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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (17 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Nunca se despertaba de mal humor, cualquier cambio de planes le resultaba agradable, no ponía problemas a nada, le facilitaba la vida, y olía bien, y cocinaba mejor cada día, y le complacía, y no le hacía reproches, y le comprendía, y tenía ganas de hacer el amor siempre que a él le apetecía, y se reía de sus chistes, y le caían bien sus amigos, y le ponía buena cara a su madre, y le animaba a que mantuviese su independencia, a que saliese a cenar los miércoles con los del gimnasio, los jueves con los del fútbol, los viernes con los del instituto y algún sábado con los primos por parte de padre, si se terciaba. Nada distinto de todos aquellos años en los que ella le había adorado, porque era así, aunque sonase pedante: le había adorado, no había otra forma de decirlo, le había querido total y absurdamente, tal como él era, consciente de que él ni podía ni quería corresponderla, de que tanto amor la volvía insoportable y de que estaba con ella porque cuando quiso darse cuenta ya no había nadie más. Así era, tampoco había otra forma de decirlo: todas se habían hartado de él, de que no madurase, de que no le gustase trabajar, de que fuese un egoísta, de que no quisiera comprometerse, de que a todas les pusiera los cuernos, de que ninguna de sus promesas hubiera cuajado y a los treinta fuese ya un amargado. Las novias le duraban poco. No le importaba porque a todas las dejaba él pero, cuando quiso darse cuenta, algo había cambiado y a su lado sólo estaba María José.

Cuando se casó con ella no la quería. Cuando ella le dejó, el mundo se abrió bajo sus pies. Estaban viendo una película en televisión (
Gigoló
). Andy García hacía de escritor fracasado que se prostituía para mantener a su familia, y en una de las escenas, el marido de una de sus clientas le previene contra las mujeres que te aman tal como eres porque eso hace que no te esfuerces en mejorar. María José tosió, se levantó del sofá, se sirvió agua en un vaso, se la bebió, se sentó, le miró, bajó la mirada, y cuando le miró de nuevo ya estaba llorando. Joaquín estuvo tentado de no preguntarle qué le pasaba, en parte porque no le apetecía saberlo y en parte porque creyó que ella creía que él le había puesto los cuernos (que no era cierto, al menos esa semana) y se sentía identificada con la mujer del gigoló (que no tenía ni idea de lo que hacía su marido y encima le compraba trajes buenos), pero finalmente le pudo la cortesía y le preguntó ¿qué te pasa?, ¿por qué lloras?

María José tardó unos instantes en responder, y cuando Joaquín, que era corto de memoria, ya no se acordaba ni de las lágrimas ni de la pregunta y andaba pensando en qué ropa se pondría al día siguiente para ir a trabajar, ella le miró fijamente y le dijo que ya no te quiero, eso es lo que me pasa, que ya no te quiero y no quiero perder contigo ni un solo día más. Joaquín se quedó en estado de
shock
y fue incapaz de discutirle la decisión, de pelear para que se quedara, de tratar de convencerla de que estaba en un error. Quiso decirle me he acostado con varias compañeras de trabajo y más de un viernes me he enrollado con la primera que se me ha puesto a tiro, y lo de los primos por parte de padre es una mentira para dejarte en casa. Quiso decirle yo nunca he estado enamorado de ti. Quiso decirle me casé contigo por no quedarme solo. Quiso decirle pues yo a ti tampoco te quiero. Pero olía tan bien, incluso esa noche, que le estaba abandonando y partiendo el corazón, que quiso decirle no te vayas, quiso decirle no me dejes y quédate conmigo, no me abandones y déjame que me enamore del todo porque ya me queda poco, y quiso decirle he cambiado y voy a respetarte y a valorarte y a decirte todo lo que siento por ti, y cambiaré más todavía y haré lo que me pidas, por favor, quiso decirle por favor, no te vayas.

Pero se quedó callado. ¿Por qué? Todavía no tiene respuesta para esa pregunta. Se quedó sin palabras, seguramente. A quien quiso escucharle le contó entonces que el disgusto le hizo perder la voz, pero cuando fue a tomar aquella cerveza con Carlos, esa cerveza que a él se le antojó una treta de su ex mujer para intentar una reconciliación, se dio cuenta de su error.

—¿Qué tal va todo? —le preguntó mientras se sentaba a su lado.

Carlos cogió su vaso y bebió un trago antes de contestar.

—María José se está muriendo.

Y entonces, Joaquín perdió la voz de verdad, y también la fuerza en los músculos, y también el control de los esfínteres, y también el interés por la vida. Los médicos le diagnosticaron depresión y afonía histérica, le dieron la baja y le recomendaron paciencia, sicólogos y acupuntura, pero nada de eso daba resultado.

En la terapia, una sicóloga joven que se llamaba Felicidad, pero que para no dar por el culo a los pacientes que acudían a su consulta tristes y sin ánimo para vivir insistía en que la llamasen Feli, le repetía que él no era culpable de nada, que los accidentes son una fatalidad de la que nadie es responsable, que no había nada en el mundo que él pudiera haber hecho para que María José no cogiese el coche esa mañana para ir a trabajar. Joaquín, que no podía contestarle, cabeceaba y se preguntaba qué habría pasado si la hubiera querido más o si la hubiera querido antes o si la hubiera querido mejor.

Dos veces por semana se sentaba frente a Feli sin pronunciar palabra. Para hacerse entender, le acompañaba su madre y ejercía de portavoz: no ha comido, no ha dormido, no se ha levantado del sofá. Joaquín asistía como un convidado de piedra, como si la cosa no fuera con él. Feli le hacía preguntas. Él a veces la miraba y a veces no, a veces parecía estar a punto de contestarle y a veces no, a veces parecía que iba a echarse a llorar y a veces no, y daba la sensación de que había conseguido el viejo sueño de mantener la mente en blanco, pero no era verdad porque siempre tenía en la cabeza a María José, a veces muerta, con la misma cantinela (si la hubiera querido más, si la hubiera querido antes, si la hubiera querido bien), y a veces viva (María José en una playa ofreciéndole una lata de refresco, María José en el supermercado preguntándole si quería mostaza dulce o de Dijon, María José llorando en el sofá diciéndole que ya no le amaba). Sin saberlo, sentía lo mismo que su ex mujer había sentido poco antes de empezar a morirse (que su cabeza era un estercolero) y, como ella, lamentaba que los recuerdos tontos le robaran espacio a los importantes. Entonces era cuando miraba a Feli y parecía que iba a hablar y parecía que iba a llorar, y aunque quería hacerlo (hablar y llorar) más que nada en este mundo no conseguía ninguna de las dos cosas.

Una mañana salió de casa aprovechando que su madre había ido a por el pan. Normalmente se levantaba de la cama para ir al sofá y del sofá para ir a la cama, pero ese día cambió la rutina porque había decidido quitarse la vida. Tenía planeado ir hasta Aín en el coche de su padre, parar en la plaza del pueblo y tomarse uno de esos carajillos Espadán con coñac quemado y un grano de café dando vueltas por el vaso, para infundirse valor, y luego coger el desvío hasta Almedíjar, una carretera estrecha y tortuosa de diez kilómetros que hicieron llorar de miedo a María José aquella mañana que él se empeñó en ir a una feria medieval porque le habían dicho que echaban a volar halcones en libertad. Cuando llegaron a Almedíjar, los pájaros estaban encadenados, y María José se pasó la mañana vomitando. Ahí, justo ahí, que había sido tan cabrón y que no le había preguntado a su mujer ni una sola vez si se encontraba mejor, quería terminar con todo, pero pensó que primero tendría que despedirse de ella aunque fuera en silencio.

De camino al Sánchez Díaz-Canel se perdió como todas las visitas, y provocó el enfado de los cartujos porque se paró frente a ellos mudo como una piedra y estuvo a punto de atropellar un conejo, pero al contrario que los demás, no entró en el hospital. Se quedó dentro del coche, en el aparcamiento, viendo pasar el día y la gente, y cuando se dio cuenta ya no eran horas de suicidarse. Volvió a casa y en el patio le esperaban un corrillo de vecinos, un coche patrulla de la policía local y una ambulancia del SAMU que había ido para atender a la madre, víctima de una crisis de ansiedad.

Feli le recomendó Adofen y le animó a visitar a María José, a enfrentarse con la realidad, a asumir la pérdida, a despedirse, a seguir viviendo, pero lo máximo que Joaquín pudo hacer fue acudir a diario al aparcamiento y esperar dentro del coche. ¿Qué era lo que esperaba? Feli se lo preguntaba en cada visita. Joaquín se encogía de hombros. Nada, probablemente. Se conformaba con mirar el trajín de las visitas yendo y viniendo, con descubrir a Paco, cabizbajo, y a Pilar, entristecida, entrar y salir del hospital a diario, y a Marga una vez por semana. Se alegraba de verlos, pero no por verlos, sino porque eso significaba que María José seguía allí. ¿Cuándo entrarás? Feli se lo preguntaba también en cada visita, y en cada visita Joaquín se encogía de hombros. ¿De verdad estás así por ella?, le preguntó una tarde. Joaquín la miró y se puso a llorar, amargamente, y cuando terminó de llorar la miró de nuevo y le dijo sí. Ese mismo día, un cáncer de pulmón se llevó al Fary y, al día siguiente, su ex suegro se lo contaría a su ex mujer justo antes de que él, con su voz recién estrenada, entrase por fin en la habitación donde ella se estaba muriendo y no lo sabía, o quizá sí.

El día que Pilar supo que Fermín había muerto también ella se murió. Un poco. Tiempo después entendió que eso es lo que pasa cuando uno se muere por dentro y por fuera se sigue viviendo. Pilar se murió así, un poco, sin que nadie se diera ni cuenta ni de que estaba más triste, más cansada, de que tenía menos ganas de pelear, de que estaba muerta, en fin.

Pilar había creído estar muerta muchas veces, como la cigarra que cantaba María Dolores Pradera. La primera, cuando supo que Fermín iba a casarse con otra. La segunda, cuando se dio cuenta de que había cometido un error irreparable al casarse con Paco. La tercera, la primera vez que María José le dijo que la odiaba. La cuarta, cuando Fermín se sentó en el borde de la cama de aquel hotel y se puso los calcetines y se anudó el cordón de los zapatos y ella comprendió al verle así, con la espalda encorvada, que no iba a dejar a su mujer ni a pedirle que dejase a Paco para que empezaran una vida juntos. La quinta, cuando llegó ese día, tan tarde, a su casa y Paco estaba a punto de llamar a los hospitales por si le había pasado algo. La sexta ocurrió tres meses después, un mediodía que estaba preparando espaguetis a la carbonara y sintió un dolor agudo en el abdomen y comprendió que había perdido el hijo que llevaba en las entrañas, ese que de haber nacido hubiera sido igual que su padre, igual que Fermín. De la séptima, la octava, la novena, la décima, la undécima y las sucesivas había olvidado los motivos, pero seguramente tenían que ver con las traiciones de la vida, en general protagonizadas por aquellos a los que tanto había amado y no habían sabido corresponderle.

Lo leyó en el periódico. Hubiera preferido enterarse en la calle, que se lo hubieran dicho. Un antiguo amigo, un conocido, un vecino, quien fuera. Hubiera preferido que alguien le brindase consuelo por esa muerte, no por el consuelo en sí, que a ella no le hacía falta entonces ni le había hecho falta nunca en la vida, sino porque ese consuelo, ese gesto, esa cercanía, la habría devuelto junto a él. Se hubiese sentido mejor, más unida al Fermín que se había muerto pero también más cerca del que había vivido, del que la besaba, del que había sido nada más que de ella. Sabemos lo que has perdido. Pero no. Nadie la miró con pena ni le dio el pésame ni le dijo sé cuánto le amaste ni lamentó con ella la ausencia irreparable ni le dio un abrazo ni le dijo lo siento, Pilar, lo siento mucho. Nadie supo que le había perdido igual que nadie supo que fue suyo una vez. Paco había subido el
Levante
y
Las Provincias
por la mañana porque quería leer las noticias sobre el entierro de los dieciocho trabajadores que habían muerto en el incendio del
Proof Spirit
.

Ella nunca le había visto así, tan apenado por alguien a quien no conocía, pero aquel accidente le había impactado. Llevaba dos días casi sin hablar de otro tema que no fuera el accidente. Pobre gente, decía todo el rato, y disimulaba alguna que otra lágrima mientras leía de pe a pa todo lo referente al funeral (que si habían acudido el príncipe Felipe y la infanta Elena, que si habían asistido más de seis mil personas, que si habían atendido setenta y tres lipotimias, etcétera). Así anduvo todo el día, leyendo el periódico, escuchando la radio, viendo la televisión y, de cuando en cuando, apartándose el llanto de la cara como si se le hubiera muerto alguien en el accidente, que hasta María José se lo dijo (joder, papá, no te lo tomes así, que te va a dar algo).

Pilar, que también estaba apenada por el suceso, esperó a la noche para leer el periódico en la cocina porque no quería reconocer delante de Paco que se parecía en algo a él, así que cuando su marido se fue a ver a Javier Sardá en «Moros y cristianos», ella se puso a repasar el
Levante
. Leyó, por supuesto, la información sobre el entierro y lloró, por descontado, con las fotos de la tragedia. Luego echó un vistazo a la cartelera porque quería ver en qué cine ponían esa película de Will Smith que le apetecía ver
Men in black
, y de ahí pasó rápidamente por las páginas de cultura, se saltó las de deportes y también las de comarcas y ojeó las de local con cierta desgana, porque ya se estaba cansando de leer y le estaba entrando sueño. Muchas veces se preguntó, después, qué hubiera pasado si hubiese cerrado el periódico entonces, con el primer bostezo, con las primeras ganas de irse a dormir.

Qué habría sido de ella si aún hubiese podido seguir esperando. Imaginando que algún día volviera a encontrarse con él, cuando menos lo esperase, como ya había sucedido aquella vez; que las cosas fueran diferentes, que Fermín volviese a por ella, dispuesto a hacerla feliz, a quererla la vida entera; que recuperaba la sonrisa, la alegría de vivir, que Fermín la llevara a conocer mundo, que le hiciera el amor por tercera vez, sin nervios, como la primera, y sin remordimientos como la segunda. Qué habría sido de mí si hubiese podido seguir soñando. Cientos de veces se lo preguntó. Pero nunca supo la respuesta. No supo si habría sido feliz o igual de desgraciada, si mantener la ilusión de la espera habría mejorado la vida de los que la rodeaban o si, a pesar de sus sueños, no habría hecho otra cosa más que amargársela.

Quién sabe qué sería de nosotros si no supiésemos lo que no queremos saber, eso también se lo preguntaba. Porque Pilar no quería saber que Fermín Bosch Estany, empresario valenciano afincado en Mallorca, había muerto a los cincuenta y siete años después de una dolorosa enfermedad que le había sido detectada cuatro meses antes. Eso no. No quería saber que el funeral lo había oficiado en la catedral Teodoro Úbeda, el obispo de Mallorca, y que lo habían concelebrado varios sacerdotes amigos personales del fallecido, que moría sin hijos y dejaba viuda a Elin Peyre, con la que llevaba casado más de treinta años. No quería saber que su corazón no se había detenido en el mismo momento que el de él, sino dos días más tarde y que, aun parado, ella estaría condenada a seguir viviendo en un mundo sin la esperanza de reencontrarse con él.

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