El último argumento de los reyes (88 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¡Espere! —ordenó Glokta.

El hombre se detuvo al borde del círculo y le miró por encima de la máscara. Mientras hablaban, la habitación se iba enfriando cada vez más, con un frío antinatural. Algo estaba sucediendo en el centro de los círculos. En el aire se apreciaba una vibración, similar a la que se produce encima de una hoguera, que parecía crecer en intensidad en respuesta a la áspera salmodia que recitaba Silber. Glokta permanecía inmóvil, recorriendo con la mirada los rostros de los ancianos Adeptos.
¿Qué hacer? ¿Le detengo, o no? ¿Le detengo o...?

—¡Permítame! —Cosca dio un paso adelante mientras introducía su mano izquierda en el bolsillo de su chaqueta negra.
¿No irá a...
? Sacó el brazo haciendo una floritura y con él salió su cuchillo de lanzar. La hoja resplandeció a la luz de las velas, pasó por en medio del aire vibrante del centro de la sala y, con un ruido sordo, se incrustó hasta el mango en la frente de Silber.

—¡Ja! —Cosca palmeó a Glokta en un hombro— ¿Qué le había dicho? ¿Ha visto en su vida un lanzamiento de cuchillo mejor que éste?

La sangre resbaló por un lado de la cara de Silber. Sus ojos miraron hacia arriba pestañeando, se tambaleó y luego se desplomó arrastrando su atril. El libro cayó sobre él, las vetustas páginas aletearon en el aire, y la lámpara se volcó sembrando el suelo con varios regueros de aceite ardiendo.

—¡No! —gritó Sult.

Chayle soltó un grito ahogado y se quedó boquiabierto. Kandelau tiró su vela y se postró de rodillas en el suelo. Denka, aterrado, soltó un chillido y luego se tapó la cara con una mano y contempló la escena por entre los dedos. Se produjo un silencio mientras todo el mundo, a excepción de Cosca, miraba horrorizado el cadáver del Adepto Demoníaco. Glokta aguardaba, enseñando sus escasos dientes y con los ojos casi cerrados.
Como el horrible y maravilloso momento que media entre el golpe que te has dado en un dedo del pie y la llegada del dolor. Aquí viene. Aquí viene
.

Aquí viene el dolor.

Pero no pasó nada. Ninguna risa diabólica resonó en la sala. El suelo no se hundió y dejó al descubierto una de las puertas del infierno. La vibración se detuvo y la habitación se fue calentando. Glokta enarcó las cejas, un tanto decepcionado.

—Al parecer, las artes diabólicas están claramente sobrevaloradas.

—¡No! —gritó de nuevo Sult.

—Me temo que sí, Eminencia. ¡Y pensar que yo le respetaba! —Glokta sonrió al Adepto químico, que seguía sujetando fláccidamente su ballesta descargada, y luego señaló el cuerpo de Goyle—. Buen tiro. Mis felicitaciones. Menos basura que tengo que limpiar —acto seguido hizo una seña con el dedo a los mercenarios que tenía a su espalda—. Prendan a ese hombre.

—¡No! —gritó Saurizín tirando al suelo la ballesta—. ¡Nada de esto ha sido idea mía! ¡Yo no tenía elección! ¡Fue cosa suya! —y apuntó con uno de sus gruesos dedos al cuerpo sin vida de Silber—. ¡Y... suya! —añadió señalando a Sult con un brazo tembloroso.

—Está usted en lo cierto, pero creo que podemos dejar eso para los interrogatorios. ¿Tendría la bondad de arrestar a Su Eminencia?

—Será un placer —Cosca cruzó la amplia sala levantando con las botas una polvareda blanca y arruinando por completo el intrincado diseño que cubría el suelo.

—¡Glokta, maldito idiota! —gritó Sult—. ¡No tiene ni idea del peligro que representa Bayaz! ¡Ese maldito mago y su rey bastardo! ¡Glokta! ¡No tiene derecho...! ¡Aaaah! —aulló cuando Cosca le dobló las manos a la espalda y le obligó a arrodillarse con su blanca melena alborotada—. ¡No tiene ni idea...!

—Si los gurkos no nos matan a todos, tendrá tiempo de sobra para explicármelo. Puede estar seguro —los labios de Glokta dibujaron una sonrisa desdentada mientras Cosca ataba con fuerza las muñecas de Sult.
No se imagina cuánto tiempo hace que sueño con pronunciar estas palabras
—. Archilector Sult, queda detenido acusado de alta traición contra Su Majestad el Rey.

Jezal no podía hacer otra cosa que permanecer inmóvil mirándolas. Una de las gemelas, la que estaba embadurnada de sangre, levantó lentamente los dos brazos por encima de su cabeza y se estiró con placer. La otra arqueó una ceja.

—¿Cómo te gustaría morir? —preguntó.

—Majestad, poneos detrás de mí. —Gorst alzó su acero largo con su única mano buena.

—No. Esta vez, no —Jezal se quitó la corona de la cabeza, la corona que el propio Bayaz había diseñado de forma tan minuciosa, y la arrojó al suelo. Estaba harto de ser un rey. Si tenía que morir, moriría siendo un hombre como otro cualquiera. Ahora se daba cuenta de todas las ventajas de que había gozado. Muchas más de las que podían soñar la mayor parte de los hombres. Había tenido infinidad de ocasiones de hacer el bien y lo único que había hecho era gimotear y pensar únicamente en sí mismo. Y ahora ya era demasiado tarde—. He vivido mi vida apoyándome en otros. Ocultándome tras ellos. Subiéndome en sus hombros. Esta vez, no.

Una de las gemelas levantó las manos, se puso a aplaudir muy despacio y el rítmico clap-clap produjo un eco al rebotar contra los espejos. La otra dejó escapar una risilla. Gorst levantó su espada y Jezal le imitó. Un último e inútil acto de desafío.

De pronto, el Juez Marovia pasó entre ellos como una exhalación. El anciano se movía con una rapidez inusitada que hacía que su toga negra aleteara con violencia alrededor de su cuerpo. En la mano llevaba un objeto, una especie de vara metálica con un garfio en un extremo.

—¿Qué...? —murmuró Jezal.

El garfio se encendió de pronto con un resplandor blanco tan abrasador como el del sol en un día de verano. Cien garfios ardientes como estrellas aparecieron reflejados en los espejos de las paredes hasta perderse en el infinito. Jezal soltó un grito ahogado, apretó con fuerza los ojos y se cubrió la cara con una mano mientras en su retina quedaba marcada la huella de aquel punto deslumbrante.

Pestañeó, abrió la boca y bajó el brazo. Las gemelas seguían de pie en el mismo sitio de antes, pero ahora estaban quietas como estatuas y tenían al Juez Marovia a su lado. Unos zarcillos de vapor blanco salieron por unos orificios que había en el extremo de la extraña arma y se enroscaron en el brazo de Marovia. Por un momento, nada se movió.

De pronto doce de los grandes espejos que había en el lado opuesto del gran salón cayeron partidos en dos mitades como si fueran hojas de papel cortadas de un tajo por el cuchillo más afilado del mundo. Dos de las mitades inferiores y una de las superiores se derrumbaron despacio sobre la sala y se hicieron añicos desperdigando innumerables fragmentos de cristal por las baldosas del suelo.

—Aaargh —soltó la gemela de la izquierda.

Jezal advirtió que del interior de la armadura de la mujer brotaba sangre. La gemela levantó hacia él una mano, pero nada más hacerlo se desprendió del brazo y cayó al suelo, mientras del muñón tan suavemente amputado comenzaba a chorrear sangre. La mujer se inclinó hacia la izquierda. O para ser más exactos, su tronco, porque las piernas se inclinaron hacia el otro lado. La mayor parte del cuerpo se estrelló contra el suelo y la cabeza se puso a rodar por las baldosas formando un charco cada vez más ancho. Su melena, recortada limpiamente a la altura del cuello, cayó revoloteando sobre el amasijo sangriento como una nube dorada.

Armadura, carne y hueso, todo ello dividido en perfectas porciones cortadas tan limpiamente como el queso con un alambre afilado. La gemela de la derecha dio un paso titubeante hacia Marovia. Las rodillas le cedieron y la mujer cayó partida por la cintura. Las piernas resbalaron por sí solas y quedaron inmóviles en el suelo soltando polvo hasta formar un pequeño montón. Con las uñas echó adelante la parte superior del cuerpo y luego alzó la cabeza y silbó como una serpiente.

El aire que rodeaba al Juez se puso a reverberar y el cuerpo partido de la Devoradora estalló en llamas. Durante unos instantes se revolvió mientras soltaba un prolongado aullido. Luego se quedó inmóvil y se convirtió en una masa humeante de cenizas negras.

Marovia alzó su extraña arma y soltó un leve silbido mientras miraba con gesto sonriente el garfio del extremo, del que seguía saliendo un poco de vapor.

—Este Kanedias era único a la hora de fabricar un arma. Bueno, por algo le llamaban el Maestro Creador, ¿no, Majestad?

—¿Qué? —masculló Jezal totalmente perplejo.

La piel del rostro de Marovia se derretía poco a poco mientras se les acercaba y otra iba surgiendo por debajo. Sólo sus ojos seguían siendo los mismos. Unos ojos de diferente color, con alegres arrugas en las comisuras, que sonreían a Jezal como a un viejo amigo.

Yoru Sulfur hizo una reverencia.

—Nunca tenemos un momento de paz, ¿verdad, Majestad? Ni un solo momento de paz.

Se oyó un estrépito y una de las puertas del salón se abrió de golpe. Jezal levantó la espada con el corazón en la boca. Sulfur se volvió a toda prisa, blandiendo el arma del Creador. Un hombre entró tambaleándose en la sala. Un hombretón con la cara cubierta de cicatrices y el pecho jadeante que se apretaba las costillas con una mano mientras con la otra sujetaba una espada.

Jezal pestañeó con incredulidad.

—Logen Nuevededos. ¿Cómo demonios ha llegado aquí?

El norteño se le quedó mirando fijamente durante un instante. Luego se apoyó en uno de los espejos cercanos a la puerta y dejó que se le cayera la espada. Se deslizó muy despacio hasta el suelo y allí se quedó sentado con la cabeza apoyada en el espejo.

—Es una larga historia —dijo.

—Escúchanos...

El viento estaba ahora lleno de formas. Las había a centenares. Se agolpaban alrededor del círculo más exterior, cuyo hierro brillante se había vuelto ahora nebuloso y relucía con una fría humedad.

—...tenemos muchas cosas que contarte, Ferro...

—Secretos...

—¿Qué quieres que te contemos?

—Nosotras lo sabemos... todo...

—Sólo tienes que dejarnos entrar...

Tantas voces... Entre ellas oyó la de Aruf, su antiguo maestro. Oyó a Susmam, el traficante de esclavos. Oyó a su madre y a su padre. Oyó a Yulwei y al Príncipe Uthman. Cien voces. Mil. Voces conocidas que había olvidado. Voces de los muertos y de los vivos. Gritos, murmullos. Susurros al oído. Cada vez más cercanas. Más cercanas que sus propios pensamientos.

—¿Quieres venganza?

—Nosotras podemos dártela.

—Una venganza como nunca habías soñado.

—Todo lo que quieras. Todo lo que necesites.

—Pero déjanos entrar.

—¿Ese vacío que tienes dentro?

—¡Nosotras somos lo que te falta!

Los anillos metálicos se habían cubierto de escarcha. Ferro estaba arrodillaba al final de un mareante túnel cuyas paredes estaban hechas de una materia vertiginosa, rugiente, furiosa y llena de sombras, y cuya otra boca se encontraba más allá del cielo oscuro. La risa del Primero de los Magos resonaba lejana en sus oídos. El aire zumbaba con fuerza, se retorcía, reverberaba, se volvía borroso.

—Tú no tienes que hacer nada.

—Bayaz —Él lo hará.

—¡Es un iluso!

—¡Un embustero!!

—¡Déjanos entrar!

—¡Te está utilizando!

—¡Se ríe!

—¡Pero la risa le durará poco!

—Las puertas ceden.

—Déjanos entrar...

Si Bayaz oía las voces, no daba señales de ello. Unas grietas que arrancaban bajo sus pies recorrían el tembloroso enlosado y nubes de astillas revoloteaban a su alrededor girando en espiral. Los círculos de hierro empezaron a moverse, a hincharse, como si fueran a reventar. Con ruido de metal torturado, sus aristas refulgentes se desgajaron de las piedras quebradas.

—Los sellos se rompen.

—Once vueltas de llave hacia un lado.

Y once vueltas hacia el otro.

—¡Sí! —exclamaron todas las voces al unísono.

Las sombras se acercaron más a ella. La respiración de Ferro se hacía más corta y más rápida, le castañeaban los dientes, sus miembros temblaban y el frío le penetraba hasta el mismo corazón. Estaba arredilada ante un precipicio sin fondo, ilimitado, lleno de sombras, lleno de voces.

—Pronto estaremos contigo.

—Muy pronto.

—Llega nuestra hora.

—Los dos lados de la línea divisoria al fin unidos.

—Como siempre estuvo dispuesto que había de ser.

—Hasta que Euz dictó su Primera Ley.

—Déjanos entrar...

Sólo tenía que seguir aferrada a la Semilla un momento más. Luego las voces le concederían la venganza que tanto anhelaba. Bayaz era un embustero, lo había sabido desde el principio. No le debía nada. Sus ojos parpadearon, se cerraron, y su boca se abrió. El ruido del viento se había hecho más débil y ya sólo oía las voces.

Susurrantes, consoladoras, justas.

—Nos haremos con el mundo y lo mejoraremos.

—Juntas.

—Déjanos entrar...

—Tú nos ayudarás.

—Tú nos liberarás.

—Ten confianza en nosotras.

—Confía en nosotras...

¿Confiar?

Una palabra que sólo utilizan los embusteros. Ferro recordó la devastación de Aulcus. Las ruinas huecas, el barrizal reventado. Las criaturas del Otro Lado son todo mentiras. Era mejor tener dentro un vacío que llenarlo con esto. Metió la lengua entre los dientes, la mordió y sintió que su boca se llenaba de sangre salada. Aspiró aire con fuerza y obligó a sus ojos a abrirse.

—Confía en nosotras...

—¡Déjanos entrar!

Vio la caja del Creador, una simple silueta borrosa que bailaba ante sus ojos. Se inclinó y clavó en ella las yemas insensibles de sus dedos mientras el aire a su alrededor la azotaba. No sería esclava de nadie. Ni de Bayaz ni de los Reveladores de Secretos. Encontraría su propio camino. Un camino oscuro tal vez, pero suyo.

La tapa se abrió.

—¡No! —silbaron las voces a su oído.

—¡No!

Ferro apretó los dientes manchados de sangre y gruñó con rabia al obligar a sus dedos a abrirse. El mundo era una masa aullante, informe y oscura. Poco a poco, muy poco a poco, su mano muerta se abrió. Esa era su venganza. Su venganza contra los embusteros, contra los manipuladores, contra los ladrones. La tierra, frágil y fina como una lamina de cristal, tembló, se desmoronó y se desgarró, dejando un inmenso abismo bajo ella. Ferro giró su mano, la abrió y la Semilla cayó dentro de la caja.

Todas a una las voces repitieron su tajante orden.

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