Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Como ha mencionado la hermana, hay dos modos: uno, que hubiera sido embalsamado por mano humana y otro que la momificación se hubiera producido de modo natural. Si la humedad es baja en el lugar de conservación y la temperatura alta, los cuerpos tienden a momificarse por sí solos.
—¿Había determinado la víctima cuál era el caso del beato Asercio?
—Tal y como les dije, el... la víctima aún no había realizado ningún estudio sobre el cuerpo —contestó Domitila.
—Pues a mí me comentó que quería comenzar muy pronto —apuntó el fraile.
—No creo, andaba bastante retrasado con las investigaciones históricas, y eso venía después en sus planes.
El hermano Magí, una vez más frustrado por la monja, optó por callar prudentemente. Sin embargo, la disensión entre ellos resurgió cuando pregunté:
—¿Pensaba realizar un análisis de ADN?
—Eso me dijo —anunció el monje.
—En ningún caso. Estuvimos analizando la necesidad y llegó a la conclusión de que sería una pérdida de tiempo y dinero.
Calló Magí, pero me percaté de que no le convencía la respuesta. Eso debió de parecerle también a la beligerante sor, porque remató afirmando:
—Usted, hermano Magí, charlaba con él sobre el trabajo, pero yo colaboraba en sus investigaciones.
—Por supuesto, hermana. ¡Dios me libre de querer llevar razón!
No parecía que congeniaran demasiado, de modo que pensé en la posibilidad de que se hubieran encontrado anteriormente.
—¿Ustedes se conocían?
Ambos negaron bajando la cabeza con discreción. Sólo ella añadió:
—A veces el pobre... la pobre víctima me contaba que comentaba cosas del trabajo con usted; le tenía en gran consideración.
—Y a usted también, hermana.
Bueno, no se había producido ningún cisma finalmente. Aliviada de momento la tensión, Garzón preguntó con toda pertinencia:
—Hay otra cosa en las notas de la víctima que no comprendemos bien: ¿qué es exactamente el «Complucad»?
Magí, algo acobardado, guardó silencio. La hermana Domitila, quizá consciente de su excesiva vehemencia hasta el momento, sonrió diciendo:
—Dígaselo usted, hermano, yo de estos temas científicos sé muy poco.
—Es un preparado comercial muy nuevo, que se está utilizando con excelentes resultados. Desconozco qué compuestos químicos incluye. Sirve para embalsamar, también lo utilizan en las facultades de medicina para preparar los cadáveres que van a la sala de disección. Y si ustedes preguntan a sus colegas... tengo entendido que también se usa en prácticas policiales. Se ha hecho muy popular en el área arqueológica para la conservación de momias, también para flexibilizarlas.
—¿Qué hubiera hecho la víctima sobre el cuerpo del beato?
—Si no había análisis de ADN se hubiera limitado a desnudar el cuerpo, quizá abrirlo para comprobar si estaba eviscerado y después le hubiera inyectado Complucad en lugares estratégicos. No creo que hubiera hecho nada más.
—Hermana, ¿alguna vez se había levantado la tapa de la hornacina que cubría al beato?
—No, nunca, que yo sepa.
—¿Es muy pesada?
—Sus compañeros los Mossos d'Esquadra determinaron que sólo podían levantarla como mínimo dos personas muy fornidas.
—Sí, lo he leído en el informe. ¿Nunca le dijo la víctima que quería echar una ojeada directa al cuerpo?
—No, nunca, aún no.
—¿Tampoco vio desde fuera nada que pudiera llamarle la atención en la momia del beato?
—No sé a qué se refiere, pero no, no me dijo nada al respecto.
—¿Existe alguna posibilidad, o ha surgido algún indicio en las investigaciones históricas sobre la momia del beato en las que se hablara de que el cuerpo podía esconder riquezas?
—¿Riquezas materiales?
—Sí, claro: oro, joyas... objetos preciosos ocultos en su cuerpo.
Los ojos almendrados de sor Domitila me miraron, esta vez divertidos.
—No, inspectora, en ningún caso.
—Nos llamó la atención leer en los papeles del difunto algo sobre el proceso histórico a unos eclesiásticos que habían robado el cuerpo...
—¡Ah, cierto!; fue uno de los episodios que más cautivó al hermano Cristóbal de todo cuanto tenía recopilado sobre nuestro beato. Dijo que era algo que hubiera podido servirle en sus estudios futuros de índole general. —comentó la hermana.
—¿Podríamos decir que se trata de algo insólito, de una especie de descubrimiento fuera de lo normal?
—Sinceramente, no lo creo. No sé si el hermano Magí estará de acuerdo conmigo, pero los robos de reliquias o cuerpos santos no eran algo tan inusual en la Edad Media. Exhibirlos fomentaba la religiosidad entre los feligreses de las iglesias que los tenían. Y ya saben que hablamos de un período histórico convulso y oscuro. A menudo los eclesiásticos no eran enteramente vocacionales como ahora ocurre, sino gente pobre que había sido entregada de niños a los conventos o que ellos mismos buscaban un modo de vida al ingresar. Con esos antecedentes no es extraño que se produjeran robos o faltas morales de todo tipo.
—¿Había algún otro móvil que pudiera desencadenar robos de cuerpos incorruptos en el pasado?
La monja elevó los bonitos ojos en busca de una respuesta, suspiró...
—Esa pregunta no es fácil de contestar, pero hay algo... también muy propio de aquellos tiempos de superstición seudorreligiosa que podría considerarse como un móvil. Durante una época se creyó que el polvo de cuerpo incorrupto podía tener propiedades curativas. Eso había desencadenado algunos robos de los que se tiene constancia documental, aunque para nada afectan a nuestro beato.
El hermano Magí levantó un dedo en señal de que quería intervenir.
—Sólo una precisión: el polvo que se consideraba sanador no era sólo el que provenía de moler cuerpos santos incorruptos, sino cualquier momia de cualquier origen. Incluso en el siglo XIX se cometieron hurtos y amputaciones de momias egipcias con la intención de vender el polvo curativo. Como pueden comprender, eso dio lugar a un sinfín de estafas y mercadeos fraudulentos que tenía como víctimas a personas de poca cultura.
—Bueno, pero eso no tiene que ver con el caso —replicó Domitila, picada.
—Era tan sólo una precisión cultural —respondió el monje, digno. Garzón se rascó los pelos del cogote como si todo aquello superara su capacidad de comprensión.
—Sí, pero hoy en día, quiero decir en este momento y en este país, nadie robaría ni mataría para hacer polvitos de momia y ponerlos a la venta por internet, ¿no les parece?
Los dos eclesiásticos se quedaron de una pieza y, por una vez, estuvieron de acuerdo.
—No, por supuesto que no —exclamaron al unísono.
Antes de que me entrara un ataque de risa, pregunté:
—Hermanos, la pregunta es para los dos: si ustedes estuvieran en nuestro lugar, si fueran los detectives de este caso, ¿qué pensarían, qué harían?
Hubo un silencio prolongado. Observé sus caras con detenimiento. El fraile estaba serio, con aire consternado y negaba con la cabeza, mientras la religiosa había entrecerrado los párpados y ponía cara de intensa concentración. Fue él quien empezó a hablar.
—Yo sería incapaz de pensar nada, inspectora. Sólo un loco, una mente auténticamente perturbada puede haber perpetrado un hecho tan terrible y extraño.
—Serían dos los locos cuanto menos, puesto que se necesitan al menos dos personas para abrir el sarcófago. Pero dígame, ¿podríamos llegar a pensar en una conspiración enloquecida, o en alguna extraña organización?
—Le repito que no lo sé, inspectora. Simplemente no sé qué pensar.
Domitila tomó la palabra vivazmente.
—¿Y el papel encontrado en el lugar del crimen, cómo es que no nos hacen preguntas sobre él?
—No quiero entrar en el juego de un asesino, porque la mayor parte de las veces sólo intentan despistar a la policía —respondí.
—Pero si como dice el hermano Magí, se trata de una mente perturbada, a lo mejor quiere significar algo. ¿Quiere recordarnos qué decía lo escrito?
—«Buscadme donde ya no puedo estar.»
—¿Qué puede querer decir eso?
—No lo sabemos. En cualquier caso lo investigaremos cuando cada cosa esté en su lugar. Lo que quiero de ustedes es que reconstruyan en lo posible todo lo que la víctima hubiera podido encontrar en sus investigaciones ya que no hemos logrado encontrar su ordenador personal.
—Yo sólo puedo aportar sus comentarios, si es que me viene a la mente alguno más —dijo Magí.
—Yo le ordenaré todos los legajos que él quiso ver —concluyó Domitila.
—Pues prepáreme un dossier sobre el contenido de cada uno de ellos. Nos ayudará.
Di por terminada la prolongada reunión. Me dolía la cabeza y la sensación de irrealidad que aquel caso me provocaba se había acrecentado después de aquella impensable sesión de trabajo. El convento estaba oscuro como la boca de una alimaña y el silencio era idéntico al de una tumba. Aparentemente todo el mundo dormía. Cuando habíamos caminado unos pasos vislumbré una impresionante figura que caminaba, negra, hacia nosotros: era la madre superiora. Nos saludó y eximió a la hermana Domitila de acompañarnos hasta la puerta. Ella lo hizo. Garzón y el monje caminaban delante. De improviso la madre Guillermina me dijo en voz baja:
—¿Sería mucho pedirle que se fumara conmigo un cigarrito en mi despacho antes de irse?
Accedí aunque no me apetecía. Después de despedir a los dos hombres entramos en su despacho y sacó un paquete de cigarrillos rubios, me ofreció uno y encendió otro con una inaudita delectación.
—Debería decirle que la he llamado para preguntarle qué tal ha ido todo, pero no es verdad. Si hago examen de conciencia me doy cuenta de que la tomo como excusa para poder fumar un cigarrillo más. He hecho el firme propósito de no fumar más allá de las diez, a no ser que...
—A no ser que haya una policía en su despacho.
Se echó a reír con ganas y yo la seguí.
—Mi carne también es débil, inspectora. A veces lo pienso con un gran sentimiento de culpa, pero luego me digo: has entregado tu vida entera al servicio de Dios, ¿y Dios va a ser tan cicatero de contarte los cigarros? ¡Bah, uno más! A lo mejor mi autoindulgencia me pierde cuando me presente ante Él. ¿Cómo ha ido la reunión?
Me encogí de hombros, puse cara de indiferencia primero, de contrariedad después.
—Muy instructiva. Nos hemos enterado de que el polvo de momia se consideraba curativo en la antigüedad...pero aparte de eso, ninguna luz sobre el caso.
—¿El polvo de momia? ¡Puaf! Eso se lo habrá contado la hermana Domitila, seguro. ¡Sabe tantísimas cosas!
—¿Es la hermana una mujer muy conservadora o muy vehemente?
—¿Conservadora?... La política entre nosotras no es importante, casi nunca hablamos de ella. Vehemente sí es un poco, se vuelve muy taxativa cuando se trata de asuntos de fe. Supongo que cuando se formaba en la facultad de historia tuvo que oírse muchas bromas malintencionadas sobre la religión. De todas maneras, los cuarenta años son una época de exaltación para una monja.
—¿Puede explicarme por qué?
—¿Siente curiosidad?
—Casi tanta como usted por los temas policiales.
Rió suavemente por debajo de la nariz.
—No hay nada especial. Cuando tienes cuarenta por lo general ya llevas muchos años en la orden. Te has librado de las tentaciones del mundo y te has demostrado a ti misma que puedes soportar bien la dureza de esta vida. Eso te proporciona una sensación de omnipotencia y te vuelves vehemente con tus creencias. Ése es todo el misterio.
—¿Y a su edad, madre? ¿Qué es lo que piensa usted?
Sonrió, apagó el cigarrillo con gestos enérgicos.
—Tengo cincuenta y siete años. A mi edad te das cuenta de que, hayas hecho lo que hayas hecho en la vida, es un éxito seguir adelante con cierta ilusión.
Una nube de tristeza cruzó por su rostro. Quedamos en silencio.
—¿Otro cigarrillo?
—Deje, deje, inspectora. No haga de demonio tentador. La acompaño a la puerta antes de que me haga caer.
Era sábado; de modo que el caso debía permanecer en espera durante el fin de semana. Sin embargo, el operativo de búsqueda coordinado por las chicas no tenía descanso. Probablemente hubiera debido pasar la mañana en comisaría para dar ejemplo de interés, pero hacía tiempo que ni siquiera cruzaba tres palabras con Marcos, de manera que decidí quedarme en casa, si bien llevando el teléfono encima en todo momento. Aquel fin de semana teníamos a los niños con nosotros. Durante la mañana su padre se encargaba de llevarlos a las múltiples actividades cívicas y deportivas en las que los tres estaban apuntados. Pude hacer exactamente lo que me apetecía: cuidar de mi abandonado cuerpo y mi no menos deteriorada mente. Me embadurné la cara con una mascarilla verde francamente desagradable, me introduje en un baño de hierbas aromáticas, un tanto pestilentes a fuerza de perfume, y tomé un libro que empecé a leer con fruición. Al cabo de un rato había vuelto a sentirme casi como una persona normal. Aquel caso era tan absorbente que no había tenido tiempo ni de tomar conciencia de mí misma. En aquel momento la tomé, pero no dio otro resultado más que intranquilizarme. Allí estaba, librada a los placeres termales, mientras el jodido caso del fraile seguía impenetrable como una manzana colgada de un árbol. Ni siquiera habíamos encontrado el método para hincarle el diente y allí continuaba apetitosa y clorada por el sol, pero fuera de nuestro alcance. Pensé que en cuanto saliera del agua haría una llamada a las chicas, pero el teléfono se me adelantó, sonando sobre un taburete que había colocado junto a la bañera. Pero sólo era Garzón.
—Inspectora, he estado pensando... ¿por qué no me prepara a sus hijastros esta tarde y me los llevo de visita a comisaría?
—¡Hombre, Fermín!, ¿usted cree que es adecuado?
—No habrá casi nadie por allí, es el momento ideal. Así a lo mejor dejan de darle la matraca con que no les cuenta nada de nuestro trabajo.
—¿Y va a malgastar una tarde libre pasándola con críos?
—¡Qué va! Aquí donde me ve he sido siempre bastante criaturero. Los niños me gustan más que los animales, si he de decirle de verdad; aunque ya sé que usted no está de acuerdo conmigo. Además, Beatriz se va de compras con su hermana Mercedes y le juro que la visita será una excusa perfecta para no acompañarlas. Eso de ir de compras me parece un coñazo. Nunca sé qué cara poner cuando ellas entran a probarse y yo me quedo solo con los dependientes. Siempre tengo la impresión de que me miran diciendo: «¿Y este palurdo qué coño pinta aquí?».