El último argumento de los reyes (44 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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La multitud seguía aplaudiendo.

El evento, desde luego, era magnífico. No se había escatimado esfuerzo ni dispendio. A Jezal no le hubiera sorprendido en absoluto que sus invitados fueran quinientos y que entre ellos hubiera menos de una docena a los que conociera en cierto grado. Ahí estaban los Lores y las Damas de La Unión. Los grandes hombres del Consejo Cerrado y del Abierto. Los más ricos y los más poderosos, luciendo sus mejores galas y comportándose según la más refinada de las etiquetas.

La Cámara de los Espejos constituía sin duda un espacio perfecto para la celebración. Era la estancia más espectacular de todo el palacio, una sala grande como un campo de batalla cuyo tamaño parecía aun mayor debido a los enormes espejos que cubrían todas sus paredes, creando la desconcertante impresión de que otra docena de magníficas bodas se estaban celebrando en los salones de baile adyacentes. Innumerables velas parpadeaban y temblaban en las mesas, en los apliques de los muros, en las arañas de cristal que colgaban del techo. Su suave luz relucía sobre la plata y las joyas de los invitados y se reflejaba en los muros hasta el infinito; un millón de puntos luminosos que parecían estrellas en una noche oscura. Doce de los mejores músicos de la Unión tocaban sutiles y encantadoras melodías que se mezclaban con el ruido de las chácharas satisfechas y el tintineo de rancias fortunas y nuevas cuberterías.

Era una gozosa celebración. Una velada inolvidable. Para los invitados.

Para Jezal era otra cosa y no sabía muy bien el qué. Presidía una mesa dorada, con la reina sentada a su lado, superados ambos en numero en una proporción de diez a uno por una legión de criados serviles que pululaban a su alrededor y expuestos a la vista de todo el mundo como si fueran un par de animales exóticos en un zoológico. Jezal permanecía encerrado en una burbuja de azoro y sumido en un silencio extraño; bastaba que un sirviente se le acercara de improviso y le ofreciera unas verduras para que se sobresaltara como un conejo enfermo. A su derecha, Terez elegía de vez en cuando un minúsculo bocado para pincharlo con el tenedor y luego se lo llevaba a la boca, lo masticaba y se lo tragaba con elegante precisión. Jezal no sabía que fuera posible comer de una manera que resultara bonita. Ahora comprendía su equivocación.

Apenas recordaba las altisonantes palabras con las que el Juez, suponía, les había unido de forma irrevocable. Recordaba vagamente algo sobre el amor y el bien de la nación. Pero ahí estaba el anillo que había tendido a Terez como un autómata en la Rotonda de los Lores, con la enorme piedra preciosa, de color rojo sangre, refulgiendo en el dedo anular. Se llevó a la boca un trozo de la más exquisita de las carnes y le supo a barro. Eran marido y mujer.

Ahora veía que Bayaz había tenido razón, como siempre. La gente anhelaba algo que estuviera muy por encima de ellos para poder admirarlo sin reservas. Es posible que él no fuera el rey que hubieran deseado, pero no cabía la menor duda de que Terez era todo lo que debía ser una reina y mucho más. La simple idea de que Ardee pudiera estar sentada en esa silla de oro era absurda. Y sin embargo, al pensar en ello, Jezal sintió una punzada de culpabilidad, seguida de inmediato por otra aún más intensa de tristeza. Habría sido un consuelo para él tener alguien con quien hablar. Suspiró profundamente. Si se iba a pasar el resto de la vida con esa mujer, iban a tener que hablarse. Suponía que cuanto antes empezaran, mejor.

—Dicen que Talins... es una ciudad preciosa.

—Lo es —repuso ella con una formalidad muy medida—. Pero Adua también tiene sus encantos —hizo una pausa y, cosa nada prometedora, volvió a mirar al plato.

Jezal se aclaró la garganta.

—Puede que... nos cueste adaptarnos, al principio —se aventuró a esbozar una sonrisa.

Ella parpadeó y contempló la estancia.

—Sí.

—¿Bailáis?

Terez volvió ligeramente la cabeza para responderle sin mover para nada los hombros.

—Un poco.

Jezal echó para atrás la silla y se puso de pie.

—Entonces, ¿bailamos, Majestad?

—Como deseéis, Majestad.

Mientras se dirigían al amplio espacio central, el parloteo fue descendiendo de volumen. La Cámara de los Espejos quedó finalmente sumida en un silencio sepulcral, roto tan sólo por el ruido que hacían las pulidas botas del rey y los pulidos zapatos de la reina sobre las relucientes baldosas. Cuando tomaron posiciones, Jezal tragó saliva al verse rodeado en tres de sus lados por las largas mesas y las legiones de invitados que no les quitaban los ojos de encima. Tuvo en cierto modo la misma sensación de ansiosa expectación, temor y emoción que le producía salir al círculo de esgrima contra un oponente desconocido delante de un público enardecido.

Permanecieron un instante inmóviles como estatuas, mirándose a los ojos. Él la tendió la mano con la palma hacia arriba. Ella, a su vez, le tendió la suya, pero en lugar de tomar la de él, presionó firmemente el dorso de su mano contra el de la suya, y se la empujó hacia arriba para que los dedos de ambos estuvieran al mismo nivel. Terez arqueó levemente una ceja. Fue un silencioso desafío en el que nadie en el salón pudo reparar.

Las primeras notas surgieron como un llanto desde los instrumentos de cuerda y resonaron por toda la cámara. Abrieron el baile trazando círculos con exagerada lentitud. El borde dorado del vestido de Terez emitía un leve frufrú al rozar con el suelo y ocultaba por completo sus zapatos, de tal forma que, en lugar de dar pasos, parecía deslizarse por la pista, manteniendo en todo momento la barbilla alzada en una postura que producía dolor sólo de mirarla. Se movieron primero hacia un lado y luego hacia el otro, mientras en los espejos que cubrían las paredes, otras mil parejas, coronadas y vestidas de un blanco inmaculado con bordados de oro, se movían al mismo ritmo hasta perderse en las lejanas sombras.

Cuando sonó el siguiente compás y se unieron otros instrumentos, Jezal empezó a asimilar su total inferioridad; mayor aún que la que le había hecho sentir en su momento Bremer dan Gorst. Terez se movía con tanta elegancia que estaba seguro de que podría sostener una copa de vino en la cabeza sin derramar una sola gota. La música subió de volumen y se volvió más rápida y atrevida, y, al instante, los movimientos de Terez se hicieron también más rápidos y atrevidos. La coordinación con que movía sus manos estiradas era tan perfecta que parecía que fuera ella la que controlara a los músicos. Él intentó dirigirla y ella le rodeó sin ningún esfuerzo. Luego amagó con irse hacia un lado, salió después hacia el otro y Jezal estuvo a punto de caerse de culo. Ella lo esquivó, giró con magnífico empaque y le dejó tratando de agarrar el aire.

El ritmo de la música se aceleró aún más; los músicos rasgaban y tañían sus instrumentos con furiosa concentración. Jezal volvió a hacer un vano intento de cazar a su pareja de baile, pero Terez se apartó con un serpenteo y le deslumbró con un revuelo de faldas que fue incapaz de seguir. Luego casi le da un pisotón con un pie que antes de que él se diera cuenta había vuelto a desaparecer. Después dio una sacudida con la cabeza y faltó poco para que le clavara la corona en un ojo. Los grandes y los poderosos de la Unión la contemplaban en embrujado silencio. Incluso Jezal había quedado reducido a la condición de estupefacto espectador. Poco más podía hacer si no quería caer en el mayor de los ridículos.

No sabía si se sintió aliviado o decepcionado cuando la música empezó a hacerse más lenta y ella le ofreció la palma de la mano como si fuera un precioso tesoro. La presionó con el dorso de la suya y se pusieron a dar vueltas acercándose cada vez más el uno al otro. Cuando los instrumentos atacaron por última vez el estribillo, Terez le apretó la espalda contra su pecho. Acto seguido se pusieron a girar cada vez con más lentitud, y la nariz de Jezal se impregnó con el aroma de su cabellera. Cuando sonó la última y prolongada nota, ella se echó hacia atrás, él la dejo ir con suavidad y luego Terez estiró el cuello y agachó la cabeza hasta casi rozar el suelo con su primorosa corona. Luego se hizo el silencio.

La cámara entera prorrumpió en un clamoroso aplauso, pero Jezal apenas lo oyó. Estaba demasiado ocupado mirando a su esposa. Sus mejillas estaban teñidas de rosa, los labios medio abiertos dejaban parcialmente al descubierto unos dientes perfectos, y las líneas de su mandíbula y de su esbelto cuello estaban grabadas con sombras y sembradas de centelleantes joyas. Un poco más abajo, sus senos, encerrados en su corpiño, subían y bajaban imperiosamente, impulsados por su agitada respiración, y en la hendidura que se abría entre ambos se recostaba una levísima capa de sudor. A Jezal le hubiera encantado recostarse allí también. Parpadeó y se dio cuenta de que estaba casi sin aliento.

—Si complace a Vuestra Majestad... —murmuró Terez.

—¿Eh? Ah... Claro, claro —la ayudó a enderezarse mientras continuaban los aplausos—. Bailáis... maravillosamente.

—Vuestra Majestad es demasiado amable —replicó ella, y sus labios dibujaron una sonrisa absolutamente mínima, pero sonrisa al fin y al cabo.

Jezal, en cualquier caso, respondió con una sonrisa tan radiante como bobalicona. En el espacio de un solo baile, su miedo y su confusión se habían transformado en una excitación muy placentera. Había vislumbrado por un instante lo que había bajo su helado caparazón y había descubierto que su reina era una mujer excepcionalmente apasionada. Un lado de ella que hasta ahora había permanecido oculto y que estaba ansioso de seguir explorando. Tan ansioso, que tuvo que desviar la mirada hacia un rincón alejado e intentar pensar en otras cosas, no fuera a ser que el bulto que tenía en el pantalón le pusiera en evidencia ante los invitados.

La visión del rostro sonriente de Bayaz en el rincón fue, por una vez, justo lo que necesitaba ver: su gélida sonrisa consiguió que su ardor se enfriara tan de inmediato como si le hubieran echado encima un cubo de agua helada.

Glokta había dejado a Ardee en su recargado salón, haciendo todo lo posible para emborracharse aún más, y desde entonces su humor se había ido volviendo cada vez más negro.
Incluso más de lo habitual. No hay nada como la compañía de alguien más desgraciado que tú para hacer que te sientas mejor. Lo malo es que, cuando te quitas de encima la desdicha del otro, la tuya vuelve a la carga el doble de fría y angustiosa
. Sorbió otra cucharada de su inmunda sopa y obligó a su gaznate a tragar aquella bazofia con exceso de sal.
¿De qué maravilloso momento estará disfrutando ahora el Rey Jezal? Loado y admirado por todos, hartándose de la mejor comida y de la mejor compañía del mundo
. Dejó caer la cuchara en el tazón, el ojo izquierdo le empezó a palpitar e hizo una mueca de dolor al sentir una punzada que le recorrió la espalda y le bajó hasta la pierna.
Ocho años hace que los gurkos me soltaron, y sigo siendo su prisionero. Siempre lo seré. Vivo atrapado en una celda cuyo tamaño es el de mi propio cuerpo
. La puerta se abrió y Barnam entró a recoger el tazón. La mirada de Glokta pasó de la moribunda sopa al moribundo anciano.
La mejor comida y la mejor compañía
. Si su labio partido se lo hubiera permitido, se habría echado a reír.

—¿Ha terminado, señor? —preguntó el criado.

—Eso parece.
He sido incapaz de encontrar un medio para destruir a Bayaz y eso, por supuesto, no le va a gustar a Su Eminencia, ¿Cuánto tiene que enfadarse?, ¿hasta que pierda del todo la paciencia? ¿Pero que más se puede hacer?

Barnam recogió el tazón, cerró la puerta a su espalda y dejó a Glokta a solas con su dolor.
¿Qué he hecho yo de malo para merecer esto? ¿Y qué ha hecho Luthar? ¿Acaso no es él como era yo? ¿Arrogante, vanidoso, egoísta? ¿Es él mejor persona? ¿Entonces por qué la vida me ha castigado a mí con tanta dureza y a él le ha premiado con tanta generosidad?

Pero Glokta conocía la respuesta.
La misma razón por la que Sepp dan Teufel languidece en Angland con los dedos más cortos. La misma razón por la que el fiel General Vissbruck murió en Dagoska mientras a la traidora Eider se le permitió vivir. La misma razón por la que Tulkis, el embajador gurko, fue despedazado delante de una masa vociferante por un crimen que no había cometido
.

Se lamió uno de los pocos dientes que le quedaban.
La vida es injusta
.

Jezal abandonó la Cámara de los Espejos como en un sueño que nada tenía ya que ver con aquella aterradora pesadilla de la mañana. Había recibido tal cantidad de elogios, de vítores y de aplausos que la cabeza le daba vueltas. Todo su cuerpo resplandecía de tanto baile, de tanto vino y, por supuesto, de un deseo que crecía por momentos. Con Terez a su lado, por primera vez en su breve reinado se sentía un verdadero rey. Gemas y metales, sedas y bordados, una piel blanca y suave, todo ello refulgía a la tenue luz de las velas. La ceremonia había resultado maravillosa y la noche prometía ser todavía mejor. De lejos, Terez podría parecer más dura que una piedra, pero él la había tenido en sus brazos y sabía que no lo era.

Dos acogotados lacayos abrieron las grandes puertas del dormitorio real y las cerraron silenciosamente una vez que el Rey y la Reina de la Unión las atravesaron. El magnífico lecho, cuyo dosel estaba decorado en las esquinas con ramilletes de altas plumas que proyectaban sus sombras sobre el techo dorado, dominaba el extremo más alejado de la habitación. Sus lujosas cortinas verdes estaban descorridas, como invitándole a pasar, y por detrás de ella asomaba un ámbito blando y sedoso poblado de incitantes sombras.

Terez avanzó lentamente por la cámara nupcial con la cabeza agachada mientras él metía la llave en la cerradura y la hacía girar produciendo un leve traqueteo de las guardas. Luego, se acercó a su esposa, con la respiración acelerada, levantó una mano y la posó en su hombro desnudo. Notó que sus músculos se tensaban al sentir su tacto, y sonrió para sus adentros diciéndose que era lógico que ella estuviera tan nerviosa como él. Se preguntó si debería decir algo para tranquilizarla. ¿Pero para qué? Los dos sabían lo que tenía que venir a continuación y a Jezal le devoraba la impaciencia.

Se acercó más a ella, le rodeó la cintura con el brazo que tenía libre y la palma de su mano resbaló sibilante sobre la seda cruda del vestido. Rozó su nuca con los labios, una, dos, tres veces. Apoyó la nariz en sus cabellos, aspiró su fragancia y luego la exhaló sobre una de sus mejillas. Notó que ella temblaba al sentir su respiración sobre la piel, pero aquello sólo sirvió para excitarle aún más. Deslizó los dedos sobre su hombro, accedió a sus pechos y el collar de brillantes le resbaló por el dorso de la mano mientras la hundía en el corpiño. Se pegó a ella por detrás, expresando su satisfacción con un ruido gutural, y empezó a frotar el pene contra sus nalgas a través del vestido...

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