El último argumento de los reyes (76 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Glokta se quedó un rato mirando los ojos de su Practicante, de su prisionero, tratando de descubrir la verdad. No se oía otro ruido que el de la atropellada y angustiosa respiración de Severard. Y, de pronto, arrugó los labios y dejó caer la cuchilla sobre la mesa.
¿Para qué vas a perder la otra mano, si ya has confesado?
Exhaló un hondo suspiro y, con mucha delicadeza, limpió de lágrimas el pálido rostro de Severard.

—Está bien. Te creo.

¿Pero entonces qué? Nos quedamos con más preguntas que antes y sin ningún lugar en donde buscar respuestas
. Arqueó la espalda y contrajo la cara al sentir una punzada de dolor que recorría su columna contrahecha, su pierna retorcida, su pie sin dedos.
Sult debe haber obtenido la información en alguna otra parte. ¿Quién más salió vivo de Dagoska, quién más sabía lo suficiente? ¿Eider? No, eso sería como delatarse a sí misma. ¿Vitari? Ya tuvo la ocasión de irse de la lengua y no lo hizo. ¿Cosca? Su Eminencia nunca trabajaría con un hombre tan imprevisible. Si yo recurro a él es porque no tengo más remedio. ¿Entonces, quién?

Sus ojos y los de Frost cruzaron una mirada. Los ojos rosáceos del albino ni parpadearon. Le miraban fijamente, duros y brillantes como dos gemas rosadas. Y entonces las piezas encajaron.

Ya.

Ninguno de los dos habló. Sin quitarle a Glokta los ojos de encima, Frost estiró sin prisas los brazos y rodeó el cuello de Severard. El ex Practicante, completamente indefenso, no podía hacer más que mirar.

—Qué ha... —Frost frunció un poco el ceño. Se oyó un crujido agudo y la cabeza de Severard se retorció hacia un lado.
Con la misma sencillez y despreocupación con que se mata a un pollo
. Al soltarlo Frost, el cráneo de Severard cayó hacia atrás, mucho más de lo que sería natural, y unos extraños bultos nudosos se resaltaron en la pálida piel de su cuello retorcido.

El albino se interponía entre Glokta y la puerta entreabierta.
No hay salida
. Glokta hizo una mueca de dolor mientras retrocedía con paso tambaleante, raspando el suelo con el bastón.

—¿Por qué? —apretando los puños, Frost avanzó hacia él, con paso lento y firme. Detrás de la máscara su pálido rostro permanecía impasible—. ¡Maldita sea, al menos dime por qué!

El albino se encogió de hombros.
Al final va a resultar que algunas preguntas no tienen respuesta
. La espalda contrahecha de Glokta dio con la pared curva.
Y el tiempo se me ha acabado. Oh, bueno
. Respiró hondo.
Siempre lo tuve todo en mi contra. Y, en realidad, tampoco es que me importe tanto morir
.

Frost alzó uno de sus blancos puños y soltó un quejido. La cuchilla se hundió profundamente en los gruesos hombros del albino con un ruido sordo. La sangre comenzó a manar de la herida y le fue empapando la camisa. Frost se dio la vuelta. Ardee estaba de pie detrás de él. Los tres se quedaron mirándose durante unos momentos. Luego Frost lanzó un puño contra ella y Ardee salió disparada hacia atrás, se estrelló contra uno de los lados de la mesa, que cayó inerte al suelo arrastrándola consigo. La caja de Glokta se volcó junto a ella y la sangre y los trozos de carne se esparcieron por todas partes. Frost, con la cuchilla clavada aún en su carne y el brazo izquierdo colgando fláccido a un costado, empezó a darse la vuelta.

Los labios de Glokta se retiraron de sus encías desnudas.
No me importa morir. Pero me niego a recibir una paliza
.

Haciendo caso omiso del dolor que le atravesaba su pie mutilado y le subía por la pierna, afirmó los pies sobre el suelo lo mejor que pudo. Luego levantó el bastón e introdujo el pulgar en un pestillo oculto. El artilugio lo había realizado, siguiendo sus minuciosas instrucciones, el mismo hombre que había fabricado la caja de su instrumental.
Una pieza de artesanía aún más perfecta si cabe
.

Sonó un leve clic, y la madera giró sobre unas bisagras ocultas y se abrió de golpe, dejando al descubierto un pincho de cerca de medio metro de largo que relucía como un espejo. Glokta lanzó un aullido desgarrador.

Pincha, Glokta. Pincha, pincha.

El acero era una exhalación. La primera estocada rasgó el lado izquierdo del pecho de Frost. La segunda se le clavó silenciosamente en el lado derecho del cuello. La tercera le perforó la máscara, pasó raspándole el maxilar y la punta brillante del estoque apareció un instante por debajo de su oreja blanquecina antes de volver a salir disparada hacia atrás.

Frost permanecía inmóvil, alzando los párpados en un gesto de leve sorpresa. Entonces la sangre comenzó a manar de la minúscula herida de la garganta y resbaló por su camisa formando una línea negra. Adelantó una de sus manazas blancas y se tambaleó, mientras la sangre brotaba a borbotones por debajo de su máscara.

—¡Mierza! —exhaló.

Acto seguido se desplomó como si le hubieran barrido las piernas del suelo. Estiró un brazo y trató de incorporarse. Pero ya no le quedaban fuerzas. Su respiración se convirtió en una especie de gorgoteo sonoro que fue bajando de volumen hasta que por fin desapareció por completo.
Se acabó
.

Ardee estaba sentada cerca de la mesa. De su nariz salía un hilillo de sangre que le llegaba al labio superior.

—Está muerto.

—Ya sabe que practiqué la esgrima en tiempos —murmuró Glokta—. Al parecer, hay cosas que nunca se olvidan —miró alternativamente a cada uno de los dos cadáveres. Frost yacía sobre un charco de sangre que crecía por momentos, con uno de sus ojos rosáceos mirando al frente; ni aún muerto pestañeaba. La cabeza de Severard colgaba hacia atrás sobre el respaldo de la silla. Tenía la boca abierta, como si estuviera profiriendo un grito mudo. La mano mutilada seguía esposada, la otra colgaba fláccida a un lado.
Mis chicos. Mis ojos. Mis manos. Ya no me queda nada
. Bajó la vista y miró con el ceño fruncido el acero ensangrentado que sostenía con el puño.
En fin. Habrá que arreglárselas sin ellos y seguir avanzando a trompicones lo mejor que se pueda
.

Haciendo un gesto de dolor, se agachó, recogió con dos dedos la pieza de madera que había caído del bastón y la volvió a cerrar sobre el estoque ensangrentado.

—Hágame el favor de cerrar esa caja —abriendo mucho los ojos, Ardee miró los instrumentos, luego se fijó en el cadáver boquiabierto de Severard, en la sangre que empapaba la mesa volcada, en los fragmentos de carne que había desperdigados por el suelo. Tosió y apretó el dorso de la mano contra su boca.
Uno se olvida a veces de que hay personas que no están acostumbradas a lidiar con este tipo de asuntos. Pero hay que arreglárselas con lo que se tiene más a mano, y ya es un poco tarde para intentar acostumbrarla poco a poco. De todos modos, si es capaz de clavar a un hombre una cuchilla, seguro que también puede recogerme unos cuantos instrumentos de metal sin desmayarse
—. La caja —dijo—. Voy a necesitar mis instrumentos.

Ardee pestañeó, se puso a recoger las herramientas que había tiradas por el suelo y las volvió a colocar en sus sitios. A continuación, se metió la caja debajo de un brazo, se enderezo tambaleándose un poco y se limpió la sangre de la nariz con la manga de su blusa blanca. Glokta se dio cuenta de que se le había quedado enredado en el pelo un trozo de uno de los dedos de Severard.

—Tiene algo... —le señaló el lugar— ...justo ahí.

—¿Cómo? ¡Aaagh! —se arrancó el trozo de carne muerta y lo arrojó al suelo temblando de asco—. Debería buscarse otra forma de ganarse la vida.

—Hace ya algún tiempo que le estoy dando vueltas a eso. Pero todavía quedan unas cuantas preguntas que necesitan obtener respuesta.

La puerta se abrió con un crujido y Glokta sintió una súbita punzada de pavor. Cosca entró en la sala, y al ver aquella carnicería, soltó un leve silbido y se echó hacia atrás el sombrero, cuya pluma proyectó una sombra alargada en la pared de detrás.

—Vaya un desbarajuste que tiene usted aquí montado, Superior, vaya un desbarajuste.

Glokta palpó con los dedos el bastón. La pierna le ardía, el corazón le palpitaba sordamente en las sienes y por debajo de sus ásperas ropas estaba empapado de sudor frío.

—Ha sido inevitable.

—Pensé que tendría interés en saber que vinieron las visitas. Seis Practicantes de la Inquisición. No sé por qué, pero tengo la impresión de que habían venido a matarle a usted.
Sin ninguna duda. Por orden del Archilector, que actuaba impulsado por las informaciones recibidas del difunto Practicante Frost
.

—¿Y? —preguntó Glokta. Después de los acontecimientos que habían tenido lugar durante la última hora, casi había esperado que Cosca se le echara encima soltando tajos a diestro y siniestro con su espada.

Pero si algo he aprendido en esta última hora es que el menos leal de los secuaces no siempre es el menos digno de confianza.

—Los hemos hecho pedazos, por supuesto —el estirio sonrió de oreja a oreja—. Me ofende que haya podido dudarlo.

—Bien, bien.
Menos mal que algo ha salido según lo planeado
—lo único que deseaba Glokta era apoyarse en una pared, resbalar hasta el suelo y quedarse ahí tumbado pegando alaridos.
Pero hay trabajo que hacer
. Hizo una mueca de dolor y se encaminó cojeando hacia la puerta—. Debemos dirigirnos al Agriont de inmediato.

Mientras Glokta renqueaba por la Vía Media, con Ardee a su lado, en el cielo, raso y frío, empezaban a apreciarse los primeros atisbos del amanecer. Todavía quedaban restos de neblina en el aire, pero ya se estaban disipando.
Parece que vamos a tener un buen día. Un buen día para el derramamiento de sangre, y la traición, y...

Al sur de la amplia avenida adoquinada, en la dirección del mar, se adivinaban unas figuras que se movían entre los restos de la neblina. También se oían ruidos. Traqueteos, tintineos. Los ruidos propios de un grupo de gentes armadas en movimiento. A lo lejos se oyó a alguien gritar y luego el lúgubre tañido de una campana.
Una campana de alerta
.

Cosca escrutó los jirones de niebla frunciendo el ceño.

—¿Qué es eso?

Las formas se hicieron más nítidas. Hombres armados, portando lanzas, y en gran número. Sus cascos altos no se correspondían con el diseño de los de la Unión.

Ardee tocó a Glokta en el hombro.

—¿Son...?

—Gurkos —sus armaduras comenzaban a relucir con una tenue luz gris a medida que la neblina se iba disipando. Un contingente bastante nutrido que marchaba hacia el norte siguiendo la Vía Media.
Parece que al final han desembarcado hombres en los muelles y han logrado abrirse paso hacia el centro de la ciudad. En qué momento más inoportuno
—. ¡Atrás! —Glokta se volvió hacia el callejón, resbaló e hizo una mueca de dolor cuando Ardee le sujetó del codo y evitó que se cayera.

—¡A la mansión!
Confiemos que no nos hayan visto todavía
. Y no dejen esos faroles. Vamos a necesitarlos —se dirigió al pestilente callejón lo más rápido que pudo entre los empujones y los codazos de los mercenarios de Cosca.

—Malditos gurkos —bufó el estirio—. No entiendo qué les he hecho para que me hayan cogido tanta manía.

—Mis más sinceras condolencias —la verja se cerró con un chirrido y un par de mercenarios se pusieron a arrastrar la fuente desvencijada para colocarla detrás.
No estoy muy seguro de que eso vaya a retener durante demasiado tiempo a una legión del Emperador
.

—¿Puedo preguntarle cuál es exactamente el plan ahora, Superior? Por muy encantador que resulte este palacio, quedarse aquí sentados hasta que alguien venga en nuestro auxilio no me parece muy buena opción.

—No —Glokta subió trabajosamente los escalones y entró por la puerta principal—. Tenemos que llegar al Agriont.

—Algo me dice que nuestros amigos gurkos habrán tenido la misma idea. Si vamos por ahí arriba no llegaremos nunca.

—Entonces iremos por debajo —Glokta se encaminó hacia las entrañas del edificio renqueando todo lo deprisa que podía. Detrás de él, con gestos de preocupación, marchaban Ardee y el grupo de mercenarios—. Aquí abajo hay un acceso a las cloacas. Siguiéndolas se puede llegar directamente al Agriont. Si se sabe el camino...

—¿Las cloacas? —Cosca sonrió—. Como bien sabe, no hay nada que me guste más que chapotear por el fango de la vida, pero las cloacas suelen ser bastante... confusas. ¿Conoce el camino?

—A decir verdad, no.
Pero sí que conozco a un hombre que dice ser capaz de orientarse en cualquier parte, incluso en un río de mierda
. ¡Hermano Pielargo! —exclamó mientras renqueaba hacia los escalones—. ¡Tengo una propuesta que hacerle!

El día del juicio

El Lord Mariscal West estaba de pie a la sombra de un granero abandonado en un altozano que dominaba las fértiles llanuras de Midderland. Unas de sus manos enguantadas sostenía con fuerza un catalejo. Aún quedaban algunos retazos de niebla aferrados a los llanos prados otoñales: un mosaico de tierras de tonos pardos, verdes y amarillos, salpicado de árboles y atravesado por setos pelados. A lo lejos West divisaba el primer perímetro de las murallas de Adua, una severa línea gris erizada de torres. Detrás de ella, en un tono gris más apagado, se vislumbraban los contornos de unos edificios que se proyectaban hacia el cielo. Y descollando por encima de todo ello se alzaba como un severo y desafiante fantasma la silueta de la Casa del Creador. Una vuelta al hogar un tanto lúgubre en su conjunto.

No soplaba ni una brizna de viento. El aire cortante se mantenía en una extraña calma. Como si no hubiera una guerra, como si no hubieran dos ejércitos enemigos aproximándose el uno al otro, como si no se avecinara una sangrienta batalla. West movía el catalejo de atrás adelante, pero apenas veía algún indicio de la presencia gurka. A veces le parecía advertir la presencia de una valla minúscula, justo delante de las murallas, o tal vez la silueta de una hilera de lanzas, pero a esa distancia no podía estar seguro de nada.

—Seguro que nos esperan. Seguro.

—Puede que duerman hasta tarde —dijo Jalenhorm, tan optimista como siempre.

Pike fue más directo.

—¿Y qué más da que nos esperen?

—No mucho —reconoció West. Las órdenes del rey Jezal eran muy claras. La ciudad estaba plagada de tropas gurkas y las defensas estaban al borde del colapso. No había tiempo para astutas estratagemas, ni para aproximaciones cautelosas, ni para tantear al enemigo en busca de un punto flaco. Irónicamente, en una situación como aquella, era muy probable que el Príncipe Ladisla hubiera resultado ser un comandante en jefe tan apto como cualquier otro. Por una vez, las circunstancias requerían una magnífica carga, a la que seguiría de forma inmediata la muerte o la gloria. Lo único que estaba en manos de West era elegir el momento.

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