
En ese momento un hombre subió corriendo las escaleras del chalet y entró en el estudio. El intruso llevaba un traje raído y el pelo desordenado y sin sombrero, rematando un rostro tostado por el sol. Era el mismo hombre que el editor había visto por el telescopio caminando por los campos de lúpulo el día anterior. Tenía la boca abierta como en un gesto de terror inesperado y agarró el brazo de Osgood.
—¿Necesita ayuda, señor? —le preguntó Osgood.
El hombre estudió al editor con mirada escrutadora. Alargó la otra mano hacia Osgood y la dejó extendida. Cautelosamente, Osgood ofreció la suya para que la estrechara. El desconocido la agarró con ambas manos y la estrechó con fuerza. Rebecca ahogó un grito.
—¡Sí, ya lo veo! Es usted. Es usted. ¡Está preparado! —dijo atropelladamente el hombre, mientras un criado de Gadshill entraba como una tromba.
—Vámonos —el bigotudo criado se llevó al invasor tirándole de la oreja como si fuera un niño travieso—. Vamos, compañero. Acaba ya con ese comportamiento salvaje. Hay mucho trabajo que hacer. Lo siento mucho, señor, señorita. Yo me ocuparé de que no les moleste más.
Aquella misma tarde Osgood tomó el tren a Londres mientras Rebecca continuaba con su investigación. Utilizando el mapa de su guía, localizó las oficinas de Chapman & Hall, los editores ingleses de Dickens. El día de su llegada, Osgood les había mandado un mensajero con su tarjeta y una nota en la que pedía una entrevista, pero todavía estaba aguardando una respuesta. Osgood no podía permitirse el lujo de esperar si quería que su estancia en Inglaterra diera resultados a tiempo.
Pero tuvo que esperar más todavía en las animadas oficinas de la editorial en Piccadilly. Era el día de las revistas, cuando todos los editores, impresores, encuadernadores y libreros de Londres se apuraban para hacer llegar sus últimos folletines y publicaciones periódicas a los lectores. En el caso de Chapman & Hall, esto significaba la nueva entrega de
El misterio de Edwin Drood
. Los chicos de reparto llenaban sus sacas con los cuadernillos de portada verde de la entrega para repartirla por kioscos y puestos de libros de toda la ciudad y hasta de los pueblos más lejanos, gritándose instrucciones unos a otros. El primer día del mes siguiente, el próximo día de las revistas, se distribuiría y vendería al ávido público el último capítulo en manos de los editores… Y los piratas de América tendrían todo lo que necesitaban.
Mientras contemplaba aquel desbarajuste de oficinistas y mensajeros, Osgood reparó en que la sola mención del nombre del señor Chapman provocaba un alud de reverencias y miradas huidizas entre los trabajadores de la casa. Llevaba esperando una hora sentado en la antesala cuando hizo su aparición Chapman, de anchos hombros e indumentaria de sport.
—Lo siento terriblemente, muchacho —dijo después de que Osgood se hubiera presentado—. Tengo que irme corriendo al campo para ir de caza con una gente importantísima… Unos aburridos de espanto, la verdad, pero importantísimos. ¿Puede pasar a vernos en otro momento?
Osgood echó una nueva y prolongada mirada a la oficina de Chapman y su plantilla antes de emprender su regreso a Rochester con una creciente sensación de inutilidad. Después de alquilar una calesa en la estación de Higham, Osgood se encontró con que la fiel Rebecca continuaba inmersa en el trabajo en el chalet de Gadshill.
Al cabo de otras dos horas, los hombres de la casa de subastas Christie's llegaron para acabar por fin con la tranquilidad del chalet. Los trabajadores se apoderaron de la figurita oriental y de otros objetos vendibles del interior del sanctasanctórum de Dickens. Iban acompañados por una eficiente tía Georgy, que les daba instrucciones.
Georgy sacudía la cabeza con un gesto de digna frustración mientras los hombres hacían su labor.
—Supongo que es inútil intentar fingir que las cosas no han cambiado para siempre. ¡Qué vacío me parece ahora el mundo!
—¿Adónde irá cuando se venda Gadshill, tía Georgy? —preguntó Rebecca.
—Mamie y yo vamos a buscar una casita en Londres, a pesar de que se me ponen los pelos de punta al pensar en los largos y duros inviernos de la ciudad.
—Creo que usted y el señor Dickens serán siempre parte de esta tierra, pase lo que pase —dijo Osgood—. Dondequiera que vayan.
Georgy miró a Osgood fijamente.
—Debo confesar que mi papel como albacea es algo nuevo para mí. No en el sentido de intervenir en las trayectorias de los niños, que ha sido la dedicación de mi vida, sino en lo que se refiere a leer documentos y contratos.
—Puedo imaginar la tensión —dijo Osgood.
—He tenido que aprender demasiado deprisa que es raro encontrar un hombre de negocios que pueda presumir de honesto. Perdóneme, pero me pregunto si podría abusar de usted mientras se encuentra en Rochester. ¿Sería tan amable de repasar el testamento del señor Dickens si le dejo una copia en el Falstaff?
—Será para mí un honor y un placer —dijo Osgood levantándose y haciendo una reverencia— poder compensar su amabilidad.
—Gracias. Me tranquilizará dedicar una hora a aclarar dudas con alguien… Con alguien que no sea el señor Forster, para ser totalmente sincera. Para empezar, ¡me siento tan inmadura a su lado! Como si no tuviera fuerza de voluntad propia cuando está cerca de mí.
Se quedaron callados al oír unas sonoras pisadas que subían las escaleras. Acto seguido apareció la figura corpulenta de Forster, que recordó a voces a los obreros el valor de lo que estaban transportando en sus inexpertas manos.
—Criaturas inútiles —sentenció Forster volviéndose hacia el escritorio, donde sus ojos cayeron sobre el rimero de papeles azules. Se frotó las manos una contra otra—. ¡Ah, ahí está! Verá usted, señor Osgood. Todos los manuscritos del libro del señor Dickens me fueron legados en su testamento para que yo me hiciera cargo de ellos.
Forster, con manos delicadas y temblorosas, agarró el manuscrito de
Drood
por los lados y lo recogió. Su veneración era conmovedora, si bien excesiva.
—Son las últimas que quedan en la casa, creo —consultó a la tía Georgy.
—Es el último manuscrito que queda aquí —dijo Georgy suspirando—. El último que queda en todas partes.
Con el manuscrito a buen recaudo en su maletín, los ojos de Forster se dirigieron hacia una pluma en particular. Era una larga pluma de ganso, blanca y flexible, con la punta manchada de tinta azul seca.
—Es ésa, ¿verdad? —preguntó.
Georgy asintió con la cabeza.
Rebecca preguntó de qué se trataba.
—Ésa es la pluma con la que escribió
El misterio de Edwin Drood
, señorita Sand —respondió Georgy—. A Charles le gustaba usar una sola pluma para cada libro, de esa manera le confería una cierta pureza. No quería que el espíritu de la pluma se mezclara con facturas insignificantes y cheques diversos. Con ésta acabó la sexta entrega de la novela inmediatamente antes de entrar en la casa.
Osgood preguntó si podía verla. La levantó de la mesa y le dio vueltas en la mano, luego la empuñó como si ella sola fuera capaz de terminar las últimas seis entregas de Drood.
—¿Puedo —empezó a decir Forster pasándose la lengua por los labios agrietados y carnosos— guardarla en mi despacho?
Georgy carraspeó con intención.
—Sólo por ahora —aclaró Forster carraspeando a su vez como en respuesta al gesto de ella—. Hasta que usted decida lo que quiere hacer con ella, señorita Hogarth. Luego podrá… Bueno, ¡podrá tirarla al Támesis si es ése su gusto!
—Quédesela por el momento —concedió Georgy, instante en el que Forster le arrancó la pluma de las manos a Osgood, la metió en el maletín y corrió escaleras abajo sin despedirse de nadie.
Por la mañana, Osgood y Rebecca habían pensado en ir cada uno por su lado. Osgood volvería a intentarlo en Chapman & Hall, en Londres, y Rebecca seguiría el trabajo en Gadshill. En el último momento, Osgood llamó a Rebecca desde el carruaje del Falstaff. La miró con una expresión extraña.
—Creo que debería venir conmigo a Londres esta mañana, señorita Sand. Si el señor Chapman accede a recibirme, me gustaría que tomara usted notas.
Rebecca titubeó.
—¡Será la primera vez que vaya a Londres! —exclamó. Luego contuvo su entusiasmo con su habitual formalidad—. Voy por mi estuche de lápices.
—Buena idea —dijo Osgood—. Estoy convencido de que a sus ojos les vendrá bien un descanso de todos esos papeles de Dickens.
Al llegar a la estación de Charing Cross, en el Strand, Osgood y Rebecca caminaron a la sombra de teatros y tiendas entre un número sorprendente de artistas callejeros y puestos de venta ambulante en cada esquina que hacían parecer a Boston silenciosa en comparación. Los ojos de Rebecca bailaban de un sitio a otro. Los mercachifles ofrecían a gritos reparación de calzado, herramientas, fruta, cachorros, pájaros…, cualquier cosa que se pudiera vender por un puñado de chelines. La variedad de acentos y dialectos sonaba al oído americano como si las promociones orales de cada uno de los vendedores ingleses estuvieran hechas en un idioma diferente.
—¿No nota algo extraño en los vendedores? —le preguntó Osgood a Rebecca.
—El atronador ruido que hacen —respondió ella—. Es algo asombroso.
Mientras hablaban, pasaron delante de un espectáculo de Punch y Judy. Los títeres de madera daban brincos por el diminuto escenario, Judy pegando a Punch en la cabeza con una cachiporra.
—¡Yo te daré tu merecido por tirar al niño por la ventana! —le gritaba la marioneta Judy a su esposo marioneta.
—Fíjese mejor —dijo Osgood—. Hay algo más extraño que el ruido, señorita Sand, ¡y es que los hombres de negocios londinenses no parecen notar el ruido en absoluto! Para vivir en Londres uno debe poseer una capacidad de concentración de hierro. Así es como sigue siendo la ciudad más rica del mundo. Ya hemos llegado —dijo Osgood señalando a un elegante edificio de ladrillo que lucía un letrero de CHAPMAN & HALL en las ventanas.
En esta ocasión, cuando Chapman entró en el recibidor, se detuvo y retrocedió unos cuantos pasos cortos al ver a los visitantes que esperaban en el sofá. El editor de piel rubicunda, con su fornido porte y brillante pelo oscuro peinado con una llamativa raya que le partía la magnífica cabeza, daba mucho más la imagen de un hombre deportista y ocioso que la de un hombre dedicado a los libros.
—Eh, tenemos visita por lo que veo —dijo Chapman, aunque su mirada no se posaba en ambos visitantes, sino en la figura esbelta de Rebecca. Finalmente se resignó a admitir también la presencia del caballero.
—Frederic Chapman —se anunció a sí mismo extendiendo una mano.
—James Osgood. Nos conocimos ayer —le recordó Osgood.
Chapman miró al forastero entrecerrando los ojos.
—Recuerdo su cara claramente. El editor americano. Y esta mujercita es…
—Mi asistente, la señorita Sand —la presentó Osgood.
Él tomó delicadamente la mano de la mujer en la suya.
—Sea usted muy bienvenida a nuestra humilde empresa, querida mía. Bueno, entrará con nosotros en mi despacho para la entrevista con el señor Osgood, ¿verdad?
Osgood y Rebecca siguieron a un empleado que seguía a Chapman en procesión hasta su despacho privado. En la estancia había expuestos algunos libros caros, pero era mayor el número de animales muertos y disecados: un conejo, un zorro, un ciervo. Aquellos horripilantes objetos despedían un olor rancio y desolador y la mirada de todos ellos parecía seguir a Chapman dondequiera que fuera con muda fidelidad. El despacho tenía un amplio mirador; sin embargo, en vez de abrirse a las calles de Londres, daba a las oficinas y las dependencias de Chapman & Hall. Periódicamente, Chapman volvía la cabeza para ver si sus empleados continuaban concentrados en el trabajo. Uno de los agobiados trabajadores llevó a la reunión una botella de oporto acompañándose de una reverencia que parecía más un incontrolable temblor de rodillas.
—Ah, excelente. Supongo que usted y el señor Fields tendrán una bodega en Boston —comentó mientras llenaba dos copas.
—Nuestro sótano está lleno de listas de suscripción y de material de embalaje.
—Nosotros tenemos una muy grande. Y también una despensa para piezas de caza. Estamos pensando en añadir una sala de billar. La próxima vez jugaremos una partida. Siempre es un placer ver a un colega del otro lado del charco.