El último argumento de los reyes (83 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Majestad —dijo inclinando la cabeza, un ademán que le produjo un dolor lacerante en el cuello. Cosca, que apareció a su lado, hizo una extravagante reverencia, levantando la mano para quitarse la gorra. No la llevaba. Se disculpó encogiéndose de hombros y dio un tirón a uno de sus grasientos mechones.

Luthar le miró con mala cara, y su ceño se hizo aún más pronunciado cuando fueron apareciendo los demás miembros del extraño grupo. Al fondo del cortejo real, Glokta atisbó una figura que parecía intentar ocultarse. Una toga negra y dorada que chocaba en medio de tanto reluciente acero.
¿Es posible que sea... nuestro viejo amigo el Juez? Pero si yo he visto sus pedazos congelados..
. En ese momento, Ardee dobló la esquina.

Los ojos de Luthar se abrieron de par en par.

—Ardee...

—Jezal... —parecía tan estupefacta como él—. Quiero decir...

Y de pronto el aire retembló rasgado por una colosal explosión.

La Vía Media no era más que una sombra de lo que solía ser.

West y sus hombres cabalgaban hacia el norte sin pronunciar una palabra. Los cascos de los caballos golpeteaban sobre el camino resquebrajado. Un pajarito piaba en las vigas desnudas de una casa incendiada. Alguien pedía auxilio desde una bocacalle. Del oeste seguía llegando el eco del fragor del combate, como el ruido de un lejano acontecimiento deportivo, sin ganadores. El fuego había asolado el centro de la ciudad: manzanas enteras de espléndidos edificios habían quedado reducidas a una sucesión de cascarones calcinados, los árboles no eran más que negras garras desnudas, los jardines, simples parcelas de tierra cenagosa. El único añadido eran los cadáveres. Cadáveres de todo tamaño y descripción.

Las Cuatro Esquinas eran ahora el patio de un matadero, sembrado con los repulsivos despojos de la guerra y ceñido por las ruinas de algunos de los más bellos edificios del Agriont. Muy cerca, distribuidos en largas hileras sobre el suelo polvoriento, se encontraban los heridos, tosiendo, gimiendo y pidiendo agua, mientras médicos manchados de sangre se movían entre ellos sin poder ofrecerles alivio.

Unos cuantos soldados apilaban con gesto tétrico los cadáveres de los gurkos, formando enmarañados montones de brazos, piernas y caras. Un hombre alto con las manos entrelazadas a la espalda supervisaba la operación. Era el General Kroy, siempre dispuesto a poner las cosas en orden. Su uniforme negro estaba lleno de manchas de ceniza y una manga desgarrada se agitaba alrededor de su muñeca. La lucha debió ser realmente salvaje para haber dejado esas huellas en su impecable persona. Aun así, su saludo no parecía haberse visto afectado. Le salió tan perfecto como si hubiera estado desfilando por una plaza de armas.

—¿El parte, general?

—¡La lucha en el distrito central ha sido encarnizada, señor! Nuestra caballería se abrió camino esta mañana y los cogimos por sorpresa. Pero ellos contraatacaron mientras esperábamos a la infantería. Este espacio de terreno ha cambiado de dueños lo menos una docena de veces. ¡Pero por fin son nuestras Las Cuatro Esquinas! Se defienden como fieras, pero los estamos haciendo retroceder hacia la Muralla de Arnault. ¡Mire! —señaló un par de estandartes gurkos que se apoyaban en un muro semiderruido, con sus símbolos de oro refulgiendo en medio del fango—. Podrían servir de centro de mesa en un salón, ¿no le parece, señor?

West no pudo evitar que sus ojos descendieran sobre un grupo de heridos que gemían apoyados contra la misma pared.

—Le deseo que disfrute del espectáculo. ¿Y el Agriont?

—Me temo que las noticias de allí no son tan buenas. Les estamos presionando con dureza, pero el número de los gurkos no para de crecer. Todavía tienen la ciudadela completamente rodeada.

—¡Pues presione con más fuerza, general!

Kroy se cuadró e hizo otro saludo.

—Sí, señor. Podremos con ellos, no se preocupe. ¿Me permite preguntar cómo le va al General Poulder en los muelles?

—Los muelles vuelven a estar en nuestras manos, pero el General Poulder... ha muerto.

Se produjo un silencio.

—¿Muerto?

La cara de Kroy había adquirido de pronto una palidez cadavérica.

—¿Cómo ha...?

Algo retumbó, como un trueno lejano. Los caballos, asustados, se pusieron a piafar. La cara de West, la de Kroy y las de todos los oficiales se volvieron al unísono hacia el norte. Por encima de las ruinas que bordeaban la plaza, una gran nube de polvo se elevaba sobre el Agriont.

El mundo entero relucía, giraba y palpitaba, henchido de la hermosa canción de la batalla, del maravilloso sabor de la sangre, del fecundo hedor de la muerte. Y en medio de todo ello, a no más de un brazo de distancia, un hombre de baja estatura le miraba.

Quien se acercara tanto al Sanguinario estaba pidiendo que se le matara con la misma rotundidad que si se internara en un fuego abrasador. Lo estaba rogando. Exigiendo.

Algo había en aquellos dientes puntiagudos que le resultaba familiar. Un vago recuerdo de hacía mucho tiempo. El Sanguinario lo apartó, se lo sacudió de encima, lo hundió en el océano sin fondo. Lo que un hombre fuera o lo que hubiera hecho no significaba nada para él. Él era como la Gran Niveladora, y ante él todos los hombres eran iguales. Lo único que le importaba era convertir a los vivos en muertos, y ya era hora de que iniciara su trabajo. El Sanguinario levantó su espada.

Y entonces la tierra tembló.

Se tambaleó, y un enorme ruido le envolvió, separó violentamente a los muertos de los vivos, partió el mundo por la mitad. Sintió que el impacto dejaba algo suelto dentro de su cráneo. Lanzando un feroz gruñido, se enderezó y se dispuso a levantar la espada.

Pero el brazo no se movió.

—Cabrón... —gruñó el Sanguinario, pero las llamas se habían extinguido del todo. Fue Logen quien se volvió hacia el lugar de donde procedía el ruido.

Una enorme nube de humo gris se elevaba sobre la muralla del Agriont a unas pocas zancadas de donde él estaba. Unas motas ascendían por el aire muy por encima de la humareda dejando en el cielo unas estelas de polvo marrón que parecían los tentáculos de algún gigantesco monstruo marino. Una alcanzó la cúspide de su ascensión justo por encima de ellos. Logen contempló su caída. Al principio parecía un simple guijarro. Pero a medida que iba cayendo, dando lentas vueltas por el aire, se dio cuenta de que era un pedazo de mampostería del tamaño de una carreta.

—Mierda —dijo Hosco.

No había mucho más que decir. El proyectil atravesó el costado de un edificio en medio del lugar donde se estaba combatiendo. La casa entera reventó, lanzando cuerpos destrozados en todas direcciones. Una viga rota pasó con un zumbido junto al Sabueso y fue a hundirse en el foso. Una lluvia de arenisca mordisqueó la nuca de Logen mientras se tiraba al suelo.

Una nube de polvo inundó la calle. Le vino una arcada y se tapó la cara con una mano. Empleando su espada a modo de muleta, consiguió ponerse de pie en medio de un mundo que se tambaleaba. Los oídos le zumbaban; apenas sabía quién era y menos aún dónde estaba.

La furia se había apagado en los combates junto al foso. Los hombres tosían, miraban sin ver, vagaban en medio de la oscuridad. Había muchos cadáveres; de norteños, de gurkos, de la Unión, todos mezclados. Logen vio a un hombre de piel oscura que le miraba, mientras la sangre que le brotaba de una herida que tenía encima de un ojo le corría por la mejilla polvorienta.

Logen levantó la espada, lanzó un rugido ronco, intentó lanzarse a la carga y se tambaleó de lado librándose por poco de acabar en el suelo. El soldado gurko dejó caer la lanza y salió corriendo hacia la oscuridad.

Del oeste llegó una segunda detonación ensordecedora, todavía más cercana. Una repentina ráfaga de viento removió el pelo de Jezal y le hirió en los ojos. Las espadas salieron de sus vainas y los hombres miraron hacia arriba, conmocionados.

—Tenemos que irnos —dijo Gorst con su voz de pito, agarrando firmemente a Jezal del codo.

Glokta y sus matones estaban bajando ya por una calle empedrada, a la máxima velocidad que les permitía el renqueante paso del Superior. Ardee echó un vistazo hacia atrás con los ojos muy abiertos.

—Espera... —al verla así, Jezal sintió una repentina y dolorosa sensación de añoranza. La idea de que estuviera sometida a aquel lisiado repugnante era demasiado horrible para poder soportarla. Pero Gorst no estaba por la labor.

—Al palacio, Majestad —condujo a Jezal hacia el parque sin permitirle echar ni una mirada atrás, mientras por detrás los seguía ruidosamente el resto de su séquito. De los tejados comenzaron a caer trozos de piedra que rebotaban sobre el suelo y repiqueteaban contra las armaduras de los Caballeros de la Escolta.

—Ya vienen —masculló Marovia mirando con angustia hacia la Plaza de los Mariscales.

Ferro permanecía en cuclillas con las manos en la cabeza mientras los monstruosos ecos de la explosión seguían resonando contra las paredes blancas. Una piedra del tamaño de una cabeza cayó del cielo y se hizo añicos a unas pocas zancadas de ella, desparramando gravilla sobre el serrín. Una roca diez veces mayor se estrelló contra el tejado de un edificio, haciendo que todos los cristales de sus ventanas reventaran. Densas nubes de polvo gris avanzaban por las calles en dirección a la plaza. Poco a poco, el ruido se fue apagando. La granizada artificial cesó y todo quedó en silencio.

—¿Y ahora qué? —preguntó con un gruñido a Bayaz.

—Ahora, vendrán —desde la calle les llegó un estampido, luego varios gritos y finalmente un prologando chillido que se interrumpió de golpe. Bayaz se volvió hacia ella, moviendo con nerviosismo los maxilares—. Una vez que empecemos, no te muevas de donde estás. Ni un pelo. Los círculos han sido...

—Tú ocúpate de lo tuyo, Mago.

—De acuerdo, eso haré. Abre la caja.

Ferro le miró con gesto ceñudo mientras se frotaba los pulgares con las yemas de los demás dedos. Una vez abierta ya no habría marcha atrás, lo sentía en los huesos.

—¡Ábrela ya! ¡Ábrela, si quieres venganza!

—Chisss —pero el momento de echarse atrás quedaba ya muy lejos. Se agachó y posó una mano sobre la fría tapa de metal. No había más alternativa que seguir una senda oscura, nunca hubo otra. Encontró el cierre oculto y lo presionó. La caja se abrió sin hacer ruido y Ferro sintió de nuevo aquella extraña emoción que primero se iba filtrando por su cuerpo y luego fluía y se derramaba por su interior hasta cortarla la respiración.

Ahí estaba la Semilla, reposando sobre sus espirales metálicas; un simple pedrusco gris sin nada de particular. La rodeó con sus dedos. Pesaba como el plomo y estaba fría como el hielo. Luego la sacó de la caja.

—Bien —pero Bayaz tenía una mueca de dolor y su rostro palpitaba de miedo y de asco. Ferro se la tendió y él retrocedió. La frente del Mago se había perlado de sudor—. ¡No te acerques más!

Ferro cerró la caja de un golpe. Dos guardias de la Unión, enfundados en sendas armaduras, retrocedían hacia la plaza empuñando gruesas espadas. En su forma de moverse se apreciaba que estaban muertos de miedo, como si se estuvieran retirando ante todo un ejército. Pero lo que apareció por la esquina fue un solo hombre. Un hombre ataviado con una armadura blanca adornada con diversos motivos realizados en metal brillante. Su cara oscura era joven, tersa y atractiva, pero sus ojos parecían viejos. Ferro ya había visto una cara parecida en las estepas cercanas a Dagoska.

Un Devorador.

Los dos guardias se abalanzaron a la vez sobre él, lanzando un grito de guerra. El Devorador esquivó sin esfuerzo sus espadas, luego se lanzó hacia ellos como una exhalación y con un simple movimiento de la mano atrapó a uno de los hombres de la Unión. Se oyó el ruido hueco del escudo y el peto que se abollaban y luego el Devorador alzó al hombre en vilo y lo arrojó desmadejado por los aires. Cayó a unas veinte zancadas de donde había estado y rodó por el suelo dejando manchas oscuras en el serrín. Se detuvo a los pies de Ferro, tosió un chorro de sangre y luego se quedó inmóvil.

El otro guardia retrocedía de espaldas. El Devorador le miró con cara de pena. El aire que rodeaba al soldado vibró, y, acto seguido, el hombre dejó caer la espada, pegó un aullido y se llevó las manos a la cabeza, que un instante después reventaba arrojando trozos de cráneo y de carne contra la pared del edificio blanco que tenía a su lado. El cuerpo descabezado se derrumbó y se hizo el silencio.

—¡Bienvenido al Agriont! —gritó Bayaz.

Un rápido movimiento atrajo la mirada de Ferro. Allá en lo alto, una figura con armadura blanca cruzaba como una centella un tejado. De un salto que parecía imposible salvó el abismo que le separaba del siguiente edificio y luego desapareció. En la calle de abajo, una mujer enfundada en una rutilante cota de mallas se desgajó de las sombras y salió a la plaza. Cimbreaba las caderas al andar, lucía una sonrisa radiante en la cara y llevaba una lanza en la mano. Ferro tragó saliva y apretó con fuerza los dedos alrededor de la Semilla.

Parte de una pared se vino abajo detrás de ella y varios bloques de piedra cayeron rodando sobre la plaza. Por el boquete que se había abierto surgió un hombre que blandía una enorme estaca tachonada de hierro negro y cuya barba y armadura estaban cubiertas de polvo. Le seguían otros dos, un hombre y una mujer, todos con la misma piel suave, la misma cara juvenil y los mismos ojos viejos y oscuros. Ferro los miró con ira y desenfundó su espada. Un gesto inútil, seguramente, pero el simple hecho de tenerla en la mano le reconfortaba.

—¡Bienvenidos todos! —saludó Bayaz—. Te estaba esperando, Manum.

El primer Devorador que había aparecido le miró con gesto ceñudo mientras pasaba con cautela por encima del cadáver sin cabeza.

—Y nosotros a ti —unas formas blancas saltaron desde los tejados, aterrizaron agachados en la plaza con un golpe seco y luego se irguieron. Eran cuatro. Uno para cada esquina—. ¿Dónde está esa sombra rastrera de Yulwei?

—No ha podido acompañarnos.

—¿Y Zacharus?

—Embarrado en el oeste, intentando curar a un cadáver con una venda.

—¿Y Cawneil?

—Demasiado enamorada de lo que fue para pensar un segundo en lo que le espera.

—De modo que al final te has quedado sin nadie, aparte de ésa —Manum clavó en Ferro su mirada vacía—. Una criatura extraña.

—Lo es, y con un carácter extraordinariamente difícil. Aunque no carece de recursos —Ferro se limitó a dedicarle una mirada poco amistosa, pero no dijo nada. Si tenía que decir algo, lo diría con la espada—. En fin —dijo Bayaz encogiéndose de hombros—. Siempre he considerado que sólo me necesitaba a mí mismo para darme consejo.

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