—¿Qué es lo que hemos de temer? —preguntó Garald con voz cansada, tan agotado que apenas si se tenía en pie—. Los hemos echado...
—Quizá —replicó Joram—. No tenemos forma de estar seguros hasta que nuestros espías regresen con sus informes.
—¡Bah! Han abandonado este mundo.
—No lo creo. Su retirada fue ordenada, bien planeada y llevada a cabo con rapidez. No fue una fuga desorganizada en absoluto. Lo que yo creo es que han retrocedido para evaluar la situación y replantearse su estrategia.
Los dos estaban en el centro de la fortaleza, hablando en voz baja, mientras los magos regresaban a Merilon mediante los Corredores. A los heridos y a los moribundos se los había evacuado los primeros a través de los Corredores, luego habían marchado los catalistas y, por último, los siguieron los magos. Algunos estaban tan agotados que penetraban en ellos tambaleantes y se derrumbaban en su interior. Otros ni siquiera podían andar y los tenían que transportar en andas.
Abandonaron la fortaleza al amparo de la noche, con los agotados
Sif-Hanar
trabajando hasta el último momento; Joram se negó a permitir que ni tan sólo las estrellas brillaran sobre ellos. El tétrico tono de la voz de Joram, sus precauciones y su incesante examen del cielo hacían que Garald se sintiese cada vez más inquieto.
—Al menos hemos conseguido lo que queríamos —convino—. Hemos provocado su miedo. Les hemos demostrado que no pueden sembrar la semilla de la destrucción sin recoger también ellos su amargo fruto.
—Sí —asintió Joram, pero mantuvo su aspecto grave y sus ojos siguieron con su atenta vigilia.
—¿Qué es lo que harán ahora? —preguntó Garald con calma.
—Lo más probable es que estén confundidos, asustados, quizá discutiendo incluso entre ellos —replicó Joram—. A lo mejor, si tenemos suerte, decidirán abandonar este mundo. Pero si determinan lo contrario, la próxima vez que ataquen sabrán a qué atenerse y estarán preparados. Por eso lo mejor es que nosotros también tomemos precauciones.
Por fin todos los magos marcharon. Joram y el príncipe se encontraban solos ahora, de pie entre los escombros de la destruida fortaleza del Campo de la Gloria.
«Estamos solos, si no contamos a los muertos», pensó Garald. Al mirar el enorme túmulo hecho con piedras de las derruidas murallas, recordó cómo había empezado el día, pensando con amargura en sus sueños sobre las glorias de la batalla, y el placer que le había proporcionado el estúpido juego que había propiciado. Valiente diversión. Si no hubiera sido por Joram, él hubiera estado debajo de aquel montón de piedras. No, no hubiera sucedido pues no habría quedado nadie vivo para enterrarlo.
—¡Por favor, por favor, que esto se haya terminado! —imploró con fervor—. Por favor, concédenos la paz y te prometo que yo...
Pero de pronto vio a una negra figura salir de los Corredores. Acercándose hasta detenerse ante Joram, el
Duuk-tsarith
hizo un gesto en dirección a la región montañosa que se extendía por el norte. Joram asintió sin decir una palabra y miró a Garald. El príncipe se dio media vuelta, abatido y desesperado, fingiendo no haberse dado cuenta. Sin embargo, sabía, sin haberlo oído, lo que el Señor de la Guerra había notificado. El enemigo no había huido, había hecho lo que Joram había pronosticado y se había ocultado.
«Ahora ¿qué?», se preguntó Garald desolado. «Ahora ¿qué?»
Una mano se posó sobre su brazo, y al girarse vio que Joram se hallaba a su lado. Juntos, en silencio, penetraron en el Corredor y desaparecieron, dejando la fortaleza a merced de la noche y de los muertos.
Dejo este relato con el Padre Saryon para ser leído en el caso de que no sobreviva a mi primer encuentro con el enemigo...
El enemigo.
Los llamo así y, sin embargo, ¿cuántos de ellos no se han convertido en mis amigos durante estos últimos diez años? Pienso en ellos, especialmente en aquellos que han atendido con tanta amabilidad a mi esposa y que me ayudaron durante esos primeros meses terribles en los que, también yo, temí volverme loco. No obstante, si alguna vez se enteran de mi comportamiento, sé que lo comprenderán. Porque ellos lo han combatido —a aquel al que se conoce como el Hechicero— durante mucho más tiempo que yo.
Te lo voy a contar todo, a ti que lees esto. Me pregunto, haciendo un inciso, quién serás. ¿Mi viejo amigo, el príncipe Garald? ¿Mis viejos enemigos, Lauryen, el Patriarca Vanya? Supongo que no importa, ya que todos os encontraréis en el mismo bando en este conflicto. Por lo tanto trataré de narrar todo lo que me ha sucedido lo mejor que pueda. Es indispensable que comprendáis a ese enemigo por si os veis obligados a luchar solos contra él, sin mi ayuda.
Empezaré por el principio, o quizá debería decir el fin.
Poco puedo yo contaros de mis pensamientos y sentimientos cuando me encaminé hacia la muerte, hacia el Más Allá. Algunas veces se apodera de mí una oscuridad que no puedo controlar. Aquellos que viven en el mundo que llamaré el Más Allá han diagnosticado esta oscuridad como una forma de psicosis, palabra que ellos utilizan para describir un trastorno mental que no tiene causa física.
Al poco tiempo de mi regreso a Thimhallan, el Padre Saryon me preguntó si pensaba conscientemente en la Profecía cuando tomé mi decisión de dirigirme a la muerte. ¿Actuaba yo de forma activa para provocar su cumplimiento como una especie de venganza contra el mundo?
De nuevo examino las palabras de la Profecía. Éstas están grabadas, como podéis imaginar, en mi corazón de la misma forma en que el Patriarca Vanya amenazó con grabar la imagen de la Espada Arcana sobre mi pecho de piedra.
«Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo...»
Redundaría en mi propio mérito si pudiera contestar afirmativamente a la pregunta de Saryon. Al menos eso demostraría que estaba pensando de una forma clara y racional. Por desgracia, no era así. Al mirar atrás, me veo a mí mismo tal y como era entonces —arrogante, orgulloso, egoísta— y considero un milagro que tuviera la fuerza física y mental necesaria para sobrevivir, aunque tal circunstancia se la debo más al Padre Saryon que a mí.
Las horas anteriores a la Transformación las pasé solo en una celda. Allí, mi mente cayó víctima de la oscuridad que acecha en mi interior. El temor y la desesperación se adueñaron de mí. El descubrimiento repentino de mi auténtico linaje y del extraño accidente que había marcado mi vida, el conocer el terrible destino que me aguardaba para evitar que realizase la Profecía, todo esto estuvo a punto de volverme loco. Aquel día, allí de pie sobre la arena, apenas si me daba cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. Era como si ya me hubiese convertido en piedra.
El terrible y noble sacrificio que el Padre Saryon hizo en su amor por mí fue como una brillante luz en las tinieblas de mi espíritu. Bajo su brillante resplandor vi todo el mal que me había hecho a mí mismo y a aquellos a los que amaba. Postrado de dolor por un hombre al que había aprendido a amar y a admirar demasiado tarde, asqueado de la corrupción que veía en el mundo, y que sabía que se reflejaba en mí, mi único pensamiento fue librar al mundo del mal que había traído a él. Puse la Espada Arcana en las manos sin vida de Saryon y me encaminé hacia la muerte.
Entonces no sabía —tan absorto estaba en mi propia desesperación— que Gwendolyn me había seguido. Recuerdo haber oído su voz cuando me introduje entre las brumas, pidiéndome que esperara, y puede que incluso vacilara en ese punto, pero mi amor por ella, como todo en mi vida, era puro egoísmo. La aparté de mis pensamientos en cuanto la helada neblina se cerró sobre mí, y no volví a pensar en ella hasta que la encontré, inconsciente sobre el suelo, al otro lado.
El otro lado.
Casi puedo ver cómo el pergamino tiembla en tus manos mientras lees esto.
El otro lado.
Anduve durante mucho tiempo. No sé cuánto, ya que el mismo tiempo está deformado y alterado por el campo de magia que rodea a este mundo y lo mantiene aislado del resto del universo. No me daba cuenta de nada excepto de que caminaba, de que había tierra firme bajo mis pies y de que estaba perdido y errante en una nada de color gris.
No recuerdo haber estado asustado, y creo que debía de estar algo conmocionado. He oído, sin embargo, de otros que he conocido en el Más Allá, de otros que han atravesado esa frontera mágica, que no estaba asustado porque estaba Muerto. Para aquellos que poseen magia, es una experiencia aterradora; los que sobrevivieron sin perder la razón (y no hay muchos) no pueden hablar de ello sin dificultad. Jamás olvidaré, mientras viva, la expresión de terror y espanto que vi en los ojos de Gwendolyn cuando los abrió por primera vez.
Pienso que, con toda probabilidad, en mi desesperado e irracional estado, hubiera seguido andando sin rumbo por entre las grises y cambiantes brumas hasta desplomarme y morir. Entonces —de una forma tan repentina que literalmente me dejó sin aliento— las brumas llegaron a su fin. De la misma forma en que se puede nadar por una zona de espesa niebla y encontrarse de pronto a plena luz del sol, emergí yo del reino de la muerte (así lo pensé) y me encontré de pie en medio de un prado.
Era de noche, una noche clara y hermosa. El cielo sobre mi cabeza aparecía tranquilo y de un profundo color negro, y cada centímetro de él resplandecía de estrellas. Nunca supuse que hubiera tantas estrellas. El aire era frío y vivificante, una brillante luna llena derramaba su plateada luz sobre la tierra que tenía a sus pies. Aspiré el aire con fuerza, lo expulsé, volví a aspirar, lo expulsé —no sé durante cuánto tiempo—, y sencillamente permanecí allí, respirando. La oscuridad desapareció de mi espíritu. Me puse a pensar en lo que había hecho y supe que por primera vez en mi vida había hecho algo bueno.
Mi educación religiosa había sido descuidada durante mi caótica infancia, y, cuando crecí, no sentía ninguna fe en la humanidad ni en mí mismo; en consecuencia tampoco tenía fe en Almin; no había pensado demasiado en la posibilidad de una vida después de la muerte, excepto posiblemente para temerla si existía. Después de todo, para mí, la vida misma era una pesada carga diaria. ¿Por qué iba a desear prolongarla? No obstante, en aquel momento creí que había encontrado el cielo. La belleza de la noche, la quietud y la soledad que me rodeaban, aquella bendita sensación de estar solo...
Mi alma estaba contenta de poderse elevar y perderse en la noche, pero mi cuerpo, no obstante, se empeñaba tozudamente en seguir viviendo y en recordarme —mediante su debilidad— que estaba vivo. Un viento helado sopló por entre las hierbas. No llevaba camisa. No llevaba más que los viejos pantalones que los Duuk-tsarith me habían dado en la prisión. Empecé a temblar de frío y como reacción, sin duda, a mis recientes experiencias. También tenía hambre y sed ya que no había querido comer ni beber nada durante mi cautiverio.
Fue en aquel momento cuando empecé a preguntarme dónde estaba y cómo había llegado allí. No podía divisar nada en ninguna dirección, excepto enormes extensiones de pastos vacíos e iluminados por la luna y —algo muy curioso— una pequeña y parpadeante luz roja a unos tres metros de mí. Supongo que la luz había iluminado intermitentemente todo el tiempo, pero mi espíritu había estado flotando con las estrellas y no le había prestado atención. Empecé a andar hacia ella con la vaga idea, creo recordar, de que podría tratarse de un fuego de leña, lo cual no hace más que demostrar la confusión de mis pensamientos, pues, de lo contrario, me hubiera dado cuenta de que ningún fuego puede titilar de aquella forma tan persistente. Fue mientras me dirigía a la luz cuando encontré a Gwendolyn.
Yacía sobre la hierba, inconsciente. Me arrodillé junto a ella, la tomé en mis brazos y la apreté con fuerza contra mí antes de que se me ocurriera pensar siquiera cómo y por qué se encontraba ella allí. Recordé de pronto haber oído su voz mientras penetraba en las brumas y haber distinguido como un revoloteo de su blanco vestido. A lo mejor habíamos estado a pocos metros el uno del otro y no nos habíamos visto de tan espesa como era la niebla. No importaba. De alguna forma todo parecía responder a un plan previo.
Al tocarla, ella se despertó. Observé su rostro con claridad bajo la luz de la luna y fue entonces cuando percibí la locura en sus ojos. La reconocí enseguida. ¿Cómo no hacerlo? Había vivido con ella toda mi infancia. Sin embargo, tuvieron que pasar muchos meses antes de que finalmente lo admitiera. Desde luego, en aquel instante no osé planteármelo.
—¡Gwendolyn! —susurré, meciéndola en mis brazos.
Al oír mi voz, el extraño destello de sus ojos desapareció. Me miró con la misma expresión enamorada que había sido como una bendición para mí. ¡Una bendición que yo había transformado en maldición!
—Joram —dijo con suavidad, mientras alzaba una mano para tocar mi rostro.
Vi mi perfil en sus ojos y, después, éste empezó a vacilar y a empañarse a medida que el horror y la locura me desterraban de ellos. La apreté con fuerza, como si me abandonara físicamente. Su cuerpo permaneció entre mis brazos, pero no pude evitar que su espíritu se escapara.
El viento soplaba con más furia. Un fuego blanco iluminó la noche y se oyó un tremendo estrépito. Alcé la cabeza y contemplé cómo la oscuridad engullía las estrellas como un enorme monstruo que se arrastrase por los cielos. Los rayos se desperdigaban desde el cielo a la tierra, y a pesar de que la tormenta se hallaba aún a cierta distancia, la fuerza del viento estuvo a punto de arrastrarme. Las nubes se dirigían hacia nosotros, la luna desapareció mientras observaba el firmamento y pude sentir el olor de la lluvia que empezaba a azotarme el rostro.
No podía creer en la rapidez y la fuerza de aquella tormenta. Miré a mi alrededor aterrado. No había ningún lugar donde refugiarse. Un rayo cayó tan cerca de nosotros que su estruendo me ensordeció; enormes pedazos de tierra volaban por los aires; el viento arreció, aullando en mis oídos; la lluvia empezó a caer, manando del cielo con la fuerza del rayo. En un instante, tanto Gwendolyn como yo quedamos empapados, aunque hice todo lo posible por protegerla con mi cuerpo.