El hospital de Sangre estaba saturado de heridos. Afuera, en la rotonda de la plaza de la Lealtad y frente al museo del Prado, coches y ambulancias traían heridos continuamente desde los frentes. También salían ambulancias y furgones con cadáveres para los cementerios por lo que el barullo era continuo de día y de noche. Adentro, los médicos operaban con urgencia. Un sinfín de enfermeras y ayudantes se movían por los espacios prestando su colaboración y trabajo. No existía el orden normal de un centro médico. Todos entendían, soportaban y disculpaban la confusión y el desconcierto reinantes por lo extraordinario de la tragedia común. Fallecían muchos heridos en los hospitales. En un momento determinado llegó a evaluarse que morían más que en el frente mismo. Ello motivó sospechas hacia el estamento médico, élite social normalmente inclinada, en su mayoría, hacia los sublevados. Las purgas efectuadas inicialmente a otros colectivos no se extendieron hacia los médicos, porque se les necesitaba. Sin embargo, y dado el número de fallecidos, las organizaciones sindicales y otras decidieron establecer secciones de vigilancia. Esos hombres y mujeres vigilaban las operaciones, la gravedad de las mismas, el tiempo de curas y el trato postoperatorio, además de los medicamentos. Y bien fuese por esa vigilancia o porque la mayoría de los facultativos cumplían con su juramento, el caso es que la mortandad hospitalaria disminuyó considerablemente.
Manín se despertó y contempló la sala llena de luz donde cosas blancas se movían silenciosamente. Tardó en comprender que eran enfermeras y médicos y que él estaba postrado en una cama. Vio mujeres sin batas junto a otras camas. Familiares. Giró la cabeza un poco y su corazón tomó impulso. Allí estaba Rosa, sentada a su lado, mirándole con ojos inundados de sufrimiento.
—Rosa… —Tenía la boca amarga y dolor en el pecho.
—Sí, no hables.
—Supongo… que me estoy muriendo y que vienes a despedirme.
—No. La bala te entró en la parte alta del pecho. Te ha hecho menos daño que ese tabaco que fumas. Vivirás.
—¿Y Miguel?
—También fue herido en varios sitios, pero está fuera de peligro. Descansa allá, en esta misma sala.
—¿Qué pasó?
—Perdimos el Pingarrón. El frente del Jarama se ha estabilizado. Habéis tenido suerte. La mitad de los hombres de la brigada cayeron.
Él sintió una rabia inmensa. Tantos muertos y sacrificios para nada.
—Pedrín fue herido en un hombro y en la frente. Un poco más y no lo cuenta. No se acuerda de nada de lo que le pasó. También está aquí.
Un fuerte dolor en la nuca le hizo sentir un mareo. Cerró los ojos e intentó mover un brazo. Rosa se lo impidió.
—No te muevas. Tienes la cabeza vendada también, como el pecho. Al recibir el tiro caíste para atrás y te golpeaste con una piedra. El médico dice que es un milagro que no te hayas roto la mollera. Él no sabe lo dura que la tienes.
Él intentó reír y el dolor le laceró.
—Ésta es una sala de oficiales, en el hotel Ritz. ¡Quién te lo iba a decir! El mejor hotel de Madrid. Lo que vas a presumir en el pueblo cuando lo cuentes.
Pretendía mostrarse alegre, pero su gesto sombrío lo desmentía. Permanecieron un rato en silencio. Luego ella se levantó.
—Vuelvo con Miguel. Luego iré a ver si encuentro a César.
—¿César?
—Pedrín lo vio caer. Ojalá esté vivo.
—Rosa… —Ella lo miró.
—Yo… bueno. Gracias por venir a verme…
—Qué cosas dices. ¿Cómo se te ocurre darme las gracias?
Se levantó, le tocó una mano y se alejó llevándose la mirada del yacente. Más tarde fue al registro de entradas y dio el nombre de César. Sintió un gran alivio al saber que había ingresado allí como los demás de la Confederación. Le indicaron la sala. Caminó entre la gente viendo las hileras de camas ocupadas, muchas de ellas por heridos terminales. Se sintió desfallecer por un momento. Era como un matadero. Bajó unas escaleras y entró en una sala más grande sintiéndose observada. Su alta y recta estatura y su cano cabello, en contraste con su terso y joven torso, no era una visión corriente. La sala era para soldados sin rango. Había muchas camas y también hombres y mujeres junto a la mayoría de los heridos. Médicos y enfermeras pasaban de vez en cuando. No había camas para tantos heridos. Algunos estaban en los pasillos, en camillas de mano. Andaban escasos de todo. Las vendas y algunas gasas usadas se lavaban, luego se hervían, se planchaban y se utilizaban para otras curas. Había un silencio salpicado de murmullos, toses y lamentos. Ella fue mirando y encontró una cama solitaria. El hombre estaba dormido y tenía la cabeza totalmente vendada. Parecía una momia. Salvo las zonas de ojos, agujeros de la nariz y boca todo era una máscara blanca. Sólo el cartel colgado al pie de la cama identificaba esa masa informe con César. Un médico se acercaba y le preguntó qué daños tenía el paciente. Luego se sentó en la silla metálica que estaba junto a la cabecera. Giró la vista y se conmovió al contemplar las filas de camas ocupadas. Esos muchachos querían cambiar el mundo. La mayoría sólo tenía su vida y la ofrecía generosamente. Sumergió la vista en el fondo de sus vivencias. Su marido y amigos habían caído, finalmente, tras meses de lucha en la primera línea de todos los frentes. Recordó los días en que Madrid parecía que iba a capitular. Del 6 al 18 de noviembre del año anterior Madrid entró en la leyenda de las ciudades sitiadas a lo largo de la historia. Como Bizancio ante los turcos de Mehmet IV. Pero los mahometanos que empujaban desde la Casa de Campo a Carabanchel, al otro lado del río, no pudieron forzar los muros de valor que defendían la capital. Mola había dicho que el día 12 de noviembre comerían en Madrid. Incluso había invitado a corresponsales extranjeros a su toma. Para tal ocasión, y en honor de tan distinguido fanfarrón, en la Puerta del Sol se había colocado una mesa con mantel y cubiertos. En el plato, una mierda auténtica. Mola tuvo que desistir a la invitación a la fuerza. ¿Seguiría allí el excremento? Rosa sonrió brevemente. Pero luego evocó la venganza facciosa por el fracaso. Franco había dicho, según publicó
The Times
de Londres: «Destruiré Madrid antes que dejárselo a los marxistas». Y estuvo a punto de conseguirlo. Desde el 23 de octubre, los bombarderos alemanes dejaron caer sobre la capital cientos de bombas, además de proyectiles incendiarios, mientras que, en una orgía de destrucción, desde el Cerro de Garabitas la moderna artillería pesada alemana lanzaba cientos de obuses sobre las zonas a su alcance. Recordó el día 19, que fue el más terrible de todos, con grandes incendios que iluminaban la noche como si fuera de día mientras devoraban los barrios obreros y el centro de Madrid. Había visto caer bombas en Cuatro Caminos y en la Puerta del Sol y a los heridos y los muertos como testimonio de esa atrocidad inhumana. Vio con sus ojos a decenas de mujeres, ancianos y niños caminar por las calles cargando con sus enseres tras haber perdido sus viviendas, buscando la seguridad en las calles del intocado barrio de Salamanca. Nunca podría olvidar el horror, la miseria y el sufrimiento del pueblo llano al que ella pertenecía, ni su propio dolor y miedo por sus hijos en aquellos días terribles. Los bombardeos no habían cesado todavía, pero no tenían la tremenda continuidad de aquellas tres semanas de noviembre en las que hubo miles de muertos, según informaron los periódicos. El general Várela quiso llevar la guerra total para quebrantar la moral de la población. Casi consiguen sus propósitos. El gobierno en pleno abandonó Madrid y se instaló en Valencia. Pero se formó una Junta de Defensa que aglutinó y encauzó la desesperación de los ciudadanos. Las proclamas de los líderes y políticos como Miaja: «¡Madrid no se rendirá jamás!»; Dolores Ibarruri en Radio Madrid: «¡No pasarán!»; el diputado Várela por Unión Radio: «Aquí en Madrid se encuentra la frontera universal que separa la libertad de esclavitud», y, sobre todo, la llegada de la XI Brigada Internacional el día 8 y su desfile por la Gran Vía hacia los frentes, hicieron el milagro de que una población atemorizada, indefensa y mal alimentada, con la amenaza añadida de una Quinta Columna facciosa camuflada, cuyo propósito era atacar desde dentro, resistiera los feroces embates del bien entrenado y pertrechado ejército traidor. Ni la negra noticia del reconocimiento por parte de Roma y Berlín del gobierno de Franco como el único interlocutor legal en España apagó la esperanza de victoria final sobre los antidemócratas. Y más cuando el día 24 Franco decidió cancelar la fracasada ofensiva y estabilizar los frentes alrededor de la capital. Era la primera victoria del pueblo sobre el terror amenazante. Y, aunque Inglaterra, Francia y Estados Unidos insistían en la tremenda injusticia de la No Intervención, no les importaba. Rusia, México y otros países no les abandonarían porque el enemigo era el mismo para todos los países de Europa, aunque las democracias no lo vieran. Y llegarían más brigadistas para ayudarles, la hermosa y generosa juventud mundial que respondía a la llamada irresistible común a la humanidad: la defensa de la libertad. Llorando de emoción, ella había visto a esos jóvenes de la XI Brigada. Demostraban un valor y una despreocupación increíbles al enfrentar a ese ejército colonial que había «liberado» a sangre y fuego poblaciones enteras y que pretendía hacer lo mismo con Madrid.
Volvió a mirar a César. Unas vendas sujetaban sus brazos por las muñecas a la cama. Notó que se movía ligeramente. Vio surgir una luz allá dentro, donde estaban los ojos. La luz enfocó el techo y luego vagó por la zona frontal. Después, de golpe, se fijó en ella como si fuera algo físico. Se estremeció. Era un chorro de luz finísimo y espectral brotando de la nada.
—César —le sonrió—, no intentes hablar.
Él no pestañeaba. La luz seguía posada en sus ojos.
—Una bala te entró por un lado de la cara y te salió por el otro, más abajo de la sien. Se te ha desprendido el maxilar. Tendrás que estar aquí varias semanas. ¿Me entiendes? Si lo has entendido aprieta mi mano.
Le tomó una de las manos, dura, con cicatrices; mano con dedos torcidos por miles de horas de trabajo rudo. Él se desasió y luego le cogió la suya como si hubiera capturado un gorrión. Se la apretó.
—Bien. No te preocupes. Te cuidarán. No puedes comer, sólo beber con una paja. Tienes que descansar, ¿vale?
Él repitió el apretón. Rosa le contó lo del Pingarrón, porque pensaba que algo tenía que decirle, aunque todos tuvieron siempre dudas de que él entendiera magnitudes superiores a su propio entorno y vivencia. Vio que de la boca le salía una baba sanguinolenta. Intentó desprender su mano para secársela con una de las gasas que había en la mesita, pero él no la soltó. Hizo la limpieza con la otra mano mientras él continuaba mirándola.
—Así, tranquilo. Tus amigos y Miguel, tu capitán, están heridos también. Pero curarán. Igual que tú. ¿Te duele? —Notó un apretón en su mano. Se volvió e hizo una seña con la otra mano. Al cabo se acercó una enfermera—. Tiene dolores. ¿Podéis darle algo para mitigarlos?
La enfermera miró la ficha. Era tan joven como ella y su pálido rostro mostraba el cansancio de jornadas sin pausa. Se alejó para volver más tarde con una cajita de acero inoxidable. La abrió. Dentro había varias agujas hipodérmicas en agua. Echó alcohol en la tapa vuelta hacia arriba, lo prendió e hirvió las agujas durante unos minutos. Cargó una jeringuilla con un líquido de un tubito, colocó en la punta una aguja hervida e inyectó el calmante en una nalga del herido.
—Gracias —dijo Rosa, viendo cómo recogía los útiles y se alejaba sin haber abierto la boca. La vio dirigirse a otra cama en respuesta a otra petición. Rosa movió la cabeza y luego se volvió a César.
»Eso calmará tus dolores. Te pondrás bien. Vendré a verte todos los días y ayudaré en las curas. No estarás solo.
De nuevo y con suavidad intentó liberar su mano, sin resultado. La mano de él parecía un cepo. Ella notó su soledad latiendo en la áspera piel. Sabía lo que era eso. Necesitaba que le reconfortaran con una presencia amiga. Se acomodó y le sonrió, notando fijas en ella esas luces incombustibles que salían de esos pozos profundos que ocultaban sus ojos. Estaría a su lado hasta que se durmiera, lo que no parecía cercano, dada la intensidad de su mirada. Recordó el atardecer que lo vio por vez primera. Una figura grotesca. Qué diferencia con la figura de Miguel cuando en otro atardecer lo vio llegar al pueblo. Se enamoró de él al instante. Y él le robó su niñez, su juventud y su futuro en sólo unos días. Sintió un nudo en la garganta y las cadenas de la impotencia. El día anterior había acudido al hospital, avisada por Mera, llena de urgencia y angustia para buscar al compañero herido, a pesar de todo. Un médico la había acompañado a la sala donde yacía su hombre mientras le explicaba sus heridas. Miguel había recibido metralla en brazos y pecho, un balazo de refilón en la cabeza que le llevó la oreja derecha, y otro disparo en un brazo. Tenía la cabeza, los brazos y el cuerpo vendados pero las heridas no eran graves. Junto a él estaban algunos hombres de la brigada, Agapito entre ellos, quien más tarde, cuando las luces se hicieron eléctricas, la acompañó a la salida. Y hoy, al volver, la informaron de que Pedrín y Manín también habían sido heridos.
El recuerdo la hizo suspirar. Sintió presión en la mano de César. Él seguía mirándola fijamente notando los cristales que bautizaban sus ojos. Desvió la mirada. ¿Qué mundo era el que le cayó encima? No la guerra, causada por fuerzas poderosas, sino su mundo, que de ser un Edén pasó a convertirse en un purgatorio inmerecido. Volvió a la realidad tiempo después, cuando apreció que la presión de la mano de César había disminuido. Lo miró. Se había rendido al cansancio y a los narcotizantes y del oscuro abismo de sus ojos no salían luces. Desprendió su mano lentamente, no sin esfuerzo. Se levantó y estuvo observándolo durante un rato. Luego se alejó hacia la salida.
Descendió por las escalinatas y salió a la luz. Eran las dos de la tarde y en el cielo se peleaban las nubes con el sol como si quisieran emular el conflicto humano. Cruzó el paseo del Prado dejando Neptuno a la izquierda. Subió por la carrera de San Jerónimo y pasó por delante del Congreso de los Diputados sintiendo un escalofrío al contemplar los feroces leones de bronce fundidos con los cañones tomados a los moros en las guerras africanas. Qué ironía. Ahora los tenían al otro lado del Manzanares esperando violar a las madrileñas como habían hecho con las andaluzas, extremeñas y toledanas. Al llegar a la plaza de las Cuatro Calles sonaron alarmas aéreas y el ruido de aviones. Eran de Franco. Muchos se paraban a verlos mientras las bombas empezaban a caer. Oyó decir que el objetivo era el edificio de la asamblea, la voz del pueblo. Los silbidos de los proyectiles eran terroríficos. La gente corrió hacia la estación de metro de Sevilla. Rosa bajó por la escalera forcejeando con la muchedumbre asustada. Los andenes estaban llenos de gente hacinada, sentada o tumbada, que se había instalado con bultos y enseres. No circulaban los trenes. En los rostros había más expresiones de cansancio que de temor. Tiempo después el peligro pasó. Rosa salió a la calle de Alcalá, donde algunas bombas habían levantado el pavimento. Oyó decir que el Congreso no había sido dañado. Caminó hacia Sol. Frente al hotel París, una bomba había hecho un tremendo agujero en la boca del metro dejando inutilizada toda la zona. Había milicianos tratando de despejar los escombros. La plaza estaba llena de gente. Subió por la calle de la Montera hasta la Red de San Luís. El edificio de la Telefónica mostraba tremendas heridas en las fachadas. Los cascotes se amontonaban en algunas partes de las aceras, con hoyos mostrando sus vientres de tuberías. Estaba en la «avenida de los Obuses», bautizada así castizamente porque casi a diario y desde octubre caían los proyectiles de las piezas artilleras de los facciosos situadas al otro lado del Manzanares. Pero la ciudad seguía su ritmo. Cruzó a la calle de Hortaleza y se desplazó por esa arteria que, junto con la de Fuencarral, era una de las vitales de la ciudad en dirección norte. Andaba a paso largo sobre zapatos de tacón bajo y protegida del frío invernal con un fino abrigo de paño negro. Pasaban mujeres con rostros urgenciados portando colchones y bultos, con ristras de niños de ojos preguntadores. Llegó a la plaza de Alonso Martínez y enfiló la calle de Santa Engracia hasta alcanzar la de Trafalgar. Buscó un portal. Estaba cerrado. Golpeó la puerta varias veces hasta que salió la portera, que, al citar al inquilino, le franqueó el paso. Subió las escaleras y llamó a una puerta del tercer piso. Esperó un rato sabiendo que la observaban por la mirilla. María, la mujer de José Vega
Carbayón
, abrió. Detrás de ella, al fondo del pasillo y entre una nube de humo de tabaco, el enorme cuerpo del cacique bloqueaba la luz mientras fisgaba al visitante.