El taller de escritura (39 page)

Read El taller de escritura Online

Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

BOOK: El taller de escritura
13.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

El doctor Surtees se aclaró la garganta y hojeó ostentosamente las páginas del francotirador.

—Obviamente sabe abrirse camino entre las frases —dijo.

—¿Qué demonios quiere decir eso? —Ricky todavía podía haber estado irritado por la adoración profesada a la palabra impresa por parte del doctor Surtees, o quizá fuese que estaba preocupado por Tiffany o incluso harto de ella—. Utiliza palabras que casi nadie entiende. Está enamorado de su propia agudeza lingüística. Escuchad esto: «Podría haber deseado la luna… Porque a pesar del aluvión de promesas por parte de
The Altlantic
, de
Harper’s
, de
Sewanee
, y del
The Paris Review
… después de tantear, batir las pestañas de forma insinuante, serena, y de haber recibido varias negativas firmadas a mano y de contar las agonizantes sesiones editoriales en las que …» Vamos, por favor, es súper redicho. Número uno, no creo que este tipo casi saliera perdiendo por el texto de Updike, con ballenas o sin ellas. No creo que jamás hubiera sido considerado en primer lugar. Simplemente, y perdón por el lenguaje, se está haciendo pajas mentales.

Aquello estuvo genial. Fue un golpe directo, y el francotirador debía de estar indignado. Amy estudió los rostros intencionadamente, pero excepto Ricky, que estaba realmente acostumbrado, todos los demás mantenían las mismas expresiones de apuro que Marvy. Cuando uno de ellos hablaba, miraban al locutor, pero no la miraban a ella. A Amy le costó darse cuenta de que le estaban dando la espalda. ¿Qué había hecho? Tenía que hacer algo para volver a tenerlos a su lado.

—O aquí —comentó Marvy—, cuando describe la muerte de Frank. La narración es espeluznante en el sentido en que realmente puedes visualizarla en tu mente. Puedes imaginarte a Frank hundiéndose entre las hojas y las flores.

—Es horrible —dijo su mujer.

—Sí, pero lo que yo quiero decir es que, aunque horrible, es perfecto. ¿Es eso a lo que te refieres con redicho? —preguntó Ricky—. Quiero decir que si asesino a alguien y después intento escribir sobre ello, estaría en todas partes. —Nadie dijo «Sí, pero tú no eres escritor».

Chuck atizó el fuego haciendo que el más delgado de los leños de pino rodara y descansara contra la pantalla de la chimenea. Mientras localizaba la herramienta adecuada para recogerlo, la clase lo observó en silencio. El fuego tenía algo. Durante su último invierno en Augusta, cuando Max estaba ya demasiado débil para ponerse en pie sin cierta dificultad, Amy se encargó de esta tarea y se dio cuenta de que, en las reuniones, las personas siempre permanecían en silencio cuando ella atendía el fuego. Había algo primario en aquella atención compartida, era un foco impersonal y automático que trascendía edad e intelecto, e incluso posición social. Además de Bob, escritores, universitarios y sus niños pequeños lo miraban intensamente, girando la cabeza, sin darse cuenta, todos a la vez para mirarlo. Todos nos sentimos unidos ante él, determinó Amy. Y cuando Max dejó de observarlo, sabía que estaba haciéndolo por alguna buena razón. Ahí había una historia en algún lugar. Observadores del fuego.

—Hablemos —dijo Amy—, sobre la intención del autor.

—¿Dónde está el cuarto de baño? —preguntó Syl.

El baño estaba en la parte trasera de la casa, pero dentro estaba Alphonse, algo que suponía un problema que Amy no había considerado. No podía acompañar a Syl al baño puesto que sería socialmente extraño. A Amy siempre le habían fascinado la equivalencia entre arriesgar la propia vida y arriesgarse al suicidio social. Una vez incluso había tenido un archivo de notas sobre gente que, en sentido literal, había muerto para evitar algún hecho embarazoso, como por ejemplo el hombre incapaz de quitarse los pantalones en público a pesar de que estuvieran ardiendo. Ciertamente, aquella no era una muerte heroica, pero aun así ella respetaba su decisión. Syl abrió la puerta del pasillo y Alphonse volvió a entrar en la habitación retomando su búsqueda anterior. ¿Qué hacer? «Donut», le susurró para atraerlo a la cocina, donde reunió media barra de pan duro que dividió en trozos que lanzó al jardín, cerrando la puerta de un portazo una vez que Alphonse hubo salido tras ellos. No le gustaría estar allí, pero al menos estaría a salvo, y eso era más fácil de explicar que acompañar a Syl, o a cualquier otra persona, hasta el baño.

—Esto es lo que me llama la atención sobre la escritura del francotirador —dijo Harry B.—. Algunos de sus textos son notas privadas, como por ejemplo las entradas de diario, mientras que otros son notas para comunicarse contigo, con el grupo. Aquí, sin embargo, no hay diferencia alguna en lo que tú llamas la voz del autor, ¿no es cierto? Es la misma todo el tiempo. Lo que quiero decir es que siempre escribe como si alguien fuera a leerlo.

—¿Esto forma parte de la crítica o es que estás jugando a los detectives? —preguntó Amy—. Lo que hacemos aquí es evaluar el trabajo, no intentar identificar al autor.

Harry parecía confuso. Aquella no era la forma para atraerlos de nuevo a su lado. De hecho, no estaba haciendo ningún progreso. Los estaba perdiendo. Aquella habría sido una mala noche para dar clase, incluso sin tener vidas en juego. La quema de libros había sido una idea horrible, que junto con la historia del proceso de reciclaje…

—Lo siento —dijo Harry—. No me he expresado bien. Creo que estoy en la misma página que Ricky. La escritura es exhibicionista de principio a fin. Incluso cuando está a solas, escribiendo para sí mismo, está alardeando de su talento.

Durante un rato el resto del grupo estuvo debatiendo con Harry, Ricky y Syl, que compartían opinión y desdeñaban el talento del francotirador. Alphonse les interrumpía de cuando en cuando ladrando incesantemente en la puerta de atrás, y Amy, preocupada por molestar a sus vecinos, estuvo a punto de dejarlo entrar, cuando finalmente se calmó. Carla defendió la parodia de su propio poema diciendo que había algo de verdad en él, ya que el poema original era bastante flojo. Marvy estaba impresionado por la habilidad del francotirador para resultar culto y elaborado en las entradas de diario y las cartas, y mostrarse a la vez como un matón de instituto al abordar el texto que había escrito el propio Marvy. Chuck sorprendió a Amy elogiando la descripción de los últimos momentos de Frank en el seto de hibisco.

—Sé que esto puede haceros pensar que estoy tratando el tema con frialdad, pero es una gran escena.

Chuck tenía razón. Aquello resultaba muy frío, y Amy recordó entonces que Chuck no había llegado a explicar por qué no era el francotirador. Él había cambiado de tema. El único texto que Chuck había entregado en clase fue el ejercicio del cambio de punto de vista de la segunda clase. El punto de vista femenino.

—El francotirador —dijo Amy—, es un gran imitador. Un camaleón, y aunque esa capacidad pueda verse como un don, en realidad no lo es tanto. Puede ser útil en el sentido en que puede crear con facilidad personajes secundarios, lo que Forster llama personajes «planos», pero no sirve de nada para crear uno complejo, con profundidad, un personaje «redondo».

Mencionar a Forster, a quien Amy veneraba, dio al traste con la poca energía que el grupo había logrado reunir. Estaban aletargados, y en el silencio que siguió el fuego crepitó haciendo saltar una chispa por encima de la pantalla protectora de la chimenea. Amy, que estaba un poco más retirada, permaneció inmóvil mientras la observaba quemarse y hacer un agujero (del diámetro de la goma de borrar de un lapicero) en la alfombra que ella y Max habían adquirido en Jordan Marsh, una alfombra que le había costado trabajo mantener en buenas condiciones durante el paso de los años. Era una alfombra de lana buena de estilo Aubusson, de la que Amy se había encaprichado al instante imponiéndose a Max para comprarla, aunque él odiara el color azul. «Es un azul cálido», Amy había afirmado ante el entusiasmo con que asentía el vendedor, y Max había seguido tomándole el pelo con esa frase a lo largo de los años. Mientras estaba conversando o rellenando copas lo escuchaba decirle «Sí, pero es un azul cálido» a una nueva conquista o al marido o mujer de alguna persona. La había traído consigo hasta California, había cuidado de ella mientras todo lo demás en la casa se cubría de capas de polvo de origen arqueológico, y ahora, simplemente se quedaba ahí, parada, observándola quemarse.

Y también lo hacían los demás. Gracias a su ineptitud, a ninguno de ellos le importó lo más mínimo. En primer lugar ella los había obligado a venir, y después había salido con aquella estúpida actitud de «quien bien te quiere te hará llorar» que los había derrotado, confundido y matado de aburrimiento. Se había terminado. Cuando Amy sugirió que dieran la velada por finalizada, nadie se opuso. Ni siquiera Carla.

Estuvo a punto de decir que sentía haberlos hecho venir para nada mientras se ponían de pie y recogían sus cosas, pero no confiaba en su propia voz. Edna la sacó del apuro acercándose y diciéndole, como si pudiera leerle la mente:

—Ha sido una buena idea.

¿Podían todos ellos leerle el pensamiento? ¿Realmente era tan patética?

—Sí, lo ha sido —dijo Pete—. En un primer momento pensé que no lo era, pero me alegro de haber visto a todo el mundo de nuevo. Voy a echaros de menos a todos, de verdad.

—No, no lo harás —dijo Carla—, porque esta no es la última clase. —Se equivocaba, pero Amy no iba a discutir con ella. Quería que se marcharan de allí lo antes posible. Con todo lo que había estado planeando aquella velada y lo mucho que había temido que llegara, ahora sin embargo temía lo que, seguro, estaba por llegar. La única cosa a la que tenía miedo ahora era echarse a llorar delante de ellos. Amy, que nunca lloraba, estaba deshecha ¡por un agujerito en su alfombra!, por el eco de su estúpida voz ahogándose y por el débil compañerismo de las almas amables (todas menos una) en la tristeza de su casita…

—¿Podemos ver al perro otra vez? —preguntó Carla—. Solo una vez más.

Lo que fuera con tal de hacerlos salir de allí, así que Amy agarró la correa. Lo mantendría junto a ella para que estuviera a salvo. Abrió la puerta de atrás y echó un vistazo al jardín.

—Vamos, ven dentro —gritó. Amy nunca lo llamaba por su nombre. Tenían demasiada confianza para eso. Oía el tintineo de su collar en la oscuridad, pero nada—. ¡Donut! —anunció, pero cuando no vino, volvió a decirlo. Nunca le había hecho falta repetir la palabra mágica. Algo no iba bien.

El foco del jardín se había fundido hacía tiempo y le llevó una vida entera encontrar una linterna que funcionara. Carla le pregunto qué estaba pasando, pero Amy la ignoró mientras revolvía todos los cajones de la cocina intentando encontrar pilas. Para entonces ya habían salido todos al jardín con ella y llamaban a Alphonse por su nombre. Pero él no sabía cuál era su nombre. Él era don «Aquí estoy yo».

—¡Donut! —gritaron Carla, Ricky y Tiffany entonando la palabra mágica—. ¡Donut! ¡Ven aquí chico! ¡Donut! —Iluminó con la linterna los arbustos y los eucaliptos que bordeaban la verja donde Alphonse iba a hacer sus necesidades y mirar a los transeúntes.

Todas las personas del vecindario conocían a Alphonse, y la mitad de ellas le daban chucherías así que, ¿por qué iba a molestarse en saltar la verja? ¿Y por qué ella no había visto el peligro? El francotirador debía de haberlo dispuesto todo antes de la clase, incluso antes de que todos llegaran a su casa, mientras estaban conversando en el camino de entrada. Sí, aquel bastardo había lanzado alguna exquisitez al otro lado de la valla y simplemente había esperado. Un emplazamiento perfecto, simple en sí mismo. ¿Qué diferencia había entre que la comiera hoy o mañana? Tarde o temprano, Alphonse la encontraría. El francotirador era como Dios dando cuerda al reloj. Él no necesitaba ver los rostros de la gente cuando abrían las cajas llenas de dientes, o presenciar cómo aquella pobre mujer saltaba por la ventana. Tampoco necesitaba ver cómo su perro convulsionaba agonizante. Simplemente le era suficiente poner en marcha el mecanismo. Era ella la que había insistido en organizar aquella clase y ahora habían asesinado a su perro.

Chuck le quitó la linterna de la mano y escaló hasta las adelfas junto con Carla y Pete. Amy observó el halo de luz moverse entre las hojas y la suciedad como si se tratara de un perro olfateando, su propio perro fiel, y los oyó llamarse los unos a los otros y tropezar con las raíces, y darse con las hojas en la cabeza. Pero lo que esperaba era el silencio que se sucedería cuando lo encontraran.

—No creo que esté aquí —dijo Chuck.

Por supuesto que estaba allí, pero tenía que ser ella quien lo encontrara. Era lo menos que podía hacer. Era lo suficientemente competente como para encontrar un perro muerto en su propio jardín. En la oscuridad, alguien la agarró del brazo.

—Amy, lo siento mucho —dijo Syl.

—No te preocupes —dijo Amy—. ¡Venid aquí todos! ¡Vais a haceros daño! Siento tener que echaros a patadas, pero es hora de que os vayáis a casa.

—Vamos, Marvy —dijo Cindy Stokes.

—Amy, escucha —dijo Syl.

—De ninguna forma vamos a dejarte sola ahora —dijo Carla, y Amy temió que aquello fuera verdad. En aquel momento estaba desesperada y no quería estar con nadie.

Edna apareció entre la oscuridad, sacudiéndose restos de hojas de su chaqueta.

—¿Qué quieres que hagamos? —le preguntó a Amy.

Amy se aseguró de que podía confiar en su propia voz antes de abrir la boca y pedirles que por favor se marcharan. Entonces, de repente, escuchó un ladrido bajito pero inconfundible, y después otro.

—Amy —dijo Syl—, lo he estropeado todo. Me dejé la cancela abierta antes, cuando fui a echar un vistazo.

Y ciertamente lo había hecho. La había dejado completamente abierta, y el hecho de que Alphonse estuviera aún con vida era lo único que la prevenía de gritar: «Fuera de aquí, idiota. Marchaos de aquí, todos vosotros».

—Te ayudaremos a meterlo dentro —dijo Chuck.

—No, no lo haréis. —Amy le quitó la linterna. De nuevo, era ella misma—. Si queréis ayudarme —dijo—, marchaos ahora. Conozco el vecindario. Puedo encontrarlo sola. Me pondré en contacto con vosotros mañana.

—Lo siento —dijo Syl.

Amy era quien les debía disculpas, pero vendrían después. Si acaso.

—Os veo fuera —dijo Amy.

Y así lo hizo. Fue hasta el porche delantero y empezó a contar cabezas mientras se dirigían a sus coches. Cindy iba reprendiendo a su marido («Vaya, ¡qué divertido ha sido!»), sin ni siquiera molestarse en bajar la voz. Amy contó los coches a medida que se iban. Cuando las luces del décimo coche desaparecieron tras la esquina, cerró con llave las puertas delantera y trasera y salió a buscar a Alphonse.

Other books

Lost by Dean Murray
Hoot by Carl Hiaasen
Death By Carbs by Paige Nick
The Little Stranger by Sarah Waters
Two Little Girls in Blue by Mary Higgins Clark
Acts of Love by Emily Listfield
Master Me by Brynn Paulin