Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Al verme se acercó con una sonrisa amplia y generosa.
—¡Carajo, la célebre inspectora Petra Delicado! Cuando me dijeron que tenía que tratar contigo me puse contento de verdad. La más guapa, lo mejor parido de la policía de Barcelona.
—¿Cómo estás, Villamagna? Bien o mal me parieron hace los suficientes años como para desconfiar de los piropos.
—¡Tonterías!, estoy por decirle al jefe superior que informes tú directamente a los plumillas sobre el caso del fanático religioso, así verán la belleza de las féminas de la pasma.
—¿Fanático religioso? No sé de qué me hablas.
—Venga, Petra, no me vaciles. Desde que se ha sabido lo del crimen del fraile, todo el mundo anda a vueltas con el puto fanático religioso.
—No sé quién habrá sido el tarado mental que ha filtrado semejante cosa; porque te aseguro que anda despistado.
Sacó un cuadernillo y un bolígrafo.
—Bueno, pues entonces lo que tú me digas. Soy todo oídos, aunque...
—¡Para el carro, Villamagna! Si quieres puedes informar sobre el asesinato del hermano Cristóbal, contar qué estaba haciendo en el convento de las corazonianas, por ahí te extiendes sobre arte y cultura, ya te daré datos. Puedes decir también que ha desaparecido el beato fray Asercio de Montcada, y vuelves a extenderte sobre momias medievales, conservaciones funerarias, enterramientos en iglesias, etc. Por último, añades que creemos que ambos hechos están relacionados, que se descarta el robo por lucro y que hay un testigo. Y ya está.
—¡Coño, Petra, no me jodas, me van a crucificar! ¿Tú no te das cuenta de que la imaginación popular se desbordará con todos estos elementos?: que si momias desaparecidas, que si monjes asesinados por la espalda, maldiciones, misterios, venganzas... y voy yo y les suelto a los putos periodistas una clase de historia antigua. ¡Me hostiarán!
—Puedes añadir un poco de historia sagrada: los frailes,
ora et labora
, el Monte Tabor, las bienaventuranzas...
—Sí, claro, y pasarles un DVD de
Los diez mandamientos
; pero te aseguro que no van a tragar.
—¿Tu obligación no es mantener a los informadores a distancia?
—Para nada. Mi obligación es negociar contigo que me des lo máximo que puedas, venderlo a la prensa como si fuera mucho más y procurar que la imagen de la policía salga siempre bien parada.
—Dales la nota oficial y van que arden.
—Esa nota es más sosa que una invitación a tomar el té. Si les suelto sólo eso se inventarán cosas, se producirán filtraciones porque empezarán a acosar hasta al último mono de la bofia, será un follón.
—Pues entonces diles la verdad: que no tenemos ni la más remota idea, que andamos despistados y que si seguimos así la momia acabará por pudrirse en su desconocido destino.
Rezongó un buen rato mientras yo me alejaba. ¡El fanático religioso! En aquella ocasión los plumillas, como él les denominaba, demostraban tener bien poca imaginación. Pero así eran las cosas, la historia criminal española estaba falta de casos con componentes llamativos u originales y, si nadie lo remediaba, las filtraciones e inventos a los que hacía mención el portavoz, no tardarían mucho en hacerse realidad. Habría que darle un poco de carnaza de vez en cuando para que él la distribuyera entre los colmillos periodísticos.
Intentando que aquel problema adicional no perturbara mis planes inmediatos me dirigí a mi despacho. La puerta estaba entreabierta. Me acerqué, apliqué el oído y pude distinguir que Yolanda y Sonia se encontraban enfrascadas en una discusión. Desde hacía un tiempo se había distribuido entre la dotación policial un montón de protocolos que debían rellenarse según la actividad que se estuviera llevando a cabo. De ese modo podían efectuarse rápidos recuentos estadísticos que facilitaban el análisis de la praxis policial al mismo tiempo que una valoración de los hechos delictivos. Como toda medida de nueva creación que significaba más trabajo, había sido muy mal recibida por los agentes. Éstos no siempre sabían cómo encuadrar el servicio prestado dentro de las escuetas casillas de los formularios. Policías como Sonia, no muy sobrada de luces, tenían reiteradas dificultades para cumplir con esta labor burocrática. Corroboré todo esto en la conversación que oí entre las dos jóvenes policías. Sonia parecía al borde de la desesperación.
—Pero, vamos a ver, Yolanda: si encuentro a un menor que merodea solo por la calle utilizo el impreso C; pero si no es la primera vez que me topo con él, ¿entonces qué impreso se rellena: el de menores o el de reincidencia?
Entré súbitamente y las dos se callaron al instante.
—Veo que están en plena faena técnica —comenté. Yolanda enseguida contestó:
—Nada especial, inspectora. Se presentan algunas dudas de vez en cuando. Es que esto de los impresos es un lío del demonio. A veces te dan ganas de no detener a algún sospechoso porque no sabes en qué impreso tendrás que ponerlo después. ¡Y total para que los políticos puedan manejar cifras en sus discursos!
—Meterse con los políticos es la típica actitud de policía fascistoide que no corresponde a tu edad. Además, deberías saber que las estadísticas son importantes.
—Sí, inspectora —respondió enseguida como una aprendiz de marine.
—¿Dónde está el subinspector?
—¡Aquí! —cantó Garzón desde la puerta—. Había ido al excusado, con perdón.
Sonia dejó escapar una tonta risita.
—Quiero saber cómo habéis realizado la búsqueda de la testigo.
—Hemos visitado y preguntado por ella en todos los lugares donde solía estar. Hemos ido al albergue en el que pernoctaba y nos han informado de que no había acudido allí en los últimos tres días, lo cual era considerado extraño por la directora. También nos hemos enterado de que paseaba por el barrio del Born, donde nadie la ha visto últimamente. Tampoco ha vuelto a ocupar el lugar frente al convento de las corazonianas, donde se convirtió en testigo del desplazamiento en camioneta del beato.
—Correcto. Como os imagináis, no os he hecho venir a mi despacho para echaros broncas. Quiero que trabajéis las dos en este caso.
Sonia no estaba dotada con la virtud de la prudencia ni con la capacidad del disimulo, así que prácticamente dio un salto para decir:
—¡Bien, en el de la momia, qué ilusión!
La recompensé con una mirada que hubiera debido helarle la sangre, pero aún encontró fuerzas para intentar arreglarlo y musitó:
—Bueno, quiero decir que todo el mundo lo comenta y dicen que es como los asesinatos de las «pelis», como la maldición de la momia y yo...
—¡Ni maldición de la momia ni pollas en vinagre! Es un caso de asesinato que vamos a investigar y punto. El comisario Coronas nos ha autorizado un operativo especial de veinte hombres durante tres días para buscar a esa mendiga. Vosotras dos aglutinaréis los informes diarios de todos esos agentes.
—¿Un operativo de veinte hombres? ¡No me lo puedo creer! —exclamó Garzón, y añadió parodiando a Sonia—: ¡Qué ilusión!
—La ilusión para mí sería que dejaran de interrumpirme. Deben elaborar un mapa con los lugares que frecuentaba la mendiga o que sean frecuentados por mendigos en general, con especial atención a los alrededores de los conventos. Quede bien entendido que ninguna de las dos, al igual que los hombres del operativo, tendrá información sobre los avances del caso. Además, si me entero de que alguien habla con algún periodista lo machacaré. Vuestra labor también consistirá en darme el chivatazo si os enteráis de que alguno de los hombres se reúne con la prensa. ¡Y nada de comentarios estúpidos sobre la maldición de la momia o la venganza del Espíritu Santo! ¿Entendido?
—Sí, inspectora —respondieron al unísono con aire marcial.
Mientras salían oí cómo Sonia le preguntaba a Yolanda en voz queda:
—¿Y qué impresos habrá que rellenar para toda esta movida?
Yolanda contestó en un susurro airado:
—¿Pero tú eres gilipollas o qué?
Volví mi alterado rostro hacia Garzón y lo descubrí pugnando por ocultar la risa.
—Puede reírse todo lo que quiera; pero le comunico que Coronas quiere un informe hoy mismo, de todo. Así que más vale que nos repartamos la tarea y nos pongamos a trabajar.
—Tengo que llamar a Beatriz para decirle que llegaré tarde.
Se retiró un poco para no hablar delante de mí y yo simulé enfrascarme en mis papeles. Pude oírle decir «cariño» un par de veces. Cuando regresó puse cara de póker.
—¿Usted no llama a Marcos?
—Ya le advertí que quizá me retrasara bastantes días mientras esto dure.
—Bueno, pero una llamadita nunca está de más.
—No quiero malacostumbrarlo —dije sólo para hacerlo rabiar.
—Va usted de dura, ¿eh, inspectora?
—Ya me conoce, Bogart y yo somos así.
Nos repartimos el trabajo adentrándonos sin ningunas ganas en la redacción de los informes. Cenamos un bocadillo que nos trajeron desde La Jarra de Oro y abundancia de café. A las doce de la noche Garzón asomó la cabeza.
—Yo ya lo tengo todo más o menos encarrilado, ¿qué le parece si nos largamos?
—Yo he acabado también.
Me desperecé discretamente mientras él se frotaba los ojos. Cuando estaba cerrando el ordenador como en un antiguo ritual, el subinspector me propuso de improviso:
—¿Y si nos tomamos una cervecita? La Jarra debe estar abierto aún.
Sólo por la elevación sutilísima de las comisuras de sus labios pude darme cuenta de que estaba retándome. Lo único que me apetecía era llegar a casa y charlar con mi marido, pero después de mi farol anterior, no me quedaba más remedio que aceptar el envite.
—¡Y dos si es necesario! Deje que vaya un momento a lavarme la cara y estoy lista.
Las comisuras descendieron notablemente, por lo que colegí que él también se encontraba loco por regresar a los brazos de su amada. Sin embargo, ninguno de los dos estábamos dispuestos a reconocer nuestro nuevo estado de cónyuges felices y las esclavitudes que eso comportaba, así que un rato más tarde estábamos sentados en la barra del bar, que a esas horas se hallaba lleno de gente solitaria.
—¿Tiene la impresión de que con veinte hombres encontraremos a la mendiga, inspectora?
—Se supone que estamos aquí para solazarnos después de un largo día, de manera que no tratemos de trabajo.
—Lleva razón. ¿Qué tal le va con los hijos de Marcos?
—Sobre la familia tampoco quiero hablar.
Le pegó un sorbo concienzudo a su cerveza y, con retranca, preguntó:
—¿Cree que el Deportivo de la Coruña le ganará al Real Madrid?
Lo observé, impertérrita.
—Arriesgaría toda mi fortuna apostando a que sí, Fermín —le contesté.
Cerca de la una llegué a casa. Marcos estaba despierto aún, leyendo un libro. Vino a mi encuentro, me abrazó. Parecía preocupado.
—¿Todo va bien?
—Relativamente bien.
—Es terrible que tengas que ocupar horas y horas en asuntos tan lúgubres.
—¡Pero Marcos, en eso consiste mi profesión!
—Ya lo sé; pero todo esto del monje muerto es muy desagradable. Me gustaría poder preservarte de esa realidad tan sangrienta.
Lo miré con afecto.
—Tú me preservarías de la realidad negativa a mí, yo te preservaría a ti, pero entonces ninguno de los dos estaría en la realidad.
—Supongo que es así, pero cuando he oído al portavoz de la policía dando detalles del caso...
—¿Cuándo ha sido eso?
—En las noticias de las diez. Vamos a la cocina, van dando resúmenes informativos de vez en cuando. Además tienes preparada una minitortilla de calabacín. Me acordaba perfectamente de que no quieres que te cocine nada, pero hoy estaba seguro de que no habías cenado. Le he pedido a Jacinta que la hiciera.
Aparenté sonreír. La vida es increíble, pensé, centenares de miles de mujeres se quejan de la falta de atenciones domésticas de sus maridos y yo, que sólo aspiraba a llegar a casa y descansar, me veía obligada a zamparme una amorosa tortilla que sin duda me sentaría fatal.
Encendí el televisor, le quité la voz y ambos nos sentamos a la mesa de la cocina.
—Cuéntame cómo va tu trabajo, Marcos —le pedí mientras comía.
—Como de costumbre. Ahí andamos todo el equipo peleándonos con los planos de un nuevo hotel.
—¡Qué interesante!
—¿De verdad te lo parece?
—¡Por supuesto!
—No veo por qué.
—Pues es evidente: tantas habitaciones, todos esos espacios comunes... ¡la gran cocina!
Se echó a reír, valorando mis esfuerzos por demostrar que la arquitectura de un hotel me parecía apasionante.
—Si de verdad te llama la atención te enseñaré los proyectos, te los explicaré.
—¡Estupendo!
Cogí a toda prisa el mando a distancia y subí el volumen del televisor. Había avistado a Villamagna en la pantalla. Iba trajeado, elegante, y pronunciaba cada palabra con acento patricio. Le oí decir:
«La policía está siguiendo varias pistas fiables, y ninguna de ellas se descarta actualmente. Operativos especiales han sido puestos en marcha para aligerar la investigación. De momento, es todo lo que puedo comunicarles. Ustedes saben, caballeros, que en este tipo de asuntos resultan básicas la discreción y la prudencia».
—Cuando le vi antes contó algunas cosas más.
—¿De qué tipo?
—Vaguedades. Más o menos lo que me habías contado tú. Habló durante diez minutos sin decir absolutamente nada.
—Eso es justo lo que debe hacer.
—Pues no sé si ésa es una buena solución para acallar los comentarios de la gente.
—¿Qué comentarios?
—De todo tipo. El otro día en el trabajo los administrativos estaban en plan
gore
. Decían que a la momia le habían clavado una cruz puntiaguda en el pecho.
—¡Qué bestias! Y eso que aún no han empezado a producirse filtraciones en serio. Cuando ocurra, la gente las deformará hasta lo increíble.
—¿No podéis evitarlo?
—Resulta difícil. Un asesinato llamativo es como una casa vieja; aunque se hagan apaños siguen apareciendo goteras. Sólo espero que tus hijos no oigan demasiados bulos sobre esto.
—No te preocupes. Tú ya tienes bastante con lo tuyo.
—Lo mío es que se han cargado a un buen hombre sin ningún motivo aparente.
—¡Me parece terrible, el ser humano no avanza!
Recogí los restos de mi cena mientras Marcos subía a acostarse, un tanto cabizbajo. Era obvio que yo no había sabido preservarlo de la realidad, sino al contrario, había proyectado de lleno sobre él mis tristes asuntos policiales. Claro que él tampoco había conseguido gran cosa conmigo: la tortilla de calabacín empezaba a provocarme ardor de estómago. Y es que probablemente el amor pueda ser capaz de metamorfosear el carácter del hombre, incluso su vida, pero desde luego se muestra absolutamente ineficaz para cambiar las miserias diarias.