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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (12 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—¿Y qué podemos hacer nosotros?

—Declaraciones que los dejen contentos.

—Señor, ¿por qué el jefe superior no le pide al juez instructor que declare secreto el sumario?

—Ya lo ha hecho, pero el juez se niega. Es un capullo como la copa de un pino, con perdón del poder judicial. Se cree que es el primer juez de la historia de este país.

—Pero en este momento no podemos decir nada determinante.

—Según sus informes van a centrarse en lo que estaba investigando el hermano Cristóbal.

—Esta misma tarde tenemos una reunión de trabajo con el fraile y la monja que lo ayudaban.

—Eso significa que el crimen podría tener un móvil religioso.

—Bueno, no sé, es una interpretación amplia.

—Pues si tiene un móvil religioso entonces es posible que lo haya cometido un fanático.

—Es muy pronto para saber eso; incluso yo diría que es una posibilidad bastante improbable.

—No les estoy diciendo que centren la investigación ahí; sino que le digan a Villamagna que no descartan esa posibilidad. Es más, creo que lo mejor será pedir ayuda externa. Voy a hablar con un psiquiatra para que elabore perfiles de fanáticos religiosos y todas esas zarandajas. Ustedes las hilvanan y el portavoz se las endilga a los periodistas, así quizá nos dejen tranquilos.

—Eso sólo servirá para enardecerlos, acosarán aún más a los religiosos.

—A nosotros eso nos da igual, que cierren la puerta. Lo que necesitamos es tener a los chicos de la prensa ocupados y controlar lo que dicen, poco más. ¿Me ha entendido?

—Pero señor...

—No hay peros ni hostias, Petra. Es una orden.

—Y yo la acato, señor, pero poner un psiquiatra en este caso es tan absurdo como...

—Como dar información sobre un crimen sobre el que no tenemos ni puta idea. Ya pueden marcharse.

La política policial no era mi fuerte, pero aquello me parecía un despropósito y así se lo comuniqué al subinspector, que le quitó importancia.

—No se haga mala sangre, inspectora; usted tiene cuajo suficiente para darle cancha al psiquiatra que asignen sin hacerle ni puto caso.

—¿No le parece que este caso ya es suficientemente complicado?

Se encogió de hombros. El día que estaba alegre costaba mucho reintegrarlo a la realidad.

Nos presentamos en el convento de las corazonianas puntualmente a la hora convenida. Había algunos pequeños grupos de periodistas sentados en la calle. La camioneta de una verdulería estaba aparcada frente a la puerta. Cuando llamamos salían un repartidor joven que se cruzó con nosotros. Volviéndose hacia la hermana portera dijo:

—Oiga, y que no se olviden de firmar el albarán de la semana pasada, que luego me lo reclama el jefe y...

La hermana portera prácticamente lo empujaba fuera como si se tratara de una mosca impertinente.

—Sí, sí, hombre de Dios, no es necesario que me diga siempre lo mismo, le firmarán el albarán. Vaya usted con Dios.

Nos vio de pronto y su mirada bizqueante se hizo más torva aún. Antes de que nos echara le recordé quiénes éramos. Eso no cambió demasiado su humor. Pensé que no debía entusiasmarle tratar con el mundo exterior, aunque fuera su cometido.

—¡Ah, sí, los policías! —barboteó—. Pasen. La madre superiora me ha dicho que usted, inspectora, vaya a verla un momento a su despacho. A su ayudante lo acompañaré a la biblioteca, donde ya están esperándoles.

—A mí no hace falta que me acompañe, ya sé dónde es.

No hubo modo de que me dejara ir sola. Obviamente una de las reglas del convento era que nadie campara a sus anchas por los pasillos. Llamó a la puerta de la superiora y me anunció con las trazas de un mayordomo jorobado de película de terror.

—Reverenda madre, la policía está aquí.

Luego se alejó, renqueando como una artrítica. La madre Guillermina de Arrinoaga se puso en pie y abrió sus fuertes brazos para recibirme.

—¿Qué tal, inspectora? Me alegro de verla nuevamente por aquí.

—¿Reverenda madre? A mí también me gustaría tener un tratamiento parecido, suena bien.

Dio un par de carcajadas bien timbradas y me invitó a sentarme.

—No se fíe demasiado de las apariencias pomposas, ya casi nadie me llama así. Pero la hermana portera es de la antigua escuela.

—Pues sigue en plena forma, la he visto desembarazándose de un repartidor y lo hacía muy bien.

Rió de nuevo, de modo sofocado.

—¡Ay, por Dios!, es verdad que tiene muy malas pulgas, pero nadie puede culparla, es a ella a quien le toca pelearse con repartidores, operarios que vienen a hacer mantenimiento, turistas que visitan la capilla... Tendría que ir pensando en jubilarla, pero no sé si una monja joven haría su labor con tanta eficacia.

Le sonreí y me quedé mirándola, ella también a mí. Viendo que no me aclaraba de modo espontáneo para qué me necesitaba no tuve más remedio que inquirir:

—Y bien, usted dirá.

—¡Ah, no crea, inspectora, no la he llamado por nada especial! Me apetecía verla y charlar con usted, que me informe un poco de la marcha del caso. Sé que va a tener una reunión con la hermana Domitila y un monje de Poblet que ayudaba al hermano Cristóbal.

—No ha habido grandes avances, me temo. Es un caso muy oscuro. No encontramos un móvil aparente para el asesinato. Hemos llegado a la conclusión de que la razón por la que mataron al hermano puede hallarse en las investigaciones que estaba realizando sobre el beato.

—¡No me diga!, pero eso es insólito. No se me ocurre cómo, una persona muerta hace tantos siglos.

—Quizá descubrió algo que no hubiera debido descubrir.

—¿Y la desaparición del cuerpo santo?

—No lo sé, madre, no me haga preguntas que no puedo contestar.

Impulsivamente adelantó su poderoso cuerpo hacia mí como si fuera a hablar, luego dio marcha atrás y se quedó silenciosa.

—¡Dios eterno!, si no fuera un pecado terrible le diría que la curiosidad me está matando. No, no, es mejor que no me diga nada, cuanto más sepa peor para el estado de mi alma. Mire, aquí tenemos un poco de té que he mandado preparar. Acompáñeme en una tacita y luego ya la dejo que se vaya a trabajar con esos chicos. La verdad es que no me extraña que los periodistas se pongan insistentes, ¡es un enigma tan intrincado!

—Mi jefe me dijo que llamó usted pidiendo nuestra colaboración para que la prensa las deje en paz.

—Sí, me dijo muy buenas palabras, pero dudo de que me tomara en serio. Y si lo dudo es porque yo, como superiora, también hago lo mismo: cuando me piden algo, a todo el mundo digo lo que quiere oír, aunque no prometo nada. Su jefe tampoco me prometió nada.

—Eso es lo que se llama hacer política.

—Son sólo mañas del que tiene que mandar aunque no quiera.

—A mi comisario sí le gusta mandar.

—A mí, no. A veces me canso, ¿sabe, inspectora? —Había empezado a servir el té con modales exquisitos—. Yo soy una mujer que viene de familia numerosa, casi todo eran chicos menos mi hermana Camila y yo. Mi padre era notario en Pamplona, un hombre simpático, con sentido del humor. Mi madre era también alegre y amante de las fiestas. Después de la cena cada día hacíamos un rato de sobremesa toda la familia. Mi padre contaba cosas, a veces mi madre tocaba el piano, cantaba. Con mis hermanos organizábamos batallas campales, hacíamos pequeñas gamberradas... Cuando les comuniqué a todos que me metía monja fue como una tragedia. Nadie lo comprendía, porque encima mi padre era progresista y la Iglesia le parecía un horror. Luego ya lo aceptaron, y yo siempre he estado contenta con mi vocación, pero nunca he dejado de echar de menos la alegría, el humor... en este convento ¡todo el mundo es tan serio!

—¿Por qué lo hizo?

—¿Qué?

—Meterse monja.

—No hay razones para eso, inspectora, es la vocación, la llamada de Cristo. Yo la oí, le hice caso, y soy muy feliz. Sólo echo de menos el poder charlar...; claro que nuestra regla dice que la charla es algo vano y peligroso, pero la verdad, yo no creo que sea para tanto. El hombre no es un animal porque tiene alma, y la señal del alma es la palabra.

Nos observamos con mutua simpatía. Así que un rato de conversación era lo único que quería de mí.

—¿Qué tal está el té? —me preguntó de pronto.

—Excelente. Uno de los mejores tés que he probado jamás. Espero que no sea la última vez que me invite a tomarlo.

Creo que agradeció que hubiera comprendido su necesidad de compañía. Apuró su taza hasta el fondo con un gesto impetuoso y dijo después:

—Ya la libero. Vaya usted con esos dos eruditos. No saben tanto como el pobre hermano Cristóbal, pero le van a la zaga.

—Ojalá que puedan ayudarme.

—Así lo quiera Dios, que es como decimos «ojalá» en esta casa. Yo misma la acompaño a la biblioteca.

Caminamos juntas por entre el silencio y la sombra. Sus zancadas eran tan potentes que provocaban un revuelo en el borde inferior de sus hábitos. Al llegar frente a la puerta me dio la mano y estrechó la mía casi haciéndome daño.

—Vuelva a verme, inspectora. Y cuénteme algo sobre los avances del caso.

—Lo haré.

En la biblioteca estaban ya Garzón, el hermano Magí, la hermana Domitila y también Pilar, su joven ayudante, que al verme entrar se levantó, me saludó y se fue, siempre discreta y casi inexistente como una brisa del mes de agosto. Supuse que su presencia allí hasta aquel momento se había debido al hecho de acompañar a la otra monja para que no permaneciera sola con dos hombres. Pensé que toda situación o movimiento estaba sutilmente pautada entre aquellas paredes.

Garzón se encargó de ponerme al corriente de una conversación que ya había empezado.

—Verá, inspectora. Les he dicho a los hermanos que empezaremos la reunión pasando revista a los objetivos que el hermano Cristóbal, a quien en adelante llamaremos la víctima para abreviar, tenía escritos en sus papeles. La metodología de la reunión consistirá en que respondan a nuestras preguntas. Pero eso no será óbice para que ellos, como conocedores del tema, agreguen o completen cualquier información o dato que les parezca interesante.

«Muy bien, Garzón —pensé—, perfecta retórica», y eso que yo estaba preocupada por no haberle prevenido una vez más sobre la corrección de su lenguaje mientras permaneciéramos con los religiosos. Sacó la fotocopia de los papeles de la víctima y leyó:

—Punto número uno: «Diagnóstico de incorruptibilidad».

Silencio absoluto. No pude por menos de observar cómo Domitila y Magí intercambiaban una mirada incómoda. A la vista de que no afloraban comentarios pregunté:

—¿Pueden explicarnos qué significa eso?

Como la monja no abría el pico, tomó la palabra el fraile, a quien adiviné lleno de reticencia.

—Verán, teóricamente el cuerpo del beato estaba censado en los anales eclesiásticos como incorrupto. Es decir, que gracias a su santidad en vida, Dios le había concedido el don de no descomponerse una vez muerto.

—¿Un milagro? —inquirió Garzón con súbito interés.

—Bueno, la historia de la Iglesia católica es larga y azarosa. Digamos que en época medieval había una reiterada tendencia a atribuir milagrosidad a ciertos procesos naturales. Hoy en día, ustedes lo saben, la Iglesia es mucho más cauta en estas materias. Además, hablamos de épocas históricas remotas en las que no se contaba con los medios científicos que ahora tenemos. No sólo dentro del seno de la Iglesia se creía en la incorruptibilidad, sino en toda la sociedad, que era atrasada e ingenua.

En esta ocasión la mirada que Domitila le dirigió a su compañero de fe demostraba hasta qué punto admiraba el modo en que había preservado la reputación eclesiástica sin dejar de contestar. Garzón hizo un resumen bastante menos diplomático.

—O sea, que lo de los cuerpos que no se pudrían era un camelo total que los curas consentían para tener a los feligreses enganchados al carro.

—¡Subinspector...! —dijo el pobre Magí como pidiendo clemencia.

—Pero en ese caso... —intervine— si es un hecho probado que la incorruptibilidad se acepta hoy en día como algo simbólico, ¿por qué la víctima incluía ese diagnóstico entre los trabajos de la investigación?

Entonces fue la hermana Domitila la que saltó.

—¡Un momento, inspectora!, que muchas momificaciones se produjeran por medios naturales o embalsamamientos directos del hombre no significa que no haya auténticos santos incorruptos. Por ejemplo san Pascual Bailón. La representación iconográfica que tenemos ahora es copia de su cuerpo auténticamente incorrupto que fue profanado por los comunistas durante la guerra civil. Además, en el Concilio de Trento se dice textualmente: «Los cuerpos de los santos mártires y otros que viven ahora con Cristo, cuerpos que eran sus miembros y templos del Espíritu Santo, que un día se levantarán por Él y serán glorificados en la vida eterna, pueden ser venerados por los creyentes. Dios da muchos beneficios a los creyentes a través de ellos».

Ni siquiera el hermano Magí estaba preparado para aquella andanada que incluía a las hordas rojas y el concilio trentino de golpe. Se quedó tan patidifuso como nosotros y exclamó como en tono de excusa:

—Sí, ciertamente; en el caso del papa beato Juan XXIII sé que se realizó cierto tratamiento de embalsamamiento para que el cuerpo aguantara bien las ceremonias fúnebres prolongadas. Sin embargo, es extraordinario que se conserve tanto tiempo después de aquello sin ningún tipo de mantenimiento.

Pero la hermana Domitila estaba lanzada en su fervor integrista.

—¿Y qué me dicen del brazo incorrupto de santa Teresa de Jesús? Está probado por la Iglesia que se trata de un hecho milagroso. Otros cuerpos santos son incorruptos sólo un tiempo y luego se van secando muy lentamente, pero sin ser atacados por los síntomas de la corrupción, como por ejemplo santa Bernadette Soubirou, santa Catalina Labouré, que hasta olía a rosas, san Vicente de Paúl, santa Vittoria... y ahora no recuerdo, pero sé que hay más.

Garzón y yo asistíamos un tanto estupefactos a aquella conversación tan exótica. El hermano Magí sonrió, filosófico, y dijo:

—No seré yo quien niegue los milagros, hermana, pero creo que, en cualquier caso, el hermano..., perdón, la víctima, incluyó ese punto en sus papeles de trabajo porque se trata de una especie de protocolo de la Iglesia en cualquier investigación de este tipo.

—Comprendo —respondí algo mareada por el aluvión de cadáveres hechos pimpollos—. Pero díganme, en el caso de que el beato Asercio no hubiera estado tocado por la gracia, ni oliera a rosas ni nada de eso, ¿cómo hubiera podido conservarse tal como estaba?

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