Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Intrigante?
—¡Ésa es la palabra justa!
—Resulta mucho menos seductor cuando tienes que bregar con ello.
—Me lo imagino. ¡Dios mío, si yo tuviera que ver la muerte violenta de cerca! Tienen ustedes un trabajo terrible.
—¿Puedo irme ya, hermana? —preguntó de pronto la joven monja.
—Si los inspectores no quieren nada de usted...
Negué con la cabeza. Entonces salió como si estuviera deseando largarse de allí. Sonreí a la hermana Domitila.
—No es muy comunicativa.
—La pobrecilla está aterrorizada. Todo este asunto ha sido demasiado para ella. Lo ha sido para todas las hermanas, pero en su caso aún más. La hermana Pilar es muy sensible. Creció sin familia, en un centro de acogida, y los fines de semana venía aquí a recibir instrucción religiosa. Y ya ve, con nosotras se ha quedado. Es una joven estupenda que vale mucho. En los estudios es muy brillante y la madre superiora cree que llegará lejos.
—Por cierto, hermana, ¿cree que la madre habrá reunido ya a toda la comunidad?
—Voy a averiguarlo. Esperen un segundo.
Cuando nos quedamos solos ambos tuvimos el mismo pensamiento, que nos apresuramos a comunicar. Garzón habló primero, y como era tan directo, el suyo estuvo teñido de mayor rotundidad.
—Me siento como en una puta cárcel. ¿De qué manera podemos investigar aquí?
—Lleva razón, es una especie de secuestro. Imposible moverse sin permiso.
—¡Pero estamos en el lugar del crimen!
—El lugar del crimen fue la capilla.
—Y todo el convento, por extensión. ¿No hay manera legal de que nos dejen campar a nuestras anchas?
—Se lo preguntaré a Coronas.
—¿Se ha fijado en esta monja pizpireta? ¡Daría algo por meterse en nuestra investigación!
—Sí, hasta aquí hay policías aficionados.
El centro de reunión de las quince monjas fue el refectorio. Allí, alineadas junto a la mesa, pero de pie, esperaban como si fuéramos a ajusticiarlas. Me fijé en ellas. La mayoría rondaba los cincuenta, algunas tenían más. Provocaban una sensación extraña, todas vestidas igual, pero tan diferentes en altura y complexión. Guardaban silencio absoluto. La priora tomó la voz cantante, estaba claro que su autoridad era superior a la nuestra en aquel territorio.
—Hermanas, la inspectora Petra Delicado y el subinspector Garzón investigan la muerte del pobre hermano Cristóbal y la desaparición de nuestro beato. Quieren hacerles preguntas para esclarecer los hechos. Contéstenles pensando bien.
Una monja gordita y bastante mayor se echó a llorar quedamente, tapándose los ojos con la mano. La superiora la reprendió sin demasiada aspereza pero con innegable genio.
—Hermanas, les ruego que, por el bien de estas investigaciones, controlen la emotividad.
Me gustaba su estilo, se mostraba precisa e inconmovible como un general. Lástima que no fuera ella quien parecía poseer veleidades detectivescas. Hablé, procurando sonar serena y convincente:
—Hermanas, de entrada debo decirles que cualquier cosa que recuerden de las últimas horas que el hermano Cristóbal pasó entre ustedes puede ser de enorme interés para nosotros. Díganme, ¿quién lo vio por última vez?
Noté que algo no iba bien porque se miraron las unas a las otras con cara de no comprender nada. La superiora intervino enseguida.
—Como les dije, muy pocas han visto al hermano. —Se dirigió a la congregación y exclamó—: Levanten la mano quienes lo conocieron o se encontraron con él en alguna ocasión.
Levantaron la mano Domitila y Pilar, la portera y otra monja, de quien me informaron que era una de las hermanas que hacía la limpieza general y quien lo encontró muerto. Me acerqué a ella.
—¿Lo vio antes de morir?
Asintió con la cabeza como si algo en la garganta le impidiera responder.
—Le llevé un café con leche a las siete de la tarde.
—Y la siguiente vez que lo vio ya estaba muerto.
Se santiguó.
—¿Se fijó en si la puerta estaba cerrada con llave?
—No, señora.
—¿Le dijo algo el hermano?
—Sí, que le comunicara a la hermana portera que se quedaría trabajando aquí hasta por lo menos las doce.
—Y eso fue todo.
—Sí.
Me dirigí a toda la comunidad.
—¿Alguien se fijó en si la puerta de la capilla que tiene acceso directo a la calle estaba abierta?
Las negativas se sucedieron en todas las cabezas cubiertas con tocas.
—¿Desde qué hora estaban ustedes en sus habitaciones aquella noche?
—Desde las diez y media —respondió la superiora sin dudar.
—¿Nadie salió por ningún motivo, nadie hizo algo especial?
El silencio y muchos ojos clavados en el suelo fueron la única respuesta.
—¿Oyeron ustedes algún ruido extraño, alguna cosa que las sobresaltara o intrigara?
Nuevo silencio. Poco íbamos a sacar de allí, y encima no sabíamos todavía la hora exacta de la muerte. Se me ocurrió una solución de compromiso.
—Les voy a dar un tiempo de reflexión. A veces los recuerdos surgen mucho después de haberlos buscado en nuestra mente. Volveremos dentro de un par de días y, si mientras tanto han conseguido que algo les haga dudar...
Hubo una pequeña vibración de asentimiento, o quizá sería el alivio al comprobar que aquello se acababa. Las monjas desfilaron hacia sus aposentos y la superiora nos miró.
—No ha resultado muy fructífero el interrogatorio, ¿verdad?
—Nunca se sabe —dije vagamente.
—Enséñenos la puerta de la calle, madre Guillermina, queremos verla una vez más —pidió Garzón.
Una vez más comprobamos que era imposible abrir la puerta desde fuera. ¿Y nadie había oído a un par de hombres llevando una momia a cuestas? Era posible que no, todo dependía del sigilo con el que se hubiera realizado la acción, a aquellas horas en que el cuerpo había sido sacado del convento según la mendiga, era perfectamente verosímil que todo el mundo estuviera durmiendo con la mayor profundidad.
Hubo que esperar un día más hasta que los resultados de la autopsia estuvieron listos. Me llamaron desde el Anatómico Forense antes de salir de casa y yo avisé a Garzón. Quedamos en que desayunaríamos juntos. Me despedí de Marcos a toda prisa, estaba afeitándose.
—Querido, me voy zumbando.
—¿Ni siquiera tomas un café?
—Marcos, este caso va a ser complicado. Además, a la jefatura la tenemos nerviosa. En principio no cuentes conmigo para cenas, desayunos o cualquier otro rito de la vida normal. Dentro de unos días ya te diré.
—¿No capturaréis enseguida al asesino?
—Cuando un asesino deja cartelitos y zarandajas hay que pensar que la cosa va para largo.
Se encogió de hombros y, entre la espuma de afeitar, me pareció que ponía cara de resignación. Pensé que quizá por primera vez desde que estábamos juntos, iba a tener que soportar las incomodidades de vivir con una policía, aquello no era la rutina diaria, sino algo mucho más comprometido y demencial.
Habíamos quedado en una cafetería cercana al depósito. Desde que Garzón estaba casado, notaba que se habían efectuado importantes cambios en su modo de vestir. Ahora llevaba camisas y pantalones más esport, americanas ligeramente desestructuradas, había abdicado de la corbata y no había vuelto a ponerse ningún traje en la línea ortopédica que le caracterizó durante su larga viudedad. Tuve la funesta idea de comentárselo porque aquella mañana lo encontré particularmente elegante. Como estaba cantado, se mosqueó.
—¡Vaya por Dios! Seguro que la ha llamado Beatriz para pedirle que me lance ese tipo de piropos.
—¡Cómo puede ser tan desconfiado y tan gruñón! Que su pinta ha mejorado es algo fácilmente comprobable.
—Pues a mí me gustaba más cómo me vestía antes. Creo que iba más acorde con mi edad. Es que mi mujer se cree que soy todavía un crío, uno de esos chavales con gorra de béisbol que se ven por ahí. Pero ir a trabajar con traje aporta dignidad.
—¿A cuántos compañeros ve con traje en comisaría?
—¡Porque todos son más jóvenes que yo! Prácticamente todo el mundo, dentro y fuera de comisaría, es ya más joven que yo.
—¡Tonterías!
—¡Nada de tonterías!; y si continúo haciendo caso de los consejos de Beatriz, pronto pareceré uno de esos polis americanos con cazadora brillante y calzado deportivo. ¡Una ridiculez!
Todavía enfadado, o aparentando estarlo, pidió al camarero un bocadillo de chorizo, café con leche y un cruasán.
—¿Va a zamparse todo eso?
—¡Sí! porque, entre otras cosas, nadie nos garantiza a qué hora vamos a comer hoy. Además, le confesaré que ya estoy hasta las pelotas de los brotes de soja y la comida ligera y saludable que comemos en mi casa. ¡Y todo para poder llevar una ropa que me sienta como un tiro!
Observé cómo daba dentelladas al pan con gesto fiero. Tenía ganas de reír, pero me contuve.
—Se diría que es usted tremendamente desgraciado en su matrimonio.
—Usted sabe que no, Petra. De hecho, nunca había sido tan feliz en toda mi puñetera vida. Lo que ocurre es que no estoy acostumbrado a que se ocupen de mí.
—No crea, a mí me ocurre algo por el estilo. Es extraño, recibir atenciones me gusta, pero siento como si me creara una especie de esclavitud.
—Si es así, entonces cuente que yo soy como uno de aquellos esclavos de la guerra de Secesión, con grilletes y una cadena al cuello. Beatriz se preocupa por mi salud, mi alimentación, mi aspecto, mi estado de ánimo... sólo tengo la esperanza de que se apunte a alguna ONG y desvíe hacia allí todos sus instintos protectores.
En ese momento dejé de reprimirme y estallé en carcajadas.
—Ríase, ríase de mí. En realidad no ha hecho otra cosa desde que nos conocemos.
—Nada de eso, querido colega. Me río porque es usted un exagerado y porque estoy contenta de que Beatriz le cuide tanto. Si no fuera por ella a estas alturas estaría usted hecho un...
—¿Un qué?
—Un guiñapo.
—Bueno, me conformo con lo de guiñapo; creí que iba a salir peor parado. Oiga, ¿y usted por qué come tan poco, no quiere un bocadillo?
—Prefiero preparar mi estómago para lo que nos espera.
—Este caso se las trae, Petra. Por la noche me he despertado veinte veces y no he dejado de darle vueltas. ¿Por dónde vamos a empezar?
—Por el principio y, sobre todo, sin ideas preconcebidas.
—Ya sé que a usted todas esas hipótesis del fanático religioso...
—Dejemos lo que yo pueda pensar. ¿Quiere otro café?
—Me inclino por acabar con un chupito de whisky. ¿Me acompaña?
—Quizá sea lo mejor para enfrentarse a la muerte.
Una vez más le preguntaríamos a la muerte cosas sobre la vida. La muerte, un concepto trascendente que pierde su solemnidad cuando se abre un cajón frigorífico de la morgue. Frente a un cuerpo helado, envasado, almacenado ordenadamente, todo toma el aire de una nevera industrial donde bien podrían estar depositados simples corderos en espera del transporte hasta sus puntos de venta. Nunca me acostumbraría a la frigidez que flotaba en el aire, haciéndolo demasiado puro, demasiado carente de olores y movimientos. Tampoco a descubrir la cara del infortunado habitante de la caja, esperando impávidamente que por fin los vivos lo dejaran desaparecer por completo del mundo.
La forense encargada era una mujer: la doctora Nuria Port. Debía de tener mi edad, y a sus ojos afloraba la mirada distante que proporciona la experiencia. Dijo saberse el informe de memoria; pero yo quería ver el cuerpo en silencio antes de oír las circunstancias que lo habían convertido en un cadáver. Buscó el número y me condujo hasta allí. Deslizó el cajón suavemente y abrió la cremallera de plástico. Ante mis ojos apareció la cara blanca, relajada, de rasgos suaves con la única discordancia de una gran nariz aguileña que había pertenecido al hermano Cristóbal. Descubrí que a ambos lados nasales se veían dos inequívocas marquitas indicativas del peso continuado de unas gafas. Como siempre suele ocurrirme, sentí que en aquel momento empezaba a tomar el caso en mis manos. Fraile o no, era un hombre, un hombre de apenas cuarenta años, muerto, absurdamente muerto, porque no hay muerte violenta o natural que no parezca absurda vista de cerca, ni hombre que no debiera permanecer vivo para siempre. Apreté los párpados para intentar retener su imagen. Más tarde la evocaría si perdíamos ganas de trabajar, si el curso de la investigación devenía rutinario, se despersonalizaba o se convertía en un rompecabezas sin sentido. No, todo partía de ahí, de aquel hombre sin vida que aún tenía marcadas sus gafas de intelectual sobre la elegante nariz de canónigo, un tanto amoratada.
Garzón ya estaba acostumbrado a mis largas meditaciones frente a los muertos, pero la doctora Port carraspeó. Ella vivía entre la muerte y sin embargo, los minutos de su jornada laboral transcurrían con plena vitalidad. Me volví, como si despertara de un sueño. Ella enderezó los papeles que llevaba en la mano y empezó a leer:
—Individuo de raza caucásica. Unos cuarenta años. A la hora de morir presentaba...
La interrumpí con gesto cansado.
—Doctora, por favor, si se sabe los detalles de memoria como dijo, ¿por qué no nos evita el horrible lenguaje forense?
Me miró con más curiosidad que enojo. Y no le faltaba razón, yo me había comportado como un artista a quien molestan cuando está pensando. Rectifiqué sin mucha dignidad.
—Es que estoy un poco impresionada por esta muerte. Era un monje, ¿lo sabe?
—¡Por supuesto que lo sé! Ahí fuera hay a cualquier hora del día otro monje que lo vela. Lo invitamos a marcharse por la noche cuando cerramos. Se van turnando, porque no siempre es el mismo. Sólo en las familias gitanas había visto una atención semejante a sus muertos.
—Cuéntenos los detalles de la autopsia, doctora.
—No hay mucho que contar. Era un hombre sano y murió como consecuencia del tremendo golpe que le propinaron en el occipital. El golpe fue asestado con una fuerza descomunal, por medio de un objeto romo. Por la localización de la contusión y la forma de la fractura vino dirigido levemente desde arriba. Eso significa que el asesino era probablemente un hombre corpulento y bastante alto, al menos más alto que la víctima, que ya mide uno setenta y ocho.
—¿Eso descarta a una mujer?
—En caso de serlo debía tratarse de una mujer extraordinaria desde el punto de vista físico, imagínese a una levantadora de pesas o algo así.