El último Dickens (15 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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Dickens no se paró en barras a la hora de rebatir este particular.

—En mi vida los gastos son de tal calibre —dijo— que me siento arrastrado hacia América como una roca de magnetita, como Darnay en
Historia de dos ciudades
se siente arrastrado hacia París. América es el terreno ideal para hacer campaña.

Forster frunció el ceño y fruncido lo dejó. ¿Qué beneficios podían obtenerse en América, la tierra de los pobres y los ladrones? Incluso aunque hubiera dinero por ganar, los irlandeses encontrarían un medio de robar todo el dinero de los bancos americanos. Y si los bancos lograban defender el dinero, ellos mismos se arruinarían, ¡como todos los bancos de aquella tierra!

—Dickens no debería ir a América —dijo Forster medio gritando—. Me opongo tajantemente a esa idea como una inaceptable ofensa a la dignidad y no quiero oír hablar más de ello. ¡In-to-le-ra-ble!

Cuando le hablaron a Forster sobre los asistentes que iban a viajar con el novelista, se quedó aún mas sorprendido de que entre ellos hubiera un irlandés. ¿Y si aquel aparentemente inofensivo Paddy era uno de los fenianos con un plan de ataque secreto? Ni Dickens ni Dolby podían asegurar con certeza que Forster se equivocara respecto a Tom Branagan, pero lograron convencerle de que era más un sencillo mayordomo que un revolucionario.

Tom, por su parte, encontró interesante observar que los miembros del público que más querían a Dickens eran los que despertaban mayor preocupación. Tom había ayudado a mantener a los mirones a raya cuando llegaron al Parker House y no le sorprendió su presencia, sino su insistencia. Una mujer joven arrancó un trozo de fleco del grueso chal azul marino y gris que llevaba Dickens; un hombre, emocionado de tocar al novelista, aprovechó la oportunidad para quitarle un mechón de piel de su abrigo. Una señora daba saltos sin parar agitando unas páginas de un manuscrito suyo que le rogaba a Dickens que leyera. Tom les miraba a la cara. ¿Creía cada uno de ellos que Dickens se iba a girar y marcharse con ellos a su casa agarrado de su brazo?

Una cosa sí sabía Tom. Nunca en toda su vida había conocido a un hombre al que las mujeres cedieran el asiento en un transporte público o una sala de espera hasta que conoció a Dickens.

La segunda mañana tras la llegada de Dickens al Parker House se produjo una conmoción en la planta donde estaban las habitaciones del escritor y su personal. Al principio, Tom sólo notó que Henry Scott, su compañero de habitación, tenía la cabeza apoyada en la pared y estaba llorando.

—¿Va todo bien, señor Scott? —le preguntó Tom preocupado.

Henry miró a Tom agradecido de tener un testigo. Abandonando su habitual distanciamiento, se desmoronó en uno de los sillones de terciopelo.

—¿Maleteros? ¡Destrozaequipajes!

Los baúles con la ropa de Dickens que venían del
Cuba
habían llegado al hotel maltrechos y abollados. Tom se sentó en la alfombra y ayudó a Henry a reorganizar la ropa.

—Gracias, Tom Branagan —dijo Henry apurado—. Es más doloroso de lo que un hombre puede soportar que traten el trabajo de uno de esta manera. ¡País de bestias!

Una vez que los dos hombres recuperaron un poco el orden del vestuario, un nuevo escándalo se oyó al otro lado del corredor. George Dolby gritaba y alborotaba. Estaba de pie en medio del pasillo con Dickens y los demás pasándose un ejemplar del
Harper's Weekly
. Tom les preguntó si se encontraban bien.

—Véalo usted mismo, Branagan —dijo Dolby pronunciando su nombre con un seco chasquido de lengua que transmitía cierto tono de censura—. ¿Bien? Naturalmente que no.

En la revista se podía ver un dibujo que mostraba en grotesca caricatura las figuras de Dickens y Dolby bloqueando las puertas de una estancia en la que se leía «Parker House» contra hordas de americanos en el otro lado. Un acobardado señor Dickens gritaba: «¡En mi casa no!».

—No creo que el artista estuviera aquí en persona —dijo Tom tras un momento de reflexión—. El dibujo muestra al señor Dickens escondiéndose de los mirones en su habitación, que no era el caso.

—¡Por supuesto que no se estaba escondiendo! —dijo Dolby furioso.

Dickens se acarició la mecha gris metálico de su barba y, empujando hacia afuera la mejilla con la lengua, como hacía en las situaciones incómodas, levantó la mirada del dibujo con aire cansado.

—¿No nos escondíamos? ¿No he venido aquí a hacer precisamente eso, esconderme y salir luego arrastrándome de mi guarida el tiempo justo para recaudar mis beneficios?

El novelista suspiró y entró en la habitación cojeando con su débil pierna derecha, en la que la travesía por mar había reavivado una antigua lesión.

Aquella noche Tom se despertó de madrugada. Sus ojos bailaron en la oscuridad de la habitación buscando el reloj de sobremesa.

—¿Ha oído eso, Scott? —susurró en dirección a Henry.

Henry Scott se rebulló en la cama.

—Un ruido —explicó Tom—. ¿No ha oído un ruido?

Henry tenía la cara hundida en la almohada.

—Duérmase, Tom Branagan.

A Tom le estaba costando dormir en el Parker House; había algo en su opulencia que le desorientaba. Tom no estaba seguro de que hubiera oído un ruido realmente, o al menos un ruido diferente a los habituales en las bulliciosas calles de Boston que les rodeaban, pero necesitaba justificar su inquieto insomnio. El nervioso tictac del reloj le hizo salir de la cama.

Salió al pasillo llevando una vela y sólo con un chaquetón sobre sus calzoncillos largos de franela blanca. Al pasar por delante de la habitación de Dickens vio que tenía la puerta abierta.

Parecía que la hubieran abierto de una patada. El pestillo interior estaba roto.

—Señor Dickens —llamo Tom.

Tom entró en la habitación. Por un instante, un pensamiento extraño cruzó su mente: sería muy inconveniente que alguien viera
dormir
a Charles Dickens. Pero la cama estaba revuelta y vacía, y no se veía ni rastro del novelista.

Recorrió el dormitorio del escritor buscando alguna señal de lucha y llamó con el puño a la puerta que daba a la habitación de Dolby. Cuando entró, Dolby se estaba poniendo la bata de noche.

—¿Qué pasa, Branagan? ¡Vas a despertar al jefe!

—Señor Dolby —dijo Tom señalando—, Dickens ha desaparecido.

—¿Qué? Dios santo —Dolby empezó a tartamudear, apenas capaz de llamar a la «¡po-policía!».

Y en ese momento Dickens en persona entró en la habitación.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó alarmado. Llegaba por la escalera secreta que conectaba a través de la puerta privada con su habitación.

—¡Jefe! —gritó Dolby yendo hacia el novelista a toda velocidad para abrazarle—. ¡Gracias a Dios! ¿Va todo bien?

—Por supuesto, mi querido Dolby.

Dickens les explicó que el recuerdo de la espantosa caricatura del Harper's, unido al punzante dolor de su pie, habían interrumpido su sueño y había decidido salir a dar una vuelta.

Dolby, anudándose el cinturón de su bata con aire de dignidad, se dirigió a su asistente.

—¿Lo ve, Branagan? Aquí no pasa nada. ¡El Jefe salió por la parte de atrás!

—Pero era la puerta de delante la que estaba abierta, y el pestillo roto —dijo Tom.

Dickens adoptó de repente una expresión de preocupación al comprobar en la puerta lo que le estaban contando.

—Dolby, llame a un empleado del hotel. ¡No, no llame! No quiero que toda la plantilla oiga el timbre. Vaya a buscar a alguien con discreción —Dickens se dirigió rápidamente a su escritorio e intentó abrir el cajón del centro. Pareció aliviado al descubrir que estaba cerrado con llave—. ¿Usted cree que ha entrado alguien aquí, señor Branagan? —preguntó Dickens.

—Señor, me parece muy probable —después de examinar la habitación durante unos instantes, Tom encontró un papel encima de la cama. Dolby regresó a la habitación.

—He mandado abajo a Kelly. ¿Falta algo, jefe?

Dickens había revisado sus pertenencias.

—Nada relevante. Excepto…

—¿Qué ocurre? —preguntó Dolby.

—Bueno, es una cosa muy rara, se van a reír. Pero he notado que ha desaparecido una de las almohadas, Dolby.

—¿Una
almohada
, jefe? —preguntó el aludido—. Branagan, ¿ha encontrado algo?

—Una carta, señor. La letra es difícil de leer.

Soy su más entusiasta incondicional en todo este país donde reina la vulgaridad. Anticipo con exquisito fervor el momento de tener su próximo libro en mis manos. Su próximo libro será el mejor de todos, lo sé sin lugar a dudas, porque es usted…

Tanto Dolby como Dickens estallaron en una carcajada de alivio, interrumpiendo la lectura de Tom.

—Señor Dickens, señor Dolby, no me parece que esto sea en absoluto cosa de risa. Es verdaderamente preocupante —rogó Tom.

—Señor Branagan, ¡por lo menos no era un soldado de la Hermandad Feniana! —exclamó Dickens.

—No es más que un inofensivo admirador que adora al jefe —dijo Dolby—. Nunca nos libraremos de ellos. Vamos a dejarlo así —añadió.

Tom insistió.

—Alguien ha entrado en la habitación por la fuerza y ha robado algo. ¿Y si el señor Dickens se hubiera encontrado en ella en ese momento? ¿Y si ese «inofensivo admirador» vuelve cuando el señor Dickens esté solo?

—¿Robado? ¿Ha dicho usted «robado»? Una nadería, una simple almohada —dijo Dolby ahora casi divertido con el incidente—. ¿Es que no ha visto el bar del hotel? Caramba, puede uno emborracharse con todo tipo de licor. Es el sitio perfecto para que cualquiera reúna el valor necesario para ese tipo de bromas.

Henry Scott le consiguió otra almohada al jefe y estiró la ropa de su cama. Tom le contó a Richard Kelly la versión abreviada de lo sucedido, pero también el agente de ventas encontró en el relato de los hechos un singular motivo de hilaridad.

—¡Y todo por una almohada dura como una piedra! —se regodeó Richard—. ¡La república de América!

—Señor Dolby, me gustaría quedarme haciendo guardia en la puerta del señor Dickens —dijo Tom volviéndose hacia su patrono.

—¡Ni hablar de eso! Yo le diré lo que tiene que hacer, Branagan —respondió Dolby con un grandilocuente gesto de la mano. Deslizó ésta hasta el extremo del bigote como si empuñara el tirador de una campanilla, pero fue interrumpido antes de que pudiera acabar.

Era Dickens.

—Si el señor Branagan desea enfrentarse a la humanidad en la puerta de mi habitación, yo le doy mis bendiciones.

—Gracias, señor —dijo Tom con una pequeña reverencia a Dickens.

Mientras ocupaba su lugar de vigilancia delante de la puerta, Tom dobló la nota y se la guardó en el bolsillo.

13

Los visitantes ingleses no tardaron en adaptarse a las peculiaridades de la vida en América: para que mereciera la pena, todo tenía que ser difícil. El viernes fue el incidente de la habitación de Dickens. El sábado por la tarde quedó decidido que bien alguien de su equipo o del personal del Parker estaría permanentemente en la puerta de la habitación de Dickens y le acompañaría en sus paseos diarios. Dolby informó a Tom Branagan de esta resolución durante el desayuno del sábado con aire de autoridad, pero él sospechaba que había sido Dickens en persona quien había solicitado este cambio. En apariencia, el novelista había adoptado una actitud frívola respecto a su propia seguridad, pero Tom había visto en sus ojos algo mas serio.

En un momento dado, Tom creyó que había localizado a su hombre. Pilló a un sujeto delgado con rasgos marcados merodeando alrededor de la habitación de Dickens. Resultó ser un revendedor de Nueva York que había tomado unas habitaciones junto a las del escritor con la esperanza de escuchar la hora y el lugar de la siguiente venta de entradas.

Cuando Dolby estaba de viaje por cuestiones de negocios y el señor Fields y el señor Osgood ocupados, Tom le acompañaba en sus largos paseos.

Si se paraba ante un escaparate, Dickens sólo contaba con unos segundos antes de que se agolpara una muchedumbre. Le complacía que las librerías de Boston celebraran su visita llenando las vitrinas con sus retratos fotográficos y pilas altísimas de sus libros que en ocasiones arrinconaban a
El ángel guardián
, la nueva novela del doctor Oliver Wendell Holmes, y a la recién publicada sensación literaria, el
Dante
de Longfellow. El novelista también frenaba el paso para ver cómo las tiendas de tabaco más emprendedoras ponían en primera fila el rapé Pickwick, los puros Little Nell y un juego de Navidad de Dickens (para chicos y mayores).

—¡Qué ingenuidad la del Centro del Universo! Eso es un americanismo, fíjese. En este país le llaman centro al eje de la rueda. ¡Puros Little Nell! Recuerde que hay que contárselo a Forster para mi biografía.

Dickens le dejó a Tom su bastón de paseo mientras entraba a echar un vistazo más detallado. En la espera, Tom casi se corta en la mano con un gran tornillo que sobresalía por un lado de la empuñadura.

Cuando Dickens salió fumando felizmente un puro Little Nell, Tom le preguntó si quería que le quitara el tornillo para evitar que se hiciera daño con él sin querer.

—¡Ni se le ocurra, Branagan! Es un tornillo puesto a propósito con el fin de hacerlo más útil. Verá, de vez en cuando acabo paseando por los pantanos —le contó mientras cruzaban la calle—. Los convictos trabajan en los alrededores. En caso de que uno escape, puedo utilizar el puño de este bastón como arma. Venga —dijo adoptando su voz un repentino tono agudo al tiempo que agarraba a Tom del brazo—. Huyamos del señor Pumblechook, que cruza la calle con intención de saludarnos —y luego, con una voz diferente—: No, por ese callejón. Viene el señor Micawber, apartémonos de su camino.

Tom ya estaba acostumbrado a esto. Dickens interpretaba con frecuencia los papeles de Pip, Ralph Nickleby o Dick Swiveller mientras paseaba para ensayar sus lecturas en público. A veces daba su paseo de después del desayuno por Beacon Street, conocida también como la Tierra Nueva, que, en su última visita a Boston, no era más que una desoladora ciénaga. Tras las nevadas alternadas con lluvia, ahora un espeso barro cubría las aceras. En aquel paseo en particular, cuando Dickens y Tom doblaron una esquina, una mujer vestida con traje formal que caminaba unos pasos detrás de ellos se detuvo, dedicando un cuidado extremo al lugar donde ponía el pie. Se inclinó mientras sacaba meticulosamente una hoja de papel de un bolso de tapicería. La presionó contra la grava donde ambos hombres habían pisado unos instantes antes. Después de dejar que se empapara de barro, la recogió. Con una cuchilla recortó el papel sobrante alrededor de la huella que había dejado la bota del novelista.
Una huella de Dickens. Una huella de Dickens perfecta
.

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