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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (18 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Al principio trató de actuar como si no lo hubiera sabido, como si Fermín aún viviera y ella pudiera seguir odiándole, y amándole, y esperándole, como le contaron que había hecho aquella prima de su madre cuyo marido no había vuelto de la guerra. Algunos del pueblo le dijeron que había estado preso en San Miguel de los Reyes y que allí se había muerto, pero unos decían que le habían fusilado y otros que se lo había llevado una pulmonía mal tratada.

Demasiadas muertes para un solo muerto, decía la prima, ese hombre está vivo y no le sale de los huevos volver. Un día recibió una carta de uno que decía que también había estado condenado a muerte con él. En la carta, llena de faltas de ortografía, le contaba que ambos se habían prometido que el que saliese vivo de aquel antiguo monasterio que habían convertido en cárcel le pondría el nombre del otro a su primer hijo. Le explicaba que él había sobrevivido y que su marido no, y por eso a su primogénito le había llamado Ángel, y le decía que también se habían comprometido a cuidar de la familia del que tuviera peor suerte, así que le ofrecía todo lo que tenía si ella lo necesitaba y le pedía perdón por brindarle ese apoyo tantos años después, pero que le habían podido el miedo y las ganas de cambiar de vida para sacar a los suyos adelante.

La prima de su madre, que tenía una hija y pasaba hambre día sí y día también, rompió la carta y luego la quemó, y a quien le preguntó le dijo que aquel hombre podía haberse equivocado de dirección, o de Ángel, o de viuda, que Ángeles había muchos y viudas más todavía, y que a ella nadie le había comunicado oficialmente nada del fusilamiento ni de otro tipo de muerte, así que no le quedaba más remedio que pensar que su marido se había ido a Rusia, o con otra, o a Rusia con otra, que era un hijo de la gran puta pero que estaba vivo. No quiso llevar luto, ni rehacer su vida, ni llorar a su hombre, y Pilar intentó comportarse como ella, por más que hasta ese momento nunca hubiera comprendido los motivos que habían llevado a la prima a negar la evidencia de aquella manera.

Nadie se dio cuenta de que se había muerto un poco, que es como se muere cuando se muere por dentro y por fuera se sigue viviendo como si no hubiera ocurrido nada. Pilar seguía haciendo más o menos lo de siempre. Se levantaba a las siete, preparaba el desayuno, se lo tomaba, arreglaba la casa, se duchaba, se peinaba, se maquillaba, se vestía, salía a comprar, preparaba la comida, atendía a las clientas, comía, recogía la cocina, atendía a las clientas, preparaba la cena, se la comía, veía un rato la tele, se desnudaba, se ponía el pijama, se iba a la cama, se dormía. Si Paco no estaba de viaje, se peleaba con él varias veces al día (porque había roncado, porque había entrado en el baño antes que ella, porque no la había esperado para desayunar, porque había cambiado de canal sin preguntarle, porque no había dicho que le gustaba la comida en la primera cucharada, porque no había sido suficientemente simpático con alguna clienta, porque había sido demasiado simpático con alguna clienta, porque no quería cenar, porque le había reprochado que le hiciera tantos reproches, porque parecía que sólo se alegraba de ver a María José, etcétera). Si Paco estaba yendo o viniendo de Polonia, se peleaba con él una vez, cuando la llamaba por teléfono (porque la llamaba pronto, porque la llamaba tarde, porque la llamaba para molestarla, porque la llamaba para contarle sus problemas y no para preguntarle por los suyos, porque la llamaba sólo para saber de María José, porque la había llamado aunque el día anterior le había dicho que no la llamara, porque llevaba dos días sin llamar sólo porque le había dicho que no la llamara, etcétera).

Con María José también se peleaba, antes de irse a dormir, en parte por costumbre y en parte porque era el único rato que la veía con la suficiente calma porque su hija tenía el hábito de dejar que las sábanas se le pegaran y salía de casa a toda prisa, sin desayunar y sin maquillar, y terminaba de arreglarse en el coche o en el lavabo de la asesoría, para disgusto de su madre, que se quejaba de que nunca le hiciera caso en temas de belleza. A María José le recriminaba eso, que no se pintase, que fuese hecha una facha, que siguiese viviendo en casa, que pensase en irse de casa, que usase la casa como una pensión, que no fuese cariñosa con ella, que sólo quisiera a su padre, que no llevase a sus amigos a casa, que llevase a sus amigos a casa, que no hablase con ella, que cuando hablaba con ella no fuera más que para pelear, etcétera.

Cuando se murió un poco, por dentro, esa particular rutina cambió. Hacia lo mismo, pero era otra Pilar. No tenía ganas de reñir con nadie, mucho menos con su marido y su hija. Es más, lo que quería era que la abrazasen, que la quisieran, que la sacaran de allí, que la zarandeasen y le dijeran estás viva, coño, pero no sabía cómo pedírselo a ninguno de los dos.

Se pasaba el rato canturreando. Tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando. Una y otra vez, pero al contrario que la letra de la canción, Pilar no podía darles las gracias a la desgracia ni a la mano con el puñal porque a ella no la habían matado mal, y sabía que ni al cabo de un año ni de mil que viviera regresaría de debajo de la tierra como regresaba aquel sobreviviente de la guerra, y casi siempre se le quebraba la voz en la última estrofa (tantas veces te mataron, tantas resucitarás, tantas noches pasarás desesperando) y no podía llegar al final (a la hora del naufragio y de la oscuridad alguien te rescatará para ir cantando) porque ahora ya sabía que aquello no pasaría jamás. Tanto cantaba aquella canción que un día María José se acercó a ella y le preguntó mamá, ¿estás bien? Quiso decirle que sí pero también quiso decirle que no. Quiso decirle que no le pasaba nada pero también quiso decirle que le había pasado todo. Fermín se ha muerto. Quiso decirlo, pero las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta. Fermín se ha muerto, Fermín se ha muerto, Fermín se ha muerto. Quiso decírselo, pero no pudo. Se puso a llorar, primero despacio, en silencio; luego empezó a hacer ruido al sorberse las lágrimas; luego siguió haciendo más ruido al lamentarse; luego intentó hablar pero sólo hizo más ruido al emitir palabras ininteligibles; luego vinieron más ruido: toses, algún estremecimiento, escalofríos, mocos, más toses, y al final se apartó de su hija, se sonó la nariz y le dijo a tu padre ni una palabra de esto, y se encerró en su cuarto para seguir llorando porque comprendió que ella no tenía el espíritu de aquella prima de su madre. Fermín se había muerto, y ella lo sabía aunque fuera de casualidad. Fermín había vuelto a hacerlo, se había ido sin ella, había vuelto a abandonarla, a dejarla sola en un mundo sin él. Cabrón.

Lloraba a escondidas, y a escondidas buscó en la guía telefónica el nombre de viejos amigos, de familiares. Pero no dio con nadie. De haberlos encontrado al otro lado del teléfono, tampoco habría sabido qué decirles, qué preguntarles. ¿Qué quería saber, ahora que ya no importaba? ¿Que Fermín había sido infeliz?, ¿que no la había olvidado?, ¿que se arrepentía de haber hecho lo que hizo? O tal vez, todo lo contrario: que había tenido una vida plena, que no había vuelto a recordarla, que nunca le pesaron las decisiones tomadas, que la dejaba libre para disfrutar de lo que tenía, de su marido, de su hija, de esa vida que vivía como si fuera prestada.

Se acercó hasta su antiguo barrio para llorar a pierna suelta en los lugares en los que se amaron y en los que ya no quedaba nada de lo que fueron, ninguna huella.

Donde estaba el bar en el que Fermín pasaba las mañanas como un haragán había un local que se vendía ó alquilaba (así, con el acento en la o), y que antes había sido una peluquería (todavía había fotografías de peinados en los cristales) y una tienda de todo a un euro (todavía conservaba el rótulo sobre la puerta). La tienda del Zahonero se había reconvertido en la entrada a un edificio de viviendas. Su antigua casa seguía siendo su antigua casa, pero enfrente habían puesto un parque y la finca estaba pintada toda de color verde menos el interior de los balcones y el marco de las ventanas, que los habían dejado blancos.

En el piso de Fermín no había nada, literalmente, sólo un solar vallado que anunciaba la construcción de diez apartamentos de una, dos y tres habitaciones y dos áticos con acabados de lujo. Cogió un taxi y le dio la dirección de la academia, y cuando comprobó que seguía abierta y que a sus puertas remoloneaban jóvenes que no tenían mucho que ver con la que ella había sido, le indicó al taxista que fuese por la calle de la Paz, y de ahí a la calle San Vicente, a De las Barcas, a Navarro Reverter, y pasaron por delante de la Ciudad de la Justicia, y del Museo Príncipe Felipe, y del Oceanogràfic, que entonces no existían, y le pidió que fuesen hasta la Albufera, y el taxista le preguntó que si quería ir a un sitio en concreto y ella miró a los ojos que la miraban desde el retrovisor y quiso contestarle que había pensado que si hacía el mismo camino que entonces tal vez sería posible colarse por uno de esos agujeros del tiempo y volver así a estar dentro de aquel Renault 4 y volver así a ver la mirada de Fermín, y volver a estar vivos, los dos.

El taxista se impacientaba. ¿Adónde quiere que la lleve, señora?, y ella quiso decirle pues ¿adónde voy a querer, patán?, a ese agujero del tiempo para vivir eternamente en aquella tarde en la que me agarraba al bolso como si fuera el bolso lo que Fermín me iba a robar, pero la mirada del retrovisor, fría, implacable, tan ajena a su drama, hizo que le dijera al Sidi Saler.

Por la carretera reconoció el punto exacto en el que Fermín giró a la derecha. No le costó trabajo. Muchas veces había hecho el mismo camino, con Paco al lado y con María José detrás cuando iban a la playa, todos los santos domingos del verano. Su marido siempre quería ir a la Malvarrosa, que era más bonita y estaba más cerca y no tenían que salir de casa a las ocho de la mañana para no pillar cola y no se tiraban horas dentro del coche comidos por los mosquitos y quemados por el sol cuando volvían a casa, porque la caravana era inevitable salieran a la hora que salieran, pero ella insistía en que no, vamos a El Perelló, que me gusta más, y enfilaban la carretera estrecha, sombreada por los árboles que parecían abrazarse en las copas, a la derecha la Albufera, a la izquierda la dehesa de El Saler. En el asiento de atrás, María José y Marga se pasaban el viaje cuchicheando en voz baja. El coche olía a tortilla de patatas y al ajo de la ensalada de tomate, y se oía el tintineo de las botellas de agua y de cerveza que chocaban entre sí dentro de la nevera portátil.

Paco cogía el volante con las dos manos y canturreaba cualquier cosa y se interrumpía para comentar algo sobre el paisaje, sobre lo bonita que era la carretera, sobre las parejas que iban a darse el lote, y le guiñaba el ojo a su hija y le decía pero que no me entere yo de que venís vosotras. Ella se giraba y le miraba y le veía mover los labios e intuía que le estaba hablando, pero no le contestaba porque estaba en otro viaje, en otro coche, en otra piel, en otra vida.

En una vida feliz que ya había acabado pero que al mismo tiempo le parecía estar viendo por la ventanilla, como si en el coche de delante, o en el de detrás, o en ese que adelantaban, fueran ella y Fermín, nerviosos, asustados, excitados, como aquella vez. Ahí era adonde quería que la llevase el taxista, al punto exacto en el que las promesas todavía podían cumplirse, pero el coche se detuvo en la puerta del hotel y la devolvió a la ingrata realidad. Entró y se fue derecha al bar, se pidió una cerveza, que no le gustaba pero que era lo que tomaba él cuando estaba con ella, se la bebió, se pidió otra, se la bebió, y otra más, y luego otra y otra, y se dejó la última a medias y volvió a casa borracha como una cuba y estuvo llorando y vomitando toda la noche. Nadie se dio cuenta.

Paco no sabe cuándo se dio cuenta de que todo había terminado, y a veces le mortifica la idea de que no lo sabe porque no hubo un momento concreto en el que todo se fuera a la mierda. Quizá hubiese sido más fácil.

Tal vez encontrarla con otro al volver de un viaje, como le pasó a un compañero, que cambió el itinerario con otro para darle una sorpresa a su mujer y el sorprendido fue él cuando abrió la puerta del dormitorio y se topó con su mujer a cuatro patas atravesada en la cama, con la cara hacia el espejo del armario y el culo hacia el cabezal, y con un fulano que la cogía por los pelos mientras la cabalgaba. La mujer, que se llamaba Tere y hacía unas croquetas cojonudas y mantenía la casa como los chorros del oro y criaba a dos gemelas que habían llegado sin avisar cuando todavía no pensaban en casarse, tenía la boca abierta y los ojos cerrados, así que no vio a su marido, que se llamaba Gonzalo y se comía las croquetas aunque no siempre estuvieran cojonudas y se deslomaba en el camión y se desvivía por las gemelas, apoyado en la puerta para no caerse.

El fulano, que se llamaba Raúl y era el logopeda de una de las gemelas y no tenía ninguna virtud digna de mención aparte de estar como un queso y llevar de cabeza a más de una madre, detuvo el movimiento de sus caderas y soltó del pelo a Tere. Sin abrir los ojos, ella le preguntó pero ¿por qué paras?, y sin esperar la respuesta le ordenó no, no la saques, no la saques, pero Raúl no sólo la sacó, sino que se bajó de la cama y trató de vestirse atropelladamente. Tere abrió los ojos y al ver a su marido tuvo un desmayo que la mantuvo inconsciente un buen rato, el tiempo suficiente para que Raúl se marchase de la casa sin decir ni una palabra (y eso que, siendo como era logopeda diplomado, conocía unas cuantas para salir del paso) y Gonzalo la metiese bajo las sábanas y sintiese cómo el suelo se abría bajo sus pies. Se separaron, claro. No al principio, porque Gonzalo estaba profundamente enamorado de su mujer, no sólo por las croquetas ni por la limpieza ni por las niñas.

La quería porque tenían el mismo sentido del humor, y porque les gustaban las mismas películas, y porque la conoció siendo una cría y habían crecido juntos, y porque habían compartido cosas buenas y habían superado las malas, como cuando a ella le detectaron células cancerígenas en el colon y le hicieron una operación preventiva que los mantuvo acojonados más de un año, o como cuando a él le habían despedido de su trabajo con las gemelas recién nacidas, y la quería porque, aunque discutían por chorradas, estaban de acuerdo en las cosas importantes, como la educación de las crías, la importancia del ahorro en la economía doméstica, la lealtad o el amor, y porque los dos soñaban con un futuro parecido, o eso creía él, hasta que la pilló haciendo el perrito con el logopeda.

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