El último Dickens (23 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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—Señor Chapman, supongo que ya habrá investigado concienzudamente lo que todavía pueda quedar de
El misterio de Edwin Drood
. Nos beneficiaría mucho que usted compartiera con nosotros cualquier tipo de información que pueda haber recibido.

—¿Investigar? ¿Por qué habla usted, señor Osgood, como uno de esos detectives de las novelas nuevas? Me hacen gracia sus conceptos americanos.

—No es mi intención —replicó Osgood con seriedad.

—¿No? —preguntó Chapman decepcionado—. Pero ¿qué es lo que hay que investigar?

Osgood, estupefacto, dijo:

—Si el señor Dickens dejó alguna clave, alguna indicación de hacia dónde iba su historia.

Chapman le interrumpió con una carcajada franca y sincera, certificando así la mencionada gracia.

—Mire, Osgood, viejo amigo —dijo—, es usted realmente divertido al estilo americano, ¿no es verdad? Bueno, yo estoy perfectamente satisfecho con lo que tengo de
Drood
, seis magníficas entregas.

—Son soberbias, estoy de acuerdo. Pero si estoy en lo cierto, usted pagó una buena cifra por el libro —señaló Osgood incrédulo.

—¡Siete mil quinientas libras! La cifra más alta jamás pagada a un autor por una novela nueva —esta frase la pronunció fanfarronamente en dirección a Rebecca.

—Yo habría dicho que su empresa estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para proteger su inversión —dijo Osgood.

—Le voy a decir cómo lo veo yo. Cada lector que compre el libro y encuentre que está inacabado, le dedicará un tiempo a adivinar cómo sería el final. Y aconsejará a sus amigos que compren un ejemplar y hagan lo mismo, para que así puedan discutirlo.

—En América, el hecho de que no esté terminada animará a todos los filibusteros, como les llaman —explicó Osgood.

—Ese bellaco del Mayor Harper y los de su calaña —dijo Chapman volcando su copa y bebiendo su oporto con una presteza depredadora mientras contemplaba su colección de cabezas de animales. Sus ojos de cazador, siempre inquietos, se posaron de nuevo en Osgood—. Eso es lo que le preocupa, ¿verdad? —continuó por fin. Se inclinó hacia Rebecca, no exactamente arisco, para desazón de Osgood, pero sí mostrando una absoluta falta de interés por la hermosa asistente sentada enfrente de él—. Eh, supongo que su patrono luchó valientemente en su guerra de Secesión, ¿verdad? Qué suerte. Aquí no hemos tenido últimamente ninguna guerra de la que podamos hablar. Algunas pequeñas, pero nada que merezca la pena comentarse. Ninguna que le sirva a uno para demostrar al mundo su hombría e impresionar a las mujeres.

—Me hago cargo, señor Chapman —respondió Rebecca negándose a amedrentarse ante la intensidad de su atención.

—Recuérdeme en qué batallas luchó usted, viejo amigo —inquirió Chapman dirigiéndose a Osgood.

—En realidad —dijo Osgood—, sufrí los efectos adversos del reuma cuando era joven, señor Chapman.

—¡Qué pena!

—Ahora estoy mejor. Sin embargo, me impidió cualquier intención de alistarme como soldado.

—Aun así, el señor Osgood ayudó a publicar aquellos libros y poemas —intervino Rebecca— que contribuyeron al entusiasmo y el compromiso de la Unión para perseverar en su causa.

—¡Qué pena que no haya combatido como soldado! —respondió Chapman—. Cuenta usted con mi comprensión, Osgood.

—Gracias, señor Chapman. Respecto a
Drood
—dijo Osgood con la intención de cambiar el derrotero de su persuasión—, piense en el interés de comprender mejor la última obra de Dickens. Por el bien de la literatura.

Por el guiño de sus ojos y el gesto de su boca, parecía que Chapman estaba a punto de sufrir otro ataque de risa. Sin embargo, su impresionante estructura se desplazó hacia la ventana y puso la yema de un dedo sobre el cristal.

—Vaya, habla usted como uno de los empleados más jóvenes de ahí fuera. La mayor parte del tiempo no soy capaz de distinguirlos, son muy parecidos, ¿no le parece, señorita Sand?

—No sabría decirle, señor Chapman —señaló Rebecca—. Parecen estar entregados a su trabajo.

—¡Tú! —la poderosa frente de Chapman se arrugó y se asomó al exterior donde unos cuantos empleados embalaban un envío de libros en cajas.

Uno de ellos entró nerviosamente en el despacho. Todos los demás interrumpieron lo que estaban haciendo y se dispusieron a ver el destino que esperaba a su compañero.

—Bueno, empleado, ¿no puedes embalar esas cajas más rápido? —inquirió Chapman.

—Señor —respondió el empleado—, lo siento mucho, es el olor lo que nos impide ir más deprisa.

—¡El olor! —repitió Chapman con una indignación que sugería que se le había acusado de emitirlo personalmente. Soltó una ristra de furiosas palabrotas sobre la incompetencia del empleado. Cuando el editor terminó, el empleado explicó tímidamente que la última aportación de Chapman a la despensa, una pata de venado, desprendía un hedor infecto a causa del calor estival.

Chapman, tras levantar la nariz para comprobarlo, cedió y asintió con la cabeza.

—Muy bien. Ponga ese venado en una carreta y me lo llevaré a casa para la cena —ordenó.

Chapman había interrumpido sus insultos encendiendo un puro mientras el empleado esperaba que le dejara retirarse. Cuando Chapman volvió a dirigir la mirada al joven le contempló como si no supiera de dónde había salido.

—¡No tiene muy buen aspecto! —le notificó Chapman al joven.

—¿Cómo dice?

—Un aspecto nada bueno. Pálido, incluso. Bueno, ¿puede tomar una copa de oporto?

—Eso creo.

—Bien. Dígales a los del sótano que le manden un par de botellas —el empleado salió disparado—. Esta oficina funciona como un reloj —dijo Chapman a los invitados con un impaciente sarcasmo—. En fin, estaba usted… estaba usted hablando de literatura —levantó un puñado de papeles—. ¿Ve este libro de poesía? Muy bonito. Esto es lo que llaman literatura. Y yo lo voy a guardar en el armario para quemarlo en mi chimenea el próximo invierno. ¿Por qué? Porque la poesía no vende. Nunca se ha vendido. No vale de nada, ¿sabe, señorita Sand?

—Bueno, señor Chapman, yo adoro las novelas —dijo Rebecca enderezándose en su silla y mirando fijamente a su anfitrión—. Pero en nuestros momentos más tristes o más alegres, ¿qué haríamos sin la poesía para que nos hable?

Chapman se sirvió otra copa de oporto.

—Cinco libras es demasiado para cualquier poema, sobre todo teniendo en cuenta que todos los poetas están siempre en apuros. Cinco libras seria suficiente para pagar lo mejor que pueda hacer cualquiera de ellos. No, no, son las aventuras, las expediciones al aire libre, lo que la gente quiere leer hoy en día, con el lamentable estado del negocio. Ouida, Edmund Yates, Hawley Smart, sus novelas americanas de whisky e indios, ésa es la nueva literatura que la gente recordará. Dios bendiga a Dickens con sus causas sociales y su solidaridad, pero debemos olvidar el pasado y mirar adelante. Sí, no podemos mirar atrás.

Fuera de las oficinas, en las profundas sombras del callejón, el insignificante empleado que había sido reprendido por Chapman, con la cabeza aturdida por el oporto, se subió a la trasera de un furgón. Intentó arrastrar la inmensa y apestosa pata de venado con una cuerda. Luchaba y resollaba hasta que una mano más fuerte la levantó sin esfuerzo del suelo.

—Gracias, señor —dijo—. Maldito sea este venado. Maldito sea todo el venado del mundo.

El hombre que le había ayudado estaba abrigado por las sombras. Lanzó entonces una moneda al aire que el empleado atrapó torpemente con ambas manos contra el pecho.

—Vaya, ¿no debería ser yo quien le pagara, señor?

—¿Ha escuchado lo que le ha dicho su patrono al señor Osgood? —preguntó el desconocido.

—¿Ese americano? —el empleado lo pensó y luego asintió.

—Entonces hay más de éstas para usted. Venga —alargó la mano para ayudarle a bajar del furgón, pero, surgiendo entre las tinieblas, quedó claro que no era una mano. Era una cabeza de bestia en oro que remataba la empuñadura de un bastón. Sus refulgentes ojos negros brillaban como agujeros que perforaban la oscuridad.

—Vamos. No le morderá —insistió el oscuro desconocido.

—Pero ¿por qué quiere saber cosas del señor Osgood? —preguntó el empleado mientras se agarraba al bastón y descendía del furgón.

—Digamos que estoy aprendiendo el oficio de los libros.

16

Ya de vuelta en la casa familiar de Dickens en Gadshill, Osgood y Rebecca volvieron a enfrascarse en los libros y documentos de la biblioteca. Osgood contemplaba la biblioteca con el celoso interés de un editor en los libros de otro hombre. Había una hilera de volúmenes de Wilkie Collins y la edición inglesa de la poesía de Poe, además de múltiples ediciones de Fields, Osgood & Co.

Entre las estanterías, las paredes se decoraban con famosas ilustraciones de Cruikshank, «Phiz», Fildes y otros artistas que habían adornado las novelas de Dickens. Oliver Twist se tambalea al recibir en el brazo la bala de la pistola aún humeante de Giles, que se esconde detrás de la esquina… De la misma novela, Bill Sikes se prepara para asesinar a la pobre Nancy… En una tenebrosa celda de la Bastilla en
Historia de dos ciudades
se hacinan la muerte y la fatalidad… En una mesa retirada, la honesta Rosa confiesa a su buen tutor, el señor Grewgious, que sospecha que el tío de Edwin Drood, John Jasper, ha cometido una terrible maldad…

Encontraron múltiples libros sobre el tema del mesmerismo y Rebecca se fijó en que Dickens había escrito notas en los márgenes de algunos de ellos. Uno se titulaba, misteriosamente,
Huellas en las fronteras de otro mundo
.

—Leía estos libros minuciosamente —dijo Rebecca tocando las tantas veces manoseadas páginas con respeto y delicadeza.

—¿De qué trata? —preguntó Osgood mientras repasaba las columnas de libros.

—No estoy segura —respondió Rebecca—. Cuestiones referentes a lo sobrenatural.

Leyó un fragmento.
El investigador puede avanzar a tientas y tropezar, como si viera a través de un cristal oscuro. La muerte, que a tantos millones ha liberado de su desdicha, aclarará sus dudas y resolverá sus dificultades. La muerte, la que esclarece las adivinanzas, descorrerá las cortinas y dejará pasar la luz que todo lo explica. Aquello que es esta fase de la existencia apenas comienza, proseguirá mejorado en otra
.

—Me suena a camelo —señaló Osgood—. Veamos qué más tenia.

En otra de las estanterías intentó sacar unos libros hasta que cayó en la cuenta de que no eran libros de verdad.

—El señor Dickens se mandó hacer esos falsos lomos de libros —dijo un criado que acababa de entrar en la habitación; el mismo hombre del mostacho que había despachado con firmeza al intruso del chalet. Dejó sobre la mesa una bandeja de pastas con una inclinación y luego se acercó a Osgood—. Verá, señor Osgood, es una puerta oculta para que el señor Dickens pudiera acceder cómodamente a la biblioteca desde la otra habitación. ¡Tan ingenioso en su casa como en su escritura! —el criado empujó la estantería tapizada de libros falsos y descubrió la sala de billar, donde, en otros tiempos, juegos y cigarros puros esperaban a los invitados masculinos de Gadshill.

—¡Ingenioso! —admitió Osgood encantado con el artefacto. Leyó con una sonrisa los títulos de los libros falsos que Dickens había elegido. Sus favoritos eran
Una historia del pleito civil breve
en veintiún volúmenes,
Cinco minutos en China
en tres volúmenes, cuatro volúmenes de
La revista de la pólvora
y
Vidas de gatos
, un juego de nueve volúmenes que le recordó al perezoso señor Puss hecho un cálido ovillo sobre algún cojín de su casa de Boston.

—¡Me encantaría tener la oportunidad de publicar alguno de estos libros! —dijo Osgood.

—¡Señor Osgood! Creo que ya tiene bastante de que ocuparse en el 124 de Tremont Street —dijo el criado con complicidad.

—¿Cómo sabe…? —empezó a preguntar Osgood al escuchar la dirección de su oficina de Boston. Se volvió para observar más atentamente al criado—. Vaya, ¿es usted, querido Henry Scott? ¡Es usted, Scott! —estudió la cara familiar, tan alterada por los dos años de dificultades y el largo y poblado bigote retorcido, esmeradamente peinado hacia arriba en los extremos. Una gran diferencia en su apariencia la marcaba la librea de Gadshill, un amplio sobretodo blanco con esclavina y botas de montar.

—Si, señor Osgood —dijo—. Tal vez usted recuerde, señorita Sand, que acompañé al señor Dickens y al señor Dolby en sus viajes por América, como ayuda de cámara del jefe y, me atrevería a decir, su hombre de máxima confianza. ¡Recordará que fue cuando pasó todo aquello con Tom Branagan! Pues bien, cuando estábamos justo a punto de iniciar la gira, Scotland Yard descubrió que el hombre de confianza del jefe aquí en la casa, su criado, había estado robando dinero de la caja de caudales. ¡Un hombre que llevaba veinticinco años trabajando para el jefe y al que pagaba generosamente! Me alegro de decir que el jefe tuvo la consideración hacia mí de ofrecerme el trabajo con un puesto para mi mujer cuando regresamos de América. Cinco años justos.

—¿Perdón?

—Su muerte, señor Osgood. Sucedió exactamente cinco años después del accidente de tren en Staplehurst. Cuando se puso enfermo repasé su agenda y no pude evitar pensar en un mal viento que no trae nada bueno.

Cuando Henry se inclinaba para retirarse, Osgood le pidió que se quedara.

—Señor Scott, ¿qué me puede contar de lo que pasó ayer en el chalet con aquel hombre?

—Una vez más, le repito que siento mucho lo sucedido —dijo Scott añadiendo una nueva reverencia aún más profunda—. Supongo que, como dice el refrán, una bestia indómita necesita una mano sobria que la conduzca. Si el pobre Jefe hubiera estado presente en cuerpo o en espíritu, o en un estado intermedio, no habría importunado tanto a sus invitados. Y si hay un hombre lo bastante sensato para volver a nosotros en espíritu, ¡ése es el Jefe! ¿No le parece, señorita Sand?

Rebecca tenía algo tan íntegro en su persona que hacia que todos los hombres buscaran en ella aprobación a sus ideas.

—De hecho, ahora mismo estaba mirando sus lecturas sobre temas de espiritismo, señor Scott —dijo Rebecca.

—Siento curiosidad por saber lo que inquietaba a aquel hombre —interrumpió Osgood.

—¡Ah, puede usted nombrar cualquier cosa y seguramente podría considerarse inquietante para ese gandul quemado por el sol! —Henry les explicó que Dickens a veces aplicaba terapia de hipnosis a individuos enfermos o perturbados. Hacía que se tumbaran en el suelo o en el sofá y les inducía a un sueño magnético hasta que despertaban temblorosos y fríos. Había una mujer ciega que atribuía su recuperación de la vista al tratamiento magnético de Dickens—. Sin embargo, este hombre fue un caso especial —apuntó Henry.

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