El último argumento de los reyes (47 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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De vuelta al Norte para cobrarse venganza. ¿En qué demonios estaría pensando?

A uno de los muchachos acababa de clavársele la saeta de una ballesta y había pegado un grito, pero el Sabueso no tenía tiempo para ocuparse de él.

Los Siervos de Costado Blanco estaban ya en el tramo de la muralla que había en la base de la torre y algunos de ellos habían conseguido llegar a la escalera. Ahora subían a la carga, en la medida en que era posible lanzar una carga en un espacio tan reducido como aquel. El Sabueso dejó caer el arco, desenvainó la espada y sacó un cuchillo con la otra mano. Algunos de sus compañeros echaron mano de unas cuantas lanzas y se dispusieron en lo alto de las escaleras para aguardar la llegada de los Siervos. El Sabueso tragó saliva. Combatir al enemigo cuerpo a cuerpo, separado por una distancia apenas superior a la longitud de un hacha, no era lo suyo. Hubiera preferido mantener una distancia prudencial, pero no parecía que esos bastardos estuvieran por la labor.

El combate que se entabló en lo alto de las escaleras era bastante singular: los defensores trataban de hacer retroceder a los Siervos, atizándolos con las lanzas, mientras éstos trataban de hacer pie en la plataforma, empujando con sus escudos, pero todos, a su vez, ponían mucho cuidado de no dar un mal paso que los lanzara al precipicio y los mandara de vuelta al barro.

Un Siervo embistió hacia delante con una lanza, gritando a todo pulmón, y Hosco, sin inmutarse, le disparó a la cara a no más de una zancada de distancia. Con las plumas de la flecha asomando por la boca y la punta sobresaliendo por detrás del cuello, el tipo se dobló y alcanzó a dar un par de pasos tambaleantes antes de que el Sabueso le rebanara la coronilla con su espada, arrojándolo desmadejado al suelo convertido en un cadáver.

Un Siervo gigantesco, con una alborotada melena pelirroja, irrumpió en lo alto de las escaleras, blandiendo un hacha enorme y rugiendo como un loco. Esquivó una lanza, derribó a un arquero con un golpe que salpicó de sangre la pared de roca y se lanzó a la carga, provocando una desbandada general.

El Sabueso puso cara de idiota y se quedó quieto, como vacilando. Luego, cuando el hacha se abatió sobre él, se echó rápidamente a la izquierda y consiguió esquivar la hoja por un pelo. El Siervo pelirrojo se desequilibró, seguramente cansado después de haber tenido que trepar la muralla y subir toda esa caterva de escalones. Una ascensión muy fatigosa, sin duda. Especialmente cuando lo único que aguarda al final es tu propia muerte. El Sabueso le propinó una fuerte patada en la articulación de la rodilla que hizo que se le doblaran las piernas, y le mandó dando bandazos y chillando hacia las escaleras. Luego se abalanzó sobre él y le dio un tajo en la espalda que bastó para lanzarle por el borde de la torre. El Siervo soltó el hacha y se precipitó al vacío gritando.

El Sabueso percibió un leve movimiento y se dio la vuelta justo a tiempo de ver a otro Siervo que venía hacia él por un lado. Se revolvió y consiguió parar el primer golpe de la espada. Luego exhaló un gemido al sentir un segundo golpe, seco y frío, que le alcanzó el brazo, y oyó el ruido de su propia espada, que acababa de caer de su mano inerte. Se apartó de un salto para esquivar el siguiente golpe, tropezó y cayó al suelo sobre su espalda. El Siervo venía hacia él con la espada en alto dispuesto a finalizar la faena, pero apenas había dado una zancada, cuando la figura de Hosco surgió a su lado, le agarró el brazo de la espada y se lo retorció hacia atrás. El Sabueso se levantó a toda prisa, aferró el puñal con la mano buena y se lo clavó al Siervo en pleno pecho. Se quedaron allí los tres, enredados e inmóviles en medio de toda aquella locura, durante el tiempo que tardó en morir aquel hombre. Luego el Sabueso sacó de un tirón el puñal y Hosco soltó al tipo y lo dejó caer.

Al parecer, habían llevado la mejor parte en el combate de la torre, al menos de momento. Sólo quedaba un Siervo en pie, y ante la mirada del Sabueso, dos de sus muchachos lo acorralaron al borde del parapeto y lo arrojaron al vacío azuzándole con sus lanzas. Había cadáveres esparcidos por todas partes. Unas dos docenas de Siervos y poco más o menos la mitad de los muchachos del Sabueso. Uno de ellos estaba apoyado en la pared de roca, con la cara de una palidez pastosa, respirando agitadamente y sujetándose las entrañas con las manos manchadas de sangre.

El Sabueso se dio cuenta de que una de sus manos no estaba bien; no podía mover los dedos. Se arremangó y vio una herida sangrante que arrancaba en el codo y le llegaba casi hasta la muñeca. El estómago le dio un vuelco, soltó una arcada y vomitó. A las heridas de los demás uno acaba por acostumbrarse, pero las propias nunca dejan de horrorizarnos.

Abajo, en el interior de la fortaleza, la lucha era enconada y los hombres formaban una masa compacta que parecía haber entrado en ebullición. El Sabueso casi no distinguía a los de un bando de los del otro. Permanecía inmóvil, con el puñal ensangrentado sujeto en su mano ensangrentada. Ya no había respuestas ni planes. Cada cual actuaba por su propia cuenta. Si salían con vida de aquella jornada sería por pura suerte, y empezaba a dudar de que a él le quedara mucha. Sintió un tirón en la manga. Hosco. Vio que estaba señalando algo y siguió con la mirada la dirección que le indicaba con el dedo.

Más allá del campamento de Bethod, al fondo del valle, se alzaba una gran nube de polvo, una especie de neblina parduzca. Bajo ella, iluminadas por el sol matinal, refulgían las armaduras de cientos de jinetes. Imbuido de un hálito de esperanza, apretó la muñeca de Hosco.

—¡Por todos los muertos, es la Unión! —exhaló sin atreverse casi a creérselo.

West escudriñó por el catalejo, lo bajó, alzó la vista hacia el valle y luego volvió a llevárselo a los ojos.

—¿Estás seguro?

—Sí —el rostro ancho y honrado de Jalenhorm estaba surcado de manchas tras ocho días de dura marcha a caballo—. Y parece que aún resisten, aunque por los pelos.

—¡General Poulder! —espetó West.

—¿Mi Lord Mariscal? —murmuró Poulder con su recién adquirido barniz de servilismo.

—¿Está la caballería lista para cargar?

El general pestañeó.

—No se encuentran desplegados de forma adecuada, llevan encima varios días de dura marcha y tendrían que cargar cuesta arriba sobre un terreno quebrado contra un enemigo fuerte y decidido. Se hará lo que usted ordene, por supuesto, pero quizá fuera más prudente esperar a que la infantería...

—La prudencia es un lujo —West alzó la vista y contempló con gesto ceñudo el insignificante espacio que se abría entre las dos vertientes. ¿Atacar de inmediato aprovechando que el Sabueso y los suyos aún resistían? Es posible que el factor sorpresa les otorgara cierta ventaja y que pudieran aplastar a Bethod entre los dos, pero eso supondría lanzar a la carga a una caballería cuyos hombres y monturas estaban desorganizados y fatigados tras una larga marcha. ¿O esperar a la infantería, que aún tardaría unas cuantas horas en llegar, y organizar un ataque coordinado? ¿Pero no cabía la posibilidad de que para entonces el Sabueso y sus compañeros hubieran sido masacrados y Bethod hubiera tomado la fortaleza y estuviera perfectamente preparado para recibir un ataque por un solo frente?

West se mordisqueó el labio e intentó borrar de su mente la idea de que la vida de miles de personas dependía de una decisión suya. Atacar de inmediato era la opción más arriesgada, pero también la que podía reportar mayores beneficios. Una oportunidad de acabar con la guerra tras una hora de sangriento combate. Puede que nunca más se les presentara la oportunidad de coger desprevenido al Rey de los Hombres del Norte. ¿Qué fue lo que le dijo Burr la noche antes de morir? No se puede ser un jefe sin una cierta dosis... de crueldad.

—Prepárese para cargar y ordene que nada más llegar la infantería se despliegue a lo largo de toda la boca del valle. Hay que impedir a toda costa que Bethod y cualquier parte de sus tropas puedan escapar. Ya que hay que hacer sacrificios, pretendo que al menos tengan un sentido —Poulder no parecía nada convencido—. ¿Quiere obligarme a compartir la valoración del general Kroy sobre sus cualidades como soldado, general Poulder? ¿O prefiere demostrarnos a ambos que estamos equivocados?

El general se cuadró y sus mostachos vibraron con renovada energía.

—¡Demostrarles que se equivocan, señor, con todos mis respetos! ¡Ordenaré a la caballería que cargue de inmediato!

Espoleó su corcel negro y, seguido de varios miembros de su Estado Mayor, salió disparado valle arriba hacia el lugar donde se agrupaban las polvorientas masas de la caballería. West se movió incómodo en la silla de montar y volvió a mordisquearse el labio. Otra vez le dolía la cabeza. Una carga cuesta arriba contra un enemigo decidido.

Tan mortífero envite sin duda habría arrancado una sonrisa al Coronel Glokta. El Príncipe Ladisla habría dado su aprobación a tan galante muestra de despreocupación por la vida de los demás. Lord Smund se habría puesto a palmear espaldas, habría hablado del brío y del vigor y luego habría pedido que trajeran vino.

Y sólo había que ver cómo habían acabado aquellos tres héroes.

Logen oyó un gran rugido, vago y lejano. La luz irrumpió en sus ojos entrecerrados como si de pronto se hubiera despejado un claro en medio de la batalla. Unas sombras oscilaron. Una bota enorme se estrelló contra la mugre justo delante de su cara. Unas voces bramaron desde arriba. Sintió que le agarraban de la camisa, que le arrastraban por el barro entre piernas y pies que se agitaban a su alrededor. Vio el cielo, de un azul doloroso, y parpadeó y babeó al mirarlo. Luego le soltaron y se quedó tirado en el suelo como un guiñapo.

—Logen. ¿Te encuentras bien? ¿Estás herido?

—Yo... —soltó con voz ronca, y se puso a toser.

—¿Me reconoces?

Le dieron un bofetón en la cara que desperezó un poco su mente. Por encima de él, oscura sobre el fondo brillante del cielo, se cernió una figura de cabellos enmarañados. Logen trató de identificarla. Tul Duru, Cabeza de Trueno, si no se equivocaba. ¿Qué demonios hacía allí? Pensar le hacía daño. Cuanto más pensaba, mayor era el dolor que sentía. La mandíbula le ardía, y le parecía que su tamaño era el doble del normal. Cada vez que respiraba soltaba un resuello mortificante y estremecido.

Por encima de él, el grandullón movía los labios y sus palabras retumbaban atronadoras en los oídos de Logen, pero para él no eran más que ruido. Tenía un desagradable picor en la pierna y en su cabeza resonaban las sacudidas y las convulsiones de los latidos de su propio corazón. Oía estrépitos y traqueteos que le llegaban de todas partes, y esos mismos ruidos hacían más doloroso el ardor de su mandíbula hasta volverlo casi insoportable.

—Vete... —sentía la vibración y el roce del aire en su garganta, pero no conseguía producir ningún sonido. Además, aquella ya no era su voz. Con las últimas fuerzas que le quedaban, alargó un brazo, posó la palma de la mano en el pecho de Tul y trató de apartarle, pero lo único que consiguió fue que el gigantón se la cogiera y la estrechara con fuerza.

—Tranquilo —gruñó—. Ya te tengo.

—Sí —susurró Logen, y una sonrisa se extendió por su boca ensangrentada. De pronto, apretó la manaza con una fuerza brutal y con la otra encontró la empuñadura de un puñal que le aguardaba bien arropado sobre su piel. La hoja salió disparada con la rapidez letal de una serpiente y se hundió hasta la empuñadura en el grueso cuello del gigantón. Su semblante se quedó congelado en una expresión de sorpresa mientras la cálida sangre brotaba a chorros de su garganta, le caía por la boca, empapaba su poblada barba, le goteaba por la nariz y resbalaba por su pecho. Pero no había de qué sorprenderse.

Tocar al Sanguinario era como tocar a la muerte, y la muerte no tiene favoritos ni hace distingos.

El Sanguinario se puso en pie, apartando de un golpe el corpulento cadáver, y su puño rojo se cerró con fuerza sobre la espada del gigantón, una alargada pieza de un metal oscuro y hermoso que brillaba como las estrellas; una herramienta apropiada para el trabajo que le aguardaba. Siempre había trabajo pendiente.

Pero tener un buen trabajo es una bendición. El Sanguinario abrió la boca y con un único aullido proclamó todo su infinito amor y todo su inagotable odio. La tierra corrió bajo sus pies y la convulsiva y hermosa batalla le acogió con un dulce abrazo. Y, entonces, al fin, se sintió en casa.

Los rostros de los muertos cambiaban, se difuminaban en torno a él, profiriendo maldiciones, voceando su rabia. Pero su odio le hacía a él más fuerte. La alargada espada apartaba a los hombres de su camino, dejándolos retorcidos y mutilados, destrozados y babeantes, expresando con aullidos su felicidad. Quién luchaba contra quién no era de su incumbencia. Los vivos estaban en un bando, él en el otro, y su misión era hacer justicia abriendo una senda roja entre sus filas.

Un hacha centelleó al sol, una hoja curva que brillaba como la luna menguante. El Sanguinario se deslizó bajo ella y apartó al hombre propinándole una patada con su gruesa bota. El tipo alzó un escudo, pero la gigantesca espada partió en dos el árbol que tenía pintado, y la madera de debajo, y el brazo que había debajo de aquella, y desgarró la cota de malla que había detrás como si fuera una simple tela de araña hasta llegar al vientre, que se abrió como si fuera un saco lleno de serpientes furiosas.

Un niño que aferraba un gran escudo y un hacha tan grande que apenas si podía cargar con ella se encogió aterrorizado a su espalda y trató de escabullirse. Su miedo arrancó una carcajada al Sanguinario, que enseñó los dientes con una luminosa sonrisa. El brutal mandoble de la espada partió en dos el escudo y el pequeño cuerpo del niño, salpicando de sangre el suelo, las rocas y los rostros de los hombres que le miraban espantados.

—Bien —dijo, y mostró a todos su sangrienta sonrisa. Él era igual que la Gran Niveladora. A todos daba el mismo trato: hombres y mujeres, jóvenes y viejos. En eso residía la brutal belleza de su trabajo, su espantosa simetría, su suprema equidad. No había escapatoria ni excusas. Él avanzaba, más alto que las montañas, y los hombres retrocedían, murmuraban y se hacían a un lado formando un círculo de escudos pintados: frondosos árboles, ondulantes aguas, rostros gruñidores.

Sus palabras eran música para sus oídos.

—Es él.

—Nuevededos.

—El Sanguinario.

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