La miré. Nadie podría dudar de que parecía creer en lo que decía.
—¿Quién de los Muniellos les apercibió de mi probable llegada a Buenos Aires?
—Ninguno de esa familia. Fue Susana, la hermana de Manín.
—Susana…, todo un temperamento.
—Ya lo creo. La conocí tarde, cuando estuvo en la estancia. Congeniamos muy bien. Es dura como lo fue su hermano. Cuando Rosa se vino para acá definitivamente, iniciamos una relación postal. Y luego nos hemos visto en este centro, adonde vengo unos tres meses al año.
—¿Quién fue el hombre terrible que le entregó el dinero?
Hubo un silencio lleno de silencios. Se miraron.
—No tienes por qué decirlo, mamá —dijo él.
—Usted estuvo hoy en el sepelio —suspiró Gracia.
—¿Cuál de ellos fue? ¿Los dos?
—Eso ya no es esencial. Todos se nos han ido…
Hubo una porfía de recuerdos y allí estaban ellos, desfilando ante nuestros ojos, imágenes evanescentes de esplendores cancelados.
—¿Por qué Rosa no regresó nunca a su pueblo?
—Sí que volvió.
—¿Volvió? ¿Cuándo?
—Creo que fue… Sí, en el 64. Puede estar seguro de ello. ¿Cómo podía dejar de ver el lugar donde nació? La acompañamos mi Luis y yo. Ella había ido sabiendo a través de Susana que sus hermanos habían fallecido, como otros paisanos de los Regalado, de los Carbayones y de otras casas. Los niños habían crecido, se habían casado, había nuevos críos. Era como otro pueblo para ella, aunque las casas y los paisajes permanecieran. Poca gente quedaba vinculada afectivamente. Estaban su cuñada Remedios, su sobrina María, otros sobrevivientes de otras casas. No la reconocieron. Nadie. Todo el tiempo estuvimos con Susana, en cuya casa nos alojamos. Paseamos por los prados y caminos y visitamos otros pueblos de su niñez: Agüera, Sierra, Castañedo. Otas, Arbólente, Perandones, Los Llanos… ¿Qué le parece mi memoria? Años más tarde, sobre el 78, hizo otra visita. Esta vez en avioneta, acompañada por sus hijos y un nieto, que era el piloto. Sobrevolaron toda la zona y pudo ver desde arriba los grandes montes, como si fuera un pájaro. Fue la despedida. Ya nunca volvió. Todos sus amigos y familiares estaban en el oriente, unos en Llanes y otros en este centro, que para entonces ya había sido construido en una primera fase. Los Teverga y los Regalado siguen teniendo sus casas en Prados. Usted las vio. Pero ellos vienen aquí cuando les pluge.
—¿Por qué desde el 43 Rosa no volvió hasta veinte años después?
Luis miró a su madre, que se encogió de hombros.
—¿Quién lo sabe? ¿Qué importan ya los pequeños detalles?
—Si ella era como la describen todos, parece lógico pensar que tendría deseos de ayudar a sus amigos económicamente en cuanto se vio con disposición de hacerlo; es decir, desde el mismo año 43. Me cuesta creer que se desentendiera de ellos durante tantos años.
—¿Quién dice que se desentendió? Estuvo escribiéndose con ellos y, más adelante, les fue enviando pequeñas cantidades de dinero. Y les hizo ir a Argentina, varias veces, un mes en cada ocasión. Fue cuando llevó a su prima Susana y a la sobrina de Pedrín, Rosa, madre de la Rosa que le enseñó a usted la iglesia de Prados.
—Está muy informada de todas mis andanzas.
—Ya ve que no hay que ser policía para eso.
—¿En qué años fueron ellos a Argentina?
—No recuerdo… Sobre el 54, 55. Más o menos, esos años.
—¿Por qué no se quedaron allá, con ella?
—Eran jóvenes todavía, estaban al cuido de sus casas y ayudaban a sus familias. Puede que también les avergonzara vivir a costa de ella, aunque allá hubieran tenido que trabajar duro, como todos, y como en cualquier sitio donde estuvieran.
—No, no va bien por ahí. Además, no es el tipo de ayuda que podría esperarse de ella. Hay poca generosidad en lo que ha dicho.
—No sé qué quiere decir —balbuceó—. Ellos estaban aquí, en el centro, gratis de todo.
—Desde 1975, ¿no es así? Para entonces tenían ya setenta años.
No contestó. La nube acuosa seguía lavando el azul de sus ojos.
—Según los datos —continué—, ellos, digamos, «murieron» en el 70, en Buenos Aires. Y cabe sospechar que desde entonces habrán vivido, y camuflados bajo sus nuevas identidades, en algunos lugares del nivel de este centro. Podría, pues, decirse que empezaron a gozar de los placeres que da la solvencia económica desde los sesenta y seis años. ¿Por qué no honrarles cuando eran jóvenes y podían sacarle más jugo a la vida? No veo coherencia alguna en lo que parece un comportamiento indiferente de Rosa hacia sus amigos y lo que de su buena fama trasciende.
—¿Qué quiere decir con eso?
—¿Por qué no alivia su corazón y me cuenta los datos que me oculta? Al fin, todo quedará entre nosotros.
—No le digas nada más, mamá.
—Tal vez yo pueda ayudarla a decidirse si pongo algo de orden en este aparente rompecabezas —ofrecí.
—Veamos cómo resulta —invitó ella.
—Cuando estuve en Cibuyo, el padre del hombre de la posta tuvo la amabilidad de escarbar en su memoria. Rosa ni volvió a esos pueblos ni escribió nunca a nadie de Prados, desde ningún lugar, después de la visita que hiciera durante la guerra. La hubiera reconocido de sobra, porque, como a todos, también había dejado huella en él. Sin embargo, recordó haber controlado correspondencia durante varios años para los Teverga y los Regalado desde Montevideo, y viceversa. Se quedó con el nombre de quien escribía desde allá: Gracia Muñoz Rico. Ese dato ayudó a mi amigo Carlos a localizarles en Argentina. Todavía mantienen ustedes en Uruguay la oficina de negocio desde la que, bajo el nombre de usted, Rosa se escribió con sus amigos. ¿Por qué ella no escribía directamente? Usted lo sabe. Porque
no podía
estar localizable.
Madre e hijo me miraban en silencio.
—La primera visita que ella hizo a su tierra después de tantos años incide en la lógica de lo ilógico. No fue antes porque, aun pudiendo económicamente,
algo le impidió hacerlo
.
Silencio.
—Estuve allí, en Prados. Me aseguraron, como el cartero de Cibuyo, que nunca regresó. Usted dice que sí, pero que nadie la reconoció, lo que no tiene sentido, si tenemos en cuenta que hay rasgos que cantan siempre y que Rosa era aún relativamente joven. Y más tratándose de una belleza como ella. ¿Miente alguien? No. Sólo cabe una deducción lógica: estuvieron, pero ella fue disfrazada.
No podía
ser reconocida. Por eso no llevaron a ninguno de sus hijos, cuyos rasgos les hubieran descubierto.
Habían vuelto sus miradas hacia mí pero conservaban su mutismo.
—Tenemos luego el hecho ilógico de que Manín y Pedrín estuvieron en Argentina pero no se quedaron. ¿Por qué? —Los miré alternativamente—. Porque
no podían
, al estar bajo control policial, tanto en presencia física como en su economía. Durante años les estaba vedado el desaparecer y el mejorar su hacienda ostensiblemente. Si se hubieran quedado en Buenos Aires, les habrían investigado y, aunque en aquellas fechas no había Interpol, los posibles indicios hubieran permitido al juez emitir, si no una orden de extradición, sí al menos unos informes de apercibimiento para las autoridades argentinas, muy proclives, según se ha dicho aquí, al régimen franquista. Y la policía argentina investigaría no sólo a los amigos asturianos, sino que hubieran profundizado y hubieran establecido seguramente, y para desgracia de todos, conexión entre ellos y la prosperidad llegada a la hacienda con su anfitriona, Rosa, prima y amiga respectivamente.
Gracia bebió un largo trago y su hijo la acompañó.
—¿Qué nos dice todo ello?
—Dígalo usted.
—Que el juramento de aquel hombre no fue tan simple. Aprisionó a Rosa y marcó sus comportamientos. Seguramente tuvo prohibición de hablar con nadie del pueblo, visitarlos, dar muestras de desahogo económico y hacer donaciones o regalos. Prohibición de por vida o, en su caso, durante muchos años. Esa promesa debió de llevar un componente de amenaza de terribles consecuencias para que ella lo aceptara, violentando tremendamente su manera de ser. Pienso, además, que ella ha debido de estar cuestionando durante años esa penitencia impuesta, ¿me equivoco?
La mujer había transformado en raquíticas lágrimas las nubes de sus ojos, como si fueran sus últimas reservas.
—Usted va ganando. Me tomé en serio ese juramento y así lo vinculé con Rosa. Entre las obligaciones impuestas, la más incomprensible para ella fue la de no poder hablar con nadie del pueblo ni ser generosa con quien deseara serlo. Rosa no tenía interés en regresar a la aldea, pero la específica prohibición la desconcertaba. «¿Qué tiene que ver este dinero con mi pueblo? Además, el juramento lo hiciste tú, no yo», decía. «Lo hice por ti y para ti. ¿Qué sabemos lo que impulsó a tu benefactor a establecer tan extrañas condiciones? Piensa en realidades. ¿Preferirías la vida que llevabas y la que te esperaba, a ésta? ¿No crees que algo hay que sacrificar cuando se reciben tantos bienes? Acá tienes a tus hijos, que es lo que más te importa. Allá nada tienes».
—Ella debía haber poseído su herencia familiar en Prados. ¿Por qué usted daba por sentado que no la tenía?
—Era obvio. De haberla tenido no hubiera vivido con tantas dificultades en la posguerra. Se hubiera vuelto al pueblo.
—¿No le contó alguna vivencia de su juventud relacionada con el hecho de no querer o no poder volver al pueblo en esos años en que necesitó hacerlo?
—Nunca. Estando en aquel Madrid de miseria y sumisión tras la guerra, ella me había dicho en retazos, frases sueltas llenas de perplejidad, que no volvería más a la aldea, salvo que ocurriera un milagro. Fuera lo que fuera conservó siempre el misterio de su pasado, misterio que se llevó a la tumba y que yo no he intentado nunca descubrir.
Nueva pausa para beber.
—Yo insistía en que en su pueblo nada tenía y ella me contradecía. «Tengo mis amigos, con los que quisiera estar, y los escenarios que recorrí de niña. Todavía hay mucho allá que quisiera volver a ver».
—Según usted, ella dijo que no regresaría al pueblo salvo que se produjera un milagro. Pero el milagro se produjo. ¿No se lo argumentó? ¿Cómo a una persona tan manifiestamente directa en sus decisiones pudo convencerla de suscribir el juramento dado por usted?
—Fue más sencillo de lo que cree y gracias a su propia naturaleza. Le dije algo que la convenció. «Si no lo puedes entender, hazlo por él, sea quien sea. Sólo pidió que se cumplieran sus instrucciones. Respétalo, a cambio de lo mucho que te dio. Lo merece».
—Hay algo que la lógica rechaza. Verá. Ella asume el juramento durante años, pero de golpe, se desliga de él y decide hacer lo que antes no se atrevió: dar a sus amigos lo antes vedado. Imagino que los quiere en buenos hoteles, en casonas y más tarde en un centro médico de estas características, todo de nivel discrepante con sus habituales rentas. Para ello, alguien, con anterioridad, tiene una visión. Sólo «muriendo» pueden hacer coincidir ese deseo irrefrenable de honrarles y la eliminación de riesgos por todavía posibles seguimientos. Así que les hacen volver a Argentina donde, digamos, «fallecen» sin testigos. Con la nueva identidad tienen ya, con mínimos riesgos de que en el futuro se puedan topar fortuitamente con alguien que les conociera, el camino expedito para empezar a recuperar sus sueños secuestrados, el mundo de venturas del que habían sido excluidos.
Madre e hijo me miraban. Quizá fue en aquel momento cuando, por primera vez, sus ojos emitieron señales de consideración hacia mí.
—Aquí mi duda: no acierto a comprender por qué Rosa esperó tantos años para romper su juramento y qué fue lo que le hizo quebrantarlo.
Con los ojos liberados de llanto, ella puso voluntariedad en su rostro.
—Su cliente escogió un buen detective. Le facilitaré el trabajo. En 1969 tuve un tumor, que en principio daba como maligno. Creí llegada mi hora. No quise irme sin transmitir mi secreto. Le dije a Rosa quién era el benefactor. Me miró con tal intensidad que el cuerpo se me llenó de frío. Tantos años juntas y nunca la había visto mirar así. No me dijo nada, salvo esa mirada desconocida. Cuando me quitaron el bulto y lo analizaron se comprobó que había sido una falsa alarma. Sentada al lado de la cama donde convalecía, me preguntó que cómo había podido ocultarle la identidad del donante durante esos años. Nunca entendió del todo lo que significa un juramento, si entra en colisión con la conducta que seguir en el caso de que alguien saliera dañado. Su cándida mente no entendía prohibiciones contra natura. «Durante años me has tenido aferrada a algo que me privaba del ejercicio de mis deseos. No puedes ni imaginar lo arrepentida que estoy por haberte obedecido». «¿Por qué? ¿No has tenido alternativas compensatorias? ¿Qué no entendiste de la obligación de un juramento? Ni siquiera se lo confié a mi hombre. Ni a nadie. Porque nadie es nadie». «Hay límites para todo. Debiste saber cuándo una promesa debe ser anulada si su mantenimiento causa sufrimiento. ¿No lo entiendes? No he sido merecedora de este nivel de vida si, mientras, mis amigos malviven gastando sus años. Han pasado su juventud en la humildad, con estrecheces, cuando pude haberles devuelto parte de lo que me dieron. ¿Qué les queda?». Comprendí entonces lo absurdo de haberme aferrado a un voto tan lejano. Intenté defenderme. «Mantener un juramento es mantener un secreto. También tú tienes secretos que nunca intenté conocer». No debí habérselo dicho. Dijo que no me perdonaría esa pérdida innecesaria de años y que mantuviera las distancias, porque no deseaba hablar conmigo, al menos durante un tiempo. Fue una dura penitencia para mí. Ella, mientras, no había perdido el tiempo. Había enviado a sus hijos a Asturias con el encargo de sacar a sus amigos de los asilos y llevarlos a la estancia. Eso hicieron. Allá estuvieron varios meses. Fue entonces cuando decidió, dado que ellos querían regresar a Asturias, cómo deberían vivir aquí a partir de entonces. Era obsesión lo que tenía para que sus amigos recuperaran, si no la juventud, al menos una vejez sin sobresaltos. Así que no volverían a asilos, sino a hoteles mientras se les buscaba casa adecuada. Ellos intentaron oponerse, porque estaban acostumbrados a formas de vida sencillas. Pero ¿quién podía resistirse a tan sugestiva criatura? Esa nueva vida a la que ella los proyectaba exigía unos gastos elevados que ellos no podían justificar. Por eso, y como usted adivinó, los hijos de Rosa y mi Luis se reunieron en cónclave con Manín y Pedrín y decidieron lo de las nuevas identidades. Había que evitar que alguien pudiera identificarlos en el futuro y estableciera preguntas incontestables.