—Sí. Hicieron batidas y algunos de esos fanáticos fueron eliminados.
La miré. Hablaba como si de una plaga de insectos se tratara.
—Ese aspecto político abre nueva luz para la investigación del caso. Me habla de situaciones excepcionales, diferentes de unos hechos normales.
—¿Quiere decir que algún maquis lo hizo?
—Podría ser. ¿Nadie pensó en esa posibilidad?
—Sí. Es lo que se creyó. Ahora sabemos que ellos no lo hicieron.
—Hágame partícipe de esa creencia.
—¿Un maquis lo enterraría en la iglesia?
—Con un cómplice del pueblo, cabría esa posibilidad.
—Es lo que pensó la Guardia Civil. Y por eso…
La animé con la mirada.
—No, nada. —Guardó una pausa y prosiguió—. Para nosotros la causa fue la envidia y el rencor. Mi padre se ganaba la vida trabajando y administrando bien sus recursos. La mayoría de la gente era mala administradora y acudían a él para que les resolviera sus problemas.
Se hizo un silencio, matizado por el zumbido de las moscas y las reiteraciones de su cuerpo.
—Es decir, prestaba dinero.
—Sí.
—Déjeme adivinar. Con aval de tierras o ganado.
—Sí.
—Y cuando no le devolvían el préstamo a su tiempo, se quedaba con el bien que garantizaba la operación.
—Bueno, no era un asunto tan malo como suena al decirlo usted.
—No estoy juzgando. Son datos para la investigación. —Tomé unos apuntes y proseguí—: ¿Usted vivió los hechos? Quiero decir, si estaba cuando él desapareció.
—Sí. Vivía aquí con él, con mi madre, mis abuelos y el criado.
—¿El criado?
—Sí, el criado. —Me miró, con cierto asombro—. ¿Se extraña? Aquí tenemos criados, como en la ciudad. ¿Por qué hemos de ser diferentes?
—Perdone mi ignorancia. No quise establecer diferencias. ¿Qué hace un criado?
—No limpian la casa precisamente. Eso lo hacíamos las amas. Ahora que puedo poco lo hace Pilar. Los criados ayudan en el cuidado del ganado, de los
gochus
y de las pitas. Cuidan la huerta, siembran, recogen los frutos, restauran los muros y las alambradas, arreglan los tejados y recogen la hierba. Como ve, hay mucho trabajo que hacer.
—Tal parece un trabajo enorme, ¿Y todo eso lo hace un criado?
—Lo hacemos todos. Los amos y los criados. Sin ellos, y sin los hijos, que no quieren saber nada de esta forma de vida, los pueblos se vacían. ¿Vio algunas casas derribadas? Antes había diecisiete y ahora sólo quedan ocho. Los amos y los criados se mueren y los hijos se van.
—Vi doce casas.
—Sí, pero cuatro están cerradas. Nadie vive en ellas.
—¿Las cierran, sin más? ¿No las hereda nadie?
—Las casas que cerraron desde que estaba mi padre las compramos. Los Muniellos se quedaron con dos y nosotros con tres.
—¿Nosotros?
—Mi hermano y yo.
—O sea, que son ustedes más ricos que antes.
—Bueno, tenemos más terreno. Pero lo de más ricos es otro cantar. Estos prados valen poco ahora, porque nadie quiere venir a vivir aquí. Veremos si alguna cooperativa o financiera el día de mañana los quiere. Antes sí valían mucho los prados. Era lo más importante de las casas. Pasaban de los padres a los
moirazos
. Y todos conservaban las tierras.
—¿Moirazos?
—Ustedes les llaman mayorazgos. El que hereda es siempre el mayor. Así la propiedad nunca se dispersa y se conserva durante siglos. Pero todo ha cambiado.
Era una mujer conversadora. No necesitaba tirarle de la lengua.
—¿Tiene criado ahora?
—Sí, José. Está con las vacas en este momento. Es ya viejo. Pronto no valdrá para nada. No encontraré a otro. Veremos qué decide José. Aquí siempre tuvimos criados, desde que se fundó la casa, en el siglo XVIII.
—Volvamos a los hechos. ¿Qué edad tenía usted?
—Diecisiete años.
—¿Qué recuerda?
—Había llovido mucho en días atrás. Ese día y el anterior salió el sol y todos aprovechamos para sacar las vacas a los prados. Pero de repente volvió a llover con intensidad. César se encargó de recoger el ganado.
—¿Quién era César?
—El criado que teníamos entonces. Era muy bruto, pero muy trabajador. El mejor que tuvimos. Por eso mi padre lo perdonó.
—¿Lo perdonó? ¿Es que les robó o hizo algo mal?
—Se fue con los rojos en octubre del 34 y luego en julio del 36. ¿Le parece poco? Cuando volvió derrotado como sus falsos ídolos mi padre lo mandó a buscar y le dio una nueva oportunidad de rehacer su vida en orden. Quería mucho a mi padre.
—¿Qué hacía su padre ese día?
—No estaba en Prados. Había ido a Cangas a tratar un negocio. Llegó tarde y ayudó al criado a buscar a las remolonas. Y desapareció.
—¿Usted lo vio?
—¿Que si vi a quién?
—A su padre. ¿Lo vio llegar de Cangas?
—No. El criado lo vio y habló con él.
—¿Era creíble el criado?
—Hombre, no era el más listo del pueblo, porque ningún criado lo es, pero no se iba a inventar una cosa así. Además, estaba su caballo.
—¿Dónde estaba su caballo?
—En la cuadra. El criado le había quitado los arreos. No hay mayor prueba de que mi padre había llegado. —Hizo una pausa y continuó—: Seguía lloviendo y mi padre no aparecía. Empezamos a buscarlo. Corrimos la voz. Algunos del pueblo nos acompañaron en la búsqueda. Enviamos al criado a Cangas para avisar a la Guardia Civil.
—¿Qué hizo la Guardia Civil?
—Nada, No vino.
La miré.
—No lo tomaron en serio. Acudieron dos días después.
—¿Y los falangistas?
—Vinieron juntos. Batieron la zona. La lluvia no cesó en todo el tiempo. Ese mes no dejó de llover ningún día. Pero no apareció. Nosotros supimos que algo le había pasado. Pero el pueblo se dio a murmuraciones.
—Explíquese.
—Decían que se habría ido a Madrid con una querida. Allí teníamos casas y acudía de vez en cuando a controlarlas. Otros decían que se habría ido a Cuba. Barbaridades. Cuando una semana después desapareció Amador Muniellos, la cosa cambió.
—Perdón, pero si el caballo estaba en el establo y César lo había visto, ¿qué es eso de que se había ido a Madrid o a Cuba?
Movió la cabeza de un lado para otro.
—La verdad es que nadie creyó al criado. Sólo él lo había visto aquella noche. Pensaban que mentía, que era una coartada convenida de antemano con mi padre. Ya le dije que estaba muy vinculado a él. Sólo le creímos nosotros.
—Dice que algunos del pueblo participaron en la búsqueda. ¿Por qué no todos?
—Los Muniellos, Teverga y Regalado no participaron. Era lógico.
Volví a interrogarla con la mirada.
—El odio de Manín Teverga y Pedrín Regalado por mi padre venía de lejos. Un maestro anarquista les llenó la cabeza sobre esos cuentos de las diferencias sociales y las luchas de clases. Manín y Pedrín se hicieron anarquistas. Y ya sabe lo que es eso.
—No, no lo sé.
—¿No lo sabe? No me diga. Un anarquista es un hombre sin patria, sin rey, sin religión. Una mala persona.
—¿Eran malas personas esos… —miré el papel— Manín y Pedrín?
Se quedó callada.
—Hombre, planteado así, no lo eran. Pedrín era callado, pero Manín fustigaba a los que teníamos grandes propiedades. Eso de que la tierra es de todos. Había estado, con Pedrín, en la revolución del 34 y en la Guerra Civil con los rojos. Una pena de muchacho, siempre equivocado. Hubiera podido ser… —Guardó silencio y un punto de nostalgia aleteó en el aire.
—A usted le gustaba Manín —apunté. Me miró y bajó la vista.
—Sí, mucho. Por qué no decirlo. —Movió la cabeza—. Pero era imposible. Él estaba instalado en su rencor. Y estaba enamorado de Rosa.
—¿Rosa? —Miré el agitar de sus bigotes e intuí una frustración no extinguida. Había una sensación de asfixia en la cocina, ayudada por las emanaciones ventrales—. ¿Le importa si abro la ventana?
Ella se levantó y la abrió. Luego dijo:
—Sí. Rosa de Muniellos, la hermana de Amador.
—¿Se casó con Manín?
—No. Ella se casó con un madrileño, primo de mi padre.
—Parece que esa mujer tenía muchos pretendientes.
—Sí. Reconozco que era la mujer más bonita que haya habido nunca por aquí. Y la más simpática. Siempre cantando y riendo. Todos los mozos se enamoraban de ella cuando la veían. Mi padre también estaba colado por ella. Pero después de lo que pasó ya no hubo oportunidad para él.
—Déjeme que ponga un poco de orden. Antes de llegar a eso, dígame por qué no era extraño que… —miré las notas— Amador Muniellos no participara tampoco en la búsqueda de su padre. ¿También era anarquista?
—No. Era falangista.
—Me pierdo un poco. ¿Falangista de aquellas horas? Deberían haber sido amigos. Ambos combatían al mismo enemigo.
—Es que es el mismo asunto de Rosa. ¿No le explicó mi hermano lo que ocurrió entre los Carbayones y los Muniellos?
—Me dijo de pasada que su padre había adquirido un prado a los Muniellos. ¿Es relevante?
Se levantó de nuevo, esta vez a por un vaso que llenó de agua. Bebió un sorbo largo, desplazando de su cuerpo un volumen igual de aire.
—No lo sé. Pero Amador desapareció siete días después que mi padre.
Volvió a sentarse y espantó a las moscas que estaban sobre el vaso que yo había vaciado de Cola Cao.
—No fue una simple compraventa —añadió.
—Dígame por qué no.
—Es un asunto que nunca entendí bien. Se ha hablado mucho de ello. Prefiero que mi hermano le dé toda la información.
—¿Por qué se sospechó que hubo robo?
—Mi padre guardaba el dinero en escondrijos, como todos. Al buscarlos, encontramos las monedas, pero ninguna botella.
—¿Botellas?
—Los billetes y los documentos se guardan en botellas. Las ratas no comen el vidrio.
—Podría haber sucedido que su padre se las hubiera llevado antes.
—Ya ve que no.
—¿Lo dice por sus cuerpos enterrados? Podía haber dado el dinero a esos extorsionadores políticos.
—Averígüelo usted.
—Su hermano habla de un millón de reales. ¿Por qué piensan que hubo tanto dinero?
—Él era de la vieja estirpe. Como mi abuelo y bisabuelo. No confiaban en los bancos, que por entonces parece que había sólo uno en Cangas. La gente escondía el dinero dentro en las casas. Mi padre había hecho operaciones importantes. La posguerra dio ganancias a muchos.
—¿Estraperlo? —sopesé.
—Bien, sí, por qué ocultarlo. Era una forma de sobrevivir.
—¿Sobrevivir? ¿Quién sobrevivía?
—Todos.
—Perdón, todos no. Tenía entendido que era el estraperlista quien se enriquecía con la miseria de los que realmente intentaban sobrevivir.
—No era exactamente como dice. En todo caso eso ya pasó. No está aquí para juzgar esas cosas.
—Es cierto. Disculpe. ¿Llevaba su padre un control o un cuaderno donde apuntaba las transacciones?
—Sí, pero también desapareció.
—¿Quién hay en el pueblo ahora que haya sido testigo como usted?
Movió la cabeza.
—De esta casa, sólo yo. De Muniellos, Remedios, la mujer de Jesús, el hermano de Amador. Y su hija, menor que yo. De Regalado, Adelina, la hermana de Pedrín, pero está chiflada. También una hija suya. De Teverga, Susana, la hermana de Manín. No queda nadie más de aquellos días.
—¿Nadie? Parece que la longevidad tradicional en estas zonas, según su hermano José, solamente se ha dado en cuatro de las diecisiete casas que había en aquellas fechas.
Guardó un momento de silencio y añadió:
—No, no es así. Hay vivos algunos testigos de aquello. Pero no le servirán.
—¿Por qué no?
—Porque a los que la Guardia Civil relacionó con los casos, aparte de las familias afectadas y los guerrilleros, fueron Manín y Pedrín.
—¿Están en el pueblo?
—No. Hace años que marcharon, allá por el 70. No volví a verlos. Murieron poco después.
Miré mis notas y los subrayados.
—Ese criado, César, ¿qué se hizo de él?
—Era de la misma quinta de mi padre y los otros. Tiempo después de las desapariciones se fue a la mina y nos dejó empantanados. Según dijeron, echaba mucho de menos a mi padre. Luego le dieron una plaza de guarda en el Parque de Muniellos. Los últimos que lo vieron dicen que vivía solo en el asilo de ancianos del convento de monjas que gestionan las Hermanitas de los Ancianos Desamparados en Cangas del Narcea. Así se llamaba entonces, al menos. Ya ve. Al final, el rojo equivocado fue amparado por la buena gente.
—¿Nunca fue usted a verle?
—No. ¿Por qué?
—Dijo que fue el mejor criado y que quería mucho a su padre.
—¿Y qué?
Negué con la cabeza.
—Olvídelo. —Hice una pausa para tomar notas—. ¿Qué me dice de lo que ocurrió en la segunda desaparición?
—No fue como la de mi padre. Los Muniellos creyeron que Amador estaba en Cangas, que se habría quedado por el mal tiempo. Pero al ver al burro rondando por el pueblo, bajaron a Cangas y preguntaron. Les dijeron que el domingo lo vieron de camino hacia La Regla. Ese día se inició la búsqueda por la Guardia Civil. Esa vez se lo tomaron en serio desde el principio. Los interrogatorios fueron más duros y las pesquisas más prolongadas.
—En todos estos años de ausencia de noticias, ¿qué llegaron a pensar ustedes?
—De todo. Lo de la guerrilla persistió. Era lo más razonable, pero algunos murmuraban que se los había llevado el
cuélebre
.
—¿Qué es eso?
—Bueno. Una serpiente con alas que custodia tesoros y que fulmina a quienes intentan robárselos. ¡Qué decir! Hasta yo creí que se los había llevado el
busgosu
, un ser misterioso cubierto de musgo y que ataca a los cazadores. Mi padre y Amador eran grandes cazadores. Son leyendas, pero a falta de noticias en tantos años casi todos llegamos a creer en esas cosas sobrenaturales. Incluso en las
bruxas
, que no necesito explicarle lo que son.
Me puse en pie. Eran las 11.20. Tenía tiempo.
—¿Podría ver dónde se guardaba el dinero?
—Sí, acompáñeme.
Salimos. Una vieja panera estaba a unos cuatro metros. Pegada a dos de sus pilares una pared mostraba una puerta que se abría a un amplio establo, con una gran entrada sin puerta por el otro extremo.
—Tenga, póngase estas madreñas. Si no, acabará perdido.