El último argumento de los reyes (81 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Entonces vamos a tener que improvisar —sacó una docena de clavos largos y los esparció ruidosamente por encima de la mesa. Luego sacó el martillo, cuya cabeza estaba tan pulida que relucía—. Supongo que se dará cuenta de adónde va a parar todo esto.

—No. ¡No! Podemos buscar una solución... —Glokta colocó la punta de un clavo sobre la muñeca de Goyle—. ¡Aaah! ¡Espera! ¡Espera!

—¿Tiene la bondad de sujetarme esto? No tengo más que una mano libre.

Cosca cogió delicadamente el clavo entre el índice y el pulgar.

—Cuidado con dónde apunta con el martillo, ¿eh?

—No se preocupe. Soy muy preciso.
Tengo mucha práctica
.

—¡Espere! —chilló Goyle.

El martillo produjo tres leves ruidos metálicos, de una sonoridad tan escasa que resultaba casi decepcionante, y el clavo atravesó los huesos del antebrazo y se hundió en la madera. Goyle aulló de dolor y escupió sangre sobre la mesa.

—Vamos, vamos, Superior, comparado con lo que les hacía usted a los prisioneros en Angland esto es cosa de niños. Procure calmarse. Si grita así ahora, no le va a quedar nada para luego —el mercenario gordo cogió con sus rechonchas manos la muñeca de Goyle y la arrastró por encima del mapa de la Unión.

—¿Otro clavo? —preguntó Cosca levantando una ceja.

—Ah, ya le va cogiendo el tranquillo.

—¡Espere! ¡Aaay! ¡Espere!

—¿Por qué? Esto es casi lo más divertido que hago desde hace seis años. No me escatime mis buenos momentos. Tengo muy pocos —Glokta levantó el martillo.

—¡Espere!

Clic.

Goyle volvió a bramar de dolor. Clic. Y otra vez. Clic. El clavo atravesó el brazo y el que fuera el azote de las colonias penales de Angland quedó clavado a la mesa con los brazos abiertos.
Supongo que a esto es a lo que conduce la ambición cuando no se tiene talento. Enseñar a alguien a ser humilde es mucho más sencillo de lo que parece. Lo único que hace falta para desinflar nuestra arrogancia son uno o dos clavos en el lugar adecuado
. La respiración de Goyle silbó por entre sus dientes manchados de sangre mientras sus dedos se hincaban en la madera. Glokta movió la cabeza con desaprobación.

—Yo que usted dejaría de removerme. Con eso sólo conseguirá desgarrarse la carne.

—¡Va a pagar por esto, maldito tullido cabrón! ¡Puede estar seguro!

—Oh, yo ya he pagado —Glokta trazó un pausado círculo con el cuello intentando que sus quejosos músculos se le aflojaran al menos durante una fracción de segundo—. Estuve, no recuerdo bien cuánto tiempo, pero calculo que varios meses, en una celda más pequeña que una cómoda. Demasiado pequeña para estar de pie e incluso para sentarse derecho. Cada postura posible significaba agonizar de dolor. Cientos de interminables horas envuelto en tinieblas con un calor sofocante. De rodillas sobre el repugnante estiércol de mi propia mierda, retorciéndome, contorsionándome, intentando coger un poco de aire para respirar. Mendigando un agua que mis carceleros dejaban caer gota a gota por una rejilla abierta en el techo. Algunas veces meaban por allí y yo les estaba agradecido. Nunca he podido ponerme derecho desde entonces. La verdad, no sé cómo no perdí la razón.

—Glokta lo pensó un momento y luego se encogió de hombros. —Quizá la perdiera. Sea como sea, esos fueron mis sacrificios. ¿Qué está usted dispuesto a sacrificar, sólo por guardar los secretos de Sult?

No hubo más respuesta que el ruido de la sangre que corría por debajo de los antebrazos de Goyle, alrededor de la piedra brillante que señalaba el Pabellón de los Interrogatorios de la ciudad de Keln.

—Hummm —Glokta sujetó con fuerza el bastón y se inclinó para susurrarle a Goyle al oído—. Entre los huevos y el ano hay un trocito de carne. No se puede ver, a menos que uno sea un contorsionista o sienta una afición enfermiza por los espejos. Ya sabe a qué trocito me refiero. Los hombres se pasan horas pensando en lo que tienen delante y casi las mismas horas pensando en lo que tienen detrás. ¿Pero a ese pedacito de carne? Ni caso. Lo cual es una injusticia —cogió unos cuantos clavos y los hizo tintinear suavemente ante la cara de Goyle—. Hoy voy a acabar con esa injusticia. Empezaré por ahí y luego seguiré hacia afuera, y créame, cuando termine se pasará el resto de sus días pensando en ese trocito de carne. O, por lo menos, en el lugar en donde solía estar antes. Practicante Cosca, ¿tiene la bondad de ayudar al Superior a salir de sus pantalones?

—¡En la Universidad! —bramó Goyle. Las abundantes entradas de su cabeza estaban bañadas de sudor—. ¡Sult está en la Universidad!

¿Tan pronto? Casi decepcionante. Pero muy pocos matones aguantan bien una paliza.

—¿Qué hace allí a estas horas?

—Esto... No lo...

—No es suficiente. Los pantalones, por favor.

—¡Silber! ¡Está con Silber!

Glokta arrugó la frente.

—¿El Administrador de la Universidad?

Los ojos de Goyle pasaron de Glokta a Cosca y de nuevo volvieron a Glokta. Luego los cerró con fuerza.

—¡El Adepto Demoníaco!

Se produjo un momento de silencio.

—¿El qué?

—¡Silber no se limita a administrar la Universidad! También hace... experimentos.

—Dígame qué clase de experimentos —Glokta pinchó la cara ensangrentada de Goyle con la cabeza del martillo—. ¿O prefiere que le clave la lengua a la mesa?

—¡Experimentos ocultos! ¡Sult lleva mucho tiempo dándole dinero! ¡Desde que llegó el Primero de los Magos! ¡Puede que antes!

¿Experimentos ocultos? ¿Financiados por el Archilector? No me suena al estilo de Sult, pero así se explica por qué esos malditos Adeptos esperaban obtener dinero de mí la primera vez que fui a verlos. Y por qué Vitari y su circo se han instalado allí ahora.

—¿Qué experimentos?

—¡Silber... puede ponerse en contacto... con el Otro Lado!

—¿Qué?

—¡Es verdad! ¡Yo mismo lo he visto! Ha aprendido unas cosas, unos secretos, que no se pueden llegar a conocer de otra manera, y ahora...

—¿Sí?

—Dice que ha encontrado una forma de hacerlos venir —¿A quién?

—¡A los Desveladores de Secretos, así es como él los llama!

Glokta se pasó la lengua por los labios resecos.

—¿Demonios?
Creí que a Su Eminencia le irritaban las supersticiones y resulta que durante todo este tiempo... ¡Hace falta desfachatez!

—Dice que los puede mandar contra sus enemigos. ¡Contra los enemigos del Archilector! ¡Y están dispuestos a hacerlo!

Glokta sintió una palpitación en el ojo izquierdo y lo presionó con el dorso de la mano.
Hace un año me hubiera desternillado de risa y le hubiera clavado al techo. Pero ahora las cosas son distintas. Entramos en la Casa del Creador. Vimos a Shickel sonriendo mientras su cuerpo se quemaba. ¿No hay Devoradores? ¿No hay Magos? Entonces, ¿por qué no va a haber demonios?

—¿Qué enemigos?

—¡El Juez Marovia! ¡El Primero de los Magos! —Goyle cerró los ojos de nuevo—. El Rey —añadió gimoteando.

Aaaah. El Rey. Esas dos palabras pertenecen al tipo de magia que a mí me gusta
. Glokta se volvió hacia Ardee y le enseñó los huecos de su dentadura.

—¿Quiere tener la amabilidad de preparar un pliego de confesión?

—¿Que si...? —miró a Glokta un momento con los ojos muy abiertos. Luego corrió a la mesa del Archilector, arrancó un trozo de papel y una pluma y la metió en el tintero. Hizo una pausa, con la mano temblorosa—. ¿Qué escribo?

—No sé, algo así como: «Yo, el Superior Goyle, confieso ser cómplice de una conspiración encabezada por Su Eminencia el Archilector Sult para...
¿Cómo exponerlo?
...emplear artes diabólicas contra Su Majestad el Rey y los miembros de su Consejo Cerrado.

La punta de la pluma arañaba torpemente el papel, desperdigando pequeños borrones de tinta por su superficie. Ardee se lo entregó.

—¿Está bien?

Glokta recordó los inmaculados documentos que extendía el Practicante Frost. La elegante y fluida escritura, la fraseología perfecta.
Cada pliego de confesión, una obra de arte
. Contempló tristemente los garabatos contenidos en el papel plagado de manchas de tinta que tenía en la mano.

—A un solo escalón de ser ilegible, pero valdrá —deslizó el documento bajo la mano temblorosa de Goyle, quitó la pluma a Ardee y se la metió entre los dedos—. Firme.

Goyle gimió, sorbió por la nariz y garabateó como pudo su nombre al pie, con el brazo clavado a la mesa.
He ganado, y por una vez, el sabor que me ha quedado en la boca es casi dulce
.

—Excelente —dijo—. Sáquenle esos clavos y busquen algo parecido a una venda. Sería una lástima que muriera desangrado antes de tener la ocasión de declarar. Pero pónganle una mordaza, ya he oído bastantes gritos. Le llevaremos ante el juez.

—¡Espere! ¡Espere! ¡Glgrlg...! —los gritos de Goyle se interrumpieron bruscamente cuando el mercenario de los forúnculos le metió en la boca un trapo mugriento. El enano sacó los alicates de la caja.
Hemos llegado hasta aquí y seguimos vivos. ¿Tenemos o no tenemos suerte?
Glokta se acercó renqueando a la ventana y una vez allí extendió sus doloridas piernas. Cuando salió el primer clavo del brazo de Goyle se oyó un chillido, pero los pensamientos de Glokta estaban muy lejos. Contempló la Universidad, cuyos chapiteles se elevaban entre el humo oscuro como garras.
¿Experimentos ocultos? ¿Invocaciones y envíos de demonios?
Se lamió con amargura sus encías desnudas.
¿Qué está pasando aquí?

—¿Qué está pasando ahí fuera?

Jezal paseaba de un lado para otro por la terraza de la Torre de las Cadenas de una forma que esperaba hiciera pensar en un tigre enjaulado, pero que probablemente se acercaba más a la de un criminal en la mañana de su muerte en la horca.

El humo había tendido un velo de hollín sobre la ciudad y era imposible distinguir lo que ocurría a una distancia que superara el medio kilómetro. Los miembros del Estado Mayor de Varuz, que se desplegaban alrededor del parapeto, gritaban de vez en cuando noticias inútiles y contradictorias. Se combatía en las Cuatro Esquinas, en la Vía Media, en todo el centro de la ciudad. Se luchaba en la tierra y en el mar. Tan pronto se perdía toda esperanza, como se creía en la inmediata liberación. Pero de una cosa no había duda. Ahí abajo, más allá del foso del Agriont, el embate de los gurkos se mantenía incólume.

Las flechas continuaban lloviendo sobre la plaza, pero por cada gurko que caía muerto, por cada herido que era retirado apresuradamente, otros cinco salían vomitados por los edificios incendiados, como abejas de una colmena en llamas. Un enjambre de centenares de soldados rodeaba todo el perímetro del Agriont formando un anillo cada vez más poderoso de hombres y acero. Se agachaban bajo grandes pantallas de madera y lanzaban flechas contra las murallas. El retumbar de los tambores se había ido acercando poco a poco y ahora resonaba por toda la ciudad. Mirando por el catalejo, con todos sus músculos en tensión debido al esfuerzo que tenía que hacer para mantenerlo inmóvil, Jezal había advertido la presencia de unas extrañas figuras en medio de las masas gurkas.

Unas figuras altas y gráciles, que destacaban por sus armaduras de un blanco perla con rebordes dorados y que se movían entre los demás soldados, señalando, dando órdenes, dirigiendo. Cada vez con más frecuencia señalaban el puente que conducía a la puerta occidental del Agriont. Negros pensamientos comenzaban a formarse en la mente de Jezal. ¿Serían esas las Cien Palabras de Khalul? ¿Unos seres surgidos de los rincones más oscuros de la historia para llevar al Primero de los Magos ante la justicia?

—Aun sabiendo que no puede ser así, yo diría que se están preparando para un ataque.

—No hay nada que temer —graznó Varuz—. Nuestras defensas son inexpugnables —su voz temblaba y se había quebrado al pronunciar la última palabra, lo cual, por supuesto, no contribuyó precisamente a levantar los ánimos de los presentes. Hacía sólo unas semanas, nadie habría osado sugerir que el Agriont podría caer alguna vez. Pero tampoco nadie hubiera soñado que alguna vez llegaría a verse sitiado por legiones de soldados gurkos. Estaba claro que las reglas habían cambiado. De pronto, sonó un estruendo de trompetas.

—Allá abajo —murmuró alguno de los miembros del Estado Mayor.

Jezal miró a través del catalejo que le habían dejado. Arrastrándolo a través de las calles, habían sacado un carro enorme, una especie de casa de madera con ruedas, recubierta de placas metálicas. En aquel mismo momento, soldados gurkos, al mando de dos hombres con armadura blanca, la estaban cargando con toneles.

—Polvo explosivo —dijo alguien con voz tétrica.

Jezal sintió en su brazo la mano de Marovia.

—Majestad, sería conveniente que os retirarais.

—Si no estoy seguro aquí, ¿dónde cree que estaré fuera de peligro?

—El Mariscal West no tardará en liberarnos, estoy seguro. Pero, mientras tanto, el palacio es el lugar más seguro. Yo os acompaño —esbozó una sonrisa como disculpándose—. Me temo que a mi edad, de poco serviría en las murallas.

Gorst señaló las escaleras con su guantelete.

—Por aquí.

—Por aquí —gruñó Glokta cojeando por el vestíbulo todo lo rápido que le permitían sus destrozados pies. Le seguía Cosca.
Golpe, toque y dolor
.

En la antesala del despacho del Juez sólo quedaba un secretario, que los miraba con desaprobación por encima de unas titilantes antiparras.
Seguramente los demás se han enfundado unas armaduras poco adecuadas y están defendiendo las murallas. O, lo que es más probable, se han encerrado con llave en sus sótanos. Ojalá estuviera yo con ellos
.

—Me temo que Su Señoría está ocupado.

—Oh, no se preocupe, a mí me recibirá —Glokta siguió andando sin detenerse, puso la mano sobre el picaporte de la puerta y, sorprendido, la retiró. El metal estaba helado.
Más frío que el infierno
. Lo hizo girar con las puntas de los dedos y abrió una rendija. Una oleada de vapor blanco se introdujo en la antesala como la niebla que en pleno invierno se posa sobre los valles nevados de Angland.

En la habitación contigua hacía un frío de muerte. El pesado mobiliario de madera, los viejos paneles de roble, los sucios cristales de las ventanas, todo brillaba cubierto de blanca escarcha, incluidas las pilas de documentos jurídicos. En una mesa que había junto a la puerta debía de haberse roto una botella de vino, porque ahora se veía sobre ella un bloque de hielo de color rosa en forma de botella y varios trozos de cristal centelleante.

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