El último argumento de los reyes (41 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Recogió de entre los charcos del adarve su espada, cuya hoja mate relucía llena de gotas de agua. Muy cerca de él uno de los Caris de Escalofríos trataba de deshacerse de un oriental que había saltado desde lo alto de una escala. Intercambiaron un par de golpes, hacha contra escudo, y luego un fallido tajo de espada que barrió el aire. El brazo con el que el oriental blandía el hacha volvió a alzarse y Logen se lo cortó por el codo, se tiró sobre él y le derribó. El Carl le remató soltándole un tajo en el cráneo y luego señaló con la punta ensangrentada de su espada por encima del hombro de Logen.

—¡Allí!

Un oriental con una enorme nariz aguileña acababa de llegar a lo alto de la escala y se encontraba inclinado sobre las almenas con el brazo derecho echado hacia atrás para arrojar una lanza. Con un rugido, Logen se abalanzó sobre él.

Abrió mucho los ojos y la lanza tembló en su mano: ya era demasiado tarde para lanzarla. Intentó quitarse de en medio agarrándose a la madera mojada con su mano libre, pero sólo consiguió arrastrar la escala hacia un lado raspando las almenas. La espada de Logen se le clavó bajo el brazo y el oriental se fue hacia atrás con un gruñido y dejó caer su lanza. Logen volvió a acometerle, resbaló, la estocada le quedó demasiado larga y le faltó poco para caer en sus brazos. El narigudo le agarró y trató de arrojarle por encima del parapeto. Logen le atizó en plena cara con el mango de la espada y la cabeza del oriental salió rebotada hacia atrás, luego, le asestó un segundo golpe que le rompió varios dientes. El tercero le dejó sin sentido y el narigudo cayó a plomo desde la escala llevándose consigo al fango a un compañero que venía detrás.

—¡Venga ese palo! —gritó Logen al Carl de la espada.

—¿Qué?

—¡Ese palo, maldito imbécil!

El Carl agarró un palo empapado y se lo tiró entre la lluvia. Logen dejó caer la espada, encajó el extremo ahorquillado del madero en un travesaño de la escala y empujó con todas sus fuerzas. El Carl se acercó, añadió su peso al de él y la escala crujió, se bamboleó y empezó a irse hacia atrás. Por encima de las almenas apareció la cara sorprendida de un oriental. Vio el palo. Vio a Logen y al Carl jadeando. Y al apartarse la escala de la muralla, cayó de espaldas sobre las cabezas de los que esperaban abajo.

En otro punto de la muralla habían fijado otra escala y los orientales empezaban a trepar por ella con los escudos sobre sus cabezas mientras Sombrero Rojo y sus muchachos les arrojaban piedras. En el tramo de la muralla de Dow algunos habían llegado ya arriba, y desde allí le llegaban los gritos del combate, los ruidos de la matanza. Logen se mordió el labio herido mientras se preguntaba si no debería acudir en su ayuda. Decidió no hacerlo. Dentro de nada le iban a necesitar donde estaba.

Cogió la espada del Creador, hizo una seña al Carl que le había ayudado, se irguió y contuvo la respiración. Esperó a que los orientales reanudaran el ataque, mientras a su alrededor los hombres luchaban y mataban y morían.

Demonios en un infierno frío, lluvioso y sangriento. Sólo llevaba allí cuatro días y le parecía que había estado toda la vida. Como si nunca se hubiera marchado. Y es que quizá no se había marchado nunca.

Como si la vida del Sabueso no fuera ya bastante complicada, encima tenía que llover.

La lluvia era el peor enemigo de un arquero. Después de ser derribado por hombres a caballo, quizá. Pero no era probable que los hubiera encima de una torre. Los arcos estaban resbaladizos, las cuerdas mojadas y las plumas saturadas de agua, todo lo cual hacía que los disparos fueran casi ineficaces. La lluvia les estaba costando su ventaja, y eso era para preocuparse, pero les podía llegar a costar mucho más que eso antes de que acabara el día. Había tres gigantescos bastardos junto a las puertas, dos de ellos descargando unas pesadas hachas contra la madera reblandecida y el tercero intentando introducir una palanca en los agujeros que habían abierto en el maderámen.

—¡Como no acabemos con ellos, las puertas se van a venir abajo! —gritó el Sabueso.

—Hummm —dijo Hosco sacudiendo la cabeza y logrando con ese movimiento que su mata de pelo se convirtiera en un escobón que escupía lluvia.

Costó bastante que él y Tul se entendieran con un intercambio de gestos y gritos, pero al final el Sabueso consiguió que un montón de muchachos se alinearan junto al parapeto. Tres veintenas de arcos empapados bajados al mismo tiempo, todos echados hacia atrás con un crujido, todos apuntando a ese portón. Tres veintenas de hombres concentrados, apuntando a un mismo blanco, todos ellos chorreando agua y mojándose más y más a cada minuto.

—¿Listos? ¡Disparad!

Todos los arcos dispararon más o menos a la vez, produciendo un ruido sordo. Las flechas volaron hacia abajo, rebotaron en el muro húmedo, se alojaron en la madera rugosa de las puertas y agujerearon el lugar donde estuvo el foso antes de convertirse en una masa de fango. Desde luego no podía decirse que los disparos hubieran sido muy precisos, pero eran muchas flechas y, a falta de precisión, hay que contentarse con el número. El oriental de la derecha dejó caer el hacha con tres flechas clavadas en el pecho y una atravesándole una pierna. El de la derecha resbaló, se cayó de costado y se arrastró para ponerse a cubierto, con una flecha alojada en el hombro. El de la palanca cayó de rodillas manoteando y luego se echó un brazo atrás para tratar de arrancar la flecha que tenía clavada en la parte baja de la espalda.

—¡Muy bien, perfecto! —gritó el Sabueso.

Nadie más intentó atacar el portón, lo cual era muy de agradecer. Quedaban todavía muchas escalas, pero eso ya era más difícil desde el lugar en que estaban. Con el tiempo infernal que hacía, lo mismo podían acabar con los suyos que con el enemigo. El Sabueso apretó los dientes y lanzó una inofensiva flecha húmeda hacia la multitud de abajo. La muralla era cosa de Escalofríos, y de Dow, y de Sombrero Rojo. La muralla era cosa de Logen.

Se oyó un crujido tremendo, como si el cielo acabara de derrumbarse. El mundo se convirtió en un torbellino brillante que se movía con gran lentitud y todo se llenó de ecos. Logen avanzaba dando tumbos por aquel espacio onírico, con la espada colgando de sus dedos inertes. Se chocó con la muralla y forcejeó con ella para que dejara de moverse mientras intentaba comprender lo que había pasado sin conseguirlo.

Dos hombres se peleaban por una lanza, dando vueltas y vueltas, y Logen no conseguía recordar por qué. Un hombre de pelo largo recibió al ralentí un mazazo en el escudo, del que saltaron un par de astillas, y luego se puso a hacer molinetes con un hacha, enseñando unos dientes brillantes, y le barrió las piernas a un hombre de aspecto brutal. Había hombres por todas partes, mojados y furiosos, sucios y manchados de sangre. ¿Una batalla, quizá? ¿Y de qué lado estaba él?

Sintió una especie de picor caliente en un ojo y se lo tocó con la mano. Contempló las yemas de los dedos, que se volvían de color rosa bajo la lluvia. Sangre. ¿Es que alguien le había dado un golpe en la cabeza? ¿O era un sueño? Un recuerdo de hace mucho tiempo.

Se dio vuelta antes de que la maza cayera y le cascara el cerebro como un huevo y agarró con las dos manos las muñecas de un peludo hijo de mala madre. El mundo se aceleró de pronto, se llenó de ruidos y la cabeza de Logen palpitó de dolor. Se lanzó contra el parapeto y se encontró con una cara sucia, barbuda e iracunda, pegada a la suya.

Soltó una mano de la maza y buscó un cuchillo en su cinturón. No encontraba ninguno. La de tiempo que se había pasado afilando todos esos cuchillos, y ahora que necesitaba uno, no daba con él. Entonces se dio cuenta. La hoja afilada que buscaba estaba clavada en el cabrón feo aquel que estaba caído en el barro al pie de la muralla. Rebuscó al otro lado del cinturón, sin soltar la maza, pero ahora perdiendo la batalla al no poder usar más que una mano. Poco a poco, Logen se iba encontrando cada vez más doblado sobre el parapeto. Por fin, sus dedos encontraron un cuchillo. El oriental melenudo liberó su maza y la blandió abriendo la boca de par en par y soltando un alarido.

Logen le apuñaló en plena cara y la hoja le entró por una mejilla y le salió por la otra, llevándose por delante un par de dientes. El bramido del melenudo se convirtió en un estridente alarido. Soltó la maza y se apartó tambaleándose con los ojos fuera de las órbitas. Logen se agachó, sacó su espada de entre los pies de los dos que luchaban por una lanza, esperó un momento a que el oriental volviera a pasar a su lado, y le dio un tajo en el muslo que le hizo caer al suelo gritando en un lugar donde el Carl podría dar buena cuenta de él.

El peludo sangraba profusamente y estaba tirando del mango del cuchillo que le atravesaba la cara para intentar arrancárselo. La espada de Logen le abrió una raja roja en las pieles que le cubrían el costado, y el oriental cayó de rodillas. El siguiente golpe le partió la cabeza en dos.

A menos de diez zancadas, Escalofríos pasaba por una situación muy apurada: tres orientales le tenían acorralado, otro empezaba a asomar ya en lo alto de una escala y sus muchachos estaban demasiado ocupados para acudir en su auxilio. Recibió un mazazo en el escudo, cayó hacia atrás y el hacha se le escapó de la mano y resonó contra las piedras. Por la mente de Logen cruzó el pensamiento de que él estaría más cómodo si a Escalofríos le aplastaban la cabeza. Pero todo apuntaba a que la suya sería la siguiente.

Así que respiró hondo, soltó un bramido y se lanzó al ataque.

El primero se volvió justo a tiempo de que le abriera la cara en vez del cráneo. El segundo levantó el escudo, pero Logen se agachó, le rebanó la espinilla y le envío al suelo chorreando sangre sobre los charcos de agua que cubrían el adarve. El tercero era un gigante con una cabeza llena de pelos rojos que apuntaban en todas direcciones. Tenía a Escalofríos atontado y de rodillas junto al parapeto, con el escudo colgando y la sangre manando de un tajo que cruzaba su frente. El pelirrojo alzó su maza para rematar la faena. Pero Logen se le adelantó y le hundió la espada en la espalda hasta la empuñadura. Nunca mates a un hombre cara a cara si puedes matarle por la espalda, le decía su padre. Y aquel era un buen consejo que Logen siempre había procurado seguir. El del pelo rojo se retorció y chilló mientras exhalaba su último aliento, arrastrando tras de sí a Logen por el mango de la espada. Pero no tardó mucho en caer.

Logen agarró a Escalofríos por los sobacos y le puso en pie. Cuando los ojos del muchacho lograron enfocar, se dio cuenta de quién le estaba ayudando. Se inclinó y recogió rápidamente su hacha. Logen se preguntó por un momento si no iría a clavársela a él en el cráneo, pero Escalofríos se limitó a quedarse quieto de pie mientras la sangre de la herida que tenía en la frente corría por su cara empapada.

—Espalda con espalda —le dijo Logen por encima del hombro. Escalofríos se volvió, Logen hizo lo mismo y se pusieron de espaldas el uno al otro. Quedaban aún tres o cuatro escalas alrededor del portón y la batalla en las murallas se había disgregado en una serie de pequeños y sangrientos combates cuerpo a cuerpo. Varios orientales, con los rostros y las armas brillantes debido a la humedad, se encaramaron al parapeto, gritando en su jerga ininteligible, y corrieron hacia él mientras detrás de ellos comenzaban a auparse varios más. A su espalda oía el ruido que hacía Escalofríos al pelear, pero no le prestó atención. En ese momento sólo se podía ocupar de lo que tenía delante. En estos casos hay que ser realista.

Retrocedió unos pasos, mostrando un cansancio que sólo era fingido a medias, y, luego, cuando llegó el primero, apretó los dientes, pegó un salto hacia delante y le soltó un mandoble en la cara que le envío al suelo dando gritos y llevándose las manos a los ojos. Logen chocó con otro y el borde del escudo del oriental le impactó debajo de la barbilla e hizo que se mordiera la lengua.

Estuvo a punto de caerse al tropezar con el cadáver despatarrado de un Carl que había en el suelo, consiguió enderezarse, lanzó un tajo con la espada, no acertó a nadie, salió girando del impulso y de pronto sintió que algo se le clavaba en la pierna. Soltó un grito ahogado, pegó unos botes a la pata coja y se puso a lanzar tajos a diestro y siniestro completamente desequilibrado. Arremetió contra un montón de pieles en movimiento, su pierna cedió y se derrumbó encima de alguien. Cayeron juntos y la cabeza de Logen rebotó contra la piedra. Rodaron unos instantes por el suelo hasta que por fin Logen, gritando y echando espumarajos, consiguió quedarse arriba. Entonces enroscó los dedos en la grasienta melena del oriental y le machacó la cabeza una y otra vez hasta que el cráneo se partió. Luego se alejó a rastras, oyó el ruido de un acero al chocar contra la pared donde había estado unos segundos antes y logró ponerse de rodillas con la espada colgando de su mano pegajosa.

Se quedó arrodillado, respirando hondo, mientras la lluvia le chorreaba por la cara. Más orientales se le venían encima y no tenía adonde ir. Le dolía la pierna y sus brazos se habían quedado casi sin fuerzas. Sentía la cabeza ligera, como si fuera a flotar. Ya apenas tenía fuerzas para seguir luchando. Aparecieron más y más, acaudillados por un tipo que llevaba unos gruesos guantes de cuero y una porra tachonada de clavos ensangrentados, como si acabara de romper un cráneo con ella y el de Logen fuera a ser el siguiente. Entonces, por fin, habría ganado Bethod.

Sintió un pinchazo helado en las tripas. Y una sensación de vacío. Sus nudillos crujieron doloridos cuando apretó con fuerza la espada.

—¡No! —siseó—. ¡No, no, no!

Pero fue como si le dijera no a la lluvia. La sensación de frío se extendió por la cara de Logen y dibujó en sus labios una sonrisa sangrienta. Los guantes se acercaron y la porra raspó las piedras. De pronto, el oriental miró hacia atrás.

Y su cabeza se separó del tronco, lanzando al aire un surtidor de sangre. Crummock-i-Phail rugió como un oso enfurecido, y las falanges de su collar se pusieron a bailotear alrededor de su cuello mientras su colosal maza trazaba amplios círculos sobre su cabeza. El siguiente intentó retroceder levantando el escudo. Crummock blandió la maza con ambas manos, le barrió las piernas del suelo y el oriental salió dando volteretas hasta que se quedó parado con la cara contra las piedras. A pesar de su corpulencia, el montañés se plantó de un salto en el adarve con la agilidad de un bailarín, y propinó a otro oriental un mazazo en el estómago que le lanzó por los aires y lo estrelló contra las almenas.

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