La enorme losa de granito empezó a brillar con un resplandor azul. Los magos levantaron poco a poco las manos y el Tablero empezó a elevarse del suelo. Guiado por los magos, se alzó más y más hasta flotar a algo más de un metro del suelo. Garald hizo otro gesto y los magos interrumpieron sus conjuros, dejando el Tablero en flotación a una altura apropiada para el juego, su desnuda y lisa superficie reluciendo al sol.
Entonces el príncipe, quien hasta aquel momento no había participado en las actividades mágicas, colocó sus manos sobre el Tablero y empezó a entonar un ritual tan viejo como la misma piedra. Esta salmodia configuraba la Activación. A una orden suya, diminutas figuras mágicas —miniaturas a escala de las personas y animales reales que participaban en la batalla— ocuparon sus posiciones sobre el Tablero de Juego al mismo tiempo que sus dobles en la vida real ocupaban los suyos sobre el Campo de la Gloria.
En primer lugar aparecieron los Supremos Señores de la Guerra y sus catalistas ocupando posiciones sobre el Tablero que ahora empezaba a dividirse en cuadrículas para que los movimientos de las piezas resultaran más fáciles. El príncipe distribuía las diminutas piezas vivas sobre su Tablero, solicitando de cuando en cuando consejo de los que estaban junto a él, pero actuando por propia iniciativa la mayoría de las veces: daba instrucciones a un Supremo Señor de la Guerra para que se situara varios cuadros al norte, por ejemplo, o hacía retroceder a uno que por descuido se hallaba en territorio enemigo.
Una vez los Supremos Señores de la Guerra quedaron situados tal y como quería Garald, éste hizo aparecer a los
Sif-Hanar
—los magos que controlaban el clima— y los emplazó a diferentes intervalos (distancias determinadas por una antigua tradición) alrededor del Tablero. Por fin, cuando todo estuvo preparado, el príncipe empezó a introducir sus tropas; aquellas gentes y seres que estarían a las órdenes de los Supremos Señores de la Guerra.
Bandas de centauros salvajes, capturados en el País del Destierro y esclavizados por los
Duuk-tsarith
, se precipitaron sobre el Campo de la Gloria. Cada columna de centauros, sobre las que gobernaban los Señores de la Guerra, era controlada por uno de ellos, quien las soltaría en el momento que lo considerara conveniente o a una orden directa del príncipe. Los alados Ariels se colocaron junto a Garald, listos para transmitir sus órdenes a cualquiera de los que se encontraban en el Campo.
Junto con los centauros aparecieron también los gigantes, humanos víctimas de mutaciones que, al igual que los centauros, vivían en el País del Destierro. No obstante, en oposición a éstos, que vivían para matar, los gigantes eran en realidad criaturas amables, con la inteligencia de un niño pequeño. Seres pacíficos de ordinario, a los gigantes se los obligaba a luchar mediante estratagemas tales como el lanzamiento de rayos contra sus cuerpos u otras medidas que provocasen dolor, ya que sólo este factor podía enfurecerlos.
Acto seguido aparecieron los dragones, los grifos y una hueste de mágicas fieras, incluyendo algunas creadas mediante la magia específicamente para la batalla a punto de empezar: enormes ratas que alcanzaban el metro ochenta de altura cuando se erguían sobre sus patas traseras, colosales gatos para luchar contra las ratas... y así sucesivamente, según la capacidad creativa del mago en cuestión y sus aptitudes. Particularmente peligrosos eran los seres-bestia, hombres y mujeres transformados por los Supremos Señores de la Guerra en animales salvajes, pero conservando al mismo tiempo la inteligencia y la destreza propia de los seres superiores.
Por último, surgieron los
Theldara
, los druidas hacedores de salud, que ocuparon sus puestos en los bordes del Tablero, y que acudirían inmediatamente en ayuda de cualquier humano de ambos bandos que resultara herido durante la lucha.
Mientras trabajaba, el príncipe podía ver cómo los ejércitos del Emperador Lauryen se materializaban en el lado opuesto del Tablero de Juego. Garald estudiaba la disposición de las fuerzas de su enemigo con profundo interés, sabiendo que su oponente estaba examinando las suyas, y, de vez en cuando, efectuaba algún cambio, moviendo una pieza aquí o allí según la forma en que Lauryen iba determinando la posición de sus hombres. Sin embargo, Garald no permitió que lo que veía le influyera en exceso. Tenía su estrategia establecida con anterioridad y confiaba en ella, en sus Supremos Señores de la Guerra y en sus tropas.
Por fin todo quedó dispuesto. Bajando la mirada hacia el Tablero de Juego —poblado ahora de magos, brujos, catalistas, aullantes centauros, sonrientes gigantes, dragones que surcaban los aires, rugientes hombres-lobo y una multitud de otros combatientes— el príncipe Garald sonrió con orgullo y satisfacción. Alzó una mano, en la que apareció de pronto una copa de vino, y pidió un brindis.
Sus invitados lo imitaron al momento, alzando sus propias copas en el aire. A esta iniciativa se unieron también los espectadores, la mayor parte de los cuales se agolpaban en el aire por encima del Tablero, esperando ansiosos el inicio de la batalla.
—¡Por la victoria! —gritó Garald—. ¡Hoy será nuestra!
Las copas se vaciaron con presteza, mientras los nobles se miraban unos a otros, y en particular a su príncipe, con orgullo. Garald no había mostrado nunca un aspecto tan regio ni apuesto como el que lucía en aquel momento, ataviado con sus níveas ropas bordadas de rojo y oro, el atuendo de un comandante. Su rostro se sonrojaba por la excitación, sus claros ojos resplandecían con la sincera convicción de que la suya era una causa justa y se agitaban por la impaciencia de entrar en combate con el enemigo. Una vez más, alzó su copa, llenándola de vino mediante la magia. A Radisovik, que lo observaba, le recordó vivamente la imagen de la sangre fluyendo de una herida y, con un estremecimiento, efectuó una rápida señal con la mano para alejar todo infeliz augurio, preguntándose mientras lo hacía por qué se veía atormentado por aquellos molestos y desagradables pensamientos.
—Por nuestra arma secreta —dijo Garald, volviéndose hacia el Hechicero y ofreciéndole el brindis.
—Por nuestra arma secreta —replicaron los demás, todos los ojos fijos en el herrero, quien se puso tan nervioso que se bebió el vino de golpe, se atragantó y el barón que estaba a su lado tuvo que darle unas fuertes palmadas en la espalda para ayudarle a recuperarse.
Todos los ojos se dirigieron entonces a una sección del Tablero envuelta en una nube mágica. El príncipe Lauryen tenía también una facción parecida, oculta por la bruma en su lado del Tablero. Aunque las reglas de la guerra exigían que la mayoría de las fuerzas combatientes debían quedar perfectamente a la vista, a los jugadores se les permitía mantener veladas, en reserva, a algunas de sus fuerzas.
Eran estas reservas las que podían inclinar la balanza de la batalla hacia un lado u otro, y los ojos de los dos comandantes, Garald y Lauryen, se encontraban clavados en aquellos cuadros cubiertos de nubes, intentando deducir, por su tamaño en el Tablero, los informes de los espías y un centenar de otros factores, qué amenaza podía esconderse entre la niebla.
Lauryen sabía que allí debía de encontrarse el ejército de los Hechiceros, pero ¿qué armas portaban? ¿Cuál era su plan de ataque? Y la pregunta más apremiante de todas, ¿llevaban la Espada Arcana?
En cuanto al príncipe Garald, pocas dudas tenía sobre lo que se ocultaba entre la neblina de Lauryen. Un Señor de la Guerra empuñando la Espada Arcana. El príncipe le había entregado a su más poderoso Supremo Señor de la Guerra un regimiento de hombres armados con armas especiales y unas únicas instrucciones: capturar, a cualquier coste, la Espada Arcana.
Garald se hubiera quedado muy asombrado si hubiera sabido que el Emperador Lauryen había facilitado a su más poderoso Supremo Señor de la Guerra un regimiento y las mismas órdenes: apoderarse de la Espada Arcana.
Otra Orden la buscaba también, la Orden de los
Duuk-tsarith
, que impulsada por el temor a la Profecía, se había reunido en extraño y secreto cónclave la noche anterior a la batalla, encontrándose en unas cavernas situadas en las entrañas del mundo, cavernas cuyo paradero no conocían ni reyes ni emperadores.
Las enlutadas figuras, anónimas en la eterna noche de las cuevas, se habían congregado en un silencio más profundo aún que la oscuridad que las envolvía alrededor de una estrella de nueve puntas incrustada en el suelo de piedra. Uno de los miembros se elevó en el aire por encima de ellos, invisible a sus ojos pero nítido en sus mentes. La mujer hizo una pregunta.
—¿Lucha la Espada Arcana con los ejércitos de Sharakan?
—No. —La respuesta procedió de un gran número de voces que provenían de un extremo de la cámara de la caverna.
—¿Lucha la Espada Arcana con los ejércitos de Merilon?
—No. —De nuevo contestó un gran número de voces, procediendo esta vez del otro extremo de la estancia.
—¿Ha sido visto en este mundo el hombre Muerto, Joram, o el catalista, Saryon?
—Sí. —Esta vez tan sólo una voz respondió, surgiendo del fondo del círculo.
Al instante, la bruja disolvió el Cónclave. Las negras sombras se perdieron en la noche, regresando a sus deberes. Todas excepto una. La bruja le indicó que se acercara.
—¿Dónde está Joram?
—No lo sé. La Espada Arcana lo oculta muy bien.
—Pero ha sido visto. ¿Por quién? ¿Cuál es tu fuente de información?
En la mente del hombre se formó un nombre, pero no lo pronunció con palabras, temeroso, quizá, de permitir incluso a la noche que compartiera su secreto.
La bruja, al percibir aquel pensamiento, asintió satisfecha.
El hombre pareció inseguro.
—¿Es de confianza esa fuente?
—Absolutamente —contestó la bruja.
Mosiah estaba sentado en un pequeño montículo cubierto de hierba, la cabeza totalmente hundida entre los hombros, rodeado por la espesa y opresiva niebla que se enroscaba a su alrededor como una garra fría y pegajosa. No tenía la menor idea de la hora que era, ni de cuánto tiempo hacía que permanecía allí sentado; tanto podía haber pasado medio día desde que a su unidad se le había ordenado ocupar aquella posición, como medio mes. Había perdido por completo el sentido del tiempo en medio de aquel mundo envuelto en nubes y parecía estar a punto de perder también sus otros sentidos.
No podía ver nada a través de aquella niebla impenetrable, ni siquiera las formas de los otros miembros de su unidad. El hecho de que quedara fuera de la observación del enemigo tampoco suponía una especie de consuelo, pero no compensaba la creciente inquietud que experimentaba; algo en su interior le susurraba que el resto de la humanidad había marchado hacía ya tiempo, dejándolo a él allí como el único ser que quedara en el mundo.
Sabía que esta impresión era falsa. Para empezar, oía sonidos que, aunque distorsionados por la niebla, adquirían un tono fantasmagórico y aterrador que resultaba casi más paralizador que el propio silencio. ¿Correspondían aquellas voces frías y huecas a las de seres humanos o a las de fantasmas? ¿Eran aquello pisadas? ¿Era el enemigo que se acercaba a él con sigilo por la espalda?
—¿Quién está ahí? —interrogó Mosiah a las brumas con voz temblorosa.
No recibió respuesta. La neblina arrolló las palabras del muchacho en su telaraña y las arrastró lejos.
¿Era una mano aquello que le tocaba el hombro...?
Mosiah se puso en pie de un salto, sacó su daga, se volvió en redondo y con gran habilidad apuñaló a un árbol.
—¡Soy un majadero! —masculló.
Volvió a guardar la daga en su funda y apartó a un lado la dentada rama que le había rozado el cuello, luego miró a su alrededor precipitadamente, esperando que nadie lo hubiera visto, tras de lo cual dejó escapar un suspiro de alivio y se sentó de nuevo en el montículo, acariciándose un corte que había señalado su mano; la rama había conseguido, no obstante, vengarse de su asaltante clavándole varios esquejes.
¿Habría empezado la batalla? Mosiah pensó que era muy probable, ya que estaba convencido de llevar allí sentado, como mínimo, varias horas. ¿Habría finalizado quizás? A lo mejor se había llamado a su unidad y él no se había enterado. Aquel pensamiento se alzó tan alarmante que levantó del suelo la pesada ballesta de metal y dio unos cuantos pasos, mirando con atención al interior de la niebla con la esperanza de encontrar a alguien que supiera lo que estaba pasando.
Luego se detuvo, sin saber qué hacer.
Sus órdenes habían sido muy concretas: permanecer en silencio e inmóvil hasta que se levantase la niebla. El príncipe Garald había recalcado la importancia de obedecer este mandato al pie de la letra.
—Sois vosotros, Hechiceros, los que tenéis la clave de nuestra victoria —les había dicho en las oscuras horas anteriores al amanecer, cuando se habían reunido cerca del Corredor antes de ser transportados al Campo de la Gloria—. ¿Por qué? ¡Porque vosotros no dependéis de la magia! Cuando nuestros Señores de la Guerra hayan dejado sin Vida a los Señores de la Guerra de Lauryen, cuando los catalistas del enemigo estén tan exhaustos que ya no puedan seguir extrayendo la magia del mundo, entonces apareceréis vosotros y el enemigo se hallará a vuestra merced. Lauryen estará en jaque mate y se verá obligado a entregarnos el Campo.
Mosiah lanzó un suspiro, diciéndose que no llevaba allí cinco semanas pero que probablemente cinco horas sí, y se dio la vuelta para volver a sentarse en su herboso promontorio, pero descubrió que su mullido lecho había desaparecido. Se quedó absolutamente inmóvil, e intentó volver sobre sus pasos mentalmente. Se había levantado del montículo y había girado a la izquierda, estaba seguro, y no había dado más de tres o cuatro pasos. Por lo tanto, si giraba hacia la derecha, encontraría su puesto con facilidad.
Veinte pasos más tarde, aún no lo había encontrado. Peor aún, estaba hecho un lío, después de haberse dirigido hacia la derecha, hacia la izquierda y en todas las direcciones imaginables en medio de la niebla.
—¡Ahora sí que la has hecho buena! —exclamó una voz irritada en su oído—. Has conseguido que nos perdamos del todo.
Mosiah dio un salto en el aire, tan aterrorizado que le pareció como si el corazón fuera a saltarle del pecho. Empuñando la daga con mano temblorosa, se dio la vuelta a toda velocidad para encontrarse con que no había nada detrás de él.