El último argumento de los reyes (86 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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¿Quién iba a ser sino Logen Nuevededos?

—Oh, mierda —maldijo el Sabueso. A ese hombre cada vez se le ocurrían ideas más peregrinas, pero eso no era ni mucho menos lo peor. Alguien le seguía por aquella especie de puente de cascotes. Escalofríos, con el hacha en una mano, el escudo al brazo y un ceño en su mugrienta cara que no hacía presagiar nada bueno.

—¡Mierda!

Hosco encogió sus hombros polvorientos.

—Mejor que les sigamos.

—Sí —el Sabueso hizo una seña con el pulgar a Sombrero Rojo, que acababa de levantarse del suelo y se estaba sacudiendo la suciedad de su zamarra—. Reúne a unos cuantos muchachos, ¿eh? —luego señaló la brecha con la hoja de su espada—. Vamos hacia allá.

Maldita sea, le habían entrado ganas de mear, como siempre.

Jezal retrocedía de espaldas por el vestíbulo en penumbra, sin apenas atreverse a respirar y sintiendo el picor del sudor en las manos, en el cuello, en la base de la espalda.

—¿A qué esperan? —preguntó alguien.

Por encima de ellos se oyó un leve crujido. Jezal levantó la vista hacia las oscuras vigas del techo.

—¿Han oído ese...?

Una difusa figura blanca atravesó el techo y aterrizó en el pasillo sobre uno de los Caballeros de la Escolta. Sus pies le dejaron dos profundas hendiduras en su peto y por el visor comenzó a manar la sangre.

La recién llegada obsequió a Jezal con una sonrisa.

—Saludos del Profeta Khalul.

—¡Por la Unión! —rugió otro Caballero lanzándose a la carga. Al instante su espada se precipitó con un zumbido sobre la mujer. Y al instante siguiente ésta se encontraba ya al otro lado del pasillo. La hoja de acero rebotó contra las piedras del suelo y el hombre perdió el equilibrio. La mujer apareció a su espalda, le agarró de las axilas, dobló ligeramente las rodillas, y el Caballero, pegando un chillido, salió lanzado hacia arriba y atravesó el techo. Una lluvia de yeso cayó al pasillo mientras la mujer agarraba del cuello a otro Caballero y le aplastaba la cabeza contra el muro con tanta fuerza que el hombre quedó incrustado en la mampostería con sus piernas acorazadas colgando en el aire. Las armas antiguas que había en las paredes se soltaron de sus soportes y cayeron en montón sobre su cuerpo.

—¡Por aquí! —el Juez Marovia arrastró al aturdido e indefenso Jezal hacia unas puertas doradas de doble hoja. Gorst alzó una de sus pesadas botas y las abrió de un puntapié. Entraron corriendo en la Cámara de los Espejos que, en ausencia de las numerosas mesas que allí se habían dispuesto para la boda de Jezal, no era más que un vasto espacio vacío recubierto de relucientes baldosas.

Salió disparado hacia la puerta del fondo, rodeado del eco de sus pisadas y de su respiración jadeante. Mientras corría, vio su propia imagen distorsionada en los espejos que tenía enfrente y a los lados. Una visión ridícula. Un rey payaso que huía en su propio palacio, con la corona torcida y la cara bañada en sudor y desencajada por el terror y el agotamiento. Se paró en seco, dando un patinazo, y, en su premura por detenerse, casi se cae al suelo. Gorst consiguió frenarse cuando ya estaba a punto de estrellarse contra su espalda.

Una de las gemelas estaba sentada en el suelo junto a la lejana puerta, con la espalda apoyada en la pared, cuyos espejos la reflejaban produciendo la impresión de que estaba apoyada en su propia hermana. Levantó lánguidamente una mano teñida de sangre carmesí y le saludó.

Jezal se volvió hacia las ventanas. Antes de que tuviera tiempo de plantearse la posibilidad de saltar por una de ellas, la otra gemela irrumpió en la sala en medio de una nube de centelleantes añicos, rodó varias veces por la pulida superficie del suelo y se enderezó deteniéndose con un resbalón.

Se pasó una mano por su melena dorada, bostezó y chasqueó los labios.

—¿Has tenido alguna vez la sensación de que siempre son los otros los que se lo pasan bien?

La hora de la verdad

Sombrero Rojo tenía razón. No había motivo para que nadie muriera allí. Nadie, excepto el Sanguinario. Ya era hora de que ese bastardo cargara con su parte de responsabilidad.

—Sigo vivo —susurró Logen—. Sigo vivo —dobló la esquina de un edificio blanco y llegó al parque.

Recordó los tiempos en que aquel lugar estaba lleno de gente. Riendo, comiendo, charlando. Ahora ya no había risas. Vio numerosos cadáveres desperdigados por el césped. Unos con armadura, otros no. En la distancia se oía un fragor, una batalla lejana quizá. Más cerca, lo único que se oía era el silbido del viento que soplaba a través de las ramas desnudas y el chasquido de sus pies sobre la gravilla. Cuando se acercó a los muros del palacio, sintió un hormigueo en la piel.

Los portalones habían desaparecido, sólo quedaban sus goznes retorcidos, que colgaban del arco de acceso. Al otro lado, los jardines estaban sembrados de cadáveres. Hombres con armaduras abolladas y manchadas de sangre. En el sendero de delante de las puertas los había a montones, aplastados y destrozados, como si alguien los hubiera machacado con un martillo gigante. Uno estaba cortado exactamente por la mitad y cada uno de los dos pedazos descansaba sobre un charco de sangre.

En medio de aquella carnicería había un hombre de pie, enfundado en una armadura blanca salpicada de rojo. El viento que barría los jardines le agitaba el pelo por delante de la cara, cuya tez era tan tersa como la de un bebé. Contemplaba con el ceño fruncido un cadáver que había a sus pies; sin embargo, cuando Logen cruzó la puerta, levantó la cabeza y le miró. Sin odio y sin miedo. Sin alegría y sin tristeza. Sin nada de nada.

—Estás muy lejos de tu patria —le dijo en norteño.

—Tú también —Logen estudió aquel rostro vacío—. ¿Eres un Devorador?

—Confieso mi crimen.

—Todos somos culpables de algo —Logen levantó su espada con una mano—. ¿Empezamos?

—Yo sólo vine aquí a matar a Bayaz. A nadie más.

Logen echó una ojeada a los cuerpos destrozados que había esparcidos por los jardines.

—¿Y estos de aquí qué son?

—Una vez que te decides a matar, es difícil decidir cuál ha de ser el número de muertos.

—Eso es cierto. Mi padre decía que la sangre sólo trae más sangre.

—Un hombre sabio.

—Ojalá le hubiera escuchado.

—A veces no es fácil saber dónde está... la verdad —el Devorador levantó su mano derecha, que estaba empapada de sangre, y la miró con el ceño fruncido—. Es apropiado que un hombre justo tenga... dudas.

—Si tú lo dices. Yo no conozco demasiados hombres justos.

—Antes yo creía que sí. Ahora, ya no estoy seguro. ¿Hemos de luchar?

Logen respiró hondo.

—Eso parece.

—Sea, pues.

La embestida fue tan veloz que no le dio tiempo a levantar la espada, y menos aún a balancearla hacia atrás. Logen consiguió esquivarle, pero algo le golpeó en las costillas. ¿Un codo, una rodilla, un hombro? No lo sabía. Tampoco es fácil saberlo cuando se está rodando por el suelo y todo da vueltas a tu alrededor. Intentó ponerse de pie y vio que no podía. Lo más que pudo hacer fue levantar unos centímetros la cabeza. Cada uno de sus jadeos le producía un dolor lacerante. Se dejó caer y fijó la vista en el firmamento blanco. Bien pensado, tal vez hubiera sido mejor quedarse fuera de las murallas. Tal vez debería haber dejado que los muchachos se quedaran descansando entre los árboles hasta que las cosas se hubieran calmado un poco.

La alta figura del Devorador surgió difusa ante sus ojos: una silueta negra recortada sobre las nubes.

—Lamento todo esto. Rezaré por ti. Rezaré por ti y por mí —y levantó su pie acorazado.

Un hacha se estampó contra su cara e hizo que se apartara tambaleándose. Logen sacudió la cabeza para despejarse y tomó aire. Luego se apoyó en un codo y se fue incorporando mientras se apretaba el costado con la otra mano. Vio que un puño metálico de color blanco se estrellaba contra el escudo de Escalofríos. El impacto fue tan brutal que arrancó un buen trozo del borde y puso a Escalofríos de rodillas. Una flecha rebotó en la placa que cubría el hombro del Devorador, y cuando éste se volvió, tenía una raja ensangrentada abierta en un lado de la cabeza. Otra flecha le entró limpiamente por el cuello. Hosco y el Sabueso estaban en la puerta, con los arcos en alto.

El Devorador se acercó a ellos a grandes zancadas, levantando un viento que arrancaba la hierba a su paso.

—Hummm —soltó Hosco.

El Devorador le embistió con su codo acorazado. Hosco salió volando, se estrelló contra un árbol que había a unas veinte zancadas y cayó al suelo hecho un guiñapo. El Devorador alzó el otro brazo para fulminar al Sabueso y un Carl le clavó una lanza y le obligó a retroceder. Más norteños irrumpieron por las puertas y se abalanzaron sobre el Devorador pegando aullidos y descargando sobre él una lluvia de golpes con sus hachas y espadas.

Logen se dio la vuelta, se arrastró por el césped y agarró su espada, arrancando de paso unos cuantos puñados de hierba húmeda. Un Carl se derrumbó a su lado con el cráneo cubierto de sangre. Logen apretó los dientes y se lanzó a la carga blandiendo la espada con ambas manos.

El filo penetró en el hombro del Devorador, atravesó la armadura y le abrió una raja hasta la altura del pecho, que lanzó un chorro de sangre a la cara del Sabueso. Casi al mismo tiempo, otro de los Caris le alcanzó de pleno en el costado con una maza, le machacó el brazo y le hizo una profunda abolladura en el peto de su armadura.

El Devorador se tambaleó y Sombrero Rojo le soltó un tajo en una pierna, que le hizo caer de rodillas. La sangre manaba de sus múltiples heridas y chorreaba por entre las abolladuras de su armadura blanca formando un charco sobre el camino. Considerando que tenía la cara medio desprendida, no era fácil asegurarlo, pero a Logen le pareció que sonreía.

—Libre —susurró.

Logen alzó la espada del Creador y le separó la cabeza de los hombros.

De pronto se había levantado un viento que se arremolinaba por las sucias calles, silbaba entre los edificios calcinados y arrojaba polvo y ceniza a la cara de West mientras cabalgaba hacia el Agriont. Para hacerse oír, tuvo que gritar.

—¿Qué tal vamos?

—¡Se les han quitado las ganas de seguir luchando! —vociferó Brint—. ¡Están en plena retirada! ¡Debían de estar tan ansiosos por sitiar el Agriont que no contaban con que apareciésemos nosotros! ¡Ahora huyen atropelladamente hacia el oeste! ¡Aún se combate en las proximidades de la Muralla de Arnault, pero Orso los ha expulsado de las Tres Granjas!

West divisó la familiar silueta de la Torre de las Cadenas por encima de unas ruinas y espoleó el caballo para llegar allí cuanto antes.

—¡Bien! ¡Si logramos alejarles del Agriont, tendremos casi ganada la batalla! Entonces podremos... —se interrumpió cuando doblaron una esquina y tuvieron ya a la vista la puerta occidental de la ciudadela. O, para más exactitud, el lugar donde antes había estado.

Tardó un momento en comprender lo que significaba aquello. La Torre de las Cadenas se alzaba a un lado de una brecha gigantesca abierta en la muralla del Agriont. La barbacana, así como grandes sectores de la muralla a ambos lados, estaba derrumbada, y los restos llenaban el foso o se diseminaban por lo que quedaba de las calles aledañas.

Los gurkos estaban dentro del Agriont. El corazón mismo de la Unión estaba en peligro.

En ese mismo momento, un poco más adelante, una caótica batalla estaba teniendo lugar delante de la ciudadela. West hincó las espuelas al caballo y avanzó entre soldados rezagados y heridos hasta la misma sombra de la muralla. Vio a una fila de ballesteros arrodillados lanzar una andanada que abatió a numerosos soldados gurkos. A su lado, un hombre gritó al viento cuando otro intentó hacerle un torniquete en el muñón ensangrentado de una pierna.

La expresión de Pike era más taciturna que nunca.

—Deberíamos quedarnos más atrás, señor. Aquí no estamos a salvo.

West no le hizo caso. Cada hombre tenía que cumplir con su obligación, sin excepciones.

—¡Hay que formar aquí una línea! ¿Dónde está el General Kroy? —el sargento ya no le escuchaba. Miraba embobado hacia arriba con la boca abierta. West se dio la vuelta en la silla.

Una nube negra se elevaba sobre el extremo occidental de la ciudadela. Al principio le pareció que era un remolino de humo, pero al afinar un poco más su sentido de la proporción, West se dio cuenta de que se trataba de una masa de objetos que giraban. Una masa ingente. Innumerables toneladas de materia. Sus ojos siguieron el remolino que cada vez ascendía más y más. Las propias nubes se desplazaban por su influjo y giraban lentamente alrededor de la espiral que subía por el cielo. Los combates fueron perdiendo fuelle: tanto los soldados de la Unión como los gurkos comenzaban a pararse para contemplar absortos el vertiginoso pilar que se alzaba sobre el Agriont, en comparación con el cual, la Torre de las Cadenas parecía un simple dedo negro que se recortaba sobre él, y la Casa del Creador, más al fondo, era poco más que un insignificante alfiler.

Y entonces empezaron a caer objetos del cielo. Primero, bastante pequeños. Astillas, polvo, hojas, trozos de papel. Luego un palo no más grande que la pata de una silla, que rebotó sobre el pavimento. Un soldado dio un grito cuando una piedra del tamaño de un puño le golpeó en un hombro. Los que no estaban luchando retrocedieron, se agacharon, se protegieron la cabeza con sus escudos. El viento se hacía cada vez más salvaje: la ropa tremolaba en medio de la tormenta, los hombres se bamboleaban o se doblaban para no perder la verticalidad, mientras entornaban los ojos y apretaban los dientes. La columna giratoria cada vez era más ancha, más oscura, más veloz y más alta, hasta el punto de que ya parecía tocar el cielo. West alcanzó a distinguir recortadas sobre el fondo de nubes blancas unas motas que bailoteaban en sus bordes como enjambres de jejenes en un día de verano.

Sólo que aquello eran enormes bloques de piedra, madera y metal que, por alguna extraña aberración de la naturaleza, habían sido succionados hacia los cielos y se habían puesto a volar. Ni sabía ni entendía lo que estaba pasando. Lo único que podía hacer era mirarlo boquiabierto.

—¡Señor! —le bramó Pike al oído, mientras agarraba la brida de su caballo—. ¡Tenemos que irnos, señor!

En ese momento un gran pedazo de mampostería cayó al suelo no muy lejos de ellos. El caballo de West se puso de manos y relinchó aterrorizado. El mundo entero se tambaleó, giró sobre sí y luego reinó la oscuridad durante un tiempo que West no pudo determinar.

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