Marcharon hacia el sur durante quince minutos más, luego Scott frenó hasta detenerse. Cuando Renner se situó a su lado, Scott sacó unas botas para la nieve.
—Desde aquí nos lo tomamos con calma. Y nada de hablar. —Señalo el borde del bosque a un kilómetro de distancia—. Quizá ahí. Es un buen territorio de fantasmas.
—¿No nos oirán llegar?
—Ya nos oyeron —repuso Scott—. Estarán vigilando. La mayoría huirá de dos individuos con rifles. De cuatro huirían todos.
—¿Pueden distinguir que vamos armados?
Scott se encogió de hombros.
—Algunos lo afirman. Yo lo creo.
—Dijo que la mayoría huirá.
—Uno hambriento puede que no lo haga. Y ahora basta de hablar. No les gusta la conversación. No sé por qué.
A Renner le llevó unos minutos acostumbrarse el uso de las botas de nieve. Eran más cortas y anchas que esquíes. Aprendió a caminar arrastrando los pies, utilizando los bastones para ayudarse a avanzar. James Scott intentó echarle una mano, pero no pudo contener la sonrisa. El contacto del rifle pesado que colgaba cruzado en bandolera de la espalda de Renner fue de cierto alivio cuando pasaron junto a un trozo de nieve salpicado de huesos. Huesos grandes, mayores que los de una vaca. O que los de un hombre.
Pensó con envidia en Ajax Boynton allá en la tienda, con té y brandy. Boynton no había creído que hubiera algún fantasma por esta zona.
Llegaron al borde del bosque y Scott, con energía, le hizo un gesto a Renner para que fuera hacia su izquierda.
Habían estado marchando a buena velocidad. Ése era problema de él: James y Darwin Scott ya no se rezagaban más. Quizá su impresión había sido equivocada. Quizá, sencillamente, habían decidido complacer al novato. Tal vez no escondían nada en absoluto.
Se adentraron en el bosque. Era un lugar extraño, salpicado de arces de ramas desnudas procedentes de la Tierra, y de árboles sombrilla, y de una cosa alta y elástica con una corteza cubierta de pelusa que crecía veinte metros por encima de la nieve y luego volvía a inclinarse, algunas tanto que sus copas se hallaban por debajo de la nieve. A medida que entraban más en la espesura, los árboles se veían más próximos, algunos separados sólo por tres metros. La maleza que pudiera haber estaba enterrada bajo la nieve.
Sus botas de nieve no paraban de tratar de hundirse. Sería muy fácil romperse una pierna.
Darwin Scott se detenía a intervalos para clavar una estaca larga en la nieve. La parte superior tenía medidores y un enchufe para auriculares. Darwin escuchaba, y luego les indicaba con un gesto que avanzaran.
La nieve amontonada sobre la maleza podía ser nieve amontonada sobre un fantasma, pensó Renner. Había visto una bolopelícula de un fantasma en acción; conocía la forma que tenía. Pero no dejaba de ver formas que podían ser fantasmas… y las señalaría, y James sacudiría la cabeza y sonreiría.
La bestia tenía cuatro corazones de dos cámaras. Las balas explosivas eran puntiagudas, para dañar menos la piel. Una bala en el torso podía matar. Una en la cabeza mataría, pero estropería el trofeo, y resultaba más difícil darle a la cabeza.
James se paró. Señaló. Darwin asintió con vigor.
El montículo era muy poco profundo. Kevin Renner lo miró con fijeza (sin alzar el rifle, todavía no), pero la forma no tendría… sí, se podía encontrar simetría ahí, y si la tierra estaba hundida bajo la bestia y ésta tuviera las patas plegadas a lo largo del torso… entonces… James y Darwin apuntaban al montículo, pero esperaron. ¿Qué extremo era qué? Kevin levantó el rifle y disparó dos veces al centro.
La cabeza subió, a casi un metro del suelo, sobre un cuello grueso. Se bamboleó, y se volvió para mirarlo a él. La visión periférica de Kevin captó a los dos hermanos Scott saliendo a toda carrera, mientras él retrocedía, preparado para la embestida.
—¡Corra! —gritó Darwin.
La bestia se incorporó. Avanzó pesadamente hacia él. Más deprisa que la impresión que daba, y Renner se volvió para correr, pero la pata delantera del animal se derrumbó y patinó sobre la nieve. Intentó volver a levantarse, y Renner dispuso de un buen tiro más allá del hombro, en el torso. Disparó de nuevo.
El fantasma de la nieve permaneció abatido. Tenía la cabeza levantada, serpenteando. Tratando de centrar los ojos. Luego la cabeza cayó sobre la nieve.
Construyeron un armazón para colgar a la bestia. James y Darwin la despellejaron, con cuidado, mientras Renner seguía sus huellas de vuelta al vehículo para la nieve. Regresó extenuado. Los hermanos tenían al animal abierto y estaban limpiando la cavidad abdominal. Se habría mostrado interesado en la composición del animal alienígena, pero los cuchillos de los hermanos habían machacado sus entrañas hasta dejarlas irreconocibles.
Descansó mientras los Scott transmitían la orden de que regresaran los otros vehículos.
Fue el último reposo que consiguió aquel día. Ayudó a enrollar la piel, el lado ensangrentado hacia fuera, y a rodearla con plástico. Limpiaron el cadáver y aderezaron la carne y la guardaron en dos vehículos para la nieve. El rollo de piel sobresalía en la parte superior del vehículo de Renner.
Darwin palmeó la espalda de Kevin.
—Ahora podemos volver. Buen tiro, amigo. Da la impresión de que destrozó uno de los corazones y el impacto hidráulico eliminó el resto.
—Quiero un descanso en un manantial de aguas minerales —Renner se sentía aniquilado.
Darwin se mostró preocupado.
—¿Puede conducir? Si no, dejamos un vehículo y volvemos a recogerlo.
—No, estoy bien. —No quedaba espacio suficiente en ninguno de los coches para dos personas y los restos del animal. Renner sintió que el orgullo le quitaba la fatiga. ¡No habían planeado una pieza tan grande!
—Se meterá en las aguas minerales en Sión —dijo Darwin—. Mañana.
—Eh, ¿por qué tan pronto? Podríamos coger a otro fantasma mañana. Y aún me pregunto de dónde viene la magnesita de ópalo…
—Señor Renner, esa piel debería ser tratada antes de que empiece a pudrirse. La carne debería venderse antes de que se pudra. No se cuelga la carne del fantasma de la nieve, o la de ningún otro animal de carne roja nativo de la Compra. Hay que comerla fresca.
—Oh.
Cubrieron ocho o nueve kilómetros antes de que el vehículo para la nieve regresara por ellos. Renner se preguntó por qué, sencillamente, no habían acampado…, pero no lo formuló en voz alta. Caminar era algo que hacía para dejar que su mente se organizara; y había tenido bastantes pensamientos interesantes.
Boynton maldijo ante el tamaño del cadáver.
—Todavía no me lo creo. Este lugar fue barrido hace cinco años. ¿Cómo habrá tenido tiempo para crecer tan grande?
Los hermanos sólo habían sonreído, sin dejar de trabajar. Sin duda había trabajo suficiente para cuatro. Encendieron un fuego; cortaron madera y construyeron una plataforma para colgar la mitad del cuerpo sobre ella. El resplandor crepuscular estaba disminuyendo y la carne asándose olía de maravilla, y a Renner le iba a doler todo el cuerpo mañana.
Era una cuestión de orgullo. Le informaron que cuando matabas a un fantasma te comías la carne. Abrías latas cuando fracasabas.
—Me da la impresión de haber sido engañado, y no sé cómo o por qué —le dijo Renner a la computadora. No tenía manera de saber si le recibían—. Debería haber algo más. Pero mañana vamos a regresar a Sión a menos que yo vea algún modo de evitarlo.
Cerró la computadora. Estaba hambriento. La carne tardaría otra hora en hacerse bien. ¿Sabría tan bien como la cena en el palacio?
Tal vez un poco menos bien condimentada, menos bien preparada, pero más fresca. Y estaba la «salsa»: el agotamiento y el hambre. Cuatro hombres tendrían difícil hacer mella en tanta carne.
Tanta carne. Con un movimiento de la mano abrió la computadora. La nave se encontraría a mitad de camino del horizonte, maldición. «El fantasma estaba bien alimentado. ¿Por qué no atacó como el que observamos en el palacio? Yo no destrocé un corazón. Vivió demasiado tiempo. Actuó… drogado. Los hermanos Scott tampoco parecían muy cansados. Si no estoy viendo visiones…, tiene que haber un montón de gente involucrada. Esto es grande.»
Desmontaron la tienda y la cargaron con la piel y los vehículos para la nieve en el compartimento de carga de la nave. La carne del fantasma de la nieve fue atada con cuerda en los puntales que sostenían los patines de aterrizaje. Boynton trepó a la nave y ocupó el asiento del piloto.
—Eh —dijo Darwin Scott.
—Oh, demonios, yo pilotaré —repuso Boynton—. No hice nada más para ganarme mi parte. Hijo de puta, jamás hubiera creído que ahí habría un fantasma tan grande. Más al sur, sí, pero no justo aquí.
—¿Por qué no aterrizamos más al sur? —preguntó Renner.
—Los lagos son demasiado grandes —contestó Boynton—. Hay montones de corrientes cálidas procedentes de los volcanes. La mayoría de los lagos ni siquiera se congelan, y todos son profundos. Si quiere ir allí, aterriza aquí y realiza un largo viaje en un vehículo para la nieve. —Escupió por la ventanilla—. Lo cual era mi intención. Hijo de puta.
James se rió.
—¿Renner? Quería ver cómo se comportaba antes de meternos en el peligro de verdad. No esperaba ningún fantasma de la nieve, no ahí.
Los hermanos Scott treparon al interior. James ocupó el asiento de la derecha junto al de Boynton.
—Yo soy piloto —dijo Renner.
—La próxima vez —indicó James Scott—. Esto es difícil, con el vehículo cargado…
—Tiene razón —acordó Boynton—. ¿Ha pilotado alguna vez una de estas cosas?… Eso creía. Le dejaré en Sión. Ahora mismo debemos llevar la piel a algún sitio donde la traten de forma adecuada. Es una buena piel.
Renner se sentó detrás de James Scott y esperó hasta que Boynton despegara la nave.
—Eh, Ajax, llévenos sobre el bosque donde le disparé al fantasma.
Boynton sonrió.
—De acuerdo. Yo también le quiero echar un vistazo.
—Deberíamos regresar —comentó Darwin Scott.
—Demonios, el hombre quiere ver el lugar —dijo James—. Yo también querría. Buen disparo, señor Renner.
—Sobrevolaremos en círculo y seguiremos adelante —indicó Darwin Scott—. Es una buena piel.
—Sí que lo es —acordó Boynton.
Había caído una nieve ligera aquella noche, pero Renner aún pudo ver en algunos lugares las huellas de sus vehículos. La zona donde se habían detenido estaba claramente marcada, al igual que parte de las huellas dejadas por sus botas de nieve.
—Debió soplar mucho viento aquí —musitó Boynton.
Renner frunció el ceño. Boynton tenía razón. Había muy poca nieve atrapada en los árboles. En el bosque cerca del lago donde aterrizaran había habido mucha más. Aquí había menos en los árboles, más en el suelo. ¿Hmm?
—Justo ahí abajo —indicó James Scott—. Déjame, cogeré los mandos un momento.
El vehículo se ladeó y giró en una espiral cerrada, de modo que Renner pudiera contemplar el escenario de su triunfo.
Boynton se hallaba en el lado más alto. Se estiró y miró a la izquierda.
—¿Qué demonios…?
—¿Qué? —preguntó Renner. Se estiró para ver más allá de Boynton.
—¿Huellas?
Al sur del bosque la nieve parecía revuelta. Ruedas de vehículos para la nieve, pisadas de hombres, el círculo borroso donde debió posarse un helicóptero y volver a remontar el vuelo. Excesiva actividad. Renner dijo:
—De acuerdo, llévenos…
Darwin Scott clavó el codo en su estómago. Renner jadeó, y un enfermizo olor dulce llenó sus pulmones. Se reclinó con una sonrisa tonta en la cara.
—Pacíf… Sam —dijo.
—¿Qué demonios? —exigió Boynton.
—Amigo pagano, tú no has visto nada —dijo James Scott.
—Pagano. ¿Asuntos de la Iglesia?
—No es un pagano —intervino James Scott—. Se descarrió, pero nació en la Iglesia.
—Debo meditar esto —dijo Darwin.
Una parte de la mente de Renner le dijo que Boynton actuaba de forma extraña, y lo mismo le sucedía a los Scott, pero en realidad no le importaba. Cuando la nave se ladeó un poco, de modo que la cabeza le dio vueltas, vio que Darwin sostenía una pistola. Renner emitió una risita tonta.
—Usa el rociador —dijo James Scott—. Tengo los mandos.
—Eh, no quiero ser un idiota risueño —dijo Boynton—. Mirad, si éstos son asuntos de la Iglesia… infiernos, dadme la piel y mi parte del equipo y estamos en paz. Diré que cogimos un fantasma, y que el tipo quiso cazar un poco más, así que nos separamos. Os llevasteis al tío a un lugar que no queríais que yo conociera. Después de eso, es asunto vuestro.
—Incluso sería verdad —comentó Darwin Scott—. Debemos pensar en ello.
—Mientras lo pensáis, ¿adónde demonios estamos yendo? —demandó Boynton.
—En las afueras de Sión hay un lago —repuso Darwin Scott—. Aterriza en él.
Venid, venid, oh, Santos, no temáis ningún trabajo o fatiga; pero con gozo seguid vuestro camino; aunque duro os pueda parecer este viaje, la Gracia será como vuestro día.
Es mucho mejor para nosotros esforzarnos, nuestras inútiles preocupaciones expulsar; hacedlo, y el júbilo hinchará vuestros corazones… ¡Todo está bien, todo está bien!
Himnos de la Iglesia de Jesucristo de los Santos del último Día
Una diminuta luz roja bailó en los ojos de Ruth Cohen; luego la puerta grande se abrió antes de que pudiera tocar el timbre. El mayordomo iba vestido de la forma tradicional. Ruth no había visto a nadie con ese uniforme excepto en la Residencia del Gobernador y en los programas de tri-vi.
—Bienvenida, capitán de fragata. Su Excelencia la estaba esperando.
Ruth bajó la vista a su mejor vestido de civil y sonrió con ironía.
El mayordomo le cogió el abrigo y se lo pasó a otro criado.
—Su Excelencia se encuentra en la biblioteca —dijo, y la condujo vestíbulo abajo.
Bury se hallaba en su silla de viaje, no ante el escritorio sino ante una mesa con detalles complejamente incrustados.
—¿Me perdona si no me levanto? Gracias. ¿Le apetece beber algo? Tenemos un excelente vino de Madeira. No de la Tierra, me temo, sino de Santiago, que muchos afirman que no es muy inferior.
—En realidad preferiría café.
Bury sonrió.
—¿Turco o de filtro?… De filtro. Cynthia, el de Kona, me parece. Y para mí el de costumbre. Gracias. —Bury indicó un sillón—. Por favor, siéntese, capitán de fragata. Gracias.