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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (19 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Esa imagen volvía a él una y otra vez, de día, de noche, mientras conducía, cuando estaba con Lara y Laura (las gemelas) en el parque, en una cena, en mitad de una película. Tere le juraba que nunca antes había pasado; le decía que se sentía sola, fea, poco deseada; le confesaba que se había llevado a la cama a Raúl para ser mejor amante con él; le pedía que fuesen a un terapeuta que los ayudase, y Gonzalo zanjaba tanta palabrería con un exabrupto: sí, y que te lo folles también a él. Lo intentaron poco tiempo, quizá un mes. Una madrugada, a eso de las tres, la despertó y le dijo que no aguantaba más, que eran todavía jóvenes, que podían rehacer sus vidas, que ya no era capaz de amarla y que quería el divorcio.

En contra de lo que tenía pensado, Gonzalo no se repuso. Desconfiaba de las mujeres, veía poco a sus hijas, bebía por los codos y se aficionó a ir de putas y a contar la historia de sus cuernos en cada cogorza hasta que en una de ésas se metió con la novia de uno que era de una banda y le partió el corazón, esta vez de verdad, de un navajazo. Y fin de una vida que habría sido perfecta si no se le hubiese metido en la cabeza cambiar aquel viaje para sorprender a su mujer.

Pero, aun así, aun sabiendo todo lo que sabía, aun habiendo llorado como nadie en el funeral de Gonzalo, Paco hubiera preferido saber que todo se había ido a la mierda un día concreto, después de una discusión en la que se habla más de la cuenta y luego no se puede dar marcha atrás, al descubrir a su mujer pegando un polvo con otro.

Era consciente de que pensaba eso como el que cree que es mejor morir de una enfermedad larga para poder despedirse de los suyos, o el que dice lo contrario, que es mejor morir de repente para no enterarse de nada. Siempre quieres lo que no te pasa, eso lo sabía. Pero en su caso, lo que no le había pasado no era sólo no haber pillado a Pilar en la cama con otro. Qué va. Lo suyo era mucho más grave: a él no se le terminó nada porque nunca tuvo nada, y lo que más le reconcomía era la certeza de haber sabido desde el principio que lo único que tenía era el sueño absurdo de que ella le amase. Pero a Paco le gustaba pensar que era un poco como Gandhi, un soñador práctico cuyos sueños no eran bagatelas en el aire porque lo que quería era que se hicieran realidad. ¿Con qué soñaba Paco? Con nada del otro mundo: con que su mujer le quisiera como había querido a ese otro, ese al que no conocía ni falta que le hacía.

Se lo imaginaba como a Alain Delon haciendo de Rocco en
Rocco y sus hermanos
, alto, moreno, con los ojos azules, con los hombros fuertes, con la voz grave, tierno y traidor, delincuente, hijo de puta, cabrón y medio idiota, porque había que ser muy estúpido para dejar pasar a una mujer como Pilar. A veces pensaba que se había metido en un lío y estaba en la cárcel, otras fantaseaba con la idea de que hubiera muerto en una pelea, y muchas noches se despertaba angustiado porque había soñado que regresaba a por Pilar y ella se iba detrás de él y lo dejaba solo con María José o, peor aún, se la llevaba.

Esa idea lo mantenía en vela y le causaba dolor en el pecho, justo donde estaba el corazón. La primera vez pensó que se moría, y tan grande era su infelicidad que, cuando se dio cuenta de que no era un infarto, sólo se alegró de seguir vivo por su hija, pero al cabo del tiempo ni siquiera la sonrisa y la complicidad de María José le servían de mucho. Se preguntaba para qué mierda estaba él en este mundo si lo único que tenía era infelicidad, lo mirara por donde lo mirase. Se hizo esa pregunta una y otra vez (¿qué pinto yo aquí?), y la respuesta le aterraba y le tranquilizaba, porque no pintaba nada. La certeza de que el mundo seguiría girando sin él lo mismo que giraba con él dentro le daba pena, pero también ganas de bajarse de esa noria absurda. Miraba hacia atrás, y si se preguntaba si había sido feliz alguna vez, la respuesta tampoco contribuía a que quisiera quedarse. Sí. Había sido un padre feliz, pero un hombre desgraciado que nunca había conocido el amor.

Una mañana de principios de enero, fría y húmeda, bajó a desayunar al bar de la esquina de su casa y pidió un cortado y
El Mundo
. Tomó un sorbo y se abrasó la lengua pero no le dijo nada al camarero porque ya había tenido suficientes broncas en casa. El día anterior había tenido una bronca con su mujer. María José se había ido al pueblo de Marga para pasar la Nochevieja y él le había propuesto a Pilar que pasaran una noche romántica, los dos solos. Sorprendentemente, ella le dijo que sí. Es más, le dijo que prepararía solomillo de cerdo con mermelada de moras y de postre haría bombones de fresón, que había leído que eran afrodisíacos, y después de decirlo se acercó a él y le dio un beso en la mejilla. Paco sintió unas irrefrenables ganas de llorar y de abrazarla. Se reprimió el llanto pero el abrazo sí se lo dio y, para su sorpresa, ella se lo devolvió. Permanecieron así, abrazados, moviéndose muy despacio, como si bailaran una música que sólo sonaba dentro de su cabeza, una música suave, lenta.

Ella le acariciaba los riñones y él le daba besos, pequeños y cortos, en la cabeza. Notó una erección. Deberíamos estar siempre así, dijo Paco. ¿Abrazados?, preguntó Pilar. Abrazados o con ganas de abrazarnos, y no siempre discutiendo, dijo él. La música paró como se para un disco que está rayado. Pilar deshizo el abrazo y le miró con frialdad.

—Tenías que decirlo…

—Pero ¿qué he dicho, mujer?

—Lo sabes perfectamente. Tenías que fastidiarla.

—Pero si no he dicho nada…

—No, si tú nunca dices nada, tú todo lo haces bien…

—…

—Y ahora te callas, te haces la víctima, como siempre…

—De verdad, Pilar, no te pongas así. Anda, ven, vamos a abrazarnos otra vez.

—Ni lo sueñes. No me apetece abrazar a alguien que no deja de reprocharme cosas.

Dejaron de hablar. No comentaron si la cena estaba buena o mala, si les gustó el especial de «El gran juego de la oca», si Irma Soriano dijo bien las campanadas o se retrasó y terminó después de que empezó el año, si Paco tenía curiosidad por ver a la Schiffer en la Primera, si Pilar cambiaba de cadena para ponerle nervioso, si harían las paces una vez más. Nada. Comieron en silencio, no se felicitaron el año, se dieron la espalda en la cama, infelices como siempre, derrotados.

En el bar, Paco le dio otro trago al cortado y volvió a quemarse la lengua. Esta vez se cagó en Dios. Pues sí que empezamos bien el año, le dijo el camarero. Paco cabeceó y tuvo ganas de contarle que su vida era un desastre pero se contuvo por miedo a Pilar (ella también tomaba café allí), y se concentró en las páginas del periódico. Estaba cansado porque no había dormido bien pero también estaba cansado de la vida, de ese desperdicio de días y de noches sin sentido y sin felicidad. Mientras pasaba las páginas llenas de letras emborronadas que no le apetecía leer se preguntaba qué podía hacer para parar ese despropósito. El camarero, que se llamaba Mario y que todavía tenía el disfraz de rumbero colgado tras la puerta del baño porque entre la resaca y la prisa se había olvidado de llevárselo a casa, le dio conversación para no dormirse.

Le contó dónde había pasado el fin de año (en la fiesta de la peña del fútbol), qué había cenado (chuletón), qué había bebido (todo, menos el agua de los floreros), cuánto había dormido (nada), cuánto había vomitado (mucho), si se lo había pasado bien (sí), si se caía de sueño (sí), si su novia se había enfadado porque le pareció que le tiraba los trastos a la prima del presidente de la peña (sí), si se los había tirado (no), si habían hecho las paces y casi pegan un polvo en el lavabo de señoras (sí), si la vida era cojonuda (sí), si había que aprovecharla (sí), si había oído en la radio lo de la chavala de Almería (se llamaba Toñi y estaba celebrando la Nochevieja con unos amigos y se cayó de mala manera y se rompió la cabeza, y unas horas después se murió y su familia donó el hígado, los riñones y las córneas), y aprovechó el silencio de Paco para repetir que había que aprovechar la vida, coño, Paco, que nunca sabes cuándo se va a acabar el baile. Paco le escuchó con atención y le dijo tienes razón, dime cuánto te debo, y Mario, sin saber por qué, no le dijo lo que le iba a decir (son ochenta pesetas), sino nada, Paco, a éste te invito yo.

A Mario le pareció que Paco estaba muy triste, pero ni por un momento se le pasó por la cabeza que, mientras le escuchaba contar la noticia de la pobre Toñi, que había salido en los medios no por haberse muerto a los veinte años sino por haber sido la primera donante del año, su cliente se había dado cuenta de que para solucionar todos sus problemas lo único que tenía que hacer era quitarse la vida. Era tan sencillo que salió del local sonriendo. Tan fácil. ¿Cómo no lo había pensado antes? Desaparecer y, en su huida, hacer más fácil la vida de los demás; la de Pilar, la de los que recibieran sus pulmones, o su corazón, o sus córneas o sus riñones. Tal vez sus órganos conocerían el amor en otros cuerpos. Tuvo ganas de llorar y se notó nervioso, pero estaba decidido. Subió a casa, y en el papel que se metió en el bolsillo de la chaqueta garabateó quiero ser donante; salió de casa y subió a pie los siete pisos que le separaban de la azotea.

Después tuvo que bajarlos porque no llevaba encima la llave de la puerta. Se cagó en la madre que parió a la presidenta de la comunidad, que prácticamente los había obligado a votar a favor de su propuesta de cerrar a cal y canto la puerta de la azotea, pero también se alegró (un poco) de poder retrasar unos minutos el instante final. Mientras subía la escalera y la bajaba y la volvía a subir, Paco se imaginó qué ocurriría en el mundo cuando él ya lo hubiera dejado. Soñó que Pilar enloquecía, sin él. Que María José sacaba fuerzas y salía adelante, y se casaba con Joaquín, y a su primogénito le llamaba Paco. Que en Transnaransa les ponían su nombre a todos los camiones que cubriesen la ruta Valencia-Polonia. Que le echaban de menos. Que le lloraban. Salió, por fin, a la azotea y se asomó a la calle. Se sentía asustado, pero al mismo tiempo la certeza de que todo terminaría en unos segundos también le daba tranquilidad. Paco, que ignoraba que trece años después volvería a planear otras formas de suicidio, decidió que no cerraría los ojos para morir como hacen los soldados antes de ser fusilados en las películas.

Mala decisión. De no haberlos abierto, no habría visto a María José que le hacía señas desde abajo. Acababa de bajarse del coche de los padres de Marga y le saludaba con las manos y gritaba algo, pero como su padre no la oía se las puso alrededor de la boca, como formando un megáfono, y entonces Paco entendió lo que le decía. Nada del otro mundo. Papá, le gritaba. Pero sonreía. Así que Paco le devolvió el saludo con la mano y también le devolvió la sonrisa, y volvió a bajar a pie los escalones y en el rellano del quinto piso se detuvo y lloró un poco, no mucho, por esa otra fantasía que quedaba sin cumplir. Gandhi quizá hubiera hecho realidad sus sueños. Paco, no.

Más que sueños, María José tenía pesadillas con el día de su primera comunión, un acontecimiento que tuvo lugar el 25 de mayo de 1980. Muchas fotografías guardan constancia de aquel acontecimiento, pero muchas cosas también se quedaron sin retratar. María José llevaba un traje que no era ni de novia ni de monja, que era lo que se llevaba. La niña y la madre por una vez estuvieron de acuerdo en algo. Lo compraron, el vestido, en una tienda del centro.

Era de color marfil, tenía las mangas francesas, y el cuerpo en vainica y bodoques con organdí suizo. Le encantaba, aunque nunca lo dijo. En ese momento se sintió hermosa aunque infeliz. Los autobuses pasaban sin cesar y María José los miraba por el cristal del escaparate mientras la modista le tomaba la medida del bajo. Quería escaparse.

Tener el cuerpo de Cristo dentro de la boca le daba miedo, y olvidarse de la poesía que le había tocado leer en la ceremonia, terror. Aunque le habían dicho que no tendría que recitarla de memoria, ella se la había aprendido porque el cura no le parecía de fiar. ¿Y si luego le daba por quitarles la tarjeta en la que estaba escrita la oración y les dejaba hacer el ridículo delante de todos los padres? Así que ella se pasaba el día canturreando en voz baja (Jesús, ahora que estás dentro de mí ya no quiero que te marches, los dos juntos jugaremos, reiremos y viviré feliz por ti, y seré obediente y limpia y ayudaré a mamá y a papá, iré a recibirte todos los días y luego iré al colegio, ¿verdad que estaremos siempre juntos? Jesús, te quiero con todo mi corazón).

A ella le parecía más un poema de amor que un rezo, y se imaginaba el día de mañana recitándoselo al hombre de su vida. Te quiero con todo mi corazón. Ésa era la parte que más le gustaba. Te quiero con todo mi corazón. Tenía ocho años y querer a alguien así, con todo el corazón, era lo que más deseaba en este mundo. Lo más parecido a eso que tenía en su vida era lo que sentía hacia su padre. Le admiraba, le respetaba, le adoraba. Le dolían sus derrotas, le alegraban sus triunfos, le extrañaba cuando no estaba, quería ser como él. Bueno, no es que quisiera ser camionera y pasarse la vida transportando cosas de aquí para allá.

Quería ser como él: honesta, justa, alegre, confiada, afable, bondadosa. A veces le veía apenado. También eso la maravillaba. Prefería mil veces estar triste que enfadada, como su madre. Los oía discutir, por la noche, cuando creían que estaba dormida. Mejor dicho: la oía discutir a ella. Su padre nunca levantaba la voz. En la oscuridad de la habitación se imaginaba escenas terribles, y creía que su madre sometía a su padre a las más crueles torturas (obligarle a pasar la noche desnudo en el balcón, pisarle los dedos con la puerta o arrancarle las uñas o los pelos del pecho). La realidad no era tan dura como ella se la figuraba.

Si le hubieran dicho que lo que ocurría era que le obligaba a ver el programa de la tele que ella elegía sin preguntarle y no el partido de fútbol que él quería ver, o que le daba casquería para cenar, o que dejaba de hablarle después de haberle gritado por haber consentido a la niña, o por haber olvidado comprar la leche para el desayuno del día siguiente, o por haber derramado un vaso de agua en el mantel, o porque se le había escapado un pedo al levantarse de la silla para alcanzar una punta de pan que estaba al otro extremo de la mesa, si hubiera sabido que el gran drama de sus padres se reducía a eso, a esas pequeñas miserias, no se habría pasado las noches llorando hasta que el sueño la vencía. Tal vez se hubiera reído, o se hubiera conformado con la tranquilizadora idea de que su padre no era del todo infeliz, o tal vez se habría sentido peor porque habría intuido que eso, que esas pequeñeces, eran el verdadero drama de las parejas que no son felices juntas.

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