—¿Cuánto? —preguntó Carla, y como la mujer no le respondiese, ella repitió—. ¿Cuánto por guión?
—¡Oh! No es por dinero —dijo Dot agitando la mano en un gesto de desechar la molesta noción del dinero como si se tratara de una mosca—. Es solo por diversión, y por vivir la experiencia, por supuesto.
—He oído hablar de esos cruceros —comentó Edna—, pero nunca he podido imaginarme cómo funcionan.
—Sí —dijo Marvy—. Por un lado se supone que cuentan con la participación de los pasajeros, pero por otro lado está el guión… No lo comprendo.
—Hay una serie de actos previamente organizados —dijo Dot—, que se van representando en diferentes momentos por todo el barco. A la hora de la cena hay una representación, que luego continúa en cubierta y en algunos camarotes predeterminados. —Dot siguió explicando que, aunque todo estaba determinado por el guión, también había un montón de improvisación—. Normalmente, el asesinato se comete la primera noche y se resuelve en la última. ¡Es muy divertido!
—Pero en tu obra —dijo Amy—, hay referencias a tres homicidios anteriores.
—En realidad, a cuatro —dijo Dot—. Quería probar algo diferente: ¡un crucero de asesinatos en serie!
Después de una pausa en silencio, Tiffany preguntó:
—Entonces, ¿es una coincidencia que haya suficientes papeles para todos nosotros en el grupo? O al menos, debería de haberlos habido antes de que Frank y Ginger…
Dot se rió. Su risa, en una habitación en silencio, puesto que ninguno se había movido de su asiento desde que ella había entrado, le recordó a Amy un acontecimiento bastante desagradable que ahora no podía ubicar, pero que sabía que tenía algo que ver con Nueva Inglaterra.
—Por supuesto que no es una coincidencia, Tiffany —admitió Dot, inclinándose un poco al pronunciar su nombre. A Dot no le gustaba Tiffany, ya que, según Amy recordaba, esta había sido bastante insolente durante la crítica de su relato—. Adapté el guión especialmente para nosotros. El reparto en el original es solo de ocho personajes. Esta segunda versión tiene doce, no catorce. He hecho cambios bastante sustanciales. Prácticamente, es una obra nueva.
—Bien —dijo Edna—, pero has hecho que todos los personajes casaran con cada uno de nosotros. Y seguramente el original no tenía nada que ver con un taller de escritura.
—¡Oh, sí! —dijo Dot—. Verás, yo he cursado muchos, pero que muchos talleres de escritura. Te sorprendería saber cuántos.
No, no me sorprendería
, pensó Amy, aunque lo que a ella le sorprendería sería saber si las otras clases la habían animado a llevar a cabo una lectura crítica. Dot era la presa ideal para esos gurús de la escritura que elogian el uso de la metáfora de todo el mundo siempre y cuando esta es utilizada, independientemente de que sea un recurso manido. Sin duda, a Dot le habían dicho en más de una ocasión que su trabajo era digno de ser publicado, y esta, habiendo escuchado los mismos elogios hacia otros, había creído a pies juntillas que no debería de ser tratada con condescendencia. Había toda una industria local consagrada a los que eran como Dot: conferencias de fin de semana sobre escritura durante las cuales, las personas como ella, podían pagar extra para contar con un agente que leyera su trabajo. También retiros semanales en Anza-Borrego, Julian o Ensenada, donde los «Dots» podían encontrar sus propias voces, y al menos tres concursos literarios anuales en los que los «Dots» podían participar a voluntad, pagando, claro está, una buena suma. Amy estaba dispuesta a apostarse lo que fuera a que, en el salón de Dot, había una pared entera llena de diplomas literarios, incluido el «Ganador del tercer puesto del mejor manuscrito de novela romántica».
Hacía cinco años que la propia Amy había participado, por invitación, en uno de esos concursos teniendo la impresión de que el evento era original. En el banquete previo a la entrega de premios, su relato, el último que había escrito, y probablemente el mejor que escribiría jamás, había quedado en segundo puesto detrás de una excrecencia titulada
Si es martes, ¿por qué llevo las medias de los sábados
? Amy recordaba el banquete con mayor detalle, y tristeza, que la ceremonia. El banquete no fue tal, sino un bufé de tacos de queso rancio, castañas de Brasil, palitos de zanahoria y unas cosas enormes con forma de champiñón. De hecho, experimentó uno de sus «momentos» cuando se llevó una de estas cosas a la boca y un gran trozo de hígado de pollo crudo cayó desde la base como si fuera una bomba patinando por toda la superficie de su plato, una superficie tan brillante que Amy podía verse reflejada en ella. Al instante, Amy había registrado todo aquello en su memoria, el diseño del plato, el color y el lustre del hígado, el color y textura de su propia náusea, y, en general, toda la escena para poder contárselo después a Max. Absurdamente, aquella fue la primera y última vez que Amy olvidó que Max estaba muerto (como si el insulto a su dignidad hubiera sido tan brutal como para hacer pedazos una parte de su memoria), y todo aquello había hecho que saliera disparada hacia el coche, perdiéndose incluso la ceremonia de entrega de premios, pensando en cuánto estaría Max riéndose de ella.
—Dot —dijo Amy—, eres consciente de que no podemos representar el texto completo esta noche, ¿verdad?
—Ya veremos —dijo Dot.
¿Qué se suponía que quería decir con eso?
—Son más de cincuenta páginas. Con suerte, podremos hacer veinte.
—Creo os llevaréis una grata sorpresa —dijo Dot—, a medida que el tiempo vaya pasando.
—Entonces empecemos —dijo Marvy, aclarándose nerviosamente la garganta y poniéndose en pie para mascullar—. Georgie, ¡deja ya ese maldito cómic!
—¡No, no, no! —Dot corrió hacia Marvy, casi derribándolo—. ¡Debéis estar sentados alrededor de una mesa!
—Pero ¿no estamos solo leyendo? —dijo Marvy, que seguía mirando a la mujer como todos los demás, con cierto recelo, como si fuera a tener una valoración más precisa si la miraba por el rabillo del ojo.
—Tenemos que disponer la habitación correctamente —anunció Dot, y Carla, para sorpresa de Amy, decidió seguirle el juego con todo aquello. En tan solo tres minutos, con la ayuda de todos los hombres, se habían improvisado dos mesas de comedor alrededor de las cuales habían dispuesto las sillas de bridge de su madre. En la mesa más grande Dot sentó a Marvy, el doctor Surtees, Tiffany, Pete Purvis, Amy y la misma Dot, que se sentó justo a su lado. Edna, Carla, Syl y Harry B., se apretaban alrededor de la otra mesa.
—Yo no tengo silla —dijo Ricky Buzza, pero la organizadora le aseguró que él y Chuck no las necesitarían.
—Ahora —dijo Dot observando con entusiasmo su escenario—, ¡ahora sí podemos empezar!
Marvy suspiró profundamente.
—Georgie —dijo—, deja ya ese maldito cómic.
—¡Dilo como si en realidad lo sintieras! —le espetó la autora del guión.
—Dot, no somos actores —le recordó Amy—. Lo único que estamos haciendo es leer el texto en grupo.
—¿Quién es Georgie? —preguntó Harry B.
—Georgie, ¡deja ya ese maldito cómic! Lo siento, ahora lo he dicho muy alto —dijo Marvy.
—¡Atente al guión!
—¡Caramba, tío Melvyn! —dijo Pete Purvis—. Esto no es un cómic, es la versión ilustrada del clásico
Las minas del rey Salomón
.
—Empezad otra vez —dijo Dot—. Esta vez sin los comentarios extra, y permaneced fieles a vuestros personajes.
—Dame un respiro —dijo Syl.
—Georgie, ¡deja ya ese maldito cómic! —Ahora Marvy miraba directamente a Pete Purvis, alias Georgie Rumbelow.
—¡Caramba, tío Melvyn! Esto no es un cómic, es la versión ilustrada del clásico
Las minas del rey Salomón
de H. Rider Haggard, y es bastante guay.
Dot, Persephone Darkspoon, posó una mano fría y regordeta sobre el antebrazo de Amy, y sonrió.
—Al menos es un libro y no un videojuego, ¿verdad, profesora Scribner?
Amy se negó, a pesar de las instrucciones, a devolverle la sonrisa.
—Estoy totalmente de acuerdo —leyó.
—Doctor Merriwether —dijo Dot—. ¿Cuál es su opinión profesional acerca de los videojuegos y el desarrollo intelectual de los adolescentes?
El doctor Surtees miraba torvamente a su guión.
—Todo depende, señora Darkspoon, del videojuego y de la frecuencia con que se juegue. Y también, naturalmente, de las cualidades del adolescente. El joven Georgie ha demostrado aquí poseer una gran agudeza verbal con los dos volúmenes de su trilogía de ciencia ficción
Los archivos de Corintia
.
—Ja, ja, ja —dijo Tiffany de forma inexpresiva—. Doctor, permítame que difiera. ¿Agudeza verbal en el espacio exterior? Como si eso fuera posible… Georgie tiene una gran imaginación, se lo aseguro. Pero seguramente sería mejor aplicarla a gente real en situaciones reales con problemas concretos. —Tiffany ponía los ojos en blanco como si fuera una chiquilla de quince años.
—Hablando de gente real —dijo Edna—, ¿cómo va su novela histórica sobre Lady Jane Grey, Zirconia?
Hubo un silencio prolongado durante el cual, supuestamente, Tiffany debía decir: «En realidad, señorita Makepeace, es una novela corta».
Pero no lo dijo por resentimiento hasta que Amy, en parte por una cuestión de principios y en parte para atajar a Dot, le echó una mirada asesina.
Johnnie
Ricky Buzza
Magruder entró desde el pasillo y anunció que el libro de Zirconia era brillante.
—Comparados con
Grey Lady Jane
, mis insignificantes intentos resultan totalmente patéticos —dijo.
—Tienes que hacerte valer, chico —dijo Syl—. Yo soy un gran admirador de tu trabajo.
Ahora, según las acotaciones de Dot, todo el mundo tenía que inclinarse hacia la derecha, y después de una pausa de dos segundos, volver a ponerse rectos en sus sillas. El efecto de la marea en el barco se estropeó por el simple hecho de que la mitad de ellos no sabía dónde estaba su derecha.
—¡Vaya! —dijo Pete Purvis—. ¡Menuda ola!
De nuevo, todo el mundo volvió a inclinarse a un lado, o a otro.
—Creo —dijo el doctor Surtees—, que podemos estar dirigiéndonos hacia una verdadera…
—¡A la derecha! —dijo Dot, señalando hacia el pasillo—. Hacia allí. —Estaba colorada—. Si no os inclináis todos hacia el mismo lado, estropeáis la ilusión del efecto de la marea.
Esta vez, todos se inclinaron en la misma dirección.
—Decía que podríamos estar dirigiéndonos hacia un verdadero huracán.
El capitán Manley, Chuck Heston, entró en escena desde el pasillo pasando por el lado de los comensales y hasta el otro extremo de la habitación.
—Damas y caballeros, no hay de qué preocuparse —dijo—. El Aurora Queen podría soportar una tempestad de fuerza diez.
Ricky, que permanecía en medio del escenario (entre las dos mesas), por alguna razón fingió estar tocando una gaita.
—Así que, señor Lasagna, ¿es usted un lector asiduo de mi columna en el
Daily Eagle
?
—Sí —dijo Syl—, y he oído que está escribiendo algo especial y súper secreto. Sí. Una novela policiaca con un verdadero gánster como protagonista, o al menos eso es lo que me han dicho mis espías.
—Sí —dijo Harry B./Jake Wiseman—, y debe saber que aquí mi cliente el señor Vito Lasagna…
—Tengo una pregunta —dijo Tiffany—. Se supone que esto es un grupo de escritura. Nos reunimos regularmente. Hablamos los unos con los otros. Así que, ¿por qué Jake tiene que usar el apellido de Vito o recordar a todo el mundo que él es cliente de Jake? Es una exposición redundante en el diálogo.
—Te equivocas, querida —dijo Persephone Darkspoon—. Esta es una obra para ser representada. Las reglas son diferentes en las obras de teatro.
—Yo no estoy tan segura —dijo Edna.
—Bueno, yo sí. Los personajes en Shakespeare siempre encuentran una manera de hacernos saber quiénes son, y cuál es su historia de trasfondo. Si te fijas en
Hamlet
, por ejemplo, te darás cuenta.
—También me doy cuenta —dijo Edna, que normalmente se mantenía al margen pero que ahora estaba, obviamente, irritada—, que conoces bien la obra de Shakespeare.
Pete Purvis se sumó, objetando que nadie, incluida Dot, debería apoyarse en estándares tan sumamente altos. Llegados a ese punto, Amy agarró una servilleta que lanzó sobre la otra mesa yendo a parar sobre un sorprendido Harry B. Cruzó una mirada con él y señaló su guión. Harry miró a su vez hacia el suyo y encontró su estrofa.
—Mi cliente aquí, el señor Vito Lasagna, expresó sus deseos al principio de la clase. A saber: lo que sucede en clase se queda en clase.
—
Copisqui
—dijo Syl de forma amenazante.
—Capisce —susurró Dot.
—Sí —dijo Amy—, y como recordará, señor Wiseman, en aquel momento le advertí que no hiciera demasiadas suposiciones. Esto es un taller de escritura, no un confesionario. —Amy se asustó cuando se dio cuenta de que Dot, como Carla, realmente le prestaba atención en clase, por lo menos la suficiente como para utilizar sus propias palabras y ponerlas al servicio de esta estúpida obra.
—Pero profesora, usted comprenderá —dijo Harry B.—, que mi cliente, por motivos propios que no puedo revelar, es muy reservado con sus asuntos privados.
—¡Clin, clin, clin! —cantó Carla en alto registro—. Estoy golpeando mi copa con una cucharilla…
—Nada de improvisar —dijo Dot, que parecía empezar a estar disgustándose por el desarrollo de la lectura en grupo.
Carla se puso en pie. Ella era la única actriz profesional del grupo, así que se sentía a gusto consigo misma. De hecho parecía estar entusiasmada con lo que estaba a punto de hacer. Ella no había entonado irónicamente sus líneas como lo habían hecho la profesora, Tiffany y el doctor Surtees, ni tampoco había leído de mala gana como los demás. Amy se preguntó si Carla no echaría de menos el mundo del espectáculo.
—Antes de que todos nos dispongamos a abordar —dijo— nuestra fantástica cena de nueve platos, la primera de nuestras cenas en este crucero de tres días a bordo del Aurora Queen, que ha sido cortesía del doctor P. T. Merriwether, tenemos que tomarnos un momento para conmemorar la ocasión. Estamos todos aquí, en esta velada maravillosa, por una única razón: honrar a la profesora Clementine Scribner, quien, por su brillantez, generosidad y sabiduría, nos ha guiado a todos a través de los peligros y dificultades de la mala escritura, la vorágine de la prosa florida y más allá de los bancos de arena de los estereotipos, desafiando los tifones de la mediocridad, siempre lista para combatir, mano a mano, los piratas de la metáfora extendida.