El último argumento de los reyes (40 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Una mano le agarró del cuello del abrigo, y el tejido se le clavó en la garganta haciéndole chillar como una gallina estrangulada. Otra le cogió del cinturón, y al instante Glokta se vio arrastrado con las rodillas y las puntas de sus botas raspando la madera del suelo. Por puro instinto, hizo un débil intento de defenderse, y lo único que consiguió fue provocarse una punzada de dolor en la espalda.

La puerta del cuarto de baño le golpeó la cabeza y se abrió estrellándose contra la pared. Sin que pudiera oponer ninguna resistencia, le arrastraron hacia la bañera, que seguía llena del agua sucia de la mañana.

—¡Espere! —gritó cuando le deslizaron por el borde hasta el agua—. ¿Quién es us...? Gluglú.

El agua fría se cerró sobre su cabeza y las burbujas corrieron por su cara. La mano que le tenía agarrado le sujetaba con firmeza mientras él forcejeaba con los ojos desorbitados por la sensación de sorpresa y el pánico. Cuando ya creía que le iban a reventar los pulmones, sintió un tirón en el pelo y su cara salió de la bañera chorreando agua.
Una técnica sencilla, pero sin duda muy eficaz. Una situación francamente turbadora
. Intentó tomar aire.

—¿Qué es lo que...? Gluglú...

De nuevo se encontró en la oscuridad, arrojando a borbotones en el agua sucia el poco aire que había conseguido aspirar.
Pero sea quien sea, me ha permitido respirar. No me están asesinando. Están ablandándome. Ablandándome para luego interrogarme. Me echaría a reír por la ironía... si me quedara un poco de... aire... en el... cuerpo
. Se revolvía para intentar separarse de la bañera, sus manos chapoteaban en el agua y sus piernas pataleaban, pero todo era inútil; la mano que le tenía cogido por el cuello estaba hecha de acero. Su estómago se contrajo y las costillas se hincharon en un intento desesperado de coger un poco de aire.
No respires... no respires... no respires...
Le estaba entrando lo que le pareció un litro de agua sucia, cuando de pronto le sacaron del baño y le tiraron al suelo tosiendo, jadeando y vomitando, todo a la vez.

—¿Eres Glokta?

Era una voz de mujer, áspera, dura y con marcado acento kantic. Estaba agachada frente a él, guardando el equilibrio sobre los dedos de sus pies, con las muñecas descansando sobre las rodillas y las manos, largas y marrones, colgando en el aire. Llevaba una camisa de hombre que caía muy suelta sobre unos hombros escuálidos, y las mangas empapadas estaban enrolladas en sus huesudas muñecas. Tenía el pelo negro, muy corto, con trasquilones grasientos que sobresalían del cráneo. Su cara, de expresión endurecida, exhibía una cicatriz pálida, y en sus finos labios se dibujaba una mueca desdeñosa; sin embargo, eran sus ojos lo que resultaba más repelente de su aspecto: eran amarillos y brillaban con el tenue reflejo de la luz que llegaba del pasillo.
No me extraña que Severard se resistiera a seguirla. Debí hacerle caso
.

—¿Eres Glokta?

Era inútil negarlo. Se limpió la baba que le caía por la barbilla con mano temblorosa.

—Sí, soy Glokta.

—¿Por qué me estás vigilando?

Glokta se incorporó penosamente y se sentó.

—¿Qué te hace pensar que...?

El puñetazo le golpeó en el mentón, le echó hacia atrás la cabeza y le arrancó un grito ahogado. Sus mandíbulas se juntaron y un diente le abrió un agujero en la lengua. Se derrumbó sobre la pared con los ojos llenos de lágrimas mientras la habitación oscura daba vueltas a su alrededor. Cuando logró volver a enfocar la vista, vio a la mujer mirándole con sus ojos amarillos entrecerrados.

—Voy a seguir pegándote hasta que me des respuestas o te mueras.

—Muchas gracias.

—¿Gracias?

—Me parece que tu golpe ha conseguido desentumecerme un poquito el cuello —Glokta sonrió, mostrando sus escasos dientes llenos de sangre—. Estuve dos años cautivo de los gurkos. Dos años en las prisiones oscuras de su Emperador. Dos años de cortes y cincelados, y quemaduras. ¿Crees que me van a asustar un par de bofetadas? —Se le río a la cara echando sangre por la boca—. ¡Me duele más mear! —se inclinó hacia ella y contrajo el rostro al sentir una punzada en la columna—. Todas las mañanas... cuando me despierto y veo que sigo vivo... sufro una gran decepción. Si quieres que te dé respuestas, tú tendrás que darme respuestas también. Una por cada una.

La mujer le miró fijamente durante unos instantes, sin pestañear.

—¿Fuiste prisionero de los gurkos?

Glokta recorrió con la mano su cuerpo contrahecho.

—Ellos me dejaron así.

—Hummm. Entonces a los dos los gurkos nos han robado algo —se sentó con las piernas cruzadas—. Preguntas. Una por cada una. Pero si intentas mentirme...

—Preguntas, pues. Estaría incumpliendo mis deberes de anfitrión si no te dejara empezar.

Ella no sonrió.
No parece que tenga mucho sentido del humor
.

—¿Por qué me vigilas?

Podría mentir, ¿pero para qué? Lo mismo da morir diciendo la verdad.

—Estoy vigilando a Bayaz. Parece que los dos sois amigos, pero como hoy en día es difícil vigilar a Bayaz, te vigilo a ti.

La mujer frunció el ceño.

—No es amigo mío. Me prometió venganza, eso es todo. Y todavía no ha cumplido su promesa.

—La vida está llena de desilusiones.

—La vida está hecha de desilusiones. Haz tu pregunta, tullido.

¿Cuando haya obtenido sus respuestas, volverá a ser para mí la hora del baño? ¿Del último baño?
Aquellos ojos amarillos eran inescrutables. Eran unos ojos vacíos, como los de un animal.
¿Pero acaso tengo elección?
Se lamió la sangre de los labios y se recostó en la pared.
Preferiría morir sabiendo algo más
.

—¿Qué es la Semilla?

El ceño de la mujer se hizo más pronunciado.

—Bayaz dice que es un arma. Un arma con un enorme poder. Tan enorme que puede convertir Shaffa en polvo. Él creía que estaba oculta en los confines del Mundo, pero se equivocaba. Y eso no le hizo ninguna gracia.

Se quedó en silencio y le miró con gesto torvo durante un instante.

—¿Por qué estás vigilando a Bayaz?

—Porque robó la corona y se la puso a un gusano invertebrado.

La mujer soltó un resoplido.

—En eso al menos estamos de acuerdo.

—Algunos miembros de mi gobierno están preocupados por la dirección en que pueda llevarnos. Seriamente preocupados —Glokta se lamió uno de sus dientes ensangrentados—. ¿Adónde nos está llevando?

—A mí no me dice nada. Yo no me fío de él ni él se fía de mí.

—En eso también estamos de acuerdo.

—Había planeado utilizar la Semilla como arma. Y como no la encontró, tiene que buscar otras armas. Yo creo que os está llevando a la guerra. A una guerra contra Khalul y sus Devoradores.

Glokta sintió que una serie de palpitaciones recorrían un lado de su cara y obligaban a sus ojos a pestañear.
¡Puta gelatina traidora!
La mujer ladeó la cabeza.

—¿Los conoces?

—Un poco, ¿
Qué daño hago a nadie?
Cogí a uno, en Dagoska. Estuve haciéndole preguntas.

—¿Y qué te dijo?

—Me habló de causas sagradas y de justicia.
Dos cosas que yo nunca he visto
. Me habló de guerra y de sacrificio.
Dos cosas de las que he visto demasiado
. Me dijo que tu amigo Bayaz mató a su propio maestro —la mujer ni pestañeó—. Me dijo que su padre, el Profeta Khalul, sigue buscando venganza.

—Venganza —bufó ella apretando los puños—. Yo les enseñaré lo que es la venganza.

—¿Qué te han hecho a ti?

—Mataron a mi pueblo —descruzó las piernas—. Me hicieron su esclava —se puso en pie y miró a Glokta—. Me robaron la vida.

Glokta sintió que le temblaban las comisuras de los labios.

—Una cosa más que tenemos en común.
Intuyo que se me acaba el tiempo que me había prestado
.

La mujer se agachó, cogió dos chorreantes puñados de abrigo y lo levanto del suelo con una fuerza enorme, arrastrándole la espalda por la pared.
¿Hallado un cadáver flotando en una bañera?
Las ventanillas de la nariz de Glokta se abrieron al máximo, el aire silbaba dentro de su nariz ensangrentada y el corazón le latía acelerado anticipando lo que iba a pasar.
Supongo que mi cuerpo destrozado se defenderá como pueda. Una irresistible reacción a la falta de aire. El inconquistable instinto de respirar. Seguro que me retuerzo y manoteo, como Tulkis, el embajador gurko, se retorció y manoteó cuando le ahorcaron y le arrancaron las entrañas por nada
.

Se esforzó por mantenerse en pie sin ayuda tratando de permanecer lo más derecho que le fuera posible.
Al fin y al cabo hubo un tiempo en que yo era un hombre orgulloso, aunque todo eso ya haya quedado muy atrás. No es el fin glorioso que el Coronel Glokta hubiera deseado para sí. Ahogado en una bañera por una mujer con una camisa sucia. ¿Me encontrarán tirado sobre el borde con el culo al aire? ¿Pero eso qué importa? Lo que cuenta no es cómo mueres, sino cómo has vivido
.

La mujer le soltó el abrigo y lo alisó por delante dándole unas palmaditas.
¿Y qué ha sido mi vida estos últimos años? ¿Qué he tenido que de verdad pueda echar de menos? ¿Escaleras? ¿Sopa? ¿Dolor? ¿Estar tumbado en la oscuridad dando vueltas a las cosas que he hecho? ¿Despertarme por la mañana atufado por el pestífero olor de mi propia mierda? ¿Echaré de menos tomar el té con Ardee West? Un poco, a lo mejor. ¿Pero echaré de menos tomar el té con el Archilector? Es como para preguntarse por qué no lo hice yo mismo mucho antes
. Miró fijamente a los ojos de su asesina, tan duros y brillantes como el cristal amarillo, y sonrió. Con una sonrisa de puro alivio.

—Estoy preparado —dijo.

—¿Para qué?

La mujer le introdujo un objeto en la mano. El mango de su bastón.

—Si vuelves a tener algún asunto con Bayaz, a mí déjame al margen. No seré tan amable la próxima vez —y acto seguido retrocedió despacio hasta la puerta, un rectángulo brillante que se recortaba sobre la pared en sombra. Se dio la vuelta y el eco de sus botas resonó por el pasillo. Aparte del leve plip plop de las gotas que caían del abrigo de Glokta, todo quedó en silencio.

De modo que, al parecer, sobrevivo. Una vez más
. Enarcó las cejas.
A lo mejor el truco está en no desearlo
.

El cuarto día

El oriental era feísimo. Un tipo enorme, envuelto en pestilentes pieles sin curtir y con una oxidada cota de malla, que tenía más de adorno que de protección. Su pelo negro y grasiento, sujeto aquí y allá por bastos anillos de plata, estaba empapado por la lluvia. Tenía una gran cicatriz a lo largo de una mejilla, otra vertical en la frente, incontables tajos y picaduras, restos de antiguas heridas, varios forúnculos como los de un adolescente y una nariz aplastada y torcida como una cuchara abollada. Apretaba los ojos por el esfuerzo que estaba haciendo, enseñaba una dentadura amarillenta a la que le faltaban las dos piezas centrales y, por esa abertura, sacaba una lengua grisácea. Una cara que había visto la guerra todos los días. Una cara que había vivido por la espada, el hacha y la lanza y para la que un día más de vida era una propina.

Para Logen, era como mirarse en un espejo.

Estaban tan juntos como un par de amantes, ciegos a todo lo que les rodeaba. Se movían pesadamente de atrás adelante como luchadores borrachos. Se zarandeaban, se mordían, trataban de sacarse mutuamente los ojos, forcejeaban con helada furia, echándose el uno al otro hediondas bocanadas de aliento. Un baile horrible, fatigoso y fatal. Y, entretanto, la lluvia seguía cayendo.

Logen recibió un doloroso puñetazo en el estómago y tuvo que revolverse y retorcerse para amortiguar otro. Lanzó sin mucho convencimiento un cabezazo y no consiguió más que rozar con la frente la cara del feo. Estuvo a punto de tropezar y vio que el oriental descargaba su peso al otro lado del cuerpo, intentando encontrar una postura que le permitiera derribarle. Antes de que pudiera hacerlo, Logen consiguió clavarle un muslo en los huevos. Eso bastó para que el tipo aflojara por un instante los brazos y para que él pudiera ir deslizando una mano hacia el cuello del feo.

Forzó a su mano a seguir subiendo, dolorosamente, centímetro a centímetro, hasta que el dedo índice trepó por la agujereada cara del oriental, que lo miró bizqueando y trató de librarse de él inclinando la cabeza. Agarró con fuerza la muñeca de Logen para intentar apartar su mano, pero Logen tenía el hombro agachado y el peso perfectamente distribuido. El dedo bordeó la boca de su adversario por encima del labio superior, se introdujo en la nariz torcida del feo y Logen sintió que su uña rota se hundía en la carne de la fosa nasal. Dobló el dedo, apretó los dientes y se puso a retorcerlo lo mejor que pudo.

El oriental bufó y manoteó, pero estaba atrapado. No pudo hacer otra cosa que agarrar la muñeca de Logen con la otra mano y tratar de sacar ese dedo del interior de su nariz. Pero eso dejaba a Logen una mano libre.

Sacó un cuchillo, soltó un gruñido y le apuñaló una y otra vez. Eran golpes rápidos y cortos, pero terminados en acero. La hoja penetró al oriental en el vientre, en los muslos, en un brazo, en el pecho. La sangre brotó a chorros, los salpicó a los dos y goteó sobre los charcos que había debajo de sus botas. Cuando lo tuvo bien apuñalado, le agarró de las pieles, apretó las mandíbulas y, soltando un rugido, lo arrojó por encima de la muralla. Cayó a plomo, tan desmadejado como el cadáver en que estaba a punto de convertirse, y se estrelló contra el suelo en medio de sus compañeros.

Logen se asomó por el parapeto, echando el aliento al aire húmedo y rodeado de gotas de lluvia que pasaban fugazmente junto a su cara. Parecía haber centenares de ellos arremolinados en el mar de fango que se extendía junto a la base de la muralla. Hombres bárbaros, procedentes de más allá del Crinna, que apenas sabían hablar y a los que no les importaban nada los muertos. Empapados de agua y salpicados de mugre, se protegían detrás de unos toscos escudos y blandían brutales mazas de pinchos. A su espalda, los estandartes tremolaban bajo la lluvia; huesos y cueros raídos, sombras fantasmales bajo un diluvio.

Unos empujaban hacia delante desvencijadas escalas, o alzaban las que ya habían sido derribadas para intentar hincarlas junto a la muralla y levantarlas mientras a su alrededor rocas, lanzas y flechas mojadas se hundían ruidosamente en el fango. Otros escalaban ya, protegiéndose la cabeza con los escudos. En el lado de Dow había dos escalas, en el de Sombrero Rojo una, y otra más a la izquierda de Logen. Un par de gigantescos salvajes descargaban hachazos contra las maltrechas puertas, produciendo nubes de astillas con cada golpe. Logen los señaló y gritó inútilmente bajo el aguacero. Nadie le oyó, ni podía oírle en medio del estruendo de la lluvia, del estrépito de los aceros que golpeaban o raspaban los escudos, del ruido sordo de las flechas que se clavaban en la carne, de los gritos de batalla y los aullidos de dolor.

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