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Authors: Michael Chabon
Después de tanto hablar de agricultura, las viviendas humildes y las granjas cooperativas propuestas por la Corporación del Asentamiento de Sitka nunca se materializaron. Japón atacó Pearl Harbor. La atención del Departamento del Interior se desvió hacia asuntos estratégicos más urgentes, como por ejemplo las reservas de petróleo y la minería. Al concluir su curso en la «Universidad de Ickes», a la familia Shemets, igual que a la mayoría de los refugiados como ellos, les dieron la patada para que se buscaran la vida por su cuenta. Tal como había predicho el delegado Dimond, acabaron yendo a la ciudad de Sitka, de creación reciente y en expansión. Hertz estudió justicia criminal en el nuevo Sitka Technical Institute y, al graduarse en 1948, fue contratado como procurador por el primer bufete americano de abogados importante que abrió una sucursal allí. Su hermana Freydl, la madre de Landsman, fue una de las primeras girl scouts del asentamiento.
Mil novecientos cuarenta y ocho: tiempos extraños para ser judío. En agosto la defensa de Jerusalén se hundió y los judíos de la república de tres meses de edad de Israel, superados en número, fueron aplastados, masacrados y expulsados al mar. Mientras Hertz estaba empezando a trabajar en Foehn Harmattan & Buran, el Comité del Congreso sobre Territorios y Asuntos Insulares inició la tan postergada revisión de estatus requerida por la Ley de Asentamiento de Sitka. Como al resto del Congreso, y como a la mayoría de los americanos, a los congresistas del comité les hicieron sentar la cabeza las tétricas revelaciones de la matanza de dos millones de judíos en Europa, la barbarie del aplastamiento del sionismo y la situación desesperada de los refugiados de Palestina y Europa. La población del Asentamiento de Sitka ya había crecido hasta los dos millones. Violando directamente lo estipulado por la ley, los judíos se habían desplegado por toda la costa oeste de la isla de Baranof, llegando a Kruzof y al norte hasta la isla de West Chichagof. La economía experimentó un boom. Los judíos americanos estaban ejerciendo una fuerte presión política. Al final, el Congreso le otorgó al Asentamiento de Sitka «estatus provisional» de distrito federal. Pero se descartó explícitamente la candidatura a estado propio. «
LEGISLADORES PROMETEN DECIR NO A JUDIALASKA»
, decía el titular del
Daily Times
. El énfasis siempre se ponía en la palabra «provisional». Al cabo de sesenta años, aquel estatus se revocaría, y se dejaría que los judíos una vez más se buscaran la vida.
Una tarde cálida de septiembre de mucho tiempo más tarde, Hertz Shemets estaba caminando por la calle Seward, alargando su pausa del almuerzo, cuando se topó con su viejo amigo de Lodz, Isidor Landsman. El padre de Landsman acababa de llegar a Sitka, solo, a bordo del
Williwaw
, recién venido de una gira por los campos de desplazados y de exterminio de Europa. Tenía veinticinco años, era calvo y le faltaban la mayoría de los dientes. Medía metro ochenta y tres y pesaba cincuenta y siete kilos. Olía mal, decía cosas absurdas y había sobrevivido a toda su familia. No era consciente de la estridente energía fronteriza que rezumaba el centro de Sitka, de las cuadrillas de jóvenes judías trabajadoras con sus pañuelos azules en la cabeza, cantando espirituales negros con letras yiddish que parafraseaban a Lincoln y a Marx. El intenso hedor a carne de pescado y a árboles talados y a tierra removida, el ruido sordo de los dragadores y de las palas mecánicas que nivelaban montañas y llenaban el estrecho de Sitka, nada de todo aquello parecía causar ninguna impresión en él. Caminaba con la cabeza gacha, los hombros encorvados, como si únicamente estuviera cavando un túnel a través de este mundo en su tránsito inexplicable de una extraña dimensión a la siguiente. Nada penetraba ni iluminaba el oscuro conducto de su pasaje. Pero cuando Isidor Landsman se dio cuenta de que el hombre sonriente, engominado, calzado con unos zapatos que parecían un par de automóviles Kaiser y que olía a la hamburguesa con queso y cebolla a la parrilla que acababa de consumir en el mostrador de comidas de Woolworth’s, era su viejo amigo Hertz Shemets del Club Juvenil de Ajedrez Makkabi, levantó los ojos. La eterna rigidez abandonó sus hombros. Abrió la boca y la cerró de nuevo, enmudecido por la indignación, la alegría y el asombro. Luego rompió a llorar.
Hertz llevó al padre de Landsman de vuelta a Woolworth’s, le invitó a almorzar (un sándwich de huevo, su primer batido, un pepino encurtido bastante decente) y luego lo llevó a la calle Lincoln, al nuevo hotel Einstein, en cuyo café se reunían todos los días los grandes exiliados del ajedrez judío para apalizarse entre ellos sin piedad ni sentimientos. El padre de Landsman, medio enloquecido en aquel momento por la grasa, el azúcar y los efectos persistentes del tifus, barrió la sala entera. Cogió a todos los parroquianos y los mandó de vuelta a sus casas con semejante zurra que un par de ellos no lo perdonaron nunca.
Incluso aquel día desplegó el estilo de juego acongojado y desesperado que contribuiría a estropear el juego para Landsman en su infancia. «Tu padre jugaba al ajedrez —le dijo una vez Hertz Shemets— como si tuviera dolor de muelas, hemorroides y gases.» Suspiraba y gemía. Tenía ataques en que se tiraba de los restos desparejos de su pelo castaño, o bien se los recolocaba con los dedos hacia delante y hacia atrás por la calva como si fuera un chef de repostería extendiendo harina sobre una mesa de mármol. Cada uno de los errores de sus oponentes le provocaba un dolor individual en el abdomen. Sus propios movimientos, por arriesgados que fueran, por sorprendentes y originales y fuertes que fueran, a él le parecían sucesiones de noticias terribles, de forma que al verlos se tapaba la boca y ponía los ojos en blanco.
El tío Hertz tenía un estilo completamente distinto. Jugaba con tranquilidad, con aire despreocupado, manteniendo el cuerpo un poco ladeado respecto al tablero, como si esperara que al cabo de un momento le sirvieran una comida o le pusieran a una chica guapa en el regazo. Pero sus ojos lo veían todo, igual que habían visto el temblor elocuente en la mano de Tartakower aquel día en el Club Juvenil de Ajedrez Makkabi. Aceptaba sus reveses sin alarma y sus oportunidades con un ligero aire de diversión. Fumando Broadways en cadena, se dedicó a mirar cómo su viejo amigo se retorcía y murmuraba mientras jugaba contra los genios reunidos del Einstein. Luego, cuando la sala quedó arrasada, Hertz llevó a cabo el movimiento necesario. Invitó a Isidor Landsman a su casa.
En verano de 1948, la familia Shemets vivía en un apartamento de dos habitaciones en un edificio recién construido en una isla recién creada. El edificio albergaba a dos docenas de familias, todas ellas Osos Polares, que era como se llamaban a sí mismos los refugiados de la primera ola. La madre dormía en el dormitorio, Freydl en el sofá y Hertz se hacía la cama en el suelo. Para entonces ya eran todos judíos de Alaska acérrimos, lo cual quería decir que eran utópicos, lo cual quería decir que veían imperfecciones allí donde miraban. Una familia peleona y de lengua viperina, en particular Freydl Shemets, que con catorce años ya medía metro setenta y tres y pesaba ciento diez kilos. Le bastó echar un vistazo al padre de Landsman, que aguardaba inseguro en el umbral del apartamento, para diagnosticar correctamente que se trataba de un tipo tan irrecuperable e inaccesible como el yermo que había llegado a considerar su hogar. Fue amor a primera vista.
Años más tarde, a Landsman le costaría sacarle a su padre gran cosa acerca de qué vio en Freydl Shemets, si es que vio algo en ella. No era una chica fea. Con sus ojos egipcios y su piel cetrina, sus pantalones cortos, borceguíes y su camisa Pendleton remangada, exudaba ese viejo espíritu de
mens sana in corpore sano
del movimiento Makkabi. Sentía una profunda lástima por Isidor Landsman, por la pérdida de su familia y por lo mucho que había sufrido en los campos. Pero Freydl era una de aquellos jóvenes Osos Polares que lidiaban con sus propios sentimientos de culpa por haber escapado de la inmundicia, el hambre, las zanjas y las fábricas de matar ofreciendo a los supervivientes un río constante de consejos, información y críticas disfrazado de inyecciones de moral. Como si una
kibitzer
bien resuelta pudiera levantar la cortina negra asfixiante y opresiva de la Destrucción.
Aquella primera noche, el padre de Landsman durmió, con Hertz, en el suelo del apartamento de los Shemets. Al día siguiente, Freydl lo llevó a comprar ropa y se la pagó con los ahorros de su bar mitzvah. Lo ayudó a alquilar una habitación en casa de un hombre que vivía en el edificio y que se acababa de quedar viudo. Le masajeó el cuero cabelludo con una cebolla, convencida de que aquello haría que le volviera a salir el pelo. Le dio de comer hígado para la sangre cansada. Durante los cinco años siguientes, se dedicó a propinarle codazos y darle la lata y a intimidarlo hasta conseguir que se sentara con la espalda recta, que mirara a los ojos cuando hablaba, que aprendiera americano y que llevara dentadura postiza. Se casó con él el día después de cumplir los dieciocho y consiguió trabajo en el
Sitka Tog
, donde ascendió en la sección de mujeres hasta ser responsable de reportajes. Trabajaba entre sesenta y setenta y cinco horas semanales, cinco días por semana, hasta que murió de cáncer, mientras Landsman iba a la universidad. Durante aquella época, Hertz Shemets impresionó tanto a los abogados americanos que estos le pagaron la matrícula y movieron los hilos que necesitaban mover para mandarlo a la facultad de derecho en Seattle. Más adelante se convertiría en el primer judío contratado por la delegación del FBI en Sitka, en su primer director de distrito, y con el tiempo, después de llamar la atención de Hoover, llegó a dirigir el programa de contraespionaje del FBI en la región.
El padre de Landsman se dedicaba a jugar al ajedrez.
Todas las mañanas, lloviera, nevara o hiciera niebla, caminaba tres kilómetros hasta la cafetería del hotel Einstein, se sentaba a una mesa con tablero de aluminio del fondo, mirando a la puerta, y sacaba un ajedrez pequeño de madera de arce y cerezo que le había regalado su cuñado. Todas las noches se sentaba en el banco del fondo de la casita de la calle Adler donde creció Landsman, en Halibut Point, y revisaba las ocho o nueve partidas por correspondencia que tenía en marcha a la vez. Escribía comentarios para la
Chess Review
. Corregía una biografía de Tartakower que nunca terminó ni abandonó del todo. Obtuvo una pensión del gobierno alemán. Y con la ayuda de su cuñado, le enseñó a su hijo a odiar el juego que él amaba.
—Eso no te conviene —declaraba su padre después de que Landsman levantara, con dedos lívidos, su caballo o su peón para afrontar el destino que siempre le resultaba una sorpresa, por mucho que estudiara el ajedrez, lo practicara o lo jugara—. Créeme.
—Que sí.
—Que no.
Pero en beneficio de su propia pequeña tristeza, Landsman también podía ser testarudo. Satisfecho, ardiendo de vergüenza, miraba cómo se desplegaba el lúgubre destino que había sido incapaz de prever. Y su padre lo demolía, lo flagelaba, lo diseccionaba vivo, y mientras lo hacía contemplaba a su hijo desde debajo del porche combado que era su cara.
Al cabo de unos cuantos años de aquel deporte, Landsman se sentó un día frente a la máquina de escribir de su madre para escribirle a su padre una carta en la que le confesaba su odio al juego del ajedrez y le pedía que no le obligara a jugarlo más. Landsman llevó aquella carta en su cartera de colegial durante una semana, soportando otras tres derrotas sangrientas, y luego la mandó desde la oficina de correos del Untershtat. Dos días más tarde, Isidor Landsman se suicidó en la habitación 21 del hotel Einstein, como resultado de una sobredosis de Nembutal.
Después de aquello, Landsman empezó a tener problemas. Mojaba la cama, engordó y dejó de hablar. Su madre lo puso a hacer terapia con un médico notablemente amable e ineficiente llamado Melamed. No fue hasta veintitrés años después de la muerte de su padre que Landsman redescubrió la carta fatídica, en una caja que también contenía una copia en bastante buen estado de la biografía inconclusa de Tartakower. Resultó que el padre de Landsman no solo no había llegado a leer la carta de su hijo, sino que ni siquiera la había abierto. Para cuando el cartero la entregó, el padre de Landsman ya estaba muerto.
Landsman está viajando por el recuerdo de aquellos viejos
yids
ajedrecistas, encorvados al fondo del café Einstein, mientras se dirige en su coche a recoger a Berko. Según su reloj de pulsera, son las seis y cuarto de la mañana. Según el cielo, el bulevar vacío y la piedra de miedo que tiene dentro del vientre, es noche cerrada. A la poca distancia que están del círculo ártico y del solsticio de invierno, todavía faltan por lo menos dos horas para que salga el sol.
Landsman va al volante de un Chevrolet Chevelle Super Sport de 1971 que se compró hace diez años en un acceso de optimismo nostálgico y que ha conducido hasta llegar un punto en que todos los defectos secretos del coche parecen indistinguibles de los de él mismo. En el modelo del año 71, el Chevelle pasó de tener dos pares de bombillas en los faros a un solo par. Ahora mismo una de esas bombillas está fundida. Landsman avanza a tientas por el paseo como si fuera un cíclope. Por delante de él se elevan los edificios altos del Shvartsn-Yam, sobre su punta artificial de tierra situada en medio del estrecho de Sitka, acurrucados en la oscuridad como prisioneros rodeados por una potente manguera.
Los
shtarkers
rusos desarrollaron el Shvartsn-Yam a mediados de la década de los ochenta, sobre suelos de relleno de lo más inestable, en los primeros días atolondrados de la legalización de los casinos. Multipropiedades, casas de vacaciones y apartamentos para solteros, esa era la idea, con el casino Grand Yalta y sus ajetreadas mesas en el centro de la acción. Pero el juego legal ya ha dejado de existir, fue prohibido por la Ley de Valores Tradicionales, y ahora el edificio del casino alberga un KosherMart, un Walgreens y un outlet de Big Macher. Los
shtarkers
regresaron a financiar tinglados políticos ilegales, garitos de apuestas y partidas de crap en la piscina. Los ligones y la gente de vacaciones dejaron paso a una población de maleantes prósperos, inmigrantes rusos, algún que otro judío ultraortodoxo y un puñado de semiprofesionales bohemios a quienes les gusta esa atmósfera de festividad arruinada que todavía persiste en el vecindario como una guirnalda abandonada en la rama de un árbol sin hojas.