Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
—Tal vez no tuvisteis.
—Estás diciendo que es un milagro. Como el pollo ese que habla en la carnicería.
—Ajá.
—Una señal y un portento.
—Es una manera de mirarlo.
—Hablando de señales… —dice Berko.
Abre el ejemplar de
Trescientas partidas de ajedrez
desaparecido hace mucho tiempo de la Biblioteca Pública de Sitka por el interior de la contraportada y saca la tarjeta de devolución del bolsillo pegado. Detrás de la tarjeta hay una fotografía, una instantánea de ocho por trece, satinada y con los bordes blancos. Es la foto de un letrero, un rectángulo de plástico negro en el que hay estampadas cinco letras romanas blancas, con una flecha blanca debajo que señala a la izquierda. El letrero cuelga por dos cadenillas de una baldosa aislante cuadrada de color blanco sucio.
—
TARTA
—lee Landsman.
—Parece haberse caído en el curso de mi vigoroso examen de la prueba —dice Berko—. Me imagino que debía de estar metida en el bolsillo de la tarjeta, o bien la habrías visto con tu afilada vista de
shammes
. ¿Lo reconoces?
—Sí —dice Landsman—. Lo conozco.
En el aeropuerto que sirve a la rudimentaria ciudad septentrional de Yakovy —la última estación de la que partes, si eres un judío en busca de modestas aventuras, para adentrarte en la modesta tundra del distrito—, escondida al fondo del todo del edificio, una modesta tiendecita ofrece tarta, y solamente tarta, al estilo americano. El sitio no es más que una ventana que da a una cocina equipada con cinco hornos resplandecientes. Al lado de la ventana cuelga una pizarra, y cada día los propietarios —una pareja de huraños klondikes y su misteriosa hija— escriben en ella una lista de los productos del día: moras, manzana con ruibarbo, melocotón, plátano con crema. La tarta es buena, e incluso famosa a pequeña escala. Cualquiera que haya pasado por el aeródromo de Yakovy la conoce, y se rumorea que hay gente que vuela desde Juneau o Fairbanks para comerla. La difunta hermana de Landsman era devota en concreto de la de coco y crema.
—¿Y
nu
? —dice Berko—. ¿Qué te parece?
—Lo sabía —dice Landsman—. En cuanto entré en aquella habitación y vi a Lasker allí tumbado, me dije a mí mismo: Landsman, todo este caso va a acabar siendo un problema de tartas.
—Así que no crees que signifique nada.
—Nada significa nada —dice Landsman, y de repente se siente asfixiado, nota la garganta hinchada y los ojos inundados de lágrimas. Tal vez sea la falta de sueño, o el haber pasado demasiado tiempo en compañía de su vaso de chupito. O tal vez sea la imagen repentina de Naomi, apoyada en una pared delante de aquella tienda de tartas sin nombre e inexplicable, zampándose una porción de tarta de coco y crema con tenedor y plato de plástico, con los ojos cerrados, los labios fruncidos y manchados de blanco, deleitándose con un bocado de crema, corteza y natillas de una forma profunda y animal—. Mierda, Berko. Cómo me gustaría tener un trozo de esa tarta ahora mismo.
—Lo mismo estaba pensando yo —dice Berko.
Durante veintisiete años la Central de Sitka ha estado ubicada de forma provisional en once edificios prefabricados situados en un solar vacío detrás del viejo orfanato ruso. Se rumorea que los barracones prefabricados iniciaron su vida como universidad cristiana en Slidell, Louisiana. Carecen de ventanas, tienen los techos bajos, son endebles y diminutos. El visitante encuentra, encajonadas en el barracón de homicidios, una zona de recepción, una oficina para cada uno de los dos detectives inspectores, una ducha con retrete y lavabo, una sala de la brigada (cuatro cubículos, cuatro sillas, cuatro teléfonos, una pizarra y una hilera de buzones personales), una celda de interrogatorios y una sala de descanso. La sala de descanso está equipada con una cafetera y una neverita. La sala de descanso también ha albergado desde hace mucho tiempo una colonia de esporas que, en algún momento del pasado remoto, hizo evolucionar espontáneamente la forma y el aspecto de un sofá de dos plazas. Pero cuando Landsman y Berko llegan al aparcamiento de grava que hay junto al barracón de homicidios, un par de empleados de mantenimiento filipinos están sacando a rastras el hongo monstruoso.
—Se lo llevan —dice Berko.
La gente lleva años amenazando con librarse del sofá, pero a Landsman le resulta un shock ver finalmente su marcha. Un shock lo bastante fuerte como para que tarde un segundo o dos en fijarse en la mujer que hay de pie al lado de los escalones. Lleva un paraguas negro en la mano y una parka de color naranja brillante con una gorguera reluciente de peluche sintético de color verde teñido. Tiene el brazo derecho levantado, con el índice extendido hacia los cubos de basura, como una pintura del arcángel Miguel expulsando a Adán y Eva del Jardín del Edén. Un rizo de pelo rojo ensortijado se le ha soltado de la gorguera de peluche verde y ahora le cuelga por delante de la cara. Eso le supone un problema crónico. Cada vez que se arrodilla para examinar una mancha dudosa en el suelo de una escena del crimen, o cada vez que estudia una fotografía bajo una lupa, tiene que apartarse ese rizo de pelo con un soplido brusco e irritado.
La mujer se queda mirando el Super Sport con el ceño fruncido mientras Landsman apaga el motor. Baja su mano desterradora. Desde lejos, a Landsman le parece que lleva tres o cuatro tazas de café de más y que alguien ya la ha cabreado una vez esta mañana, tal vez dos veces. Landsman pasó doce años casado con ella y cinco trabajando en la misma brigada de homicidios. Es muy sensible a sus estados de ánimo.
—Dime que no sabías nada de esto —le dice a Berko mientras apaga el motor.
—Sigo sin saber nada —dice Berko—. Tengo la esperanza de que si cierro los ojos un segundo y los vuelvo a abrir, va a resultar no ser cierto.
Landsman lo intenta.
—No hay suerte —dice con pesar, y sale del coche—. Danos un minuto.
—Por favor, tómate todo el tiempo que quieras.
Landsman tarda diez segundos en cruzar el aparcamiento de grava. Durante los tres primeros, Bina parece contenta de verlo; durante los dos siguientes, se la ve nerviosa y encantadora. Los últimos cinco segundos los ocupa en parecer lista para liarse con Landsman si eso fuera lo que él quisiera.
—¿Qué cojones pasa? —dice Landsman, odiando decepcionarla.
—Dos meses con tu ex mujer —dice Bina—. Después de eso, quién sabe.
Justo después de que llegara el divorcio, Bina se fue a pasar un año al sur, donde tomó parte en una especie de programa de formación para el liderazgo para mujeres detectives de policía. Al regresar, aceptó el majestuoso puesto de detective inspectora de la sección de Homicidios de Yakovy. Allí ha encontrado estímulos y realización personal dirigiendo investigaciones de muerte por hipotermia de pescadores de salmón desempleados en medio de los canales del alcantarillado de la Venecia del noroeste de la isla de Chichagof. Landsman no la veía desde el funeral de su hermana, y a juzgar por la mirada de compasión que ella le dedica a su viejo chasis deduce que en los meses transcurridos desde entonces ha envejecido considerablemente.
—¿No te alegras de verme, Meyer? —dice ella—. ¿No me dices nada de mi parka?
—Es extremadamente naranja —dice Landsman.
—Allí arriba tienes que hacerte ver —dice ella—. En el bosque. O bien se creen que eres un oso y te pegan un tiro.
—Te sienta bien el color. —Landsman se oye a sí mismo decir con dificultad—: Te va con los ojos.
Bina acepta el cumplido como si fuera una lata de refresco con gas que sospechara que él ha agitado antes.
—O sea, que me estás diciendo que estás sorprendido —dice ella.
—Lo estoy.
—¿No te has enterado de lo de Felsenfeld?
—Es Felsenfeld. ¿De qué me tenía que enterar? —Se acuerda de que anoche Shpringer le hizo la misma pregunta y de pronto se le ocurre algo con claridad digna del hombre que atrapó a Podolsky, el Asesino del Hospital—. Felsenfeld se ha largado.
—Entregó su insignia hace dos noches. Se marchó a Melbourne, Australia, anoche. Allí vive la hermana de su mujer.
—¿Y ahora tengo que trabajar a tus órdenes? —Sabe que no puede haber sido idea de Bina. Y el traslado, aunque sea solamente por dos meses, es sin lugar a dudas un ascenso para ella. Pero no se puede creer que su ex mujer pueda permitir algo así: que sea capaz de soportarlo—. Es imposible.
—Hoy día todo es posible —dice Bina—. Lo he leído en el periódico.
De repente se le alisan las arrugas de la cara y Landsman ve la carga que supone para ella estar con él y el alivio que siente cuando se les acerca Berko Shemets.
—¡Ya estamos todos! —dice ella.
Cuando Landsman se da la vuelta, se encuentra a su compañero de pie justo detrás de él. Berko posee un poder considerable para el sigilo que, como es natural, atribuye a sus antepasados indios. A Landsman le gusta atribuirlo a poderosas fuerzas de tensión de superficie, ese modo en que los enormes pies como raquetas de nieve de Berko comban la tierra.
—Vaya, vaya, vaya —dice Berko cordialmente.
Desde la primera vez que Landsman trajo a casa a Bina, ya pareció que ella y Berko lo veían igual, lo trataban igual y se reían juntos a expensas de Landsman, ese quejica que aparece en la última viñeta de una tira cómica con el lirio negro de un puro recién explotado marchitándose en medio de la jeta. Ahora ella le ofrece la mano y se dan un apretón.
—Bienvenida a casa, detective Landsman —dice él en tono dócil.
—Inspectora —dice ella—. Y me llamo Gelbfish. Otra vez.
Berko examina cuidadosamente la mano de datos que ella le ha repartido.
—Perdón, pues —dice—. ¿Qué te ha parecido Yakovy?
—No está mal.
—¿Una ciudad divertida?
—La verdad es que no lo sé.
—¿Has conocido a alguien?
Bina niega con la cabeza, ruborizándose, y luego se ruboriza todavía más al pensar que se está ruborizando.
—He estado trabajando —dice—. Ya me conoces.
La masa rosada y empapada del viejo sofá desaparece doblando la esquina del barracón, y Landsman experimenta otro momento de introspección.
—Viene la Sociedad de Enterradores —dice.
Se refiere al equipo operativo de transición del Departamento del Interior de Estados Unidos, los hombres de la avanzadilla de la Revocación, que han venido a velar el cadáver y a prepararlo para su entierro en la tumba de la historia. Un año más o menos es lo que llevan murmurando su
kaddish
burocrático por todos los rincones de la burocracia del distrito. Colocando los cimientos, se imagina Landsman, para que cuando algo acabe por salir mal o torcerse, se pueda echar la culpa de forma plausible a los judíos.
—Un caballero llamado Spade —dice—. Aparecerá el lunes o el martes como muy tarde.
—
Felsenfeld
—dice Landsman con desprecio. Típico de él escabullirse tres días antes de que un
shomer
de la Sociedad de Enterradores venga de visita—. Ha sido un año negro para él.
Otros dos tipos de mantenimiento salen dando tumbos del barracón, llevando la biblioteca de pornografía de la división y una fotografía de cartón a tamaño real del presidente de América, con su barbilla hendida, su bronceado de golfista y su aire despreocupadamente pomposo, estilo mariscal de campo de fútbol americano. A los detectives les gusta vestir al presidente de cartón con ropa interior de encaje y acribillarlo con montones arrugados de papel higiénico.
—Es hora de tomarle las medidas a la División Central de Sitka para hacerle una mortaja —dice Berko, viendo cómo se lo llevan.
—No estáis entendiendo ni una palabra —dice Bina, y Landsman entiende de inmediato, a juzgar por el reborde oscuro de su voz, que se está esforzando por contener una serie de muy malas noticias. Luego Bina dice—: Adentro, chicos. —Y suena como cualquier otro oficial al mando que Landsman se ha visto obligado a obedecer.
Hace un momento la idea de tener que ponerse a las órdenes de su ex mujer, aunque fuera durante dos meses, le resultaba inconcebible. Sin embargo, presenciar la forma en que ella señala con la cabeza hacia el barracón y les ordena que entren le da razones para confiar en que sus sentimientos hacia ella, y no es que tenga ninguno, claro, puedan convertirse en ese gris universal de la disciplina.
Siguiendo la tradición clásica de la huida de los refugiados, la oficina está tal y como la dejó Felsenfeld: fotografías, plantas medio muertas y botellas de agua de Seltz sobre el archivador, junto a un paquete tamaño familiar de pastillas masticables contra la acidez de estómago.
—Sentaos —dice Bina yendo hasta la silla de despacho de acero encauchado y acomodándose en ella con firmeza despreocupada.
Se quita la parka naranja, revelando un traje pantalón de lana de color marrón polvoriento por encima de una camisa blanca de tela Oxford, una indumentaria mucho más acorde con la idea que tiene Landsman de cómo piensa Bina en la ropa. Fracasa en su intento de no observar cómo sus gruesos pechos, cada uno de cuyos lunares y pecas todavía puede proyectar como si fueran constelaciones sobre la cúpula del planetario de su imaginación, abultan contra la abertura frontal y los bolsillos de su camisa. Él y Berko cuelgan sus abrigos en los ganchos que hay detrás de la puerta y se quedan con sus sombreros en las manos. Cada uno de ellos coge una de las dos sillas restantes. La mujer de Felsenfeld en su fotografía y sus hijos en la de ellos no son ni una pizca menos feos que la última vez que Landsman los miró. El salmón y el halibut siguen asombrados de encontrarse muertos y colgados al final de los sedales de Felsenfeld.
—Muy bien, escuchad, chicos —dice Bina. Es una mujer de las que le ponen el cascabel al gato y agarran al toro por los cuernos—. Todos somos conscientes de lo rara que es la situación aquí. Ya sería bastante raro que yo estuviera en la misma brigada que vosotros. El hecho de que uno de vosotros antes fuera mi marido y el otro mi, esto, mi primo… vaya, mierda. —La última palabra es pronunciada en perfecto americano, igual que las cuatro siguientes—. ¿Me entendéis o no?
Hace una pausa y parece esperar una respuesta. Landsman se vuelve hacia Berko.
—Tú eras el primo, ¿verdad?
Bina sonríe para mostrarle a Landsman que no le parece particularmente gracioso. Extiende un brazo hacia atrás y acerca un montón de carpetas de color azul claro que hay en el archivador, cada una de un centímetro de grueso por lo menos y todas marcadas con una lengüeta de plástico del mismo color rojo que el jarabe para la tos. Al verlas, a Landsman le da un vuelco el corazón, igual que le pasa cada vez que tiene la mala suerte de captar su propia mirada en un espejo.