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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (26 page)

BOOK: El tiempo mientras tanto
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—…

—¿Qué es lo que no entiende, Paco?

Paco dudó antes de contestar.

—No entiendo nada. —Los dos sonrieron—. Pero lo que menos puedo comprender es qué puede haber de positivo en esta situación. Ya no hablo de la mía —miró a María José y la acarició—. Mi hija va a morir, la voy a perder… Pero ¿y su madre? Ya no volverá a trabajar, perderá autonomía, su vida cambiará para siempre… ¿Cómo pueden no cuestionar los motivos de un Dios que les impone ese destino?

—En el periódico lo expresa muy bien: hacer lo que creemos que debemos nos hace más felices que hacer lo que queremos. Yo querría hundirme, a veces, pero sé que no debo hacerlo. Nosotros creemos que tenemos que hacer esto: aceptarlo, dar gracias porque podría haber sido mucho peor, intentar adaptarnos y ayudar a quienes están a nuestro lado. Tal vez concentrarnos en esas tareas hace que no tengamos tiempo de lamentar nuestra propia situación. Es verdad que mi madre no volverá a dar clases, pero puede seguir leyendo, puede seguir aprendiendo e incluso enseñando, de alguna manera. ¿Que necesitará ayuda? Por supuesto. Se la daremos encantados. ¿Sabe qué? También nosotros, cuando nacimos, éramos dependientes y recibimos toda la ayuda y todo el amor para dejar de serlo sin que nadie se cuestionara que era pesado cambiarnos pañales, ayudarnos a comer, enseñarnos a vivir… Es tiempo ahora de devolverles todo ese trabajo.

—Pero su madre no se va a recuperar…

—No diga eso —protestó—. Sí se va a recuperar. Quizá no totalmente, pero mejorará con la terapia, con la rehabilitación… Y, en última instancia, cuando Dios la llame con él, recobrará todas sus facultades y vivirá para siempre al lado de Él. Yo sé que ustedes no son practicantes…, pero seguro que sí son creyentes, de alguna manera. En lo que me ha leído también dice algo así. —Cogió el periódico y leyó en voz alta—. «La innata búsqueda de sentido en las mentes de los niños es un factor que los acerca a la fe. Si lanzáramos a unos cuantos a una isla y permitiéramos que se educaran ellos solos, pienso que creerían en Dios». Busque en su interior. Seguro que encuentra fuerza para seguir adelante.

Paco volvió a mirar a su hija, inmóvil.

—Le agradezco sus palabras… Pero no soy capaz de encontrarle un sentido a todo esto.

—¿Un sentido? ¿Cree que sólo hay uno? Se equivoca. Para usted, para su esposa, para su hija… Son completamente diferentes. El que puede tener para María José es algo que usted no será capaz de entender, por muchos motivos. En primer lugar porque, por mucho que los padres amen a los hijos, por mucho que los conozcan, sólo perciben una dimensión, la de padres, igual que los hijos sólo conocemos al padre y a la madre y no al hombre y a la mujer que hay detrás de nuestros progenitores. No podemos entenderlos en toda su magnitud, porque desde el momento de nuestro nacimiento los conocemos sólo en esa faceta y esa parte pasa a formar un todo. Si un padre está contento, el hijo cree que es por él, y si está enojado piensa que es por algo que ha hecho mal. ¿No está de acuerdo conmigo?

Paco asintió en silencio y pensó que tal vez ese hombre no era tan estúpido como había creído.

—A los padres les ocurre lo mismo —sonrió—. No me mire así. No hace falta tener hijos para darse cuenta de eso. Yo soy hijo, y escucho a muchos padres y madres, y a muchos hijos, acudir a la iglesia con ese mismo problema. Para los padres los hijos son siempre esos niños que los necesitan para todo, que tienen el cerebro aún en formación, esos eternos adolescentes que hacen y dicen tonterías. —Los dos sonrieron—. Por mucho que usted haya conocido a María José, hay aspectos de su hija que nunca sabrá. No son secretos. Son matices, detalles que la convierten en una desconocida.

— …

—No le pido que esté conforme con el accidente de María José, ni con esta agonía. Sé que perder a un hijo es la peor tragedia que puede imaginar un ser humano. No es natural. Pero le aseguro que hay una explicación para todo, una justificación para cualquier acto que nos parece incomprensible. Dios sabe lo que es: él vio morir a su hijo en la cruz en medio de grandes sufrimientos, y oyó cómo Jesucristo le recriminaba «¿Por qué me has abandonado?». Pero no lo hizo. No le abandonó. Al tercer día, Jesucristo resucitó de entre los muertos y subió a los cielos, junto al Padre. ¿Por qué hizo eso Dios? Porque con su muerte física, con su sacrificio, Jesús redimió a todos los hombres de sus pecados y nos garantizó la vida eterna. No le pido que lo crea ni, por supuesto, que se alegre. Le pido tan sólo que lo piense. Que piense que la muerte de María José tiene un significado aunque usted no lo pueda ver ahora. Confíe en eso, al menos.

Por alguna extraña razón, Paco se sintió mejor después de esa conversación, y las palabras del cura (al que desde ese momento se refiere como a Andrés y no como al hijo de la profesora de física médica) le vinieron a la cabeza la primera noche que se durmió deconstruyendo la desnudez de Cleopatra. Abajo el pecho, luego la boca, sensual, entreabierta, amable, y encima del todo, su sexo húmedo, acogedor, dispuesto, alegre. Bienvenido, Paco. Bienvenido.

Al despertar, notó que había manchado las sábanas con su semen. No era consciente ni de haberse masturbado ni mucho menos de haberse corrido, pero la certeza de haber recuperado esa parte de su cuerpo, la sexualidad, le llenó de felicidad. Estaba vivo, coño.

Le da vergüenza saber lo que le pasa cuando se cruza con Cleopatra, pero al mismo tiempo le parece que a ella no le molesta. Incluso, una mañana, le dio la impresión de encontrarse con sus ojos en el espejo mientras se vestía después de la ducha, que, de un tiempo a esta parte, siempre se da cuando él llega a la habitación. Por si acaso no se había dado cuenta de ese detalle, una mañana le dijo que si a él no le importaba prefería asearse cuando ya hubiese llegado porque le daba intranquilidad dejar sola a María José y porque, además, así podía dormir un poquitico más. Paco le dijo ¿y a mí por qué me va a importar, criatura?, tú dúchate cuando quieras, pero mientras lo decía notó que se ponía rojo como un tomate porque en realidad estaba pensando en volver a verle las tetas.

No siente nada por Cleopatra, porque ni la conoce ni tiene ganas de conocerla, pero es consciente de que a esas alturas de la vida, en medio de toda esa muerte, le debe a una desconocida las ganas de vivir.

Agosto

El día de la muerte del padre de Goumba Samb falta un mes y seis días para que muera María José, pero ese 3 de agosto de 2007, que amanece lluvioso y algo frío para la época, nadie sabe ninguna de las dos cosas. La noticia del padre de Goumba tardará en llegar, porque con el disgusto del fallecimiento y los trámites para el entierro, a la madre no se le vendrá a la cabeza la manera de avisar a su hijo sin que le cueste dinero, de modo que tendrá que esperar a que Pilar la llame por teléfono para decirle que ha puesto en marcha el proceso para traerla a España, y después de dejarla hablar, por educación, unos minutos que se le hacen eternos le dirá con voz temblorosa que no va a poder hacerlo porque se ha quedado viuda y debe cuidar del resto de sus hijos. ¿Y qué pasa con Goumba?, preguntará Pilar, y la madre le dirá si me voy, mis otros hijos se quedarán sin nadie, y Pilar insistirá en su pregunta (¿qué pasa con Goumba?), y la madre le dirá Goumba la tiene a usted, y le colgará el teléfono porque Pilar se quedará callada y la otra, en Podor, pensará que la comunicación se ha cortado y tampoco tendrá nada más que decir.

Pilar se queda unos instantes anonadada con el auricular en la mano. Y ahora ¿qué le dirá a Goumba?, después de tantas promesas, ¿cómo le explicará que no puede hacer nada por él? ¿De verdad? ¿No puede? La voz le habla dentro de su cabeza y ella esta vez le contesta que no, que no puede, que ya ha hecho mucho, que le ha proporcionado cariño y una red de amigos para sostenerse, que le dice el tiempo que hace en su tierra, que le ha llevado a la habitación de María José, que le ha tratado como a un hijo, mejor que a un hijo, mejor que a su propia hija, porque a él se lo ha dado todo sin pedirle nada a cambio. La voz le replica: sí, no le has pedido nada pero él te ha dado mucho. Pilar se enfurruña. ¿Qué me ha dado él?, ¿qué, si no puede mover ni un músculo? Faena, eso me ha dado. Trabajo y dolores de cabeza. Cuelga el teléfono y se echa a llorar, un poco por Goumba y un poco por ella. La voz tiene la delicadeza de esperar a que su llanto pare, al cabo de un rato, y de que se tome la tila que se ha preparado después de tirar el café que se había hecho antes, para seguir dándole la matraca. Goumba te ha dado más de lo que crees. Pilar no le responde pero se echa a llorar de nuevo porque se imagina lo que la voz va a decirle esta vez. Te ha dado la posibilidad de ser generosa, de recuperar el afecto sincero, de tratar bien a otra persona, de no envenenar ni tus palabras ni tus gestos, de ser honesta, de ser feliz.

La voz dice la verdad. Pilar es otra Pilar y se lo debe a Goumba. Su hija se muere y ella se desvive por hacerle la vida más fácil a un muchacho a quien apenas conoce pero que representa todo lo que ha dejado pasar. Goumba, la sonrisa de Goumba, la mantiene cerca de la vida que merece vivirse. Goumba es la excusa, lo sabe. Pero de no ser por él no tendría ningún motivo para seguir viviendo después de las seis y dieciocho minutos del 9 de septiembre, aunque para ella esa fecha no sea más que un número en el calendario, igual que lo era el 10 de abril, una fecha como otra cualquiera. Y sin embargo…

Va antes al hospital. Quiere hablar con Paco, contarle lo que ha ocurrido, buscar una solución con él. Comprende que se extrañará, porque lleva años (demasiados) tomando decisiones sin contar con su marido. Ahora se arrepiente. Tanto tiempo perdido.

Lo encuentra mirando por la ventana, de espaldas a la puerta abierta. Le hace un gesto a Goumba (se pone el dedo sobre los labios, calla, no digas nada) y sin pensarlo demasiado le abraza por detrás y deja descansar la cabeza sobre la espalda de él. Huele su camisa (Ariel) y nota también la colonia que se echa en el pelo para peinarse (Heno de Pravia), y siente una pena inmensa por el mismo pensamiento que ha tenido hace un momento (tanto tiempo perdido). En esa postura y en castellano, para que Goumba no los entienda, le cuenta lo que ha pasado, le pregunta por qué no se lo llevan a casa, por qué no contratan a Cleopatra (cuando María José muera). Al oír esas palabras que Pilar ha dicho casi sin pensar, Paco se da la vuelta y la mira a los ojos, y ella sigue hablando sin ser consciente de haber pensado antes lo que está diciendo, como si estuviera escribiendo de forma automática y el inconsciente venciera la censura.

—¿Por qué no nos separamos, Paco?

Y Paco la vuelve a mirar y la abraza muy fuerte y le dice que sí.

Marga le dice que sí a Carlos cuando le pide que se casen. Ella siempre ha sido reacia, no sabe por qué. No quiere poner nombre a una relación, amigos, novios, matrimonios. Le parece absurdo hacer lo que hace todo el mundo nada más que porque lo hace todo el mundo. No ha sentido la necesidad de formar parte de la rueda de la burocracia, de pedir la partida de nacimiento, de dar fe de que no es bígama, de prometer delante de nadie que le querrá y le cuidará en lo bueno y en lo malo hasta que la muerte los separe. Ni siquiera son pareja de hecho. ¿Para qué?

Carlos se lo ha pedido muchas veces, de muchas maneras. Con una rodilla en tierra, con un anillo dentro de una caja dentro de una tarta de
mousse
de limón (su favorita), con una carta que le da su hijo mayor mientras le dice mira lo que me ha dado papá para ti, con una sonrisa, con mal humor. La respuesta siempre ha sido la misma no, no, no, no, no. Pero un día le dice que sí sin que Carlos tome la iniciativa de pedírselo. Es miércoles, viene de visitar a María José y la ha encontrado muy decaída. Tampoco sabe explicar qué es lo que ha visto diferente en una mujer que lleva inmóvil más de cuatro meses, que tiene los dedos de las manos atrofiados, que no reacciona ni a las palabras de cariño ni a las de desesperación. El mundo ha dado un giro de ciento ochenta grados y ella no se ha dado cuenta. Pilar es más amable. Paco es más alegre. Joaquín es más humano. Marga es más vulnerable. Sobre todo los miércoles.

Y ése, ese miércoles, llega a casa y Carlos ya ha hecho la cena (ha abierto el
tetrabrik
de gazpacho y ha puesto en una fuente el contenido de una bolsa de ensalada lista para servir), y tiene a los dos críos sentados a la mesa, esperándola. La recibe con un abrazo, le pregunta cómo está, le dice que la quiere y le pide que se cambie y se relaje y se siente a cenar. Va detrás de ella al dormitorio, le pregunta si necesita algo, si le apetece hablar. Marga dice que no, que no tiene ganas. Dice la verdad. No tiene ganas de contarle que esa tarde Pilar le ha contado que Paco y ella han decidido separarse dentro de unos meses, y que las dos han sido conscientes de que ese dentro de unos meses no es más que un eufemismo para referirse a que lo harán (separarse) en cuanto su hija deje esa habitación, que no es más que otra forma de decir cuando María José se muera sin decirlo.

—¿Y por qué ahora?

—Porque no nos queremos.

—Pero Pilar…

Marga carraspea y no sabe cómo decir lo que tiene en la cabeza. Pilar sonríe, apenada, como los payasos tristes en la pista del circo.

—Lo sé… Nunca ha parecido que nos quisiéramos…

—Yo no he dicho eso.

—No hace falta que lo digas. No hemos sido un matrimonio ejemplar, y eso que Paco sí me quiso, al principio. Pero yo no supe quererle. No supe querer a nadie, en realidad, ni siquiera a María José.

—Joder, Pilar, no digas esas cosas. Tú lo has hecho lo mejor que has podido, aunque te hayas equivocado.

—¿Tú crees?

Marga se encoge de hombros.

—Claro… Ser padre no es nada fácil… Yo lo sé ahora que lo soy. Me acuerdo de los míos un montón de veces, de lo mal que se lo he hecho pasar y de lo mal que me lo hicieron pasar ellos a mí por cosas que no entendía y que ahora comprendo perfectamente.

Las dos se ríen.

—Aprendemos a ser hijos cuando somos padres —dice Pilar.

—Y padres cuando somos abuelos —se ríe Marga.

—…

—Perdona, Pilar, no debería haber dicho eso…

—No. Está bien. —Mira la cama de María José—. Ya sé que no voy a ser abuela.

Marga se acerca a Pilar con intención de abrazarla, pero se detiene en el último momento (no está segura de que Pilar haya cambiado tanto como parece) y sólo le acaricia el brazo.

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