Read El tiempo mientras tanto Online

Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (16 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
12.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El médico, de hecho, fue el único que la vio llorar. El resto del mundo o no se enteró de nada o la creyó enferma durante unos días, al término de los cuales volvió a aparecer en la calle tal como había sido antes: tímida, reservada y antipática. Eso fue lo primero que supo Fermín: que Pilar siguió siendo la de siempre después de saber que se casaba con otra. Supo que adelgazó pero siguió estando guapa, y supo que aunque era guapa andaba siempre tan malcarada que parecía fea, que terminó en la academia y entró de aprendiza en una peluquería, que la dejó, que se colocó en otra, que la dejó, que empezó en una tercera, que la dejó, que se corrió la voz de que era problemática con las jefas y desagradable con las clientas, que se dedicó a peinar por las casas, que conoció a un chico, que se casó con él, que sus padres murieron, que emigraron a Francia, que regresaron, que tuvo una hija con problemas de obesidad, que montó un gabinete de estética en su casa, que se comentaba que no era especialmente buena pero era barata, que dedicaba las mañanas a las tareas del hogar y las tardes a las clientas, que tenía el carné de la biblioteca y sacaba dos libros al mes, que los lunes hacía la compra de la semana, que los viernes repetía la operación para los días de fiesta, que era metódica, rutinaria, que algunas veces parecía triste pero que en general seguía teniendo pinta de estar enfadada, que cuando paseaba con su marido él nunca conseguía pasarle el brazo por los hombros porque ella se lo apartaba con un gesto, que cuando salía con su hija, la niña no le dejaba que la cogiera de la mano y prefería agarrar la de su padre, que no se llevaba bien con casi nadie, que anduvo metida en jaleos con unos vecinos a los que reprochaba que pusieran la música demasiado alta y que a su vez la acusaban de echarles lejía en la ropa del tendedero. Eso lo supo Fermín. Lo demás, no.

Pilar supo de Fermín lo que su madre iba desgranando tienda por tienda, no demasiado en realidad, porque Rosa siempre tuvo vocación de perdedora infeliz y aquel derroche de abundancia en el que se había convertido la vida de su hijo le daba cierta vergüenza, así que Pilar supo que no tuvo hijos, que una vez al año enviaba a alguien a por su madre y se la llevaba con él quince días a Mallorca, que invirtió en la construcción y en salas de cine, que conocía al Rey, que era feliz. Eso lo supo. Eso, y que era un hijo de la gran puta que la había abandonado de la manera más ruin y cobarde, que no había tenido el valor de contárselo él mismo, que seguramente nunca la había querido y tampoco había tenido intención de cumplir ninguna de sus promesas, que lo único que quería era acostarse con ella. Eso fue lo que supo Pilar. Lo demás, no.

¿Qué les faltó por saber? Pilar ignoró que Fermín encargó a su madre que le mantuviera al tanto de la vida de ella y que cada final de mes le enviaba un giro de cincuenta mil pesetas, una fortuna para la época, a Antonio Parrilla, Toni
el Paleta
, cincuenta mil pesetas como gratificación por unos informes que completaban lo que le contaba la mujer, que el día que se aprobó la Ley del Divorcio se fue solo a un bar y cogió una cogorza descomunal, primero contento porque podría separarse de su mujer y después desconsolado porque comprendió que nunca tendría valor para hacerlo, que le escribía cartas prácticamente a diario y que prácticamente a diario las rompía no sólo sin haberlas terminado, sino, casi siempre, sin haber escrito nada más que Querida Pilar, no sabes cuánto te quiero, que cada noche la soñó y que, a menudo, fantaseaba con la idea de que Elin muriese y pudiese recuperar el amor perdido. Y Fermín no supo que Pilar nunca dejó de pensar que le odiaba ni que le amaba, que seguía empecinada en recordarle, a veces con añoranza y a veces con desprecio, y que, a menudo, se preguntaba si esos sentimientos se mantenían vivos nada más que porque ella no los dejaba morir, porque prefería tener a alguien a quien odiar, alguien que le impidiera amar de verdad a otra persona, a Paco o a quien fuera, y que ese impedimento tenía como único propósito evitar que sufriera de nuevo.

Junio

La mujer que va a morir y no lo sabe, o quizá sí, siempre pensó que su cabeza era una especie de basurero lleno de desperdicios en el que de vez en cuando, muy de vez en cuando, aparecía algo que merecía la pena salvar. Una conversación, un sabor, un color, un silencio. Nada. Pero a veces, no. A veces, como en esas historias de barrenderos que se llevan a casa los trastos que la gente tira porque no les dan importancia aunque aún valgan y de pronto se encuentran un bebé vivo entre los restos, ella también rescataba de entre la inmundicia de su cabeza un recuerdo bueno, una conversación, un sabor, un color. Todo.

Buenos recuerdos, malos recuerdos y recuerdos tontos convivían amontonados, estorbándose, robándose el espacio. A ella le habría gustado olvidarse de las absurdeces para tener más sitio para las cosas importantes, pero no había manera de sacarse de la cabeza, por ejemplo, que al poco de empezar tercero de bachillerato un día su madre preparó para comer espaguetis a la carbonara y que según entraba por la puerta de su casa le dijo ven a la cocina y echa tú la nata que yo no tengo cuerpo para nada más. De no tener eso dentro, quizá recordaría que ese mismo día su madre apenas comió, que estuvo abatida, que se fue a su habitación en cuanto levantaron la mesa, que salió del cuarto con los ojos rojos, que se peleó con su padre, que luego su padre entró en el baño y tardó tanto en salir que ella pensó que se estaba suicidando y sintió tanto terror por si le perdía que golpeó la puerta con todas sus fuerzas y le suplicó que abriera y él salió sonriendo con mirada triste y dijo ay, hija, es que me gusta cagar a lo rico, y entonces fue ella la que se contagió por el ambiente y se enfadó y se encerró en su habitación dando un portazo.

Todo eso no lo recuerda y, como no lo recuerda, no puede ni imaginar qué fue lo que le pasó a su madre para no querer echar la nata, para llorar, para perder por un instante las ganas de vivir. Seguramente pensó que fue por algo que ella hizo o por algo que dejó de hacer, porque los hijos tienden siempre a responsabilizarse de los estados de ánimo de los padres y de atribuirse equivocadamente sus alegrías y sus tristezas. Pero, al no recordarlo, tampoco sabe que su padre no se tomó su tiempo para hacer de vientre, sino para aguantarse las ganas de llorar y de zarandear a su mujer, que ni siquiera veinticuatro años después de que aquel cabrón le hubo destrozado la vida había sido capaz de olvidarle. María José no sabe que a su padre, que creía saberlo todo, en realidad le pasaba como a casi todo el mundo y no sabía nada: él estaba convencido de que un mal recuerdo le había amargado el día (una vez más), y no podía ni imaginar que Pilar acababa de perder el hijo que Fermín engendró la tarde plomiza en la que se tropezaron (ella creía que por casualidad) en la sección de perfumes de El Corte Inglés y se le cumplió el sueño de su vida. Señor. Por favor te lo pido. Que me encuentre con Fermín.

Una noche, ya separada de Joaquín, María José cogió un folio para entretener el insomnio y lo dividió en tres columnas. En una apuntó que recordaba lo de los espaguetis a la carbonara, y recordaba a su madre abriendo el grifo del lavabo en la consulta del médico para que a ella le entrasen ganas de hacer pis para hacerle un análisis de orina, y que entre los dientes de Joaquín se había quedado pegada la cáscara de una pipa sin que ella se atreviera a decírselo, y que la primera pilila que vio fue en el cine, y que notó cómo se ponía roja como un tomate en la oscuridad de la sala y se sintió absurda como todos los recuerdos absurdos que estaba anotando en esa columna, en la que también había estribillos de canciones, títulos de películas y nombres de compañeras de clase y números de teléfono y matrículas de coche.

En otra, la de los malos, escribió unas cuantas broncas de ella con su madre, de su padre con su madre, de su madre con el mundo y de ella con Joaquín, y escribió todas las veces que se acordaba de Joaquín pasando de ella, de Joaquín liándose con otras, de Joaquín enrollándose con ella cuando las demás le fallaban, de su boda con Joaquín, una boda triste que ella se esforzó en hacer parecer alegre.

La tercera columna fue para los recuerdos buenos. Ella es pequeña y su madre finge ser un gato mientras sube la escalera maullando, ella es pequeña y finge ser su madre y su madre, que es feliz, finge ser la niña, y María José le dice a su madre que le ha traído un regalo, que lo tiene en la cesta de la compra, y cuando la abre le da lo único que hay (una fregona), y su madre vuelve a ser su madre y la coge en brazos y la lanza hacia el techo pero sin soltarla del todo, y luego la acerca a su pecho y le dice cuantísimo la quiere.

Su padre vuelve de uno de sus viajes a Polonia con una de esas botellas de vodka que tienen un búfalo en la etiqueta (Zubrówka) y se lo beben juntos y a escondidas y a la hora de la cena les entra la risa floja porque están borrachos perdidos y su madre se enfada y ellos estallan en una carcajada y su madre se enfada más todavía.

Ella y Marga van al cine y se equivocan de sala y se meten en una donde ponen
Babe, el cerdito valiente
, pero se quedan de todas formas, y cuando encienden las luces ella está a punto de echarse a llorar y le dice a su amiga yo soy
Babe
, y Marga la coge de la mano y le dice ya lo sé, tía, ya lo sé.

Joaquín y ella se van a merendar a un bar que se llama La Pantera Rosa y cuando llega la hora de pagar se dan cuenta de que no tienen bastante dinero y dejan a deber la cuenta y, muertos de la risa y de la vergüenza, suben a casa de Joaquín y cuando entran descubren que no hay nadie y empiezan a besarse en la habitación, y se acarician y se quitan la ropa y hacen el amor por primera vez para ella y por decimonovena (por lo menos) para él. A ella le duele pero no se queja. Él le da un beso en la frente al terminar.

Joaquín y ella pasan un fin de semana de invierno en Cadaqués, y no hay nadie y todo el pueblo es para ellos, y pasean cogidos de la mano y a María José le parece que Joaquín la quiere, y ven una barca medio hundida en mitad de la bahía y Joaquín le dice hazme una foto en la que salga el barco (el barquito, dice) para que no se me olvide que yo sin ti estaría igual que él, y ella le hace la foto y, como no sabe qué decir, no dice nada, pero es tan inmensamente feliz que tiene ganas de llorar y le duele la garganta por el esfuerzo de contenerse.

Aquella noche que no pudo conciliar el sueño, María José dejó de escribir con la intención de seguir con la tarea más adelante porque intuía que a esa noche de insomnio le seguirían otras, y porque no sabía que a los pocos días un hombre que era soltero, abogado, que tenía cuarenta y dos años y se llamaba Agustí Bayarri y que dejó afligidos padres, tristes hermanos y apenados sobrinos, se saltaría la mediana de la autovía y se la llevaría por delante a ella y a sus recuerdos, quién sabe si porque se le reventó una rueda o porque le falló el motor o porque se le bloqueó el volante o porque se confundió de pedal. Fuera lo que fuese lo que le pasó a Agustí, María José no pudo completar la lista. No puede escribir que la profesora de física médica tose para disimular cada vez que se le escapa un pedo y que no es capaz de decirlo (pedo) y siempre dice perdonen, se me ha escapado una ventosidad. Tampoco puede escribir que le han salido úlceras en la espalda y que los dedos se le están empezando a atrofiar. Tampoco puede escribir que sus padres están más cerca de lo que creen porque los dos se refugian en el mismo rincón (la ventana) cuando están muy tristes o cuando algo los incomoda o cuando quieren ignorar a la profesora o a sus visitas. Tampoco escribe que Joaquín va a visitarla casi tres meses después de haber tenido el accidente, aunque de haber podido hacerlo, no habría sabido en qué columna colocar todos esos recuerdos nuevos.

Su padre leía el periódico con aire distraído cuando él entró. Antes, había estado contándole noticias, unas tristes (vaya, si se ha muerto el Fary de cáncer de pulmón) y otras más alegres (anda, Bisbal actúa en la plaza de toros, con lo que a ti te gustaba «Operación Triunfo»), pero paró la lectura en voz alta porque no le apetecía que su hija oyera que a una mujer de Gandía la habían condenado a diecisiete años y medio de cárcel por tirar por el balcón a su nieto de dos porque no le dejaba dormir la siesta. En el diario iba la foto de la abuela, con un vestido blanco de lunares negros. A Paco, que casi nunca le hervía la sangre, esa mañana se le calentó hasta casi alcanzar el punto de ebullición. Acarició la mano de María José como casi siempre (con lágrimas en los ojos), y cuando la profesora de física médica le preguntó que por qué no seguía leyendo, quiso responderle que porque no le salía de los huevos, pero se contuvo porque pensó:
a
) que no quería ser maleducado,
b
) que la profesora no tenía la culpa de que aquella mujer fuese una hija de la grandísima puta a la que él mismo arrojaría al vacío desde el piso más alto del mundo, y
c
) porque tampoco era justo que pagase con ella ese dolor tan grande, esa angustia, esa pena inmensa de saber que su niña (que cada vez que se comía una naranja la pelaba con cuidado para que la piel no se rompiera y luego la tiraba al suelo con fuerza para ver en cuántos trozos se partía y después se los mostraba orgullosa y le decía ¿lo ves papá?, siempre me sale que voy a tener tres hijas) no le daría ninguno de los tres nietos que habían predicho los cítricos.

Por esos motivos guardó silencio y se levantó y se fue hacia la ventana para llorar, un poco, y cuando terminó se sentó otra vez en el sillón y fingió que leía el periódico (de ahí su aire distraído), pero mientras acariciaba la muñeca de María José no se quitaba de la cabeza lo injusta y dura y perra que era la vida, un pensamiento que se multiplicó por mil cuando sonaron unos golpecitos en la puerta y se oyó una voz que preguntaba ¿se puede?, y sin aguardar respuesta entró Joaquín.

Paco dobló el diario con cuidado e intentó mirar a su ex yerno con desprecio, pero no le salió. Joaquín, que estaba más delgado y parecía muy triste, tampoco tenía la culpa.

—Paco…

—Joaquín…

—He venido por la mañana porque sé que estás tú. Con Pilar no habría sido capaz de entrar.

Paco sonrió y quiso contestarle algo hiriente o por lo menos irónico, como habría hecho su mujer en caso de estar allí, pero al cabo de unos minutos se rindió a guardar silencio porque no se le ocurría nada que decir.

Joaquín se quedó sin palabras, literalmente, cuando supo que María José se estaba muriendo. Se lo dijo Carlos. Le llamó y le propuso tomar esa cerveza que llevaban semanas aplazando, y aunque a Joaquín nunca le había caído especialmente bien acudió a la cita con el marido de Marga porque estaba completamente convencido de que le esperaba un mensaje de María José pidiéndole perdón, suplicándole otra oportunidad, reconociendo que había sido una estúpida al querer separarse de él cuando todavía no llevaban ni un año casados y él acababa de darse cuenta de que se estaba enamorando de ella. ¿Cómo lo había sabido, después de tanto tiempo? No era por la pérdida, porque para él perder a María José era una posibilidad más remota que ser uno de los primeros turistas de la luna (algo que, por cierto, le apetecía cantidad), sino por la cercanía de ella, cada día.

BOOK: El tiempo mientras tanto
12.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Westward Promises by Zoe Matthews
Blessings by Plain, Belva
Changeling Dawn by Dani Harper
Winterland Destiny by Jaci Burton
Dancer by Viola Grace
Breaking the Rules by Suzanne Brockmann
Kissed by Elizabeth Finn
Defy the Stars by Sophie McKenzie
Nothing by Blake Butler