El último argumento de los reyes (48 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Un círculo de terror. Hacían bien en tenerle miedo.

Su muerte estaba escrita en las formas que trazaba la dulce sangre en el crudo suelo. Su muerte se susurraba en el zumbido de las moscas que infestaban los cadáveres que había al otro lado de la muralla. Su muerte estaba impresa en sus propios rostros, la transportaba el viento, se dibujaba en la sinuosa línea que separaba las montañas del cielo. Todos ellos eran hombres muertos.

—¿Quién quiere ser el siguiente en volver al barro? —susurró.

Un osado Carl con un escudo que llevaba pintada una serpiente enroscada dio un paso adelante. Antes de que tuviera tiempo de alzar su lanza, la espada del Sanguinario había trazado un amplio círculo por encima de la parte superior del escudo y por debajo de la parte inferior de su casco. La punta de la hoja le separó la mandíbula de la cabeza, se clavó en el hombro del tipo que tenía detrás, se le hundió en el pecho y lo arrojó al suelo echando sangre por su boca enmudecida. Surgió otro hombre y la espada se precipitó sobre él como una estrella fugaz y le aplastó el casco y el cráneo hasta la altura de la boca. El cuerpo cayó de espaldas y se arrancó a bailar alegremente en el suelo.

—¡Baila! —se carcajeó el Sanguinario, poniéndose a revolear la espada. El aire se llenó de sangre, de armas rotas, de trozos de carne. Y todas esas cosas buenas escribían palabras en un alfabeto secreto y trazaban unos motivos sagrados que sólo él podía ver y descifrar. Los aceros le pinchaban, le hacían muescas, se le clavaban, pero aquello no era nada. Cada marca que le hacían la devolvía multiplicada por cien. Y el Sanguinario seguía riéndose, y el viento, y el fuego, y las caras pintadas en los escudos reían con él y no podían parar.

Era como una tormenta en las cumbres, su voz era tan terrible como el trueno, su brazo tan rápido, tan letal y tan implacable como el rayo. Le hincó a un tipo la espada en las entrañas, se la arrancó de golpe, le rompió la boca a otro con el pomo, le arrebató la lanza con la mano que tenía libre, la arrojó contra un tercero, al que atravesó el cuello, y al salir por el otro lado le abrió un buen agujero en el costado a un Carl. Poseído de un vértigo ebrio, el Sanguinario daba tumbos, giraba sobre sí y rodaba por el suelo, escupiendo fuego y risas. Forjó un nuevo círculo a su alrededor. Un círculo tan amplio como la espada del gigante. Un círculo en el interior del cual todo le pertenecía a él.

Sus enemigos le acechaban fuera de ese perímetro y reculaban ante él muertos de miedo. Sabían quién era, lo leía en sus caras. Habían oído rumores sobre su trabajo, y ahora que les estaba impartiendo una sangrienta lección ya sabían en qué consistía, y él se congratulaba de haberlos ilustrado. El que estaba más adelantado de todos, le mostró la palma de la mano y dejó su hacha en tierra.

—Estás perdonado —susurró el Sanguinario, y dejó que su espada cayera al suelo. Luego se lanzó hacia delante como una centella, agarró al hombre de la garganta y lo alzó en vilo con ambas manos. El tipo forcejaba, sacudía los brazos y las piernas, pero los puños rojos del Sanguinario eran como el hielo, que es capaz de reventarle los huesos a la tierra.

—¡Estás perdonado! —sus manos eran de hierro, y los pulgares se fueron hundiendo más y más en el cuello del hombre hasta que la sangre comenzó a brotar por debajo de ellos. Entonces alzó aquel cadáver pataleante toda la longitud de su brazo y lo sostuvo en alto hasta que dejó de moverse. Luego lo arrojó por el aire y el cuerpo cayó a tierra y rodó desmadejado por el barro de una forma que causó al Sanguinario un inmenso placer.

—Perdonado... —se encaminó hacia el resplandeciente arco mientras la atemorizada muchedumbre se apartaba a su paso, abriendo una senda de barro por la que se esparcían las armas y escudos que habían tirado. Más allá, a pleno sol, relucían las armaduras de unos jinetes que cabalgaban por el polvoriento valle entre los altos estandartes que flameaban al viento y cuyas espadas centelleaban al subir y bajar mientras perseguían a unos hombres que corrían en todas direcciones. Se detuvo en el desvencijado umbral de la portada, con las botas plantadas sobre los restos astillados de las puertas y rodeado de los cadáveres de amigos y enemigos, y oyó innumerables voces que cantaban victoria.

Entonces Logen cerró los ojos, y respiró.

Demasiados amos

A pesar del caluroso día de verano que hacía en el exterior, el vestíbulo del banco era un lugar fresco, oscuro y umbrío. Un lugar lleno de susurros y de ecos apagados, construido en mármol negro como una tumba nueva. Los finos rayos de sol que entraban por las estrechas ventanas estaban llenos de motas de polvo en suspensión. No se percibía ningún olor digno de mención.
Salvo el hedor del fraude, que incluso a mí me resulta opresivo. Puede que el entorno sea más limpio que el del Pabellón de Interrogatorios, pero sospecho que se cuentan más verdades entre los criminales
.

No había montones de lingotes de oro a la vista. No se veía ni una simple moneda. Sólo plumas para escribir, tinteros y montones de papel mate. Los empleados de Valint y Balk no vestían fastuosos ropajes como los que había usado el Maestre Kault, del Gremio de los Sederos. Ni exhibían joyas deslumbrantes como las de la Maestre Eider, del Gremio de los Especieros. Eran hombres de poca estatura y rostros serios, vestidos de gris. Los únicos destellos eran los que lanzaban los anteojos de algún que otro oficinista afectado.

¿Así que éste es el rostro de la verdadera riqueza? ¿Así que ésta es la manera en que se manifiesta el auténtico poder? El austero templo de la diosa del oro
. Contempló a los empleados que trabajaban con pilas de documentos, sentados a sus ordenadas mesas en ordenadas filas.
Ahí están los acólitos, a los que sólo se ha introducido en los más bajos misterios de la iglesia
. Sus ojos se desviaron hacia los que estaban esperando. Mercaderes y prestamistas, tenderos y picapleitos, comerciantes y fulleros, que formaban largas colas o esperaban nerviosos junto a las paredes, sentados en incómodas sillas. Bien vestidos, quizá, pero preocupados.
La medrosa congregación, siempre presta a acobardarse si a la diosa del comercio le da por mostrar su lado vengativo
.

Pero yo no soy una de sus criaturas
. Glokta se dirigió a la cola más larga y se abrió paso, golpeando los baldosines con la punta del bastón y gruñendo «¡Estoy lisiado!», si uno de los comerciantes osaba mirarle.

El empleado parpadeó cuando alcanzó el primer puesto.

—¿En qué puedo...?

—¡Mauthis! —dijo.

—¿A quién debo...?

—Al tullido.
Condúceme al Sumo Sacerdote para que pueda expiar mis crímenes con billetes de banco
.

—Pero no voy a...

—¡Le están esperando!

Un empleado que estaba sentado a una mesa unas filas más atrás se había puesto de pie.

Glokta dedicó a los desdichados de la cola una desdentada y lasciva sonrisa mientras caminaba renqueante entre las mesas en dirección a una puerta que se veía en la pared. Pero su sonrisa no duró mucho. Detrás de ella se alzaba una serie de escalones iluminados en lo alto por una estrecha ventana.

¿Por qué el poder tiene que estar siempre más alto que los demás mortales? ¿Es que no se puede ser poderoso a ras de suelo?
Soltó una maldición, subió trabajosamente detrás de su impaciente guía y acabó arrastrando su pierna inútil a lo largo de un vestíbulo con muchas puertas a ambos lados. El empleado se inclinó, llamó humildemente a una de ellas, esperó hasta oír un «¿Sí?» y luego la abrió.

Mauthis vio a Glokta traspasar renqueando el umbral desde detrás de una mesa descomunal. Le miraba sin el menor gesto de simpatía o de bienvenida, con una cara que bien podría haber estado tallada en madera. Por la amplia superficie de cuero color rojo sangre, unas plumas, un tintero y varios montones de papeles se distribuían con la misma despiadada precisión que unos reclutas a los que se hubiera llamado para pasar revista.

—La visita que esperabais, señor —el empleado se adelantó con unos papeles en la mano—. Y también estos documentos para vuestra consideración.

Mauthis volvió hacia ellos sus ojos inexpresivos.

—Sí... sí... sí... sí... Todos éstos a Talins.

Glokta no esperó a que se lo indicaran.
Llevo demasiado tiempo dolorido como para fingir que no lo estoy
. Dio un paso tambaleante y se dejó caer sobre la silla más cercana. El cuero rígido del incómodo asiento crujió bajo su trasero dolorido.
Pero servirá
.

Los papeles crepitaban mientras Mauthis iba hojeándolos y estampando su firma en la parte de abajo de cada uno de ellos. Al llegar al último, se detuvo.

—Ah, no. A éste hay que exigirle una devolución inmediata —alargó un brazo, cogió un tampón que tenía el mango muy desgastado por el uso y lo balanceó con sumo cuidado sobre una bandejita impregnada de tinta roja. Acto seguido, marcó el sello en el papel con perturbadora rotundidad.
¿Habrá aplastado ese sello la vida de algún mercader? ¿Se puede administrar con semejante descuido la ruina y la desesperación de una persona? ¿Enviar a mujeres y niños a la calle? Aquí no hay sangre, aquí no hay gritos, y sin embargo, se destruye a tanta gente como en el Pabellón de los Interrogatorios. Y con mucho menos esfuerzo
.

Los ojos de Glokta siguieron al empleado que se apresuraba a salir con los documentos.
¿O se trata simplemente de un recibo por diez centavos que no ha sido aceptado? ¿Quién sabe?
La puerta se cerró con un levísimo clic.

Mauthis hizo una breve pausa para alinear la pluma con el borde de su mesa y luego alzó la mirada hacia Glokta.

—Le agradezco que haya respondido con tanta prontitud.

Glokta resopló.

—El tono de su nota no parecía admitir demoras —hizo una mueca al levantar su doliente pierna con ambas manos y aupó su sucia bota a la silla que tenía a su lado—. Espero que me devuelva el favor y vaya rápidamente al grano. Soy un hombre muy ocupado.
Tengo que destruir magos, destronar reyes, y si no consigo hacer ni una cosa ni otra, tengo una cita urgente para que me corten el cuello y me tiren al mar
.

Mauthis no movió ni un músculo de la cara.

—De nuevo descubro que mis superiores no están del todo complacidos con la dirección de sus investigaciones.

¿Sí, eh?

—Sus superiores son gentes de bolsillos amplios y paciencia escasa. ¿Qué ofende ahora sus delicadas sensibilidades?

—Su investigación sobre el linaje de nuestro nuevo Rey, Su Augusta Majestad Jezal Primero —Glokta sintió que su ojo empezaba a palpitar y lo presionó con una mano mientras se pasaba la lengua por las encías—. En concreto, sus investigaciones sobre la persona de Carmee dan Roth, las circunstancias de su prematura defunción y el grado de intimidad de su amistad con nuestro anterior Rey, Guslav Quinto. ¿Me acerco lo suficiente al grano para su gusto?

Me gustaría que se acercara un poquito menos.

—Esas investigaciones acaban de iniciarse. Me sorprende que sus superiores estén tan bien informados. ¿De dónde obtienen la información, de una bola de cristal o de un espejo mágico?
¿O de algún miembro del Pabellón de Interrogatorios al que le gusta hablar? ¿O tal vez de alguien todavía más próximo a mí?

Mauthis suspiró, o al menos permitió que un poco de aire le saliera de la boca.

—Ya le dije que diera por sentado que lo saben todo. Descubrirá que no es una exageración, sobre todo si pretende engañarles. Yo le aconsejaría sinceramente no seguir por ese camino.

—Le puedo asegurar que no me interesa en absoluto el linaje del Rey —Glokta hablaba apretando los labios—, pero Su Eminencia lo ha pedido y espera impaciente que le informe de los progresos que vaya haciendo. ¿Qué debo decirle?

Mauthis le miró con una expresión muy comprensiva.
La misma comprensión que una piedra puede sentir por otra piedra
.

—A mis jefes no les importa lo que le diga, siempre y cuando les obedezca. Comprendo que está usted en una posición difícil, pero, francamente, Superior, no creo que pueda usted elegir. Supongo que podría acudir al Archilector y exponerle la historia de la relación que tiene con nosotros. El regalo que aceptó de mis jefes, las condiciones bajo las cuales se le hizo y la consideración que ya ha mostrado hacia nosotros. Tal vez Su Eminencia sea más comprensivo con las lealtades divididas de lo que parece.

—Hummm —repuso Glokta.
Si no supiera que no puede serlo, tomaría eso por una broma. Su Eminencia es sólo un poquito menos comprensivo que un escorpión, y los dos lo sabemos
.

—O podría cumplir su compromiso con mis jefes y hacer lo que le exigen.

—Cuando firmé el maldito recibo me pidieron favores. ¿Y ahora me vienen con exigencias? ¿Cuánto va a durar esto?

—Eso no es algo que yo pueda decir, Superior. Ni usted preguntar.

Los ojos de Mauthis se volvieron un instante hacia la puerta. Luego se inclinó sobre la mesa y habló en voz baja y suave.

—Pero si mi propia experiencia puede servirle de orientación le diré que esto no acabará... nunca. Mis jefes han pagado. Y siempre consiguen aquello por lo que han pagado. Siempre.

Glokta tragó saliva.
Al parecer, en este caso lo que han pagado ha sido mi abyecta obediencia. Normalmente no habría dificultad, claro. Yo soy tan abyecto como cualquiera, si no más. Pero el Archilector exige lo mismo. Cuando se tienen dos amos bien informados e implacables en abierta oposición, empieza a sobrar uno. Aunque también hay quienes dirían que sobran los dos. Pero como me explica tan amablemente Mauthis, no tengo elección
. Bajó la bota de la silla, dejando el cuero cubierto de polvo y distribuyó cuidadosamente su peso, antes de iniciar el largo proceso de ponerse en pie.

—¿Alguna cosa más, o sus jefes simplemente quieren que desafíe al hombre más poderoso de la Unión?

—También quieren que le vigile.

Glokta se quedó helado.

—¿Quieren que yo qué?

—Últimamente las cosas han cambiado mucho, Superior. Los cambios significan nuevas oportunidades, pero demasiados cambios son malos para los negocios. Mis jefes piensan que un periodo de estabilidad es beneficioso para todos. Están satisfechos con la situación actual —Mauthis juntó las manos sobre el cuero de su mesa—. Les preocupa que algunos de los miembros del gobierno puedan no sentirse satisfechos. Que deseen que se produzcan más cambios. Que sus actos irreflexivos puedan conducir al caos. Y el que más les preocupa de todos es Su Eminencia. Quieren saber lo que hace. Lo que tiene pensado hacer. Y, muy especialmente, lo que está haciendo en la Universidad.

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