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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (20 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Para la ceremonia ensayaba el poema con su padre, de carrerilla, una y otra vez ­(­J­e­s­ú­s­a­h­o­r­a­q­u­e­e­s­t­á­s­d­e­n­t­r­o­d­e­m­í­y­a­n­o­q­u­i­er­o­q­u­e­t­e­m­a­r­c­h­e­s­l­o­s­d­o­s­j­u­n­t­o­s­j­u­g­a­r­e­m­o­s­r­e­i­r­e­m­o­s­y­v­i­v­i­r­é­f­e­l­i­z­p­o­r­t­i­y­s­e­r­é­o­b­e­d­i­e­n­t­e­y­l­i­m­p­i­a­y­a­y­u­d­a­r­é­a­m­a­m­á­y­a­p­a­p­á­i­r­é­a­r­e­c­i­b­i­r­t­e­t­o­d­o­s­l­o­s­d­í­a­s­y­l­u­e­g­o­i­r­é­a­l­c­o­l­e­g­i­o­¿­v­e­r­d­a­d­q­u­e­e­s­t­a­r­e­m­o­s­s­i­e­m­p­r­e­j­u­n­t­o­s­?­J­e­s­ú­s­t­e­q­u­i­e­r­o­c­o­n­t­o­d­o­m­i­c­o­r­a­z­ó­n­), y luego tomaba aire mientras él se reía y le decía hija, que te vas a ahogar en el púlpito, y le pedía que lo volviera a decir, pero esta vez respirando de vez en cuando. Así se pasaban la tarde.

Pero de eso no se tomaron fotos.

Jesús, te quiero con todo mi corazón.

Sí hay imágenes de ella leyendo, al fin, la oración. Está entre un grupo de niños y niñas que forman un semicírculo tras el altar, en medio de Manuel Brull y de José Baviera. El cura, frente a ella, sostiene el micrófono con una mano y ella agarra la cartulina con los diez dedos, no se le vaya a caer. Está concentrada y mantiene la boca abierta. En la imagen no se aprecia, pero está leyendo y seré ordenada y limpia y ayudaré a mamá. ¿Lo fue? ¿Fue ordenada y limpia? ¿Ayudó a su madre?

Pilar siempre le decía que no, que su cuarto era una leonera, que no le echaba una mano en nada, que sólo pensaba en jugar. Pero a veces pasaba como con lo de las peleas, que pensaba que estaba dormida y entraba en su cuarto y se sentaba en la orilla de la cama muy despacio, sin hacer ruido, y le apartaba un mechón del flequillo de la frente y la miraba con dulzura infinita y no tardaba mucho en echarse a llorar.

María José, lo de la dulzura, no podía verlo porque se hacía la dormida. Al principio, porque no quería que su madre la riñera (otra vez) por estar despierta a esas horas, pero luego mantenía los ojos cerrados y se esforzaba en que su respiración pareciese tan tranquila como si estuviese teniendo un sueño bonito porque quería sentir la mano de su madre acariciándole la frente, o la espalda, o el costado, como si ése fuera el único momento de paz que tenía ese día. María José, se moría de ganas de darle un abrazo, de apoyar la cabeza en el hombro de ella, de decirle mamá, no me riñas tanto o, mejor, no me riñas más, pero se quedaba quieta incluso cuando su madre lloraba porque le daba miedo deshacer ese instante mágico e irrepetible en el que su madre parecía quererla más que a nada en este mundo, y porque algo en su interior le decía que esas lágrimas eran distintas de las otras que vertía el resto del día, tal vez más alegres. También en eso tenía razón.

En la cama, Pilar murmuraba. María José no llegaba a entenderla, pero le parecía que eran palabras bonitas. Lo eran. Le decía que era la más guapa, la alegría de su vida, lo mejor que había hecho. Le pedía perdón por no ser una buena madre, por pagar también con ella su frustración, por no ser capaz de olvidarlo todo y ser una mujer mejor, más feliz. Le prometía que mañana sería diferente, que trataría de sonreír más y de apreciar más las sonrisas de ella. Le contaba que no tenía la culpa de ser tan desgraciada, que algo en su interior la obligaba a estar todo el tiempo enfadada con el mundo. Le suplicaba que no fuese nunca como ella. Le recitaba sus partes favoritas de la oración, ¿verdad que estaremos siempre juntos?, porque también ella la quería con todo su corazón. Tampoco de eso se tomaron fotos.

Sí las hubo, fotos, de María José entre sus padres en un jardín, de María José en la fila con los otros comuniantes, de María José recibiendo el cuerpo de Cristo, de María José sentada a la mesa del convite con una servilleta anudada al cuello para que no se manchase la vainica del vestido, de María José dándole un beso a su padre, de María José dándole un beso a su madre, de María José repartiendo puros entre los invitados con su padre, de María José recogiendo regalos, de María José bailando un rock con su padre, de Pilar hablando con Paco con un gesto inequívoco de enfado, y de Paco agachando la cabeza en un inequívoco gesto de sumisión. Segundos después de esa instantánea, María José se acercó a sus padres y les dijo va, no os enfadéis hoy, que es mi comunión, y su madre le dijo no estoy enfadada con tu padre, pero ¿cómo no me voy a enfadar si el cazurro de su primo Román se ha equivocado de convite y ha grabado en súper 8 la comunión de otra niña?, y su padre le dijo pero ¿qué culpa tengo yo de que Román se haya confundido?, y María José dijo es verdad, y Pilar dijo tú siempre te pones de su parte, y María José dijo me voy a mear, que estáis igual sea el día que sea, y al salir del salón resbaló en un charco de vómito que acababa de arrojar justo ahí, entre la sala y los lavabos, su primo Juanjo. Juanjo, que tenía siete años y había sufrido una subida de acetona (era un mal común en la familia, al parecer), no pudo llegar a tiempo al baño de chicos y devolvió en el suelo y también en la esquina del vestido de su madre, que le dijo ay, hijo, por Dios, vamos al aseo y luego avisaremos para que lo limpien, pero a la madre, con el trajín de echarle agua al niño en la nuca y de quitarse las manchas de la ropa, se le olvidó advertir a los camareros de lo que había pasado, así que cuando María José entró en el vestíbulo con paso firme porque estaba enfadada y porque se hacía pis encima, no pudo evitar la caída. Por suerte, Pilar era una mujer previsora y en el maletero del coche había metido el segundo traje de la comunión, un vestidito azul claro con lazos azules y blancos. No hay fotos.

Sí las hay, muchas, con ese vestido, pero la que Pilar llevó a la habitación del Sánchez Díaz-Canel no es ninguna de ésas. Está en un marco de plata, que no es el original. El primero era de cristal y se rompió hace unos años al caerse de la estantería. No es una fotografía especialmente bonita, pero ninguno protestó cuando Pilar la colocó en el comedor, porque cada uno le tiene cariño por motivos distintos que llegan al mismo punto. María José está sobre una silla y se nota que hace fuerza con la mano para cortar la tarta. Sobre una silla también está Marga, y otra niña, Natalia, que era hija de unos vecinos y que años más tarde, a los veintiséis, moriría de un cáncer de mama que no diagnosticaron a tiempo.

Estuvo enferma sólo unos meses, pero fue suficiente para que se despidiera de este mundo completamente convencida de que era una mierda. Sus padres estuvieron a su lado hasta el final, pero su marido, con el que llevaba casada sólo siete meses, la abandonó porque no podía soportar la cercanía de la muerte, la certeza de saber que ninguno de los sueños que habían tejido juntos acabaría por cumplirse. ¿Tienes los santos cojones de decirme eso en la cara?, le preguntó Natalia, y el marido se echó a llorar como un chiquillo. Te digo lo que siento, le contestó, y ella le respondió que lo que sentía era haberse creído que él la quería todas las veces que él se lo había jurado. Me siento un miserable, le dijo él. Es que lo eres. Yo voy a morirme pronto, pero tú ya estás muerto para mí, le contestó ella. Él se quedó en el piso que habían compartido y ella se marchó a casa de sus padres, donde murió preguntándose qué habría sido de su vida si hubiera cumplido veintisiete, treinta, setenta, cien años, si hubiera tenido hijos, nietos, si se hubiera dado cuenta a tiempo de que su marido era un hijo de puta, si hubiera sido feliz.

En la fotografía, ajenos al drama que vendría después, Pilar y Paco están de pie y sonríen a la cámara. A María José le gustaba la mirada cómplice de Marga, como si la animara a partir el pastel. A Pilar le gustaba porque se ve lo bien que le quedaba el vestido azul de mangas japonesas que había cosido ella misma después de sacar el patrón del
Burda
. A Paco le gustaba porque tiene agarrada a Pilar por la cintura y ella le deja caer la mano en el hombro. Parecen felices. Lo son. Eso sí sale en la foto.

Cleopatra mira con frecuencia la fotografía. Le gusta pensar en ese día, cuando todo estaba por pasar, cuando todo eran promesas. Los conoce a todos, aunque no conozca a nadie en realidad. Cuando se quedan solas las raras ocasiones en las que Pilar acepta irse antes que la amiga de su hija, Marga coge la fotografía y le cuenta todo lo que hicieron ese día, el de la comunión, desde por la mañana (acompañaron a María José a la iglesia, al jardín del convento de las monjas donde hicieron las fotografías para el álbum, a su casa, al restaurante y a su casa otra vez).

Le cuenta que comieron, que bebieron Coca-Cola hasta reventar, que bailaron como locas todo lo que pusieron en el tocadiscos y se desgañitaron cantando las letras que se sabían (
Sin amor
de Iván,
El amor de mi vida
de Camilo Sesto,
Gloria
de Umberto Tozzi) y lo que no (
My Sharona
de Knack,
Do you think I’m sexy
de Rod Stewart,
Born to be alive
de Patrick Hernández), las cosas más bonitas (lo contento que estaba todo el mundo), las cosas menos bonitas (lo del vómito). Todo. Se lo cuenta siempre igual, como si fuera un guión que se ha aprendido para recitarlo.

A Cleopatra, al principio, le irritaba esa conversación y no se esforzaba demasiado en disimular que el cuento le parecía una lata a esas horas de la noche, pero la cuarta o la quinta vez (quizá la sexta) que lo escuchó se dio cuenta de que Marga no se lo contaba a ella, sino a sí misma. Eso la enternece, tanto, que cuando la nota especialmente triste es Cleopatra la que saca el tema, la que agarra la foto y se la muestra y le dice qué lindas estaban, o qué chicas eran, o qué felices parecían, o qué pinta tenía esa tarta, y le da el pie para que la otra empiece con la historia de siempre, la Coca-Cola y demás. Qué bien lo pasamos ese día, desde por la mañana, cuando fui a su casa para hacerle compañía. Cleopatra cree que Marga cree que al decirlo en voz alta es como si trajese de nuevo ese día y los que vinieron después, otras fotos, otros momentos, felices uno, desgraciados otro.

Qué habría pasado si la vida se hubiera detenido entonces. Cleopatra intuye que Marga piensa eso, pero no lo sabe a ciencia cierta. No la conoce mucho, y aparte de la conversación del retrato han cruzado pocas más. El tiempo, la hora, algo del trabajo, casi nada. Cleopatra sabe que Marga es periodista aunque no ejerce, que sus hijos le hacen muchas trastadas pero son buenos chicos, que su marido trabaja en la televisión aunque no sale porque es editor y no reportero, pero de sus sentimientos sólo conoce el amor incondicional que le tiene a la amiga.

Tampoco Marga sabe demasiado de Cleopatra, aparte de su habilidad para hacer malabares con el tiempo para tener más trabajos que ninguna otra persona que conozca. Marga está convencida de que el afecto es una cuestión de roce pero también de química, y Cleopatra le da buen rollo. Piensa que si María José no estuviera en coma, si sólo se hubiera fracturado la cabeza del fémur y tuviese que estar inmovilizada dos meses, se moriría de la risa con ella.

Seguro que es una bruta, una malhablada, seguro que la noche sería un no parar de chistes verdes, de anécdotas de polvos pegados en cualquier rincón de cualquier playa o de cualquier coche de los años cincuenta aparcado en cualquier calle de La Habana. Seguro que le hablaría de los novios, de los amantes, de los cubanos calientes, de los turistas, de las mil formas para buscarse la vida. Seguro que echaría pestes de su madre (tu madre, chica, qué amargura de mujer), y seguro que se burlaría de Joaquín (lo que me extraña es que no te separaras antes de él).

No habla mucho con ella pero le cae bien, y eso que ignora que la cubana le ha cogido aprecio. Le gusta que sea miércoles para verla. Cleopatra se dio cuenta un martes, en el metro, en el que se sorprendió imaginándose cómo sería ser amiga de Marga. Lo primero que pensó es que si lo fueran, amigas, seguramente le conseguiría los productos del súper a mejor precio, y luego se vio despachando la carne, con ese delantal y ese gorro que tanto le gustaba. Que no es que ella quiera ser carnicera, ojo, pero tampoco le gusta la idea de pasarse la vida corriendo de acá para allá, con mil empleos y ninguna seguridad. Lo que desea es tener un puesto fijo, con su contrato, sus pagas, sus vacaciones, sus días libres, pero no porque sea una holgazana que quiera desperdiciar el tiempo sin trabajar, sino porque de esa manera tendría la tranquilidad para traerse consigo a la niña. Así le da miedo. ¿Y si se queda sin casas? ¿Y si no la llaman más para que pase las noches en el Sánchez Díaz-Canel? La posibilidad de que su hija pase necesidades le pone los pelos de punta, pero el otro escenario no es mucho mejor. Tener tanto trabajo no es lo ideal para que Ramona María cruce el charco. ¿Con quién la dejaría? ¿Todo el santo día sola? Para eso, mejor se queda con su abuela, que la adora, que la cuida, que la mima, que la tiene como una reina, que le da los caprichos, que le cose la ropa, que le cuenta cuentos y le canta nanas y la lleva al malecón y la acompaña a la playa y le cocina dulce de membrillo y chicharrones y moros y cristianos y todo lo que le gusta a la criatura.

Ella no podría hacerle nada de eso. Le falta tiempo, dice, y quizá también valor. ¿Para qué? Para cambiar las cosas, para romper el equilibrio precario que por fin han alcanzado, después de tanto tiempo. Puede que su hija ya no la reconozca, que se haya olvidado de su olor, de sus pequeñas complicidades, como cuando le hacía sombras chinescas con las manos en la cama, antes de dormir, y la niña fingía que la mancha de la pared se parecía de verdad a un perro, o como cuando le arrancaba la nariz con los dedos, o como cuando se quedaban despiertas sin decir nada, mirándose sin hablar.

Tenía cuatro años, y ahora tiene siete. Que la quiere, no lo duda. Pero a veces se mortifica con la idea de que llama mamá a su abuela y que si la arranca de su lado será como si hubiese perdido dos veces a su madre, la primera cuando se vino a España y la segunda cuando la separe de ella. No sabe qué hacer. Por eso le gustaría ser amiga de Marga. Para que le rebajase la compra, para que le diera trabajo, para contarle sus penas, para que la quisiera, alguien, un poco.

Pilar también coge la foto cada dos por tres y le señala con el dedo quién es cada uno. Ésta, María José; ésta, Natalia; éste no sé quién es, un camarero que pasaba por ahí justo en ese momento; ésta, yo; éste, Paco; ésta, Marga. Cuando Pilar le habla de su hija se le dulcifica la mirada. Cleopatra, al principio, no entendía a Pilar. Esa soberbia con la que trataba a todo el mundo, ese desprecio. Ahora la comprende mejor. Pilar se esfuerza por parecer fría aunque no lo sea. De serlo, fría, no le habría escrito en un papel todas esas frases en francés para que entretuviese a Goumba con una charla absurda, pues aunque ella le pregunta en algún momento de cada noche
ça va bien?
, no le suena más que el
oui
que él responde al principio. Goumba lo sabe, que no le entiende, pero igualmente se enzarzan en una conversación en español y francés que les lleva horas entre bostezos y cabezadas y visitas a la cama de María José para comprobar que todo sigue en orden. A saber lo que le dirá él.

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