En especial libros. Cuando vivía de pequeña en la granja de su familia, los libros eran su compañía, alimentaban su mente. Se habían quedado con la biblioteca de un anciano que vivía a unas puertas de su casa y había muerto sin familia. Ella permanecía despierta hasta tarde viviendo a la luz de una vela las aventuras de Robinson Crusoe y el doctor Frankenstein, Jane Eyre y Oliver Twist. Al vivir en la ciudad le sorprendió que los bostonianos fueran muy críticos y exigentes con sus lecturas, ya que nunca se le había ocurrido que se pudieran juzgar los libros en vez de devorarlos. Pensó que al trabajar en una editorial tal vez aprendería a tener una visión más selectiva de los méritos morales y literarios de los libros. Y si la llamaban
tenedora de libros
el resto de sus días, ¿qué tendría que objetar?
Cuando le tocó recoger la parte de Daniel del cuarto empezó a sentirse exhausta. Se quedó sin energía. Antes de que se mudaran a Boston Daniel solía hablar de que pensaba embarcarse como marinero. Cuando Rebecca huyó de Ambrose y pidió el divorcio, Daniel no volvió a hablar de aquellos sueños de marinería, nunca lo utilizó como excusa para abandonarla después de que dejara a su marido. Pero, sin alboroto, había empezado a construir maquetas de barcos dentro de pequeñas botellas de cristal. A veces a ella le gustaba observarle mientras trabajaba con pericia y pensaba en que un día, en el futuro, le animaría a hacer un viaje de dos años como marinero de un barco mercante. Por fin podría salir de aquella vida embotellada. Ahora envolvía delicadamente aquellos objetos con cuidado de que ninguna lágrima salpicara el cristal.
Una parte de ella intentaba fingir que Daniel no había muerto, que simplemente se encontraba a bordo de aquel barco viviendo una aventura comercial en un lejano viaje a Oriente o África. Cerraba los ojos y los volvía a abrir dentro de las asombrosas creaciones de su hermano, se veía a sí misma en los barcos, dentro de las botellas, viviendo los sueños del chico. Un pensamiento poco común para una mujer joven cuya vida estaba en aquel momento marcada por la supervivencia y el aislamiento, el sueño opuesto al de todas las demás chicas que conocía, con sus cintas en el pelo y plumas en los sombreros.
Nada más llegar los hermanos Sand a Boston, Daniel se había hecho amigo de un primo lejano, un chico mayor indolente e hipócrita. Daniel y su primo bebían juntos y acabó por convertirse en un problema de embriaguez crónica. Ella sola se ocupó de cuidarle a lo largo de este período y cuando Daniel, con catorce años, juró que había acabado con aquel vicio, le creyó sin reservas y le llevó a Fields, Osgood & Co. para buscarle un trabajo como aprendiz.
Fue en lo primero que pensó cuando Osgood le comunicó el accidente de Daniel. ¿Habría vuelto a su viejo estado de embriaguez reiterada? ¿Venía de una de las tabernas destartaladas que salpicaban los muelles? Luego pensó un rato y se dijo… Imposible. ¡Era imposible! Ella lo habría sabido. Había pasado antes por ello. Conocía todas las señales… Lo habría sabido.
Aquel mismo día, antes de su muerte, le había visto trabajando con pulso firme en la concienzuda disposición de las troneras con los diminutos alicates dentro del gollete de la botella. Ésa era la ocupación de alguien muy sobrio.
La tarde siguiente J. T. Fields se presentó en el despacho de Osgood para hablar con él. Había estado leyendo los últimos capítulos de
El misterio de Edwin Drood
que les habían vuelto a mandar de Londres. Fields agarró a Osgood del brazo y le condujo escaleras abajo.
Sentados en el comedor de empleados de la empresa, Osgood leyó el recién llegado paquete de páginas y escuchó las ideas de su socio. Fields comió lengua estofada y una ensalada, limpiándose la barbilla cada vez que paraba para hablar.
—Una historia misteriosa y fascinante. Resulta que ese joven, Edwin Drood, desaparece y su tío John Jasper es sospechoso no sólo de haberle hecho algo inconfesable, sino también de desear a la joven prometida de Drood. Y entonces se pone en marcha una investigación conducida por un misterioso recién llegado llamado Dick Datchery. Pero con las páginas que tenemos no podemos saber cómo iba a reaparecer Edwin Drood y a ejecutar su venganza.
—¿Reaparecer? —preguntó Osgood.
Fields levantó una mano mientras tragaba otro bocado de lengua.
—Sí. Vaya, ¿no creerá que Charles Dickens dejaría al joven inocente en el olvido? Yo creo que ese tal Datchery lo encontrará y lo rescatará de cualquier destino que Jasper le hubiera preparado.
—A mí me resulta evidente que Edwin Drood ha muerto, señor Fields. El misterio pasará a consistir, no tanto en cómo Dick Datchery desenmascara la maldad de John Jasper, sino cómo Grewgious, Tartar y los demás personajes del libro hacen justicia por los actos perpetrados contra el joven Drood.
—¿De verdad? —exclamó Fields, nada convencido—. Bueno, lo volveré a leer todo a ver qué me parece.
Los siguientes días Osgood continuó con su rutina por los despachos, pero estaba distraído pensando en el pobre Daniel. Un recuerdo en particular regresaba una y otra vez a su memoria, el momento en que Daniel fue ascendido de aprendiz a oficinista. Osgood había llevado a Daniel a su propio sastre para que le hiciera su primer traje en condiciones… y Daniel había insistido en que fuera exactamente igual que el de Osgood.
—Puede que cueste más de lo que deberías gastar —le dijo Osgood—. Yo no llevaba un tejido de esta calidad cuando empecé a trabajar.
—Seguramente podré permitírmelo algún día. ¿Tal vez si sigo en la empresa y trabajo sin descanso? —preguntó Daniel.
—Yo diría que sí —contestó Osgood reprimiendo la sonrisa que suscitaban sus grandes planes.
—Entonces lo voy a comprar ya, en vez de tener que hacerme uno mejor dentro de un tiempo.
—¿Cómo se encuentra con él, joven señor? —preguntó el sastre.
—¡Me siento una pulgada más alto, señor!
Osgood rió la ocurrencia del espigado joven, que ya era más alto que él.
—Tal vez cuando te lo ajusten bien te sientas como un gigante.
Se ofreció a prestarle a Daniel el dinero para el traje, pero él estaba orgulloso de poder pagarlo con el dinero que había ahorrado con gran esfuerzo y todavía más orgulloso del traje en sí. Cuando llegó el verano Daniel seguía sin tener más que aquel mismo traje grueso de lana y no tenía dinero para comprar otro de sarga o franela. Pero nunca se quejó y sólo se quitaba la chaqueta cuando tenía que llevar las cajas de libros más pesadas al sótano para ser embaladas. Tenía a mano un suministro de pañuelos de algodón baratos que utilizaba para enjugarse la frente. Al final, la tensión del exceso de uso debilitó las costuras de los hombros y un par de veces a la semana en la pensión Rebecca las arreglaba lo mejor que podía.
Unos días después de que su casa fuera saqueada, Sylvanus Bendall llegó una mañana a su trabajo y encontró su despacho en condiciones parecidas. Como en su hogar, no se habían llevado nada. El abogado ya no podía atribuir el asalto a su propiedad al hecho de ser un pionero de Back Bay, puesto que su oficina estaba en un distrito mucho más convencional. No, los crímenes tenían un motivo personal. ¿Quizá la mezquina venganza de un cliente al que Bendall había fallado? En esa categoría había bastantes nombres.
Bendall había interrogado a un buen número de sus contactos fiables en los bajos fondos en busca de indicios. Y un día, al llegar a su despacho, se encontró con dos hombres que le esperaban en la antesala. Uno era un joven bribón, de los que visitaban su oficina con frecuencia, y el otro era un caballero. Este último iba vestido con ropa cara y tenía un rostro fresco y espléndido que resultaba inmediatamente admirable y, por tanto, sospechoso en su franqueza.
Sylvanus Bendall no preguntó quién llevaba más tiempo esperando, sencillamente se presentó al joven caballero como abogado y le pidió que entrara en su despacho.
—Ojalá hubiéramos dejado nuestra cita para otro día, señor Osgood, de manera que no hubiera tenido que compartir la sala de espera con esa clase de gente.
—No me quejo de la compañía. Es importante que obtenga cierta información tan pronto como sea posible.
—Ya. Importante para un caso de los tribunales, supongo.
—No exactamente —dijo Osgood—. Importante para mí. He venido a preguntarle por Daniel Sand, uno de mis empleados que murió hace algunas semanas.
—No creo que tuviera la oportunidad de entablar conocimiento con él —dijo Bendall—. Aunque soy consejero de muchos jóvenes pobres e ignorantes.
—Tal vez su origen fuera pobre, señor Bendall, pero trabajaba afanosamente y no era un ignorante en ningún campo en el que se le hubiera ofrecido ocasión de aprender. Falleció en un accidente de ómnibus y tengo entendido que usted estaba presente.
—¿Oh?
—El policía me dijo el nombre del vehículo y el conductor recordaba que usted dio su nombre y profesión.
—¿Ah, sí? —preguntó Bendall sorprendido.
—Varias veces. Ambos recordaban que estuvo usted cerca del cuerpo de Daniel.
—Ya —Bendall asintió con una nueva rigidez en la expresión—. Supongo que así fue, ahora que me lo recuerda. Fue una escena trágica, señor Osgood. Espero que haya podido cubrir la vacante del joven satisfactoriamente y, en caso contrario, puedo sugerirle uno o dos candidatos que buscan trabajo. Apenas será capaz de notar que han estado en prisión.
—¿Presenció usted el accidente, señor Bendall?
—Sólo escuché el «¡pum!». Me refiero —aclaró Bendall— al ruido que escuchamos al arrollar al desdichado joven.
—El conductor dijo que creía que Daniel llevaba algo cuando se produjo el accidente, pero que había desaparecido cuando llegó la policía. El señor Sand, debo explicar, tenía que recoger unos papeles que pertenecían a nuestra empresa.
Bendall se acarició involuntariamente el chaleco donde aún conservaba las estimadas páginas de adelanto del folletín escrito por Dickens, luego se mordisqueó la uña del pulgar. Había llegado a tomar un gran aprecio a aquellas hojas. ¡La última novela de Dickens! Por supuesto, el editor que se sentaba enfrente de él habría pedido un duplicado de éstas a Inglaterra. De manera que ¿qué podía tener de malo quedarse con aquel recuerdo?
—No —respondió con tibieza Bendall a la pregunta de Osgood. Luego, tras esperar unos instantes a la reacción en la expresión del editor, añadió—: No llevaba ni una hoja de papel, señor Osgood. Ni siquiera, hablando entre caballeros, el menor trozo de papel sucio y de la peor calidad.
—El conductor debe de haberse equivocado —dijo Osgood desilusionado—. Ojalá hubiera más pistas. La policía cree que mi subordinado estaba en un estado de alteración causado por los narcóticos y yo no quiero… No lo puedo creer.
—¡Uf! La verdad es que no sabría decirle. Desde luego, hablaba sin sentido…
—¿Qué? —interrumpió Osgood con renovado interés—. ¿Quiere decir que Daniel Sand estaba vivo cuando llegó a su lado?
—Sólo durante unos segundos —respondió Bendall.
—La policía no dijo nada de eso.
—Bueno, es que… Quiero decir… ¡La policía! A menudo son tan negligentes. ¡Yo mismo he sufrido pillajes dos veces en los últimos días, sabe!
—Por favor, ¿qué dijo Daniel?
—¡Disparates! Cosas sin sentido, nada más. Me miró y dijo: Dios… A ver, imagine, si le parece, que digo esto respirando muy superficialmente y con un susurro ronco como corresponde a un hombre que está abandonando el estado mortal de la vida. «Es Dios», dijo. Fue como en una novela sentimental.
—¿Eso fue todo lo que dijo? ¿«Es Dios» qué?
—No acabó la frase, me temo. Es Dios quien lo quiere. Es Dios en su voluntad, tal vez. ¿Su intención? No, demasiado rebuscado. Para serle sincero, si hubiera dicho algo más, habría decidido no escucharlo, porque interponerse cuando un hombre se pone a bien con su creador es hacer un perjuicio a ambas partes. En cualquier caso, le tomé de la mano después de que dijera estas palabras y la sostuve con fuerza mientras expiraba —en realidad, Bendall no había sostenido la mano de Sand después de oír sus palabras, pero aquel embellecimiento de los hechos había ido apareciendo en las repeticiones del relato y a estas alturas el abogado lo creía con más sinceridad que si hubiera ocurrido.
Aquel día se pudo ver a Sylvanus Bendall recorriendo afanosamente las calles de Boston durante algunas horas más después de la reunión con James Osgood, correteando agobiado entre su oficina, los juzgados, la desolada superficie de la prisión de Charlestown y, por último, caminando heroicamente bajo la lluvia para coger un carruaje de caballos que le llevara de vuelta a su casa. Mientras leía el periódico de la tarde en su asiento empezó a percibir el acre aliento a tabaco de mascar del hombre sentado detrás de él y, al apoyarse en el respaldo, notó que los dedos de éste le apretaban en la nuca.
—No es de buena educación —dijo Bendall al aire, porque estaba decidido a no darse la vuelta— apoyarse en otra persona, por muy abarrotado que esté el lugar.
Los dedos se retiraron lentamente del respaldo de su asiento. Satisfecho, Bendall siguió leyendo, si bien a través de una translúcida lente de distracción. Desde su reunión con Osgood una idea tomaba forma en la cabeza de Bendall. Aquellas últimas palabras del empleado: «Es Dios…». Ahora que su memoria regresaba a aquel momento no podía evitar una extraña sensación de confusión. ¿Era posible que el pobre muchacho hubiera intentado decir algo concreto, transmitir a Bendall alguna clase de advertencia?
Un líquido negro apareció en el suelo junto a sus pies.
—¡Y tampoco es de buena educación escupir tabaco en los coches! —exclamó el abogado. Oyó que su voz temblaba por la falta de control y le fastidió que fuera así.
Pero no estaba dispuesto a darle a aquel grosero bribón la satisfacción de volverse en su asiento, ni siquiera cuando la repugnante secreción negra siguió rociándole el cuello y el paraguas húmedo del sujeto le salpicó. Incluso cuando la babosa cara de Medusa apareció ante la vista del abogado, siguió sin desviar la mirada. Por el contrario, Bendall se apeó en la siguiente parada, tres antes de la suya. La lluvia de verano había dado paso al viento y una niebla espesa y caliente llenaba la boca de sabor amargo.
Aquélla era una franja de terreno vacío. La propiedad de Bendall estaba en el extremo oeste, casi al doblar la esquina de Exeter Street, calle más allá de la que no había ni un alma.