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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (24 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Al cabo de un rato, Pilar ya no estaba enfadada por más que su parte orgullosa siguiera queriendo levantarse, tirarle el whisky a la cara, abofetearle, decirle me has arruinado la vida, cerdo asqueroso. Quería hacerlo, pero también quería escucharle hablar y quería que le pidiera perdón y no perdonarle, y quería demostrarle que no le importaba nada y que era una mujer de mundo, una mujer feliz. Lo malo era que tenía el cuerpo dividido. La cabeza le decía que lo hiciera (abofetearle y demás). El corazón le decía que lo hiciera (abrazarle y demás) y, sorprendentemente, las bragas le decían que le preguntase si había venido solo al entierro del
Paleta
y si su hotel estaba muy lejos.

No lo estaba, lejos. Y cuando lo estuvo, lejos, lejos en el tiempo y lejos también en la distancia tramposa de los recuerdos y de los sueños, esa que hace que acabes confundiendo qué pasó realmente y qué es un invento de tu imaginación, ya era demasiado tarde para peguntárselo. ¿Por qué me has abandonado? Pero ¿por qué me has abandonado?

Fermín no fue nunca consciente de haber abandonado a Pilar. De hecho, siempre creyó que volvería a por ella, que repetirían aquel día en el que fueron felices juntos y al mismo tiempo. Porque felices por separado lo habían sido cantidad de veces. Él fue feliz cuando Elin le organizó aquella fiesta sorpresa al cumplir cuarenta años, o cuando dieron la vuelta al mundo para celebrar que llevaban un año casados y gastaban el dinero y el tiempo a manos llenas, como si nunca se les fuera a acabar. Era feliz cuando pensaba cosas como ésa (que el dinero no se terminaría) porque sentía que le había dado esquinazo a la mala vida, a la mala suerte, que teniendo todos los números para perder había resultado ser un ganador. Ja. Un ganador que lo tenía todo y que sólo de vez en cuando, muy de vez en cuando, cada vez más de vez en cuando, se sentía un poco derrotado.

Qué hubiera pasado.

Qué hubiera pasado.

Qué hubiera pasado. Pero qué.

Había desarrollado la capacidad de apartar ese pensamiento pequeño, tres palabras, esa pregunta indiscreta. Tenía varias técnicas, que nunca incluían el alcohol porque había comprobado que le provocaban el efecto contrario y que, por alguna extraña razón, el sabor a madera del whisky le recordaba el gusto de la piel de los pechos de ella, que no sabía a madera ni a nada que se le pareciera, pero quién sabe los mecanismos que tiene la mente para que no nos olvidemos de que somos lo que somos, en su caso, un gran fraude y un hijo de puta. Por eso dejó de beber. Bueno, por eso dejó de beber en grandes cantidades, porque las borracheras le daban por llorar y su mujer estaba empezando a dar muestras de desconfiar de que todo ese llanto fuese por el desarraigo, más que nada porque cuando estaba sereno no parecía echar de menos a nadie de la Península. Le daba miedo que Elin le descubriera pensando en ella, equivocarse de nombre, reconocer en voz alta su error.

Pero si bebía poco, el dolor, cuando lo había, se amortiguaba. El recuerdo de la piel de los pechos de ella era agradable, era bonito acordarse de ese sabor, salado, y de ese olor que entonces le parecía bueno pero que ahora identificaba como colonia barata. Cerraba los ojos y era como si pudiera verla, desnuda en la cama, con esa cicatriz que le cruzaba la aureola del pezón izquierdo y que tenía forma de media luna y que ella le contó que se la hizo de pequeña, un día que se fueron de excursión, cuando estaba encaramada en una cerca mientras miraba un rebaño de ovejas y resbaló y se clavó la astilla de una estaca y su madre, antes de llevarla al veterinario, que era lo más parecido a un médico que había por allí, le arreó un bofetón que le hizo más daño que la propia herida, porque su madre era muy estricta y muy poco amiga de mostrar cariño, y ella estaba convencida de que cuando tuviera una hija se pasaría el santo día dándole achuchones y estrujándola y diciéndole que era la más guapa y demostrándole que era lo que más quería en el mundo.

Con los ojos cerrados, lo veía. La veía. Se veía, acercándose a la cicatriz, besándola, acariciándola con la lengua, y el otro pecho, también. Que no tenga envidia. Se reían. Lo veía con los ojos cerrados. Ella estaba nerviosa, y excitada, y él tenía tantas ganas de hacerle el amor que no sabía si podría aguantarse, porque quería meterse dentro de ella, ya, pero también quería que a ella le gustase. ¿Te gusta? Ella dijo que sí. Lo sabía. Podía verlo. ¿Te he hecho daño? Ella dijo que no. Entonces, el recuerdo le dolía, y cuando le dolía pensaba que dormía sobre sábanas de algodón egipcio, o que le hacían las camisas y los zapatos a medida, o que tenía un avión privado y si le salía de los huevos se plantaba en el Caribe en un pispás. Pensaba en las cosas que ya tenía, o en las que podía tener. Eso le hacía feliz. Ella se le iba de la cabeza. Y cuando volvía, porque siempre volvía al cabo de unos segundos, no le hacía daño y ya podía llamarla por su nombre. Pilar.

Fermín fue feliz la mayor parte del tiempo. No necesitaba mucho para serlo (feliz). Por ejemplo, cada vez que su mujer le decía malhumorada que le había bajado la regla, se ponía contento, no porque le gustase verla triste, que no le gustaba en absoluto, sino porque no le seducía la idea de tener un hijo con ella. Con Pilar, sí. A menudo fantaseaba con la idea de que esa niña, María José, fuese de él. Se imaginaba que de aquel único acto de amor había quedado una huella que le sobreviviría en el tiempo, que le haría eterno, que llevaría sus genes y los de su padre, y los de su hermano muerto, y que en cierta forma los reviviría a todos. Le fastidiaba que no fuese cierto, le atormentaba que otro hombre le hubiera robado ese regalo, aunque era consciente de que ese sentimiento le convertía en un ser mucho más egoísta y retorcido de lo que le habría gustado admitir.

No tener hijos con Elin fue la única lealtad que se permitió tener con Pilar. Ésa, y no estar con ninguna otra mujer. Elin le debía a Pilar ser la envidia de todas sus amigas porque el suyo era el único marido que se mantenía fiel.

Ella pensaba que era porque la amaba y porque nunca le negó en la cama ninguna de sus fantasías. Fermín era un hombre sexualmente satisfecho, eso era verdad. Su mujer no sólo no rechazaba ninguna de sus sugerencias, que, por otra parte, tampoco eran nada del otro jueves (cuatro posturas, algo de sexo anal, una película porno y poco más), sino que de vez en cuando le sorprendía con un disfraz de enfermera, o de colegiala, o le susurraba al oído que había soñado que hacían un trío con una mujer, o le esperaba desnuda con una cámara que en realidad estaba apagada y le hacía creer que estaba grabando el polvo, y, lo más importante, nunca le decía que no cuando él la buscaba para hacer el amor.

Es más, se había impuesto como norma que no pasaran más de tres días sin que tuvieran relaciones, y cumplía esa regla a rajatabla. Incluso cuando había estado enferma, o cuando estaba muerta de la pena porque sus padres fallecieron en un accidente de coche, o cuando no le apetecía, y tenía la habilidad de hacerle creer a su marido que siempre tenía ganas. Su entusiasmo no sólo parecía sincero, sino que era contagioso y con cuatro carantoñas ya había conseguido que Fermín se empalmara. A Elin le gustaba hacer el amor, pero la verdad es que mantenía ese ritmo por tenerle contento. Pensaba que si en su casa tenía suficiente no le entrarían ganas de buscarlo fuera, y por esa misma regla de tres se esforzaba en que nunca faltara de nada, ni dinero, ni fiestas, ni risas, ni viajes, ni amigos, ni comida, ni servicio, ni entretenimiento, ni nada de cuanto un hombre pudiera soñar. ¿Era feliz, su marido? Sí. Nunca tuvo dudas. Pero la felicidad de él era como las ganas de follar de ella, como su fidelidad, es decir, aparente, porque Fermín le fue infiel a su mujer cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día que estuvo con ella, desde el primer instante hasta el último, desde que le sirvió aquel refresco en la terraza del bar hasta que se murió, lo suficientemente drogado como para no sentir dolor ni miedo, pero no lo bastante como para no soñar con Pilar y para lamentar que no fuese ella quien le acompañase en ese triste momento.

Entonces, al estar a un paso de la muerte, se dio cuenta de que sus planes de volver a verla no iban a cumplirse, de que no tendría otra oportunidad de hacerse el encontradizo con ella donde menos lo esperase, ni de marcar los números que ella le había apuntado en una hoja de la libreta con el logotipo del hotel, el Astoria, que había al lado del teléfono.

Pilar cogió la libreta y le dijo te voy a apuntar mi teléfono para que me llames cuando quieras, aunque sé que no me vas a llamar. Pilar lo dijo para que él le dijera lo contrario (que sí pensaba llamarla), y aunque lo cierto es que en ese momento sí pensaba hacerlo (llamarla), lo que Fermín dijo fue que le gustaría que le escribiera las diez razones para no salir nunca más de esa habitación, para quedarse a vivir para siempre en la cuatrocientos seis. Tenía los dos documentos guardados en la caja fuerte hasta que le detectaron el tumor y le dijeron, sin paños calientes, que no tenía solución y que le quedaban un par de meses de vida. Entonces los destruyó para evitar que cayeran en manos de su Elin, porque la vio tan abatida con la idea de perderle que no quiso demostrarle que en realidad nunca le había tenido.

Leyó varias veces los dos papeles, aunque no necesitaba hacerlo para memorizarlos porque se los sabía de memoria. 963 919 025. En el otro, en el de los diez motivos, sólo había tres (no tener que preocuparnos por la ropa que nos vamos a poner, besarnos, hacer el amor hasta que nos muramos), porque cuando leyó por encima de su hombro lo que Pilar estaba escribiendo la abrazó con intención de hacer realidad lo que ella escribía, pero no hubo manera: ni se murieron ni hicieron el amor. Los nervios, el cansancio, el alcohol, todo junto, le dejaron inmune al deseo, así que sí acabaron saliendo del cuarto.

Fermín le dijo que tenía su
jet
en el aeropuerto de Manises y que podrían irse a donde quisieran. Te pongo el mundo a los pies, le dijo, pero Pilar no le rió la gracia y le dijo que su marido y su hija la esperaban para cenar, así que en lugar de ir a París o a Roma o a Londres, ciudades que Fermín dijo conocer como la palma de su mano y en las que conocía restaurantes, hoteles, rincones que eran un placer para los sentidos, fueron al cine.

Se metieron en el primero que encontraron y sacaron entradas al tuntún, sin fijarse en la película que proyectaban, que resultó ser
Dirty Dancing
. Entraron con una caja grande de palomitas y dos Coca-Colas, cogidos de la mano como dos adolescentes. Pilar lloró a moco tendido toda la película, pero no porque le importase el ir y venir del profesor de baile y la turista patosa, que se la traía floja, sino porque de vez en cuando chocaba con la mano de Fermín al ir a coger una palomita, una coincidencia que con Paco le producía fastidio y con María José indiferencia, pero que esa tarde le parecía el no va más de la culminación del amor. Parecían una pareja normal, en la oscuridad del cine, una de tantas, una de esas que después picarán algo en el bar de enfrente, quizá un pincho de tortilla y una ración de calamares, y beberán vino o cerveza mientras comentan la película, y después se irán paseando a casa y se acostarán y se darán un beso y se dirán buenas noches porque estarán cansados y sabrán que no hace falta que hagan el amor justamente en ese momento porque tienen la vida por delante para hartarse. Esa cotidianeidad que nunca habían tenido y que se la daba Johnny Castle entre baile y baile le hacía más feliz de lo que había sido nunca. Total, absoluta y absurdamente. Bueno, cuando nació María José fue muy feliz, pero de otra manera. Eso era como madre, y esto, en el cine, era como mujer. Y como mujer, se sentía más llena de dicha entonces que nunca, más incluso que unas pocas horas antes, cuando Fermín había estado desnudo frente a ella, dentro de ella, cuando la había besado y la había acariciado, y le había hecho el amor de nuevo, por fin.

Muchas veces había fantaseado con cómo sería ese momento, el momento de encontrarse de nuevo siendo dos adultos y no dos niños inexpertos, porque Pilar había decidido que los dos lo eran (inexpertos), aunque intuyera que Fermín ya se había trajinado a montones de chicas, de mujeres, de putas, en definitiva, porque había que ser un pedazo de putón verbenero para acostarse con alguien que no fuera el marido de una, o que, por lo menos, no tuviese intención de serlo.

Ella no entraba en esa categoría (la de pilingui, la de mujer de moral distraída, la de zorrón, en fin) porque sí pensaba casarse, algún día, con él, y porque él, aunque nunca le hubiera hecho la pregunta (¿quieres casarte conmigo?), sí le había hecho la promesa (ganaré dinero, volveré, me casaré contigo, te querré toda la vida) y con eso ya tenía suficiente.

Recordaba muchas veces aquella tarde, en casa del amigo de Fermín que se había ido al entierro del abuelo de su mujer. Fermín estaba nervioso y se sentía torpe. Eso la conmovió. También para él era la primera vez, porque nunca hasta entonces lo había hecho con nadie a quien amase. Así lo recordaba ella, o así prefería recordarlo, como un acto de amor más que como una experiencia sexual. Como lo primero, fue maravilloso. Como lo segundo, en pocas palabras, fue un horror.

¿Qué ocurrió? Fermín le dijo que se iba al baño y le pidió que quitase las sábanas de la cama y que la hiciese de nuevo con las que él había llevado envueltas con trozos de papel de estraza con los que la Zahonera envolvía la compra que hacía su madre y que luego ésta guardaba en un rincón de la alacena para envolver bocadillos y otros menesteres sin sospechar que su hijo les daría ese uso. Pilar obedeció: deshizo la cama y la hizo de nuevo, nerviosa como un flan y preguntándose si estaría a la altura de lo que Fermín esperaba de ella, si en comparación con las otras, las putas, ella no le parecería demasiado decente. Se preguntó, también, qué esperaría Fermín de ella, si preferiría que se estuviese quieta o que se moviese, si sería tierno o si le haría daño, si estaría tan nervioso como ella.

Entretanto, Fermín, en el baño, había orinado, se había lavado las manos y la cara y se había refrescado la nuca. Se miraba al espejo con los pantalones bajados hasta la rodilla y había decidido masturbarse porque a última hora le entró miedo de no empalmarse por la responsabilidad del momento (nunca había desvirgado a nadie). Cuando salió, se le había ido la mano (nunca mejor dicho) y estaba tan excitado que lo que le daba miedo era correrse antes de tiempo, así que se quitó la ropa rápidamente, se metió en la cama, le pidió a Pilar que se desvistiera y, en cuanto también estuvo dentro, se subió encima de ella, le abrió las piernas con las suyas y se la metió. A Pilar no le gustó. Le pareció frío y sin sentido y, sobre todo, rápido, porque no habían pasado ni veinte minutos desde que entraron en el piso. ¿Así que es esto?, le dijo a Fermín, y Fermín la miró, desconcertado y avergonzado, y no supo qué contestar.

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